El rótulo de la puerta decía: SE LEE LA MANO Y EL TAROT. SE ADIVINA EL FUTURO. McLean siempre había imaginado que aquel sitio era la tapadera de algo, prostitución sin duda, pero aquella era la dirección que McIntyre le había dado. Había estado haciendo preguntas por ahí, además, y, según decía todo el mundo, Madame Rose era la inocencia en persona, en el sentido de que allí dentro hacía exactamente lo que decía que hacía. Todo lo demás era una mentira, claro, un cuento para los crédulos. En Edimburgo no había mucho mercado para ese tipo de negocio dedicado a timar a los tontos, pero sí suficientes personas dispuestas a creer que alguien con iniciativa podía ganarse los garbanzos en el sector.
—¿Qué hacemos aquí, señor?
El agente MacBride había sacado la pajita más corta y seguía a McLean en aquella aventura sin porvenir, una más en su cada vez más larga lista de casos. A Bob el Cascarrabias le había tocado la tarea aún más divertida de tratar de identificar a la suicida de Waverley y reunir al mismo tiempo todas las pruebas posibles contra Fergus McReadie, para presentarlas ante el fiscal. Aparte de eso, quedaba la investigación sobre la posible filtración de detalles del escenario del crimen, que era la explicación más obvia de las inquietantes similitudes entre los asesinatos de Jonas Carstairs y Barnaby Smythe. Y la chica muerta, claro. Y todo en una misma jornada, obviamente.
—Hemos venido para averiguar algo sobre sacrificios humanos y crímenes rituales. Al parecer, la tal Madame Rose es una especie de experta en lo oculto. Todo este rollo de la magia no es más que una fachada. O eso me han dicho.
McLean abrió la puerta y se encontró con un estrecho corredor, al final del cual se distinguía una escalera que subía. La moqueta raída, en la que las manchas cubrían gran parte del color original, impregnaba la atmósfera de un olor a moho y a aceite de freidora. En otras palabras, de un curioso tufo a desesperanza. Al llegar a lo alto de la escalera, y tras cruzar una cortina de cuentas en otros tiempos relucientes, pero ahora deslucidas bajo una capa de grasa, se encontraron en una pequeña sala que pedía a gritos ser descrita como tocador, pero que en realidad ni siquiera merecía el nombre de sala de espera. De una pared a otra, la misma moqueta de la escalera, en la cual proliferaban las manchas. En algunos rincones, incluso habían empezado a colonizar las paredes, compitiendo así con los feos relieves en terciopelo del papel pintado y los cutres grabados de escenas vagamente orientales y místicas. McLean echó la cabeza hacia atrás y no se sorprendió de ver marcas también en el techo. El calor del día no ayudaba precisamente: el olor a cocina y humedad de aquella atmósfera viciada hacía que respirar por la boca resultara algo menos desagradable, aunque no mucho. ¿En serio había quien acudía allí por voluntad propia?
En la pared exterior, apoyado bajo la única ventana de la estancia, se encontraba un sofá bajo, pero no parecía buena idea sentarse en él. Dos desvencijadas sillas de madera flanqueaban una mesa baja medio enterrada bajo ediciones antiguas del Reader’s Digest y del Tarot Monthly. En el rincón opuesto al hueco de la escalera, alguien a quien no se le daba especialmente bien el bricolaje había construido un estrecho mostrador, tras el cual se hallaba una puerta cerrada. En un papel medio desteñido, clavado a la pared, se detallaban las tarifas de los servicios ofrecidos. Diez libras por una lectura básica de mano, veinte por leer las cartas del tarot. Y los clientes más chiflados podían llegar a desembolsar hasta cien libras por algo llamado «sesión kármica completa».
—Oh. Me había parecido detectar algo en el éter. Magnífico.
Era una voz profunda y ronca, el producto de haber fumado demasiados cigarrillos y haber bebido demasiado whisky. McLean oyó aquellas palabras antes incluso de darse cuenta de que la puerta se había abierto. Una mujer enorme la cruzó en ese momento y su presencia redujo inmediatamente a la mitad el tamaño de aquella sala de espera. La mujer llevaba algo que parecía una cortina de terciopelo rojo, que le ceñía el cuerpo como si fuera la envoltura de una momia en otros tiempos obesa. Tenía unas manos que parecían exhaustos globos rosados con incrustaciones doradas; unos dedos carnosos embutidos en anillos baratos y chabacanos, y unas uñas pintadas de un tono rojo ligeramente distinto al del vestido.
—Tengo que verle la palma de las manos.
Madame Rose le cogió ambas manos a McLean con una velocidad sorprendente, le giró una de ellas y resiguió las líneas con un suave roce. McLean trató de retirarlas, pero la mujer se las sujetó férreamente.
—Ah, una vida tan trágica… Y, ay señor, tanto que sufrir aún… Pobrecillo, pobrecillo. Pero… ¿qué es esto?
La mujer le soltó las manos tan rápido como se las había cogido. Retrocedió teatralmente, se llevó una mano a su enorme pechera y extendió los dedos, que le llegaron hasta la papada.
—El destino le reserva cosas. Cosas maravillosas. Cosas terribles.
—Déjese ya de numeritos —dijo McLean, mostrándole su placa—. No he venido a escuchar paparruchas.
—Le aseguro, inspector, que yo no me dedico a contar paparruchas. Créame, he percibido su aura en cuanto ha cruzado esa puerta.
—Entonces ¿sabe usted a qué hemos venido?
Fue MacBride el que formuló la pregunta, pero solo porque se adelantó a McLean.
—Desde luego, desde luego. Quieren saber más sobre asesinatos rituales. Un tema desagradable. Jamás funcionan, al menos según mi experiencia, pero son peores que el alcohol para sacar los demonios que se esconden en las personas, ya me entienden.
—Pero… ¿cómo ha…? —farfulló MacBride, boquiabierto.
Madame Rose soltó una risotada muy poco propia de una dama.
—El mundo de los espíritus me habla, agente. Y Jane McIntyre también, de vez en cuando.
—Tengo poco tiempo y menos paciencia —dijo McLean mientras volvía a guardarse la placa en el bolsillo—. Según me han dicho, entiende usted bastante de prácticas ocultistas. Si no es el caso, entonces no le hago perder más tiempo.
—Vaya, qué susceptible —dijo Madame Rose, al tiempo que le guiñaba un ojo a MacBride, quien se ruborizó hasta las orejas.
La mujer se volvió hacia McLean.
—Acompáñenme al despacho. Total, hoy no hay mucho movimiento.
El despacho en cuestión resultó ser una estancia de dimensiones considerables en la parte posterior del edificio, provista de una alta ventana que daba a un patio gris repleto de flojas cuerdas llenas de ropa tendida. El contraste con la zona de recepción y la sala de espera por la que habían pasado para llegar hasta allí no podría haber sido más marcado. Si las otras estancias tenían un aire sórdido y estaban llenas de baratijas como las que podría coleccionar una vieja adivina gitana, los pocos objetos expuestos en aquel despacho parecían tan inquietantes como auténticos.
Las cuatro paredes estaban ocupadas por estanterías que llegaban hasta el alto techo, en las cuales se amontonaba —aparentemente sin orden ni concierto— una gran variedad de libros antiguos y modernos. Dos vitrinas, que descansaban en sendos estantes situados uno a cada lado del antiguo escritorio, albergaban respectivamente un gato montés y un búho nival. Ambos animales se habían beneficiado del arte del taxidermista, que los había representado en el acto de matar a sus respectivas presas. Sobre el escritorio, fijada a una oscura base de madera en forma de escudo, se encontraba lo que parecía una mano humana reseca, utilizada como atril para libros. Otros objetos acechaban desde los rincones más oscuros. Si bien parecían siniestros al observarlos de reojo, se convertían en artículos completamente inocentes cuando se les dedicaba toda la atención: un perchero ocupado por un bombín, un abrigo y un paraguas había parecido, por un momento, un siniestro asesino; la estola deliberadamente abandonada sobre el respaldo alto de un sillón de piel apolillado parecía un zorro vivo, la mascota de una bruja, que observaba a McLean con mirada diabólica. El inspector parpadeó y la estola también, luego bostezó con un gruñido que dejó a la vista unos temibles colmillos, se desperezó y saltó del sillón al suelo. No era un zorro, sino un gato, cuyas costillas se marcaban como un portatostadas y que lucía una larga cola, la cual enroscó en forma de peludo signo de interrogación cuando cruzó la estancia para estudiar de cerca a los intrusos.
—Bien, inspector McLean, agente MacBride. Quieren ustedes saber algo acerca de los sacrificios humanos y por qué hay quien los practica, ¿verdad?
Madame Rose se sacó unos quevedos del escote, donde descansaban colgados de una cadenita plateada, y se los colocó.
—Más o menos. Quiero descubrir más acerca de un ritual concreto. Creemos que hubo más de una persona implicada.
—Oh, normalmente es así. Si no, solo es un comportamiento para llamar la atención.
—En realidad, me refería a más de un asesino. Seis, posiblemente.
McLean le contó por encima lo que habían encontrado en el sótano tapiado, sin dar demasiados detalles.
—¿Seis? —dijo Madame Rose, inclinándose hacia adelante en su silla—. Eso es poco… habitual. Normalmente estas cosas son bastante solitarias. Como mucho dos personas, si contamos a la víctima. Los amantes de los asesinatos rituales no suelen relacionarse bien con los demás, ya me entiende usted.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó MacBride.
McLean no le había pedido explícitamente al agente que permaneciera en silencio, así que trató de ocultar su irritación.
—Una pregunta muy pertinente, jovencito —dijo Madame Rose—. Algunos afirman que les proporciona una sensación de importancia de la que carecen en su vida cotidiana. Otros sugieren que las experiencias violentas vividas en la infancia, normalmente a manos de familiares próximos, provocan que el individuo confunda la atención con el amor y que, a menudo, trate de imponer su amor. Muchos de esos individuos han crecido en un entorno estrictamente religioso y los han educado con mano de hierro. El ritual es importante para ellos, lo mismo que la subversión. Personalmente, opino que en general lo hacen porque están chalados.
—O sea, que no cree usted que esos rituales funcionen —dijo McLean.
—Oh, por supuesto que sí. Y lo mismo creían esos seis perturbados suyos. Bueno, tenían que creerlo, ¿no? De lo contrario no habrían matado a la chica. O tenía que creerlo al menos uno de ellos, que habría subyugado por completo a los demás.
—¿Cree usted que eso es posible? ¿Que alguien acceda a matar de esa forma solo porque otra persona le dice que lo haga?
—Por supuesto, si el líder es lo bastante carismático. Y si no, piense en Waco, Jonestown, Al Qaeda… En realidad, la mayoría de los seguidores de un culto no creen en lo que tratan de inculcarles. Lo único que quieren es que les digan qué deben hacer. Así todo es más fácil.
Vale. No era exactamente lo que McLean esperaba cuando había ido allí.
—Entonces, este ritual tampoco tiene nada especial. Podría tratarse de un chalado cualquiera que se cree Dios.
—Yo no he dicho eso, inspector.
Madame Rose cogió un libro que tenía todo el aspecto de haber sido rescatado recientemente de la estantería y depositado sobre el escritorio. Lo abrió por una página ya señalada.
—Seis órganos, seis objetos, seis nombres. Colocados en los puntos cardinales alrededor de un cuerpo. Dígame, ¿había marcas en el suelo? ¿Un círculo de protección, quizá?
Madame Rose giró el libro y le mostró la página a McLean. Era un rudimentario dibujo en blanco y negro, de estilo medieval, que mostraba una figura femenina con brazos y piernas extendidos. Un corte le abría de arriba abajo el torso, en cuyo interior no se veía más que tinta negra. Alrededor de la mujer, un círculo de lianas entrelazadas, que formaban nudos a la altura de manos, pies, cabeza y entrepierna. Bajo la ilustración, aparecían grabadas las siguientes palabras: Opus Diaboli. McLean se acercó el libro, pero Madame Rose lo retiró enseguida.
—Es del siglo diecisiete, cuesta más de lo que gana en un año el joven policía aquí presente.
—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó McLean.
—Esa es una pregunta curiosa, inspector —dijo Madame Rose, pasando lentamente el dedo por la página—. Se lo compré a un librero de viejo de la Royal Mile. Hace muchos muchos años. Creo que formaba parte del patrimonio del difunto Albert Farquhar, junto a otros muchos libros que el librero había adquirido. Por lo que he oído, Albert Farquhar era muy aficionado a lo oculto.
Otra pieza del rompecabezas.
—¿Y para qué se supone que sirve el ritual?
—Aquí es donde se pone interesante la cosa.
Madame Rose deslizó el dedo bajo la página y la pasó con mucho cuidado antes de acercarle el libro de nuevo a McLean. El inspector contempló un nuevo capítulo y se distrajo momentáneamente por la letra capitular, elegantemente miniada. Solo entonces se fijó en el borde irregular de una página arrancada. Por los restos de la página, deteriorados, se veía que no la habían arrancado recientemente.
—Ya estaba así cuando lo compré, por si acaso se lo estaba preguntando.
Madame Rose recuperó el libro, lo cerró con cuidado y lo dejó de nuevo sobre el escritorio, al tiempo que le daba una palmadita a la cubierta, como si fuera una mascota.
—He dedicado los últimos veinte años a buscar otro ejemplar.
—O sea, que no tiene usted ni idea de lo… —McLean señaló con un gesto de la mano el libro y la espeluznante imagen que contenía—. De lo que se supone que perseguía el ritual.
—Opus Diaboli, inspector. La obra del diablo.
Solo cuando McLean llegó finalmente a la calle, se dio cuenta de que en el despacho de Madame Rose hacia frío. No le daba el sol porque se hallaba en el lado norte del edificio, pero era algo más que eso. Como si aquel lugar tuviera una dimensión propia. Se volvió y contempló el rótulo, que seguía diciendo SE LEE LA MANO Y EL TAROT. SE ADIVINA EL FUTURO. La mampostería seguía estando sucia y la ventana seguía pudriéndose a falta de una buena mano de pintura. Movió la cabeza de un lado a otro, mientras notaba un escalofrío al acostumbrarse su cuerpo al calor del sol.
—Era un poco rara —afirmó el agente MacBride, por obvio que fuera aquel comentario.
—Más que un poco.
McLean hundió las manos en los bolsillos del pantalón y echaron a andar en dirección a la comisaría.
—Aunque creo que en realidad deberíamos decir raro —añadió.
—¿Raro?
MacBride dio otros tres pasos, puede que cuatro, antes de detenerse. Solo entonces se volvió para mirar a McLean.
—¿Quiere decir que no era ella…? O sea, ¿que era él?
—No es habitual ver una nuez así en una mujer, Stuart. Ni unas manos tan grandes. Me temo que esa pechuga tan generosa le debe más al relleno que a la madre naturaleza.
—O sea, que Madame Rose es en realidad un charlatán. En más de un sentido.
—Bueno, yo no estaba criticando a la adivina que lleva dentro. Todo aquel que esté dispuesto a rascarse el bolsillo para esta clase de cosas se merece ser un poco más pobre, si quiere que le diga la verdad. Y, por otro lado, ella… o sea, él, nos ha ayudado, ¿no?
MacBride acunó entre los brazos el delicado paquete que Madame Rose había hecho con el libro. Había insistido en que le firmaran un recibo cuando McLean le había preguntado si podían llevárselo como prueba. El valor del libro, que ascendía a una cantidad de cinco cifras, parecía un poco exagerado, pero aun así el agente no estaba dispuesto a permitir que corriera peligro alguno.
—De todas formas, ya tenemos el gemelo —dijo—. ¿Para qué necesitamos el libro? Ya sabemos que lo hizo Bertie Farquhar.
—Nunca está de más tener la confirmación.
Además, aquel libro era misterioso y McLean quería tener la oportunidad de estudiarlo más a fondo, aunque la página crucial hubiera desaparecido.
—Hay una cuestión que me inquieta, señor.
—¿Solo una?
—Sí, bueno. —MacBride hizo una pausa, como si quisiera ordenar las ideas o no estuviera muy convencido—. Este libro. Madame Rose en su despacho. Ella, o sea, él; bueno, lo que sea… Tenía el libro sobre el escritorio. Incluso había señalado la página.
—Sí, ya me he dado cuenta.
—Pero… ¿cómo sabía lo que estábamos buscando?