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McLean se quedó allí mientras el coche se alejaba y luego fue en busca del gerente de las instalaciones. Momentos después, abandonó el edificio del crematorio y cruzó los jardines circundantes, con una minúscula y sencilla urna de terracota en las manos. No le costó mucho encontrar el lugar que estaba buscando. Notó una punzada de remordimiento al darse cuenta de que no había estado allí desde hacía por lo menos tres años. La lápida estaba ligeramente ladeada, seguramente por la acción de las raíces de los árboles. En ella se podía leer el nombre y las fechas de su abuelo, bajo los cuales se había dejado un espacio vacío. Debajo de ese hueco, los nombres de su padre y de su madre. Solo dos años separaban sus respectivas fechas de nacimiento, pero ambos habían muerto exactamente el mismo día. En el mismo momento, cuando la avioneta en la que ambos viajaban se había estrellado contra la ladera de una montaña al sur de Inverness. Le gustaba pensar que tal vez se habían cogido de la mano en el momento del accidente, pero la única verdad era que apenas conocía a sus padres.

Encontró un pequeño agujero junto a la base de la lápida y, durante un instante, le dio rabia que alguien se hubiera atrevido a profanar de aquella manera el lugar de reposo de sus padres. Pero entonces recordó por qué estaba allí. Qué debía hacer. Contempló la urna: era sencilla, funcional, sin adornos ni detalles de ninguna clase. Más o menos como la mujer cuyos restos albergaba. McLean contuvo la imperiosa necesidad de levantar la tapa y echar un vistazo al contenido. Aquello era su abuela. Reducida a una minúscula pila de cenizas, pero todavía su abuela. La mujer que lo había criado, que lo había alimentado, educado y amado. Pensaba que ya había aceptado su muerte hacía mucho tiempo, cuando había asumido que jamás se recuperaría del derrame. Pero al ver la tumba familiar, los nombres de la lápida y el espacio en blanco reservado a su abuela, McLean entendió por fin que se había marchado para siempre.

Notó el suelo seco bajo los árboles al arrodillarse para depositar la urna en el agujero. La tierra que habían extraído estaba amontonada a un lado, cubierta por una lona impermeabilizada de color verde, no fuera que la imagen de la tierra desnuda ofendiera o disgustara a los deudos. Sin duda, alguien pasaría más tarde por allí para tapar el agujero, pero a McLean no le parecía del todo correcto. Más bien le parecía poco respetuoso. Echó un vistazo a su alrededor, en busca de una pala, pero quien fuera que había cavado el agujero se había llevado las herramientas. Así pues, retiró con cuidado la lona impermeabilizada y, tras arrodillarse sobre las cenizas de sus difuntos padres, fue trasladando la tierra suave y seca de nuevo al agujero, valiéndose de las manos desnudas.

—Ah, Esther Morrison. Fue una mujer excelente.

McLean se volvió y se puso en pie con un único y rápido movimiento, lo cual le provocó un latigazo de dolor que le subió por la espalda hasta la nuca. Justo detrás de él se hallaba un anciano caballero, vestido con un largo abrigo negro a pesar del calor del mes de agosto. Con una mano nudosa sostenía un oscuro sombrero de ala ancha y, con la otra, se apoyaba pesadamente en un bastón. Tenía el pelo blanco, grueso y abundante, pero lo que más llamó la atención de McLean fue su rostro. Sus facciones, antaño duras y orgullosas, se habían visto afectadas al parecer por algún terrible accidente y habían quedado reducidas a un cúmulo de tejido cicatrizal e injertos de piel incompatibles. Era uno de esos rostros que resulta imposible olvidar, no solo por las cicatrices, sino también por los ojos de mirada penetrante. Pero aunque a McLean le resultaba inquietantemente familiar, no consiguió asociarle ningún nombre.

—¿La conocía usted, señor…? —preguntó.

—Spenser —respondió el hombre, al tiempo que se quitaba un guante de piel y le tendía una mano a McLean—. Gavin Spenser. Sí, conocía a Esther. Hace muchísimo tiempo. Incluso le llegué a pedir que se casara conmigo, pero Bill me ganó la partida.

—Creo que en toda mi vida no he oído a nadie llamar Bill a mi abuelo —dijo McLean. Se limpió las palmas en el traje y luego estrechó la mano que le había tendido el hombre—. Anthony McLean —añadió.

—Sí, el policía. He oído hablar de usted.

—No estuvo usted en el funeral.

—No, no. Ya hace muchos años que vivo en el extranjero. En Estados Unidos, básicamente. Me enteré de la noticia anteayer.

—Bueno, y ¿de qué conocía usted a mi abuela?

—Estudiamos juntos en la universidad, allá por 1933. Esther era una joven y brillante estudiante de medicina con la que todos queríamos salir. Me rompió el corazón cuando eligió a Bill, pero, en fin, todo eso es historia antigua.

—Y, sin embargo, usted ha hecho un largo viaje para presentarle sus respetos.

—Ah, claro, ha salido el investigador —sonrió Spenser. Su rostro cubierto de cicatrices se llenó de extrañas arrugas—. En realidad, tenía que poner en orden algunos negocios. Ya sabe lo que pasa cuando uno delega, que acaba dedicando el doble de tiempo a solucionar el desastre que le dejan los demás.

—Sí, conozco a unos cuantos tipos así, pero en general la mayoría de mis colegas son de fiar.

—Bien, pues entonces es usted un hombre afortunado, inspector. Yo últimamente tengo la sensación de que me paso media vida enmendando los errores de los demás —dijo Spenser, riéndose entre dientes.

Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una delgada cajita de plata, en cuyo interior guardaba las tarjetas de visita. Cogió una y se la entregó a McLean.

—Esta es mi dirección en Edimburgo. Estaré por aquí una o dos semanas. Venga a verme y podremos charlar un poco sobre su… abuela, ¿de acuerdo? Vaya, quién me lo iba a decir.

—Me encantaría, señor —dijo McLean, al tiempo que le estrechaba de nuevo la mano al anciano.

—Bueno, pues me marcho —dijo Spenser, colocándose de nuevo el sombrero—. Tengo trabajo que hacer. Y, de todas formas, supongo que deseará usted estar solo.

Se alejó caminando con una agilidad y rapidez sorprendentes en un hombre de su edad, mientras balanceaba su bastón al ritmo de un silbido desafinado.

McLean se hizo llevar a la ciudad en un coche patrulla de la comisaría de Howdenhall. El agente que conducía se ofreció a llevarlo hasta el centro, pero McLean sabía que en la comisaría no lo esperaba más que una pila de impresos de horas extraordinarias, la consecuencia de haber cerrado la estación de Waverley durante toda una mañana. Necesitaba tiempo para pensar y también un poco de espacio, así que le pidió al agente que lo dejara en Grange y recorrió a pie el resto del camino hasta llegar a la casa de su abuela. Dado que su móvil se negaba a resistir más de media hora cargado, tenía bastantes posibilidades de poder estar tranquilo durante un rato. Ya lo pagaría más tarde, claro, pero en fin, ¿acaso no era siempre así?

Nada más abrir la puerta de atrás supo que había algo distinto y se le erizó el vello de la nuca. Percibió un olor, pero no pudo reconocerlo. Tal vez no fuera más que un leve rastro de perfume, o el resto de una presencia en el aire allí por donde alguien había pasado recientemente. Teóricamente, nadie había entrado en la casa desde que había llegado una patrulla para llevarse a McReadie a comisaría. McLean estaba seguro de haber cerrado la puerta con llave después de que se marcharan y, desde entonces, ni siquiera había tenido tiempo de volver. Ni tampoco había tenido tiempo de enviar a alguien para que cambiara las cerraduras. Y McReadie era, en esos momentos, un hombre libre. Un hombre libre y además resentido. Mierda. McLean permaneció inmóvil, en silencio, mientras trataba de detectar algún indicio de que había alguien más en la casa, pero no se oía absolutamente nada.

Siguió su olfato, olisqueando con precaución aquel rastro apenas perceptible. En el vestíbulo era algo más intenso, pero no percibió nada ni en la biblioteca ni en el comedor. Ya en el piso de arriba, se movió sigilosamente por la casa vacía y comprobó habitaciones que, si bien no habían cambiado desde la última vez que él había estado allí, le parecían completamente distintas. Su propio dormitorio, el espacio en el que había crecido, estaba tal como lo recordaba. La cama se le antojó demasiado estrecha para poder dormir cómodamente y los pósteres medio desteñidos que colgaban de las paredes, enmarcados con clips, casi le hicieron sentir vergüenza. Los muebles macizos —tocador, cómoda y armario de pared— estaban en sus correspondientes lugares, pero la silla de madera, que tendría que haber estado perfectamente arrimada al escritorio, estaba un poco separada y ladeada. ¿La había dejado él así? Y ahora que lo pensaba, ¿cuándo había estado allí por última vez?

En el cuarto de baño olía algo más fuerte. Seguía siendo un rastro débil, pero aun así lo bastante perceptible como para evocar un recuerdo vago. Casi por instinto, se metió las manos en los bolsillos para buscar unos guantes de látex y, al no encontrarlos, utilizó un pañuelo y lo tocó todo con mucho cuidado para no contaminar posibles huellas dactilares. El armario del cuarto de baño contenía todo lo necesario para quedarse a pasar la noche, aunque no hubiera sabido decir cuántos años tenía el cepillo de dientes. Vio un bote de analgésicos que llevaba allí mucho tiempo, desde que se había instalado una temporada en la casa para recuperarse de la herida de bala que le había valido el ascenso a sargento, pero aparte de eso no había nada interesante. Solo aquel olor.

McLean levantó la tapa del inodoro, pero no vio nada dentro de la taza, a excepción de un poco de agua estancada. Las marcas de suciedad indicaban hasta dónde había llegado el nivel antes de irse evaporando con el paso de los meses. Instintivamente, se dispuso a tirar de la cadena, pero se interrumpió de golpe al cruzarle por la mente una inquietante sospecha: el borde de la bañera y la taza del váter estaban cubiertos por una fina capa de polvo, pero la tapa de la cisterna parecía limpia y reluciente. McLean regresó a la habitación y cogió otro pañuelo de uno de los cajones. El tufo a cedro y bolas de naftalina borró por completo el otro olor, mucho más sutil. Sirviéndose de ambos pañuelos para no tocar nada con los dedos, levantó con mucho cuidado la tapa de la cisterna, la depositó en el suelo y, por último, echo un vistazo al interior.

Nada. ¿Qué se había creído? ¿Que alguien se iba a tomar la molestia de dejar en casa de su abuela algo que pudiera incriminarlo? ¿Que alguien pretendía tenderle una trampa? No, solo eran las presiones del trabajo, que empezaban a afectarle. Una paranoia fruto del agotamiento.

Cuando fue a recoger la tapa de porcelana, sin embargo, se dio cuenta de que no quedaba totalmente plana sobre el suelo. Muy despacio, le dio la vuelta.

Alguien había colocado en la parte inferior un paquete marrón, envuelto en plástico, y lo había fijado con cinta adhesiva.