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A través de la ventanilla del coche McLean contempló naves industriales, oulets de fábricas, tiendas y sucios almacenes, hasta las torres que se alzaban no muy lejos de allí entre una neblina de color marrón grisáceo, fruto de la contaminación. Sighthill era una de esas zonas de la ciudad que no aparecían en las guías turísticas: un barrio periférico de viviendas de protección oficial, dominado por la imponente y horrenda mole del Stevenson College, que se extendía hacia la ronda de circunvalación cuyo trazado reseguía el de la antigua Kilmarnock Road.

—¿Sabemos algo más, señor? Ha dicho que han encontrado un cadáver, ¿no?

McLean aún no se había acostumbrado a que Bob el Cascarrabias lo llamara «señor». El sargento de policía era quince años mayor que él, y tampoco había pasado tanto tiempo desde que los dos tenían el mismo rango. Pero en cuanto a McLean lo habían ascendido a inspector, Bob el Cascarrabias había dejado de llamarlo Tony en el trabajo y había adoptado el tratamiento de «señor». Técnicamente era lo correcto, pero aun así le sonaba extraño.

—No tengo muy claros los detalles. Solo sé que han descubierto un cadáver en una obra. Al parecer, la comisaria en jefe ha dicho que era un caso perfecto para mí. No estoy seguro de que lo haya dicho como un cumplido.

Bob el Cascarrabias guardó silencio durante un rato, mientras maniobraba el coche por un desconcertante laberinto de calles secundarias, todas ellas flanqueadas por casas adosadas de color gris, idénticas entre sí. Los detalles personales que iban viendo de vez en cuando —una puerta pintada de otro color, unas modernas luces en el tejado— señalaban las pocas casas que no eran propiedad del Ayuntamiento. Finalmente doblaron hacia un callejón, flanqueado a ambos lados por muros enguijarrados que impedían ver los minúsculos jardines de las casas. Al final de la calle, como si estuviera fuera de lugar en aquel barrio de viviendas de protección oficial, se alzaba una verja que en otros tiempos había sido majestuosa. Las recargadas puertas de hierro forjado, sin embargo, estaban ahora semiocultas bajo la hiedra y colgaban peligrosamente de dos agrietadas columnas de piedra. A la izquierda se podía leer el siguiente cartel: OTRO PRESTIGIOSO PROYECTO DE MCALLISTER HOMES.

La casa que se alzaba al otro lado de la verja era de estilo señorial escocés: cuatro plantas, ventanas altas y estrechas, y una torre circular que sobresalía en una de las esquinas. Uno de los muros estaba cubierto por un andamio, y los restos de lo que en otros tiempos había sido un enorme jardín estaban ahora repletos de furgonetas, contenedores de escombros, casetas prefabricadas y otros elementos propios de las obras. Dos coches patrulla aguardaban frente a la puerta principal, vigilada por una solitaria agente de uniforme. La joven sonrió débilmente cuando McLean le mostró su placa y los condujo hacia la penumbra de la antesala. Allí hacía fresco en comparación con el calor de la calle, por lo que a McLean se le puso la piel de gallina y no pudo evitar un escalofrío.

La agente uniformada se dio cuenta.

—Sí, aquí se siente eso. Es escalofriante.

—¿Quién ha encontrado el cadáver?

—¿Qué? Ah… —La agente sacó su cuaderno—. Nos ha llamado el propio McAllister. Dice que su capataz, el señor Donald Murdo de Bonnyrigg, estuvo trabajando ayer hasta tarde, limpiando un poco el sótano, y que se llevó un buen susto cuando… bueno, ya saben.

—¿Anoche?

McLean se detuvo de golpe, por lo que a Bob el Cascarrabias le faltó muy poco para tropezar con él.

—¿A qué hora se produjo la llamada? —preguntó.

—Hacia las seis.

—¿Y el cadáver aún está ahí?

—Sí, bueno, ya están terminando. Ayer estaban un poco ocupados y no le dieron a este caso prioridad absoluta.

—¿Cómo es posible que no le den prioridad absoluta a un cadáver?

La agente le dedicó una mirada que solo podía describirse como socarrona.

—El médico forense certificó la muerte a las siete y cuarto de ayer. Precintamos el escenario del crimen y yo no he dejado de custodiarlo desde entonces. No es culpa mía que la mitad de la policía científica estuviera de juerga anoche y, sinceramente, creo que también podría haber venido alguien de la policía judicial un poquito antes. Conozco unos cuantos sitios más agradables donde pasar la noche.

La agente descendió con pasos malhumorados la escalera que llevaba hacia el sótano. McLean se quedó tan sorprendido ante aquel arranque de rabia que se limitó a seguirla.

Al llegar al final de los escalones se encontraron con un escenario de febril actividad: gruesos cables que serpenteaban sobre el polvoriento suelo hacia diversas lámparas de arco, muy potentes; cajas de aluminio abiertas y repletas hasta los topes de material; una estrecha pasarela portátil colocada en el centro del corredor principal y que, sin embargo, nadie utilizaba… Media docena de agentes de la policía científica se afanaban en recoger su material. Solo uno de los presentes se percató de su llegada.

—Tony, ¿cómo te las has arreglado para cabrear tan pronto a Jayne McIntyre si acabas de estrenar tu cargo?

McLean se abrió paso entre el polvo y el material para dirigirse al extremo más alejado del sótano. Angus Cadwallader estaba junto a un agujero practicado en la pared, iluminado por la luz de varios potentes focos. El patólogo forense parecía inquieto, no era el tipo alegre e irreverente de siempre.

—¿Cabrear? —dijo McLean, al tiempo que se inclinaba para echar un vistazo al interior del agujero—. ¿Qué tienes para mí esta vez, Angus?

Al otro lado de la pared se abría una amplia sala circular, de paredes lisas y blancas. Los agentes habían instalado cuatro focos en el centro, todos dirigidos hacia el interior y hacia abajo, como si quisieran iluminar a una prometedora figura de los escenarios. Pero lo más probable era que la prometedora figura en cuestión, reseca y salvajemente atacada, no se llevara ningún aplauso.

—No es una escena muy agradable, ¿verdad?

Cadwallader se sacó un par de guantes de látex de un bolsillo y se los entregó a McLean.

—Vamos a observarla más de cerca.

Entraron por la estrecha abertura practicada en el muro y McLean notó de inmediato el descenso de la temperatura. El jaleo que armaba el equipo de la policía científica quedó amortiguado, como si se hubiese cerrado una puerta después de entrar ellos. McLean volvió la vista atrás y sintió la imperiosa necesidad de abandonar aquella habitación oculta. No porque tuviera miedo, sino por la presión que notaba en las sienes, que lo obligaba a marcharse de allí. No sin dificultad, consiguió sacudirse de encima la presión y se concentró en observar el cuerpo.

Tenía que haber sido joven. No estaba muy seguro de por qué lo sabía, pero había algo en el tamaño diminuto de aquel cuerpo que hacía pensar en una vida segada antes incluso de empezar. Tenía los brazos extendidos, en una especie de parodia de una crucifixión, y las manos sujetas al suelo con clavos negros de hierro cuya cabeza alguien había doblado hacia abajo para que no pudiera sacarlos. El tiempo había convertido la piel de la joven en algo parecido al cuero; las manos eran garras y el rostro, una mueca de suprema agonía. Llevaba un vestido sencillo de algodón, con un estampado de flores, que alguien le había subido hasta los pechos. McLean advirtió que parecía muy pasado de moda, pero no tardó en olvidar ese detalle al fijarse en todo lo demás.

La víctima tenía el estómago abierto de arriba abajo, mediante una incisión limpia que nacía entre las piernas y le llegaba hasta los pechos. La piel y los músculos se habían retorcido hacia los lados, como una flor marchita. Las costillas, blancas, asomaban entre los cartílagos de color gris oscuro, pero no se veía ni rastro de las vísceras. Más abajo, tenía las piernas muy separadas, hasta el punto de que las caderas se le habían salido del sitio y las rodillas prácticamente tocaban el suelo. La piel se había endurecido sobre los músculos resecos, como el biltong,[2] y se veían todos los huesos que descendían hacia los delicados pies, clavados al suelo lo mismo que las manos.

—Dios mío… ¿Quién ha podido hacer algo así?

McLean se balanceó sobre los talones y miró más allá de las luces, hacia los muros lisos que lo rodeaban. Y luego contempló directamente los focos, como si al mirar fijamente la luz pudiera borrar aquella imagen de su mente.

—Creo que es más pertinente preguntar cuándo se lo hicieron.

Cadwallader se acuclilló al otro lado del cadáver, sacó una cara estilográfica y la utilizó para señalar varias partes de los restos de la joven.

—Como ves, algo ha impedido la descomposición y ha propiciado una especie de proceso natural de momificación. Le extrajeron los órganos internos y, seguramente, se deshicieron de ellos en alguna otra parte. Tendré que hacer algunas pruebas cuando la llevemos al depósito de cadáveres, pero diría que la mataron hace como mínimo cincuenta años.

McLean se puso en pie y sintió un escalofrío. Quiso apartar la vista, pero no podía evitar sentirse atraído una y otra vez hacia el cuerpo que estaba a sus pies. Casi podía percibir la agonía y el terror de la joven. Tenía que haber estado viva cuando había empezado aquel suplicio. De eso estaba seguro.

—Será mejor que venga un equipo para mover el cadáver —dijo—. No sé si los peritos encontrarán alguna información útil en el suelo, debajo de ella, pero vale la pena probar.

Cadwallader asintió y salió de la estancia, pasando por encima de los restos de ladrillos que habían caído al suelo cuando el albañil había abierto el agujero. A solas con la joven muerta, McLean trató de imaginar qué aspecto debía de haber tenido aquel lugar cuando murió. Las paredes estaban perfectamente revocadas y el techo era una bóveda de ladrillo pintada de blanco, cuyo punto más alto quedaba justo sobre el cadáver. En una capilla habría hallado un altar justo enfrente de la entrada tapiada, pero en aquella estancia no había ninguna ornamentación.

Las lámparas de arco proyectaban extrañas sombras sobre el suelo oscuro de madera y, al ponerse en pie McLean, casi parecieron ondularse, como si aguardaran a que volviera a entrar alguien. Las figuras que formaban le parecieron hipnóticas, como glifos que se enroscaban sobre sí mismos a intervalos regulares, en torno a un amplio círculo situado como a un metro de distancia de las paredes. Sacudió la cabeza para alejar aquella ilusión y se apartó de la luz que proyectaban las lámparas. Y entonces se quedó paralizado: su sombra se había movido, se había deslizado por el suelo en cuatro figuras distintas, pero los dibujos habían permanecido en el mismo sitio.

Se agachó para observar más de cerca el suelo de madera. Los tablones estaban perfectamente pulidos y apenas tenían polvo, como si la estancia hubiera permanecido sellada herméticamente hasta que alguien había echado abajo el muro. La luz que proyectaban las lámparas de arco lo confundía, así que sacó la delgada linterna que llevaba en el bolsillo y la encendió, enfocando con ella los diseños del suelo. Eran oscuros, a duras penas se distinguían de la madera: elaborados nudos de líneas, que se ensanchaban o se estrechaban al entrecruzarse para crear una intricada espiral. El borde de un círculo grabado en el suelo discurría hacia uno y otro lado. McLean lo siguió en el sentido contrario a las agujas del reloj y descubrió otras cinco marcas, todas ellas equidistantes. La línea que unía la primera con la última había quedado interrumpida por los escombros del agujero que se había abierto.

McLean sacó su cuaderno y trazó unos toscos bocetos de los símbolos, anotando la posición que ocupaban respecto a la joven muerta: quedaban perfectamente alineados con las manos y piernas extendidas, con la cabeza y con el punto central entre ambas piernas.

—¿Ya se puede retirar el cadáver, señor?

McLean se llevó un susto de muerte y, al volverse sobre sus talones, vio a Bob el Cascarrabias observándolo a través de la abertura practicada en el muro.

—¿Dónde está el fotógrafo? Dile que venga un momento, por favor.

Bob dio media vuelta y gritó algo que McLean no llegó a entender. Un segundo más tarde, un hombre bajito asomó la cara. McLean no lo reconoció, debía de ser otro nuevo fichaje del departamento de la policía científica.

—Hola. ¿Tú has fotografiado el cuerpo?

—Así es.

Acento de Glasgow, tono algo cortante e impaciente. No era de extrañar, a él tampoco le hacía mucha gracia estar allí.

—¿Has tomado fotos de estas marcas del suelo? —le preguntó, señalando la más cercana.

La expresión de perplejidad del fotógrafo respondió a la pregunta de McLean.

—Aquí, mira.

Le indicó al hombre que pasara y enfocó el suelo con la linterna. Le pareció ver algo durante un instante fugaz, pero enseguida desapareció.

—No veo nada de nada.

El joven se agachó para ver mejor. Desprendía un intenso olor a jabón, y McLean se dio cuenta de que aquello era lo primero que olía desde que había entrado en la habitación.

—Bueno, pero… ¿puedes fotografiar el suelo igualmente? Alrededor del cuerpo, más o menos a esta distancia de la pared. De cerca.

El fotógrafo asintió y contempló de reojo, nervioso, la figura que ocupaba el centro de la estancia. Luego se puso manos a la obra. El flash de la cámara emitía un pequeño estallido y luego silbaba al recargarse, mientras la habitación se iba iluminando debido a las sucesivas explosiones de luz. McLean se levantó y concentró toda su atención en las paredes. «Empieza desde el cuerpo y ve avanzando», se dijo. Percibió el frescor del enlucido a través del látex de los guantes y luego empezó a golpear las paredes con los nudillos. El sonido era sordo y sólido, como de piedra. Avanzó un poco y volvió a golpear la pared. Seguía siendo sólida. Sin dejar de mirar por encima de su hombro, fue avanzando hasta quedar perfectamente alineado con la cabeza de la joven muerta y, tras golpear de nuevo con los nudillos, oyó un ruido hueco.

Golpeó una vez más y, a la luz incierta del flash y de las sombras que proyectaban las lámparas de arco, le pareció que la pared se combaba ligeramente por la presión. Giró de nuevo la mano, empujó suavemente, y la pared cedió bajo sus dedos. Y entonces, con un sonido como el de unos huesos de cristal al quebrarse, se desprendió una sección de unos treinta centímetros de ancho por sesenta de alto, que cayó al suelo. Tras el panel se ocultaba una pequeña hornacina, en cuyo interior centelleaba algo que parecía húmedo.

McLean acercó de nuevo la linterna, la encendió y enfocó el interior de la hornacina. Sobre un trozo doblado de pergamino descansaba un fino anillo de plata y, tras él, conservado en un frasco de cristal como si fuera un espécimen de una clase de biología, se veía un corazón humano.