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El coche seguía en el mismo sitio de siempre, aguardando al fondo de la cochera reconvertida que hacía las veces de garaje. McLean había ido hasta allí directamente desde la casa de Gavin Spenser, mientras su mente trabajaba a toda máquina para procesar la extraña oferta que le había hecho el anciano. Tan solo estaba especulando, claro, pues no tenía la menor intención de dejar el cuerpo de policía. Pero no dejaba de ser interesante imaginarse a sí mismo viajando por todo el mundo, localizando y solucionando problemas en el inmenso imperio de Spenser Industries. Lo malo era que no tenía muy claro qué hacían exactamente en Spenser Industries. Solo recordaba vagamente haber visto el logo de empresa en algún equipo informático, haber leído alguna que otra información en un periódico, o haber visto algo en las noticias de la tele…, detalles todos ellos que, por algún motivo, se le habían quedado grabados en la mente.

McLean sacudió la cabeza y se concentró en el otro misterio que había surgido durante la conversación. Tuvo que apartar la vieja segadora y unas cuantas cajas antes de poder acercarse lo bastante como para retirar la funda hecha a medida, pero cuando finalmente la retiró, el coche que estaba debajo despertó en él un montón de recuerdos.

Era de un tono rojo más oscuro de lo que recordaba, pero la pintura resplandecía como si fuera nueva. Los minúsculos retrovisores, la parrilla delantera en forma de corazón y los cubos de las ruedas eran de reluciente metal cromado, aunque la sal que se arrojaba a las carreteras en invierno había picado en parte el metal. McLean pasó una mano por el techo y probó una de las manillas. El coche estaba cerrado, pero las llaves estaban colgadas de su gancho en una caja atornillada a la pared, junto a la puerta de lo que en otros tiempos había sido el cobertizo de los arreos. La cerradura, atascada, se resistió al principio, pero luego cedió con un chasquido que olía a costosas reparaciones futuras, que fue precisamente cuando McLean comprendió que, igual que había hecho su abuela, iba a conservar aquel coche, el último recuerdo de su difunto padre. ¿Qué era lo que había dicho MacBride cuando habían ido a visitar la sede de Penstemmin Alarms? «Dicen que ni siquiera tiene usted coche». Bien, pues ahora ya lo tenía.

Una vez dentro, los asientos de cuero negro le parecieron increíblemente pequeños y endebles comparados con los enormes asientos acolchados que normalmente encontraba en los coches de la comisaría que conducía a diario. El volante le pareció muy delgado cuando se sentó en el asiento del conductor. Diseñado en una época en que los airbags eran una fantasía y la lista de espera para trasplantes de órganos era mucho más corta, el volante estaba formado por brazos metálicos que confluían en un minúsculo círculo central. Hasta los cinturones de seguridad de aquel coche habían sido un extra opcional. Eso sí que recordaba habérselo oído decir a su padre. Era un recuerdo en el que llevaba décadas sin pensar: aquellos fines de semana de su infancia en que sus padres lo llevaban a hacer largas excursiones por la región de Borders.

Respiró profundamente. El coche olía tal como él recordaba. Introdujo la llave en el contacto y la giró una vez. Nada. Bueno, no era ninguna sorpresa. Llevaba allí parado como mínimo dos años. Tendría que buscar el nombre de aquel taller de Loanhead donde solían hacerle las revisiones. Que le hicieran una puesta a punto, o lo que tuviera que hacerse a los coches antiguos. Revisar frenos, cambiar neumáticos y esas cosas. McLean descendió a regañadientes del Alfa Romeo, lo dejó todo tal como lo había encontrado y volvió a cerrar el garaje.

La carpeta del coche estaba en el archivador, exactamente donde tenía que estar. McLean se sorprendió al comprobar que se había pagado el impuesto de circulación y el seguro más o menos cuando su abuela había sufrido el derrame. Se preguntó si los abogados se habían mantenido al corriente de los pagos; seguramente le habían enviado una nota sobre ese tema en algún momento, que él se habría limitado a dejar en la pila de cosas por hacer. Había muchos papeles en aquella pila y, tarde o temprano, no le iba a quedar más remedio que ponerse manos a la obra. Como si no tuviera bastante con el papeleo del trabajo. ¿También tenía que encargarse de todas esas gilipolleces en casa? Pues claro que sí. Así era la vida, no había vuelta de hoja.

Los timbrazos del teléfono le provocaron una sacudida, como si hubiera estado conectado a la corriente eléctrica. Se había acostumbrado al silencio del garaje, primero, y de la casa, después. Y, de todas formas, ¿quién podía llamarlo allí? Muy pocas personas tenían el número. Descolgó rápidamente y respondió en un tono más brusco de lo que pretendía.

—McLean.

—Vaya, no es usted muy amable por teléfono, inspector.

McLean reconoció la voz.

—Lo siento, Emma. Ha sido un día muy largo.

—A mí me lo va a contar. Algunos nos hemos pasado todo el día cotejando muestras de coca con aditivos conocidos. ¿Tiene usted idea de la cantidad de sustancias químicas distintas que se mezclan en una raya de coca normal y corriente?

El año anterior se había celebrado una reunión informativa sobre el tema. Los chicos de la brigada de estupefacientes habían intentado hacer comprender a los investigadores lo difícil que era su trabajo. Era una guerra, al fin y al cabo. McLean recordó algún que otro detalle técnico sobre la fabricación de la coca y sobre toda la mierda que le metían desde que salía de los bosques de Colombia hasta que el usuario final la esnifaba con un billete de diez libras enrollado.

—Y no crea que no se lo agradezco. ¿Ha averiguado algo?

—No. Bueno, eso no es del todo cierto. No coincide con ningún perfil conocido en el Reino Unido, pero eso tampoco es de extrañar, teniendo en cuenta que es pura.

—¿No está cortada?

—Ni un poquito. Jamás había visto nada igual. Sea cual sea el valor que le había atribuido, ya puede usted duplicarlo. Y menos mal que no es usted un cocainómano, porque hubiera bastado con un par de rayas para matarlo.

Muy tranquilizador.

—¿Y las huellas? ¿Ha averiguado algo?

—Lo siento, pero no. Estaban demasiado degradadas. Lo primero que he hecho ha sido cotejarlas con las de McReadie, pero no son lo bastante claras como para constituir una prueba irrefutable. Si tuviera que arriesgarme, diría que corresponden a McReadie, pero ningún tribunal las aceptaría como prueba.

McLean empezó a hojear la carpeta que tenía delante, sobre el escritorio, hasta que se dio cuenta de que era la documentación del coche.

—En fin. Lo ha intentado. Muchas gracias, estoy en deuda con usted.

—Desde luego que está usted en deuda conmigo, inspector. Me debe una cena, si no recuerdo mal. Y, por lo que sé, no tiene usted nada que hacer ahora mismo.

Realmente aquella mujer tenía peligro. Ya se lo había advertido Bob el Cascarrabias. Sí, el análisis de personalidad del sargento era tan impecable como la lógica de Emma. McLean consultó su reloj —las siete— y se preguntó qué había ocurrido con el resto del día.

—¿Dónde está, en jefatura?

—No, estoy en comisaría. Acabo de entregar unas cosas en el depósito de pruebas. Me he pasado por su despacho, pero me han dicho que estaba usted…, bueno.

Los policías eran unos auténticos cotillas. Sin duda, el rumor de la suspensión temporal de McLean ya estaba en boca de toda la policía de la región de Lothian y Borders. De puta madre.

—Vale, pues nos vemos dentro de una hora, ¿de acuerdo?

McLean propuso un restaurante apropiado para la ocasión y colgó. Se quedó mirando la pared durante un rato. En la calle, al otro lado de la ciudad, la gente se preparaba para otra noche más del Festival de Edimburgo y de los espectáculos del Fringe, para otra noche de juerga y diversión. No estaba muy seguro de que su estado de ánimo fuera el idóneo para esas cosas. Su vida tranquila, cómoda, agradable y aburrida se estaba viniendo abajo lentamente y tenía la sensación de que no podía hacer nada para impedirlo. Su instinto le decía que corriera a esconderse, pero se obligó a luchar contra él. Asumir el control de la situación, esa era la respuesta.

La carpeta seguía abierta sobre el escritorio, delante de él. Bueno, siempre podía ocuparse de esas cosas al día siguiente. Recogió todos los papeles para volver a guardarlos y entonces reparó en la fotografía que estaba debajo de todo. Debía de haberse hecho cuando el coche era nuevo: los colores tenían un aire ligeramente irreal, vívido, como si los años transcurridos desde entonces hubieran desdibujado el mundo hasta convertirlo en lo que ahora veía. Su madre y su padre se hallaban delante del Alfa, aparcado frente al patio delantero de un anticuado taller mecánico. Él también estaba allí, con sus pantalones cortos y su elegante chaqueta, aferrado con una mano a un osito de peluche y con la otra a su madre. Le dio la vuelta a la foto, pero no vio nada, a excepción de la marca de agua del fabricante del papel. Giró de nuevo la fotografía y, mientras la contemplaba, se despertó en él el más vago de los recuerdos. ¿Era posible que se acordara de aquel día, de aquella hora, de aquel instante? ¿O solo estaba reconstruyendo un posible escenario en torno a la realidad de la fotografía?

La dejó de nuevo sobre el resto de los papeles y cerró la carpeta. No conocía a aquellas personas, ya no sentía emoción alguna al contemplar su imagen. Pero mientras se ponía en pie, devolvía la carpeta al archivo y cerraba el cajón, no consiguió apartar de su mente aquella fotografía, ni pudo dejar de pensar en la mirada risueña que aparecía en los ojos oscuros de su padre.