Ya hacía rato que el amanecer había teñido de gris el cielo cuando McLean abrió finalmente la puerta del portal de su casa en Newington. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y estaba tan exhausto como malhumorado. Quemar un kilo de coca, aunque fuera en un incinerador diseñado para la destrucción segura de residuos nocivos para el medioambiente, requería un tiempo sorprendentemente larguísimo. Además, habían tenido que buscar un escondrijo adecuado para ocultar el dinero hasta que pudiera rastrearlo, de modo que no había dormido absolutamente nada. Tenía la esperanza de que la caminata para cruzar la ciudad lo ayudara a despejarse un poco, pero en realidad se sentía aún peor.
—¿Vio usted al final a su amigo?
McLean se sobresaltó al oír aquella voz y, tras volverse, descubrió a la anciana señora McCutcheon junto a la puerta entreabierta de su apartamento, al pie de los escalones de piedra que conducían a los otros apartamentos. No estaba de humor para ponerse a charlar con la chismosa de la escalera, lo único que deseaba era darse una ducha y tal vez dormir un par de horas antes de tener que volver al trabajo. Le sonrió de forma maquinal, la saludó con la cabeza y se dirigió hacia la escalera con ciertos remordimientos. Solo entonces asimiló lo que acababa de decir la anciana.
—¿Qué amigo?
—¿Cuándo fue? Anteanoche, creo. Bastante tarde, pero es que ustedes, los policías, siempre tienen unos horarios tan raros…
Anteanoche. Justo cuando alguien había ocultado pruebas en casa de su abuela. No mucho después de que Fergus McReadie hubiera salido en libertad bajo fianza. No mucho después de que hubieran asesinado a Jonas Carstairs.
—¿Habló usted con él, señora McCutcheon? ¿Le dijo cómo se llamaba?
—Oh, no, hijo. Yo estaba sentada junto a la puerta, haciendo calceta. Bueno, es que una ya es mayor, ¿sabe? Lo de dormir es para los jóvenes. No sé qué hora era, pero ya no pasaban autobuses, así que debía de ser más de medianoche. Apareció un joven y llamó a su timbre.
—¿Cómo sabe usted que era mi timbre?
—Ah, porque cada timbre suena diferente. Total, que entró y empezó a subir la escalera. Me pareció un poco raro, porque no lo había oído a usted abrir la puerta, pero entonces me acordé de que los estudiantes siempre la dejan abierta cuando se van al pub. Sin embargo, esa noche habían regresado temprano y yo estaba bastante segura de que habían cerrado bien. Bueno, en fin, no lo sé.
—¿Estuvo aquí mucho rato?
—Ah, no. Solo subió la mitad de la escalera, porque entonces salió uno de los estudiantes y le empezó a gritar. Ya sabe usted cómo se ponen cuando beben, ¿verdad?
McLean lo sabía. Más de una vez había tenido que recordar a los vecinos poco respetuosos que en el último piso vivía un policía al cual no le gustaba que lo molestaran cuando dormía.
—Bajó la escalera a toda prisa —dijo la mujer—. No sé ni si me vio, de tanto como corría. Yo estaba sacando a uno de los gatos en ese momento y me dio un buen susto.
McLean contempló a la anciana. La buena mujer ya vivía en la planta baja cuando él se había mudado a aquel apartamento. Seguramente llevaba allí toda la vida. McLean no había llegado a conocer al señor McCutcheon, de modo que suponía que había muerto ya hacía años. Lo cierto es que no sabía gran cosa de aquella mujer, excepto que era vieja, que le gustaba estar enterada de todo lo que pasaba y que empezaba a tener un aspecto muy frágil.
—No se preocupe usted, señora McCutcheon —dijo, intentando tranquilizarla—. Lo único que importa es que alguien vino a primera hora de la madrugada de ayer. Es eso lo que me está diciendo, ¿no?
La anciana asintió.
—¿Vio usted al hombre? ¿Pudo verle la cara?
La mujer asintió de nuevo.
—¿Cree que podría usted reconocerlo si viera una fotografía?
La señora McCutcheon hizo una pausa. Su carácter alegre y optimista había dado paso, de repente, a las dudas y la incertidumbre de una anciana.
—Es que no sé si puedo estar mucho tiempo fuera de casa —dijo al cabo de unos instantes—. Los gatos…
McLean sabía que los gatos eran perfectamente capaces de cuidarse solitos, pero no podía decir tal cosa.
—A lo mejor puedo traerle yo las fotografías, señora McCutcheon. Me ayudaría usted mucho si pudiera identificar a ese hombre, la verdad.
—No puedo permitir que arrestes de nuevo a McReadie. A menos que puedas acusarlo de algo concreto.
McLean estaba justo en el umbral del despacho de McIntyre, pues no se atrevía a acercarse más. Lo primero que había hecho al llegar a comisaría era pedirle al sargento de guardia que hiciera el papeleo necesario y citara de nuevo a McReadie para declarar. Probablemente, no tendría que haberse enfadado con Pete cuando este se había negado, pues, al fin y al cabo, el pobre hombre solo cumplía órdenes de sus superiores.
—Robó el gemelo de Bertie Farquhar. Necesito saber qué más se llevó de aquella casa.
—No, Tony, no lo necesita.
McIntyre seguía sentada a su mesa. Tan serena y lógica que sacaba de quicio.
—Ya sabe de dónde lo sacó —prosiguió la comisaria en jefe— y, si no lo he entendido mal, ya había averiguado antes a quién pertenecía el gemelo. Excelente idea la de entrevistar al joyero.
—Ha estado merodeando cerca de mi piso.
—Eso no lo sabe. Lo único que sabe es que, según una anciana confusa, fue a verlo un hombre que puede ser o puede no ser McReadie.
—Pero es que tengo que…
Tenía que preguntarle si era él quien había ocultado un kilo de coca en casa de su abuela. Y qué más había dejado allí que él aún no había conseguido encontrar.
—Lo que tiene que hacer es dejarlo en paz, eso es lo que tiene que hacer.
McIntyre se quitó las gafas de leer y se restregó los ojos. Tal vez ella tampoco hubiera dormido.
—Lo hemos pillado con las manos en la masa. In fraganti y con un botín en su casa. Pero ya ha presentado una queja formal contra usted por uso de fuerza indebida y, por si eso fuera poco, su abogado también ha estado cuestionando la orden de registro.
—¿Que su abogado…? —dijo McLean, pero su cerebro iba más rápido que sus labios—. ¿Que ha hecho qué?
—Si consigue demostrar una de las dos cosas, no tenemos nada que hacer. El fiscal hasta podría considerarlo receptación de cosas robadas. Y, tratándose de un tipo como él, sería una sentencia condicional.
—Pero no puede hacer eso. Ese hijo de puta entró en casa de mi abuela.
—Lo sé, Tony. Y si de mí dependiera, se quedaba encerrado hasta que se celebrara el juicio, pero tiene mucho dinero y puede pagarse a los mejores abogados. Peor aún, tiene muchos contactos. Ni se imagina desde dónde me están llegando las presiones.
—Pues no se saldrá con la suya. Usted no va a llegar a ningún acuerdo, ¿verdad?
McIntyre hizo una mueca.
—Ya le aseguro yo que no. No me gusta que los picapleitos me digan lo que tengo que hacer. Pero tampoco puedo permitir que usted pase por encima de todo el mundo solo porque McReadie lo ha cabreado. Eso es justamente lo que él quiere y no pienso darle esa satisfacción.
—Pero…
—Nada de peros, Tony. Ni siquiera es su caso. Pero si usted es la víctima, por el amor de Dios… No puede implicarse. Dedíquese a sus otros casos, ¿quiere? Ni siquiera ha ido a ver a aquella experta en ocultismo de la que le hablé, ¿verdad?
Joder… Y lo peor era que la comisaria tenía razón. McLean sabía muy bien que no tendría que haber interrogado a McReadie la primera vez, sino que tendría que haberlo dejado en manos de alguien que no estuviera directamente implicado.
—Por favor, dígame que no le va a pasar el caso a Duguid —dijo McLean, aunque incluso a él le sonó a queja lastimera y resentida.
—En realidad, pensaba que era un caso más apropiado para Bob Laird —dijo McIntyre, mientras se subía las gafas nariz arriba con una mueca algo burlona—. Puede comunicárselo usted mismo.
McLean se encontró a la agente Kydd cuando bajaba al centro de coordinación. La joven iba cargada con un montón de pesadas cajas repletas de expedientes y lucía una acusada expresión de disgusto en el rostro. Se dirigía al centro de coordinación del cual se había despejado hacía poco todo rastro de la investigación sobre el asesinato de Barnaby Smythe y que, en esos momentos, estaba siendo reocupado a toda prisa gracias a que el comisario Charles Duguid se enfrentaba de nuevo al reto de cagarla otra vez por todo lo alto.
—Déjeme que lo adivine: Dagwood ha vuelto a reclutar para su equipo a todo agente no discapacitado.
La agente Kydd asintió con un gesto no demasiado alegre.
—Se han recibido muchas presiones desde arriba.
—Siempre se reciben muchas presiones desde arriba.
Pero, desde luego, era normal en el caso de alguien como Carstairs. Y lo mismo con Smythe. Los hombres importantes tenían amigos importantes. Lástima, sin embargo, que la gente normal y corriente no tuviera ese mismo apoyo. Como la pobre chica mutilada en el sótano de un hombre rico e influyente, por culpa de un delirante y macabro ritual.
—Sabe hacer retratos robot, ¿verdad, agente? —preguntó McLean, que había desenterrado esa información de una conversación que recordaba solo a medias.
—Eh… sí —confirmó la agente, aunque un poco a regañadientes.
—¿Le gustaría hacer de investigadora por un día, entonces? He oído por ahí que se está preparando para los exámenes.
Bueno, si McIntyre no lo dejaba interrogar a McReadie sin un buen motivo… ¿qué mejor motivo que demostrar que el tipo en cuestión había estado merodeando cerca del apartamento de McLean apenas unas horas después de salir en libertad bajo fianza?
—Pues la verdad es que estoy un poco ocupada, señor.
Kydd levantó las cajas de expedientes con un gesto de contrariedad.
—No se preocupe. Ya lo arreglaré yo con Dagwood. Tengo otras cosas que hacer esta mañana, pero si pudiera firmar conforme se lleva un portátil con un programa de identificación de fotos y a lo mejor conseguir unas cuantas imágenes de archivo… Y consiga también las que le hicimos a Fergus McReadie cuando estuvo aquí la otra noche. Ya me encargo yo de buscar un coche para los dos.
—Es que…
—Ya sé que la comisaria en jefe ha dicho que no acose a McReadie.
Joder, ¿es que McIntyre se lo había contado a todo el mundo en la comisaría? ¿Tan impetuoso lo consideraba?
—No pienso acercarme a él —añadió—. Confíe en mí.