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La silla de plástico barato era incómoda, pero McLean apenas notaba las nalgas entumecidas mientras contemplaba el tablón de anuncios y los folletos que nadie leía, al otro lado de la sala de espera vacía. Incluso entonces, el trayecto en ambulancia a través de la ciudad se le antojaba una confusa serie de destellos. Un enfermero que le hablaba con una voz que McLean ni siquiera oía; unas manos amables pero firmes que lo obligaban a soltar a la agente Kydd; varios profesionales capacitados que trataban de obrar un milagro, que le inmovilizaban el cuello y la columna a la joven; que levantaban aquel cuerpo retorcido y lo introducían en la ambulancia, aquel cuerpo tan menudo y joven; un viaje a través de la ciudad hacia un hospital que había deseado no volver a ver jamás; rostros serios que hablaban de cosas serias, como operación, intervención de urgencia, tetraplejia… Y luego, la lenta espera de unas noticias que solo podían variar ligeramente dentro del campo de lo terrible.

Un susurro en el aire cuando alguien se sentó a su lado. A McLean no le hizo falta volverse para saber de quién se trataba, pues hubiera reconocido aquel perfume en cualquier parte del mundo. Una mezcla de papeleo y dolores de cabeza, con un discreto toque de Chanel.

—¿Cómo está?

La comisaria McIntyre parecía cansada. McLean sabía muy bien cómo se sentía.

—Los médicos no acaban de entender cómo es que aún estaba viva cuando ha llegado aquí. Ahora mismo está en el quirófano —le dijo.

—¿Qué ha pasado, Tony?

—Atropello y fuga. Intencionado. Creo que iban a por mí.

Ya está. Lo había dicho. Había verbalizado su paranoia.

McIntyre cogió aire con fuerza y lo retuvo durante unos segundos, como si no se atreviera a proseguir.

—¿Está seguro?

—¿Seguro? No. Creo que ya no estoy seguro de nada. —McLean se frotó los ojos enrojecidos y se preguntó si McIntyre malinterpretaría sus lágrimas—. Ella vio venir la furgoneta. La agente Kydd. Y me apartó de la trayectoria. Podría haberse apartado, pero su primer instinto fue salvarme a mí.

—Es una buena policía.

McLean advirtió que McIntyre no había añadido «Llegará lejos», porque lo más probable era que no pudiera ya llegar a ninguna parte. Al menos sin ruedas.

—¿Qué hacían allí, por cierto?

Esa era la parte más complicada.

—Regresábamos a la comisaría. La agente Kydd me estaba ayudando a identificar a alguien que había intentado entrar en mi apartamento la otra noche, mientras yo estaba fuera. Mi vecina lo vio actuar de forma sospechosa.

Dios, sonaba patético.

—¿McReadie?

La comisaria le había dado una entonación de pregunta apenas perceptible, aunque McLean sabía perfectamente que no esperaba respuesta. De todas formas, asintió.

—¿Y por qué no se estaba encargando de la investigación el sargento Laird? Ya se lo dije, Tony. Aléjese de McReadie. Está jugando con usted.

—Está intentando matarme, eso es lo que está haciendo.

—¿Está seguro? ¿No le parece que es un poco exagerado?

«No, porque el muy cabrón ha escondido cincuenta mil libras y un kilo de coca para tenderme una trampa, pero yo no he hecho lo que él esperaba, así que ahora ha recurrido a métodos más directos».

—Será muy difícil que pueda testificar contra él en los tribunales si estoy muerto.

—Déjelo ya, Tony. El melodrama no es su estilo. Además, dice el sargento de guardia que cuando llamó a las cuatro para informar del accidente, Fergus McReadie estaba siendo interrogado en comisaría, en presencia de un abogado de garras tan afiladas que seguramente se corta todas las mañanas al vestirse.

—McReadie no se habrá molestado en hacerlo él mismo, seguramente habrá pagado a alguien. Y me apuesto lo que sea a que se ha ofrecido voluntariamente a venir esta tarde. Así tenía la coartada perfecta.

McIntyre dejó escapar un largo y lento suspiro, y apoyó la cabeza en la pared.

—No me lo está poniendo fácil, Tony.

—¿Yo soy el que no lo está poniendo fácil?

Se volvió para observar a su jefa, pero esta no le devolvió la mirada, sino que se limitó a hablar hacia la desierta sala de espera.

—Váyase a casa y duerma un poco. Aquí no puede hacer nada.

—Pero tengo que…

—Lo que tiene que hacer es irse a casa. Si no se encuentra ya en estado de shock, lo va a estar dentro de muy poco. ¿Tengo que ordenárselo?

McLean se recostó bruscamente en su silla, derrotado. No soportaba que la comisaria tuviera razón.

—No.

—Mejor, porque lo que viene ahora sí es una orden. No quiero que vuelva al trabajo hasta la semana que viene.

—¿Qué? Pero si solo estamos a miércoles.

—La semana que viene, Tony. —McIntyre se volvió finalmente a mirarlo—. Escríbame una declaración detallada de lo que ha ocurrido esta tarde y luego no quiero volver a saber nada de usted hasta el lunes.

—Pero… ¿y McReadie?

—No se preocupe por él. Tiene un testigo que dice haberlo visto en las inmediaciones de su apartamento. A mí me parece que eso incumple claramente las condiciones de la libertad bajo fianza. —McIntyre sacó su teléfono, pero no marcó ningún número—. Lo dejará en paz durante algún tiempo.

—Gracias —dijo McLean, mientras golpeaba suavemente la pared con la parte posterior de la cabeza—. ¿Está usted segura de que…?

—Quiero que se aparte de todo esto. Si tiene razón y resulta que alguien está intentando acabar con usted, no puedo permitir que investigue. Como tampoco puedo permitir que esté acosando a McReadie a cada momento. Ajustémonos al derecho, Tony. Déjelo en paz. Yo misma llevaré esta investigación, así que, si empieza a meter la nariz donde no debe, me enteraré.

—Pero…

—A casa, inspector. No quiero oír ni una palabra más.

McIntyre se puso en pie y se alisó maquinalmente las arrugas del uniforme mientras daba media vuelta para marcharse. McLean la observó alejarse y luego siguió contemplando la pared.

La agente de policía Alison Kydd salió de quirófano y fue trasladada a cuidados intensivos a la una y cuarto de la madrugada. La intervención quirúrgica, de ocho horas de duración, tal vez le hubiera salvado la vida, pero los médicos preferían mantenerla en un coma inducido por si acaso. Estaba claro que jamás volvería a caminar, a menos que alguien encontrara la forma de regenerar la médula espinal lesionada. El tiempo era el encargado de decidir si Kydd podría conservar la movilidad en los brazos o controlar la vejiga. Y también existía la posibilidad de que jamás volviera a despertarse.

La doctora que le había contado todo eso a McLean parecía demasiado joven para haber acabado ya la carrera de medicina, pero daba la sensación de saber muy bien lo que hacía. Se había mostrado prudentemente optimista: «algo más del cincuenta por ciento» habían sido sus palabras exactas. Y lo había dicho como si fuera algo bueno, acompañando el dato de una sonrisa cansada. Esas palabras y esa sonrisa atormentaron a McLean durante todo el trayecto de vuelta a casa en taxi, bajo la lluvia. Permanecieron con él mientras empezaba el informe para la comisaria y abría una botella de whisky de malta. Ya casi había amanecido cuando terminó lo primero y se dio cuenta finalmente de que lo segundo no le ayudaba mucho. Emborracharse solo no era su estilo, necesitaba la compañía de unos cuantos amigos. Y, durante toda la noche, no dejó de repetirse una y otra vez que no era culpa suya. Si se lo repetía lo suficiente, tal vez acabara creyéndoselo.

Llamó al hospital a las seis y le dijeron que no había cambios, ni parecía que pudiera haberlos en un futuro inmediato. La enfermera que estaba al otro lado de la línea no se lo dijo abiertamente, pero por su tono de voz McLean comprendió que, si volvía a llamar en breve, no se mostraría tan amable. A esas horas ya tendría que estar cansado, pues llevaba veinticuatro horas sin dormir, pero la rabia y los sentimientos de culpa no le permitían conciliar el sueño. Así pues, se duchó, leyó el informe y cambió un par de cosas antes de enviarlo por correo electrónico. Él no tenía la culpa. No podía prever lo que iba a pasar.

Pero sí tenía la culpa, en cierta manera. Como había dicho McIntyre, tendría que haber sido Bob el Cascarrabias quien acudiera con un agente a ver a la señora McCutcheon. McReadie podría haber hecho entonces que su matón a sueldo atropellara a McLean en cualquier otra parte, donde nadie estuviera dispuesto a sacrificarse para que él pudiera seguir vivo. Joder, ¿qué coño estaba pasando? ¿Por qué aquella pobre desgraciada…?

Antes siquiera de darse cuenta de que lo había cerrado, McLean vio su puño a punto de estrellarse contra el cristal de la ventana. Lo abrió en el último momento y golpeó con la palma de la mano el marco de la ventana, al tiempo que sentía en los ojos el escozor de unas lágrimas que no tenían nada que ver con el dolor. O con el dolor físico, al menos, que desapareció en pocos segundos. Deseó que el otro también desapareciera.

A veces era tan terco… Tal vez si escuchara a los demás, o delegara de vez en cuando, no habría ocurrido nada. Pero allí estaba, con más de media semana por delante para subirse por las paredes porque le habían dicho que se mantuviera al margen y él no había sido capaz de hacerlo. Joder, qué desastre.

Tenía muchas cosas que hacer, muchos otros casos que exigían su atención. McIntyre no esperaría de verdad que no moviese un dedo hasta el lunes, ¿no? Todo iría bien si se mantenía alejado de la comisaría y de todo lo que tuviera que ver con McReadie o la búsqueda de la furgoneta que había arrollado a Alison. Pero aún le quedaba la chica muerta y los dos suicidios, por no hablar de la filtración de detalles sobre el escenario del crimen.

Cuando salió de su piso tuvo la sensación de ser un crío que se esconde tras el cobertizo de las bicis para fumar a hurtadillas, pero como mínimo tendría que salir a comprar comida, ¿no? Y dadas las circunstancias, nada mejor que una buena caminata para aclarar las ideas.

—Inspector. Qué agradable sorpresa.

McLean se volvió al oír la voz y vio un reluciente Bentley de color negro que se deslizaba suavemente por la calzada, con una ventanilla bajada como si su trasnochado ocupante estuviera recorriendo las calles en busca de algún favor negociable. Tampoco es que en aquel barrio fuera habitual ver a mujeres haciendo la calle, pero a McLean no le habría sorprendido en absoluto que, tras las paredes de alguna de aquellas elegantes mansiones, se ofreciera un servicio de señoritas de compañía a clientes pudientes. McLean se agachó un poco y, antes de que el coche se detuviera del todo, vislumbró una mano enguantada, un oscuro abrigo y un rostro lleno de cicatrices. Se oyó un chasquido y la puerta se abrió, dejando a la vista unos asientos de suave cuero rojo que habrían llevado al mismísimo Freud al paroxismo. Gavin Spenser le indicó por señas que se acercara.

—¿Puedo llevarlo?

McLean contempló la calzada desierta y luego volvió la cabeza hacia la dirección por la que había llegado hasta allí. Media hora de concentrada caminata no había servido para ahuyentar sus sentimientos de culpa ni su autocompasión. Ni tampoco su frustración.

—En realidad, no iba a ninguna parte.

—Entonces, a lo mejor me acompaña a tomar un café. No está muy lejos.

¿Y por qué no? Tampoco estaba haciendo nada especial. McLean subió al coche, saludó con un gesto de cabeza a la enorme mole que era el conductor apretujado tras el volante y se dejó caer en el sillón de suave cuero que estaba al lado del que ocupaba Spenser. Aquel coche no disponía del vulgar banco trasero que tenían la mayoría de los vehículos. El Bentley arrancó con un discreto suspiro del motor y empezaron a avanzar sin que les llegara un solo ruido de la calle. Qué bien vivían algunos.

—Bonito coche —dijo McLean, pues fue lo único que se le ocurrió.

—Ya no puedo conducir, así que prefiero la comodidad a la potencia —dijo Spenser. Señaló con la barbilla la nuca rasurada del chófer—. Pero me atrevería a decir que Jethro lo saca de vez en cuando y lo hace correr.

A través del retrovisor, McLean vio al chófer curvar ligeramente los labios en la más discreta de las sonrisas. No había cristal alguno de separación, lo cual significaba que Spenser confiaba en aquel hombre.

—La última vez que vi a su abuela, iba al volante de aquel espantoso trasto italiano. ¿Qué coche era?

—¿El Alfa Romeo?

Hacía mucho tiempo que McLean no pensaba en aquel coche. Lo más probable era que siguiera aparcado al fondo del garaje, que nadie hubiera vuelto a utilizarlo desde el día en que su abuela había decidido que ya era demasiado vieja y estaba demasiado cegata para seguir conduciendo. Pero se negaba a venderlo, y McLean ni siquiera recordaba la última vez que había ido a verlo.

—Era el coche de mi padre. Mi abuela se gastó una fortuna para mantenerlo. Motor nuevo, pintura, carrocería… Le cambió tantas piezas que parecía la paradoja de Teseo.

—Ah, sí, la obsesión por el ahorro de los McLean. Ah, Esther… Era una mujer muy ahorrativa. Bien, ya hemos llegado.

El Bentley cruzó bajo una puerta de piedra e inició el ascenso por un corto sendero hacia una de esas mansiones increíblemente inmensas que se esconden en los rincones más inesperados de Edimburgo. Estaba rodeada de terrenos por los que mataría cualquier promotor inmobiliario: metros más que suficientes para levantar al menos veinte casas unifamiliares… y todo consagrado a árboles adultos y jardines perfectamente cuidados. La casa era de estilo eduardiano, grande pero bien distribuida, y situada lo bastante alto como para ofrecer una vistas espectaculares de la ciudad, incluido el castillo, Arthur’s Seat y el mar de chapiteles y tejados que separaba una cosa de otra. Jethro ya se había desabrochado el cinturón, había bajado del coche y le había abierto la puerta a Spenser antes incluso de que McLean se hubiera dado cuenta de que se habían detenido. El anciano descendió con una agilidad que no encajaba con su aspecto. Nada de articulaciones que crujían ni de problemas para ponerse en pie. McLean casi sintió envidia mientras salía como podía del vehículo, apoyaba los pies en la gravilla y notaba en la espalda el crujido de unas cuantas vértebras.

—Vamos —dijo Spenser—. Estaremos un poco más resguardados en la parte de atrás.

Rodearon la casa, mientras Spenser iba señalando algunas particularidades interesantes. En la parte de atrás, unido a la casa, se veía un enorme invernadero rodeado por un patio elevado que, sin duda, se había añadido en la década de los setenta. El suelo de empedrado se hallaba en perfecto estado de conservación, pese a lo hortera de su aspecto; en el centro del patio aguardaban una mesa y unas sillas. Lo único que se echaba en falta era una piscina, pero no, allí estaba, acurrucada entre una pista de tenis y un campo de cróquet perfectamente llano. Desde luego, se habían destinado muchos recursos a mantener aquella casa, aunque era obvio que Spenser estaba forrado.

Un taciturno mayordomo trajo el café, en silencio. McLean lo observó mientras lo servía y, tras rechazar la leche y el azúcar, bebió un sorbito del mejor café que había probado desde hacía años, mientras aspiraba el delicioso aroma de los granos arábica perfectamente tostados. Qué bien vivían algunos.

—Dice usted que conoció a mi abuela en la universidad, ¿no? No se ofenda, pero de eso ya ha pasado bastante tiempo.

—A mediados de los años treinta, creo que fue. —Spenser frunció el ceño, como si estuviera tratando de recordar, y las arrugas de sus cicatrices adquirieron una tonalidad entre amoratada y amarillenta—. O tal vez fuera un poco antes. A cierta edad, la memoria empieza a fallar.

McLean lo dudaba. Spenser parecía tener una memoria tan afilada como esos alfileres que se esconden en las camisas nuevas.

—¿Ella y usted…? Es decir, ¿eran…?

¿Por qué le resultaba tan difícil formular la pregunta?

—¿Pareja, como dicen ustedes los jóvenes hoy en día, según tengo entendido? —Spenser frunció el ceño y por su piel estropeada cruzaron nuevas sombras—. Ojalá. Éramos buenos amigos. Íntimos. Pero Esther no era una mujer a la que le gustara tontear y, por otro lado, tenía que trabajar el doble que todos nosotros.

—¿Ah, sí? Yo siempre he creído que era brillante.

—Y lo era. La mente más brillante que he conocido jamás. Agudísima, capaz de aprender cualquier cosa con suma facilidad. Pero tenía una desventaja enorme: era mujer.

—También había doctoras en los años treinta.

—Oh, sí, unas cuantas almas intrépidas. Pero no era fácil llegar hasta allí. A una mujer no le bastaba con ser tan buena como los hombres, tenía que ser mejor. Esther comprendió ese reto y solo sirvió para aumentar su determinación. Y me temo que yo, a pesar de todos mis encantos, no podía competir contra eso.

—Entonces debió de resultarle mortificante la llegada de mi abuelo, ¿no?

—¿Bill? —dijo Spenser, encogiéndose de hombros—. Él siempre estuvo allí. Pero también estudiaba medicina, así que podía pasar más tiempo con Esther que todos nosotros.

—¿Todos nosotros?

—¿Me está usted interrogando, inspector? —sonrió Spenser—. ¿O me das permiso para llamarte Tony?

—Desde luego. Disculpe. Por ambas cosas. Tendría que habérselo dicho yo mismo. Y lo otro es una costumbre mía, me temo. Por lo de ser investigador.

—La verdad es que me sorprendió, cuando me enteré.

Spenser apuró su café y dejó la taza sobre la mesa.

—¿Le sorprendió que yo fuera investigador? ¿Por qué?

—Es una elección extraña. Quiero decir que tu abuela era doctora, Bill también. Tu padre era abogado. Bueno, hubiera llegado a ser un excelente abogado, de haber tenido la oportunidad. ¿Por qué decidiste unirte a la policía?

—Bueno, para empezar nunca tuve las aptitudes necesarias para estudiar medicina.

McLean aún recordaba el resignado gesto de decepción de su abuela cada vez que él regresaba a casa con malas notas en las asignaturas de ciencias.

—Y en cuanto a lo de ser abogado, la verdad es que ni siquiera se me ocurrió. No puede decirse que mi padre fuera una gran influencia en mi vida.

Una especie de sombra de tristeza cruzó el rostro de Spenser, aunque era difícil asegurarlo con tanta cirugía reconstructiva.

—Tu padre… Sí. John era un muchacho brillante. Me acuerdo muy bien de él. Lo apreciaba muchísimo.

—Parece que sabe usted de mi familia más que yo, señor Spenser.

—Gavin, por favor. Los únicos que me llaman señor Spenser son mis empleados y lo hacen solo cuando yo los oigo.

Gavin. Se le hacía raro. Como llamar Esther a su abuela o Bill a su abuelo. McLean hizo girar los posos del café en el fondo de su taza y le lanzó un vistazo a la cafetera, con la esperanza de tomar una segunda taza, aunque no sabía si porque el café era excelente o solo porque necesitaba algo en lo que apoyarse para vencer su incomodidad. Y ese era el problema. ¿Por qué se sentía incómodo en presencia de aquel hombre? Aparte del rostro desfigurado, y ese no podía ser el motivo, Spenser era un perfecto caballero. Y un viejo amigo de la familia que quería ayudar en un momento triste. Así pues… ¿por qué tenía McLean la desagradable sensación de que algo no encajaba?

—De hecho, eso me recuerda otra cuestión —dijo Spenser—. ¿Te gustaría trabajar para mí?

A McLean casi se le cayó la taza de café.

—¿Qué?

—Hablo en serio. Estás desaprovechado en la policía y, si lo que he oído por ahí es verdad, no vas a ascender mucho más en el escalafón. No te va lo de ser político, ¿me equivoco?

McLean asintió, sin saber muy bien qué decir. Al parecer, él no era el único que había estado jugando a los investigadores.

—Pues a mí eso me importa un comino. Me interesan más las aptitudes que demuestran las personas. Por ejemplo, Jethro. La mayoría de la gente ni siquiera le habría dado una oportunidad, con ese aspecto que tiene y esa forma de hablar. No se le dan bien las palabras, pobre Jethro. Pero es mucho más inteligente de lo que parece y hace bien su trabajo. Tú haces bien tu trabajo, Tony. Eso es lo que he oído decir de ti. Y no me iría mal un hombre con tus aptitudes. Y, seamos sinceros, con tu formación.

—Pues la verdad es que no sé qué decir.

Excepto que Bob el Cascarrabias lo mataría si se atrevía a dejar el cuerpo. Y… ¿a santo de qué se estaba planteando tal cosa? Le gustaba ser investigador, siempre le había gustado. Pero ser inspector no le parecía tan divertido como había imaginado cuando aún era sargento. Y también era cierto que, a veces, le afectaba toda la mierda que tenía que soportar constantemente. No estaría mal hacer algo que le permitiera pararse de vez en cuando y contemplar sus logros con una sensación de orgullo. Últimamente ni siquiera tenía tiempo para detenerse a recobrar el aliento antes de volver a sumergirse en la mierda.

—Básicamente, tu tarea consistiría en localizar y corregir fallos. Operamos en casi todo el mundo, pero siempre va bien tener a alguien de fuera que vaya a los sitios para aguijonear un poco a la gente. Sobre todo cuando empiezan a bajar los ingresos.

—Suena… interesante.

—Tú piénsalo, ¿de acuerdo?

Spenser sonrió de nuevo y en su rostro apareció fugazmente algo que a McLean no le resultaba desconocido. Algo en aquellos ojos oscuros, que parecían aún más profundos debido a la piel blanca y rosada, y al tejido cicatrizal que los rodeaba. ¿Qué terrible accidente había sufrido aquel hombre para tener el rostro tan desfigurado? ¿Cómo sería trabajar para alguien que había soportado esa cruz durante tanto tiempo? ¿Y qué tenía de malo pensar en la oferta? Eso tampoco lo obligaba a aceptarla, al fin y al cabo.

—De acuerdo, Gavin. Lo pensaré.