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Fueron a un restaurante tailandés que estaba cerca de la estación. McLean ya había comido allí anteriormente, casi siempre en compañía de un numeroso grupo de policías hambrientos.

—¿Qué me recomienda? Creo que es la primera vez que voy a un tailandés —dijo Emma, mientras bebía un sorbo de cerveza.

McLean se fijó en que había pedido una pinta.

—Eso depende. ¿Le gusta la comida picante o prefiere algo más suave?

—Picante, siempre. Y cuanto más fuerte, mejor.

McLean sonrió: le gustaban los retos.

—Vale. Pues entonces le recomiendo que de primero pida gun dong y de segundo panang. Y si le sobra un poco de sitio, de postre puede pedir un pudín de crema de coco.

—¿Está igual de puesto en todos los temas, inspector?

Emma arqueó una ceja, en un gesto interrogativo, y se apartó de la cara un corto mechón moreno. McLean sabía que lo estaba provocando, pero no pudo evitar caer en la trampa.

—Según tengo entendido, hasta los inspectores aparcan el trabajo de vez en cuando. Además, estoy de permiso hasta el lunes. Y puedes llamarme Tony, por favor.

—Bien, y ¿qué hace un inspector cuando no está trabajando, Tony?

Durante los últimos dieciocho meses, desde que la había encontrado inconsciente en su sillón favorito, ir al hospital a visitar a su abuela. O estar en el trabajo, o en casa durmiendo. McLean ni siquiera recordaba la última vez que había ido al cine o a ver algún espectáculo. Nunca había estado de vacaciones más de dos días seguidos y, en esas ocasiones, lo único que había hecho era coger su bicicleta de montaña e irse a las colinas Pentland, siempre para acabar preguntándose por qué cada vez le parecían más empinadas.

—Básicamente, ir al pub —dijo, encogiéndose de hombros—. O a restaurantes tailandeses.

—Acompañado, espero —dijo Emma, echándose a reír—. Porque, si no, sería muy triste.

McLean no dijo nada y la risa de Emma acabó diluyéndose en un embarazoso silencio. Ya hacía muchísimo tiempo que McLean no se encontraba en una situación parecida y lo cierto era que no sabía muy bien qué decir.

—Una vez traje aquí a mi abuela —consiguió mencionar finalmente—. Antes de que sufriera el derrame.

—Era una persona muy especial para ti, ¿verdad?

—Podríamos decirlo así. Cuando yo tenía cuatro años, mis padres se mataron en un accidente de avioneta al sur de Inverness. Mi abuela me crio como si fuera su propio hijo.

—Oh, Tony, lo siento muchísimo. No lo sabía.

—No pasa nada. Ya hace mucho tiempo que lo superé. A los cuatro años, uno se adapta muy rápidamente. Pero la muerte de mi abuela… Bueno, para mí se parece mucho más a lo que supongo que se siente al perder a un padre o a una madre. Y ha estado en coma tanto tiempo… Ha sido muy doloroso ver cómo se iba apagando.

—Mi padre murió hace unos años —dijo Emma—. Bebió hasta matarse. Creo que ni mi madre ni yo lamentamos mucho que se fuera. ¿Eso está mal?

—No lo sé. No. Supongo que no. ¿Era un hombre violento?

—No, solo despreocupado.

—¿Tienes hermanos o hermanas? —preguntó McLean, con la intención de dirigir la conversación hacia un tema menos sentimental.

—No, soy hija única.

—Y ¿a qué dedica su tiempo libre una agente de la policía científica? Suponiendo que tenga tiempo libre, claro está.

Emma se echó a reír.

—Seguramente no mucho más que un inspector de policía. Es fácil dejarse absorber por el trabajo, y la verdad es que estar disponible las veinticuatro horas del día acaba con la vida social de cualquiera.

—Tal como lo dices, parece que hayas tenido unas cuantas experiencias amargas.

—¿Acaso no las ha tenido todo el mundo?

—O sea, que ahora mismo no sales con nadie.

—Tú eres el investigador, Tony. ¿Crees que si saliera con alguien estaría ahora mismo aquí sentada contigo, bebiendo cerveza y comiendo curry?

—Lo siento, ha sido una pregunta estúpida. Háblame de la cocaína y de todas esas cosas raras que suelen utilizar para cortarla los traficantes.

Tal vez fuera un poco triste, pero le resultaba más fácil hablar de trabajo que de cualquier otro asunto. Emma también parecía más cómoda con ese tema y, por otro lado, McLean intuía que su padre había sido algo más que un tipo despreocupado. Toda vida se caracteriza por un sinfín de pequeñas tragedias.

Cuando finalmente llegó la comida, estaban absortos en una conversación sobre la necesidad de mantener el laboratorio impoluto. La cena transcurrió contando anécdotas sobre colegas de trabajo y, casi sin que se dieran cuenta, McLean ya había pagado la cuenta y estaban los dos en la calle, en plena noche.

—Ese pudín era increíble. ¿Cómo me has dicho que se llamaba?

Emma se cogió a un brazo de McLean y se pegó a él mientras paseaban despacio por la calle.

Kanom bliak bun, o así se pronuncia al menos.

McLean no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían. Había afrontado aquella cena como un deber, una obligación como pago por un favor prestado, de modo que le sorprendía un poco descubrir que la compañía le resultaba tan agradable. Y lo cierto es que no había planeado nada. Había refrescado aquella noche, debido a la brisa del nordeste que soplaba desde el mar. Notaba, a su lado, el cuerpo cálido de Emma. Llevaba tantos años solo que su primer impulso fue apartarla, mantener las distancias. Pero, por primera vez desde que tenía memoria, ignoró dicho impulso.

—¿Te apetece una copa?

Fueron primero al Guildford Arms porque estaba cerca y servían cerveza como Dios manda. Después, Emma propuso que fueran a ver algún espectáculo cómico del Fringe para el que todavía quedaran entradas. McLean sospechaba que Emma sabía perfectamente adónde ir, pero no le importó dejarse llevar. El bar en el que finalmente entraron era pequeño y estaba hasta los topes de clientes sudorosos. Era una noche de micrófono abierto, por lo que varios cómicos aficionados se atrevieron a desafiar a un público hostil y ebrio para conseguir sus cinco minutos de fama. Algunos de ellos eran bastante buenos, otros tan malos que igualmente provocaron las carcajadas del público. Cuando terminó el último número y el bar cerró sus puertas, eran las dos de la madrugada y, en la calle, los taxis brillaban por su ausencia. McLean buscó su móvil en los bolsillos, lo sacó y se quedó mirando la pantalla, consternado.

—La puta batería se ha vuelto a acabar. Te juro que estoy gafado con estos trastos.

—Tendrías que hablar con Malky Watt, de las oficinas de la policía científica. Tiene no sé qué teoría del aura de las personas. Dice que, en algunos casos, el aura de una persona le succiona la vida a los aparatos electrónicos. Sobre todo si alguien muy poderoso está pensando cosas negativas de esa persona.

—A mí me parece que ese Malky Watt está chiflado.

—Pues sí, más o menos.

—Es que antes no me pasaban estas cosas, es desde hace un mes o así. He intentado cambiar de teléfono, comprar baterías nuevas… de todo. Pero el puto móvil no me sirve de nada a menos que esté conectado al cargador, lo cual hace que no resulte muy útil.

—Ya te entiendo —dijo Emma, contemplando la pantalla negra del teléfono—. Pero da igual, vivo a cinco minutos de aquí. Puedes llamar a un taxi desde mi casa.

—Ah, no te preocupes, lo que quería es pedir un taxi para ti, no para mí. Yo puedo volver andando a Newington desde aquí, no es un problema. Me gusta pasear de noche por la ciudad. Vamos, te acompaño a casa.

McLean le ofreció el brazo y ella lo aceptó.

El piso de Emma se hallaba en Warriston, en una hilera de casas adosadas de piedra cuya parte posterior daba al Water of Leith. McLean se estremeció cuando llegaron al final de la calle.

—¿Frío, inspector?

Emma le rodeó la cintura con un brazo y lo atrajo hacia ella. McLean se puso tenso.

—No, no es frío. Es otra cosa. Prefiero no hablar de ello.

Emma, extrañada, se lo quedó mirando.

—De acuerdo.

Siguieron caminando. McLean siguió caminando a su lado, pero el momento había pasado. No pudo evitar volver la vista hacia el puente donde había encontrado el cadáver de Kirsty, tantos años atrás.

Llegaron a la puerta de Emma al cabo de unos doscientos metros. La agente buscó las llaves en su bolso.

—¿Quieres entrar a tomar un café?

Se sintió profundamente tentado. Emma era una mujer afectuosa y agradable, que olía a diversión y ausencia de preocupaciones. Durante toda la noche, había conseguido ahuyentar los fantasmas de McLean, pero ahora estos habían vuelto. Si hubiera vivido en cualquier otra calle, tal vez habría aceptado la invitación.

—No puedo —dijo, consultando su reloj con gesto algo teatral—. Tengo que marcharme. Ha sido un día muy largo y, según parece, mañana va a ser todavía peor.

—Mentiroso, se supone que estás de permiso. Puedes dormir hasta la hora que te dé la gana. No tienes ni idea de lo mucho que te envidio —dijo Emma, a la vez que le daba un amistoso golpecito en el pecho—. Pero no pasa nada. Yo tengo que estar en el laboratorio a las ocho. Me lo he pasado bien, eso sí.

—Yo también. Tenemos que repetirlo.

—¿Eso es una cita, inspector McLean?

—Ah, pues no tengo ni idea. Si es una cita, tendré que cocinar para ti.

—Perfecto, yo llevo el vino.

Emma se acercó a él, se inclinó un poco hacia adelante y lo besó fugazmente en los labios. Luego retrocedió y terminó de subir los escalones antes de que McLean tuviera tiempo de reaccionar.

—Buenas noches, Tony —le gritó, mientras abría la puerta y desaparecía en el interior.

McLean ya estaba a mitad de camino de Princess Street cuando se dio cuenta de que durante toda la noche no había pensado ni una vez en la agente Kydd.