37

—Caramba, señor. Menuda casa tiene usted aquí.

El agente MacBride se hallaba en el centro del vestíbulo, contemplando por el amplio hueco de la escalera la cúpula de cristal del techo, dos plantas más arriba. McLean lo dejó observar boquiabierto durante un rato y se volvió hacia Bob el Cascarrabias.

—¿Estás seguro de que es buena idea dejarlo participar en esto? —le preguntó en un susurro.

—¿Es que no confía usted en él, señor? Es buen chico.

—No es eso —dijo McLean, aunque tenía sus reservas.

En realidad, a quien tendría que haber implicado era a la brigada de estupefacientes, a la comisaria en jefe y a todo el que se le ocurriera. Pero si hubiera seguido los conductos oficiales, entonces lo apartarían inmediatamente del servicio en activo. Hasta que su reputación quedara limpia. E incluso en ese caso, llevaría el sambenito colgado durante el resto de su carrera: el inspector de policía que ocultaba un kilo de cocaína en la cisterna de su váter. Cuantas menos personas lo supieran, mejor. Él mismo se encargaría de investigar, aunque en realidad estaba prácticamente seguro de quién había sido.

—Lo que me preocupa es su futuro como investigador si se descubre que ha estado aquí.

—Ah, vale, y yo no cuento para nada, ¿no? —dijo Bob el Cascarrabias, fingiéndose ofendido—. No se preocupe usted por el chico. Se ha ofrecido voluntario.

McLean se volvió para mirar de nuevo al joven agente de policía, preguntándose qué habría hecho él para merecer tanta lealtad.

—Lo compensaré en cuanto pueda. Y a ti también.

Bob el Cascarrabias se echó a reír y le dio al inspector un golpecito en las costillas.

—Muy bien, señor. ¿Dónde está? No perdamos un tiempo precioso que podríamos emplear en beber.

—Arriba —dijo McLean, mientras empezaba a subir.

Cruzaron el antiguo dormitorio de McLean y entraron en el cuarto de baño, al fondo. La tapa de la cisterna, con el paquete sospechoso aún pegado, seguía intacta en el suelo.

—¿Has conseguido un equipo para la toma de huellas dactilares? —le preguntó McLean a Bob el Cascarrabias, cuando este le entregó unos guantes de látex.

—Llegará de un momento a otro —respondió Bob.

Y, como si estuviera ensayado, el timbre sonó en ese instante.

—¿Quién?

—Debe de ser Em —respondió Bob el Cascarrabias.

—¿Em? ¿Emma Baird? ¿Se lo has contado?

—Es toda una experta en huellas dactilares y, además, solo ella podía coger el equipo sin que nadie sospechara. Es más, si encuentra algo, podrá comprobarlo en la base de datos. Y, encima, es nueva. No tiene intereses personales ni lealtades hacia nadie. Bueno, de momento al menos.

El timbre sonó de nuevo y, aunque el tono era exactamente el mismo que hacía unos instantes, en cierta manera sonaba más insistente, como si exigiera una respuesta. Si a McLean no le gustaba la idea de involucrar a MacBride, menos aún le agradaba la de implicarla a ella, pero confiaba plenamente en Bob el Cascarrabias. Aparte del error garrafal que había cometido al elegir a su esposa, por lo general Bob era un tipo sensato. Y, por otro lado, necesitaban a alguien con experiencia forense. McLean se resignó de nuevo y bajó a abrir la puerta.

—No sabía que a los inspectores les pagaran tan bien. ¿Puedo entrar?

Emma vestía ropa de calle: vaqueros desteñidos y una camiseta amplia. Colgada de un hombro llevaba la bolsa de la cámara, que no conseguía contrarrestar el peso que cargaba con la otra mano: una sólida y abollada caja de aluminio con el equipo para tomar huellas dactilares.

—Gracias por venir. Se lo agradezco de verdad. Espere, que le echo una mano con eso.

McLean le cogió el maletín y la acompañó por el vestíbulo, hacia la escalera. Detrás de él, los pasos de Emma resonaban sobre el suelo de baldosas. McLean se volvió y comprobó que la joven llevaba unas botas negras de piel repujada. No era exactamente el atuendo reglamentario de la policía científica.

—Bob ha dicho que era urgente. ¿Tendría que haberme cambiado?

—No, está bien así. Es que no pensaba que le fuera el rollo linedancing —dijo McLean, al tiempo que se ponía rojo hasta las orejas—. Es por aquí —añadió, empezando a subir la escalera.

—Directo al dormitorio. Me gustan los hombres directos —dijo Emma, echándole un vistazo a la cama cuando pasaron por delante—. Aunque es un pelín estrecha para mi gusto.

En el cuarto de baño, Bob el Cascarrabias ya había abierto el paquete y estaba contemplado el contenido con expresión de perplejidad.

—Parece cocaína, señor. No lo puedo asegurar completamente sin un equipo de pruebas, pero a menos que tenga usted la costumbre de guardar talco en la cisterna, lo más probable es que sea lo que he dicho. Pero esto vale un montón de dinero. Decenas de miles de libras. ¿Quién iba a desperdiciar todo eso solo para tenderle una trampa?

—No descarto ninguna posibilidad, pero el principal sospechoso de mi lista es alguien que puede costearse un lujoso loft en Leith.

—Bien dicho. Bueno, hay que descubrir de dónde viene esto, lo cual significa que tendremos que inventarnos dónde lo hemos encontrado.

—A lo mejor no hace falta —dijo Emma—. Creo que puedo hacer analizar una muestra sin tener que registrarlo en el sistema. Conozco a unas cuantas personas en el laboratorio que me deben más de un favor, y podemos colarlo como una prueba de calibración.

—¿Haría eso por mí?

McLean no acababa de entender por qué Emma se había puesto de su parte, pero aun así le estaba agradecido.

—Claro, pero le va a costar algo.

—¿Tiene pensado algo concreto?

McLean bajó la mirada hacia el paquete envuelto del suelo, junto a la cisterna. Había ciertas cosas que no estaba dispuesto a hacer, ni siquiera en el caso de que su puesto estuviera en juego. O su libertad. Emma siguió la mirada del inspector y se echó a reír.

—¿Qué tal una cena?

McLean sintió tal alivio al comprobar que la joven no quería la droga que tardó un poco en comprender lo que en realidad le había pedido. Junto a él, Bob el Cascarrabias contuvo una risita, mientras que el agente MacBride parecía claramente incómodo. Seguramente no imaginaba ese lado oscuro de la labor de los investigadores.

—De acuerdo, pero me temo que no podrá ser esta noche. A menos que entienda por cena compartir unas pizzas y unas cervezas con este par de depravados.

—No es exactamente lo que tenía pensado.

—No, ya lo suponía.

Pasaba de la medianoche cuando por fin terminaron de registrar la casa de arriba abajo. No satisfecho con haber ocultado cocaína en la cisterna, el malintencionado y desconocido benefactor de McLean también había escondido una bolsa de dinero en metálico en el depósito de agua fría del desván: había ocultado varios miles de libras en billetes usados de veinte y de diez en un envoltorio impermeable sin marca alguna.

Emma había encontrado media docena de huellas parciales, sobre todo en la puerta trasera y en el cuarto de baño. En la pintura de color blanco satinado en torno a la puerta que conducía al desván habían encontrado una huella medio borrada: se hallaba cerca de una cabeza de clavo que sobresalía un poco y que podría haber rasgado un guante de látex. Daba la sensación de que alguien había intentado borrarla con un tejido basto, lo cual era bastante sospechoso. Por lo demás, la casa estaba llena de huellas, la mayoría de ellas de McLean.

—La casa tiene alarma, ¿no? —preguntó Emma.

Estaban sentados a la mesa de la cocina, comiendo pizza y bebiéndose las últimas botellas de cerveza de la bodega. Como casi todo lo demás en aquella casa, estaban caducadas desde hacía año y medio, pero a nadie pareció importarle mucho ese detalle.

—Sí, pero no estoy muy convencido de que sirva de algo. Por lo que sé, los de Penstemmin están liadísimos tratando de averiguar qué le hizo McReadie a su sistema. Me estoy empezando a arrepentir de haber pillado a ese cabrón.

Bob el Cascarrabias se recostó en su silla y soltó el aire en un largo suspiro.

—¿Cree usted que lo odia tanto como para haber hecho todo esto? Joder, ese tío no es precisamente pobre, pero esto es exagerar un poco, ¿no?

—¿Se te ocurre alguien más?

El silencio que se impuso en la mesa constituyó una elocuente respuesta.

—Bueno, lo primero que haré mañana será cotejar esas huellas parciales con las de McReadie —dijo Emma, consultando su reloj—. Mejor dicho, hoy. Será mejor que me vaya.

Echó su silla hacia atrás y se puso en pie. McLean la siguió hacia la puerta.

—Gracias por todo, Emma. Ya sé que se la está jugando para ayudarme.

—Desde luego que me la estoy jugando, pero sé reconocer a un cocainómano y usted no lo es. En cuanto a la pasta, bueno… ¿para qué la necesita, teniendo una casa así?

—Ya, bueno, espero no tener que probarlo ante nadie más. Supongo que entiende lo incómodo que sería que todo esto saliera a la luz. Para todos nosotros.

Emma sonrió y se le formaron pequeñas arrugas en torno a los ojos.

—No se preocupe, seré una tumba. Pero me debe usted una cena y más vale que sea con velitas.

Bob el Cascarrabias y el agente MacBride se reunieron con McLean en la puerta de la calle, justo cuando Emma se alejaba en su coche.

—Tenga cuidado con esa —dijo Bob—, que tiene cierta fama.

—Eres tú quien la ha traído —empezó a decir McLean, pero vio un amago de sonrisa en el rostro de Bob y se interrumpió—: Largo de aquí los dos. Marchaos a casa.

McLean se quedó allí mirando, mientras el coche de los agentes se perdía en la noche, y luego regresó a la cocina. La cocaína y el dinero seguían sobre la mesa, con los restos de la pizza. Lo segundo le serviría de desayuno frío por la mañana, pero lo primero iba a ser un problema. McLean le echó un vistazo al reloj que colgaba de la pared de la cocina: era tarde, pero no demasiado. Al menos, para lo que se le había ocurrido. Además, ¿para qué servían los amigos si uno no podía despertarlos en plena noche con una llamada?

El teléfono emitió tres timbrazos antes de que lo cogieran. Phil respiraba algo agitadamente y McLean no quiso especular, teniendo en cuenta la legendaria aversión de su excompañero de piso hacia el deporte.

—Disculpa que te llame tan tarde, Phil, pero tengo que pedirte un favor —dijo McLean, mientras sopesaba en la mano el paquete de cocaína envuelto en película transparente—. Me preguntaba si podría utilizar ese incinerador que tienes en tu modernísimo laboratorio.

Rachel estaba con Phil cuando se encontraron en la puerta trasera del complejo del laboratorio, lo cual sorprendió a McLean. No le cabía ninguna duda de que la joven estaba con Phil cuando lo había llamado antes, pero tampoco era necesario que se la trajera. A aquellas horas de la madrugada, habría estado más a gusto metidita en la cama, aunque fuera sola.

—Gracias por el favor, Phil.

McLean llevaba la bolsa colgada al hombro. Resultaba curioso lo mucho que llegaban a pesar un kilo de coca y cincuenta mil libras en billetes sin marcar. Sobre todo, cuando uno los cargaba por las calles de la ciudad, en plena noche. Había pensado en la posibilidad de coger un taxi, pero después había decidido que cuantos menos testigos, mejor.

—Ni siquiera sé de qué va el favor —dijo Phil—. Nos tienes en ascuas a los dos, Tony.

—Ya. ¿Podemos entrar? —preguntó, señalando la puerta con la cabeza. No veía la hora de alejarse de la mirada omnipresente de las cámaras.

—Sí, claro.

Phil introdujo un código en el teclado que estaba junto a la puerta, que se abrió al instante con un chasquido. Ya dentro, McLean vio la parte trasera del laboratorio y los almacenes, que se hallaban en semipenumbra. Subieron en silencio dos pisos, cruzaron una sala repleta de cara maquinaria que emitía zumbidos y pitidos y, por último, llegaron al despacho de Phil. McLean solo empezó a relajarse un poco cuando la puerta estuvo cerrada. Dejó caer la bolsa sobre la mesa y les contó la historia.

—Eh… ¿no deberías informar a la policía? —dijo Rachel, interrumpiendo el incómodo silencio que se había hecho al terminar McLean su relato.

—En el mejor de los casos me apartarían del servicio durante seis meses, mientras los de Asuntos Internos lo investigan todo sobre mí. Y, aunque no lleguen a encontrar nada sospechoso, pasaré a ser para siempre el poli que tenía escondidos en casa un kilo de coca y cincuenta de los grandes.

—No será para tanto, ¿no? —preguntó Phil.

—Tú no conoces a los polis, Phil. Esta clase de cosas se quedan en el expediente para siempre, da igual el resultado de la investigación. No tengo ningún secretillo que ocultar, pero eso tampoco significa que los de Asuntos Internos no vayan a encontrar nada. Si han dejado esto en casa de mi abuela, es posible que también hayan escondido algo en mi piso. Y, seguramente, también le habrán pagado a algún que otro soplón para que haga perder el tiempo a la policía declarando que he hecho un montón de cosas malas, aunque al final resulte todo mentira.

—Pero… ¿por qué?

Rachel se apartó de la pared en la que había estado apoyada hasta ese momento, abrió la bolsa y cogió el fajo de billetes.

—No tengo ni puta idea —dijo McLean, encogiéndose de hombros de forma quizá demasiado teatral—. Supongo que he cabreado a alguien.

—Entonces ¿quieres quemarlo? —preguntó Phil—. ¿Quieres quemar cincuenta mil libras en billetes imposibles de rastrear?

—Quiero destruir la droga, eso lo tengo claro. También preferiría hacer desaparecer el dinero. Si te soy sincero, no tengo ni idea de si es robado o qué. No está marcado, pero aparte de eso…

—Es que es una lástima. Quiero decir… ¿y si realmente son billetes imposibles de rastrear? Que no aparezca el dinero ni se pueda utilizar para incriminarte cabreará mucho a quien quiera que lo haya escondido, seguro.

McLean contempló el dinero que Rachel tenía en las manos. Había ido hasta allí dispuesto a destruirlo todo, ya que en realidad él no necesitaba el dinero. Pero… podía serle útil a otras personas y, si la jugada le salía bien, no dejaría de ser irónico.

—Vale, dame unos cuantos billetes.

El fajo de billetes estaba cuidadosamente envuelto y aún conservaba restos de polvo blanco allí donde Emma había buscado huellas dactilares. Lo desenvolvió despacio y extrajo el primer montón de billetes.

—Rachel —dijo—, te voy a dictar unos cuantos números de serie y tú los vas anotando, ¿de acuerdo?

Unos diez minutos más tarde, McLean estaba convencido de que era suficiente. Extrajo a continuación unos cuantos billetes al azar, para comprobar que no fueran falsos. A continuación envolvió de nuevo el resto y se los entregó todos a Phil.

—Haré que alguien compruebe estos billetes lo antes posible, por si proceden de algún robo conocido —dijo—, y también me aseguraré de que no sean falsos. Hasta entonces, no los toquéis. Escóndelos en alguna parte donde nadie pueda encontrarlos accidentalmente, porque supongo que no querrás que te pillen con dinero sospechoso, ¿verdad? Si resulta que es dinero limpio, podrás usarlo para pagar tu boda.

—¿Tú no lo quieres? —le preguntó Phil.

—No, la verdad es que no. Y felicidades, por cierto.

—¿Qué?

—Por tu compromiso. No has negado lo de tu boda.

—Phil, tenía que ser un secreto hasta que yo terminara el doctorado.

Rachel, que se había puesto como un tomate, le dio un puñetazo a Phil en el hombro.

—No te preocupes, Rachel. Seré una tumba hasta que lo anunciéis oficialmente. —McLean sonrió y, por primera vez en veinticuatro horas, se sintió animado—. Bueno, y ahora vamos a quemar esta droga.