Cuando McLean finalmente entró con paso vacilante en su minúsculo centro de coordinación, Bob el Cascarrabias estaba leyendo el periódico, con los pies sobre la mesa entre las bolsas de pruebas.
—¿Se encuentra usted bien, señor? Tiene la misma cara que si se hubiera encontrado medio gusano en una manzana.
—¿Qué? No, no, me encuentro perfectamente, Bob. Solo estoy un poco sorprendido —dijo, tras lo cual le contó la noticia al sargento.
—Caray. Parece que está usted en racha. Supongo que no podría prestarme unas cuantas libras, ¿verdad?
—No tiene gracia, Bob. Me lo ha dejado todo, excepto sus negocios. ¿Por qué coño lo habrá hecho?
—No sé. A lo mejor no tenía a quién dejárselo. A lo mejor es que siempre estuvo enamorado de su abuela, inspector, y decidió que era mejor dejárselo todo a usted que a la protectora de animales.
«Enamorado de su abuela, inspector». Las palabras de Bob despertaron un recuerdo olvidado en el caos de los recientes acontecimientos. Una serie de fotografías en una habitación vacía. Un hombre que no era su abuelo y que, sin embargo, se parecía a su padre. A él mismo. ¿Podía ser Carstairs de joven? ¿Podía haber…? No. Su abuela jamás habría hecho nada parecido. ¿O sí?
—Pero lo cambió la semana pasada —dijo McLean, respondiendo así tanto a su pregunta como a la de Bob.
Intentó recordar las pocas conversaciones que había mantenido con el anciano abogado desde aquella primera llamada telefónica el día después de que muriera su abuela. El abogado se había mostrado muy amable, casi paternal al principio. En el funeral, sin embargo, lo había visto distraído, como si esperara a alguien. Y, luego, la extraña conversación que habían mantenido la tarde antes de que asesinaran al abogado. ¿De qué iba todo aquello? ¿Qué mensajes le había dejado su abuela a Carstairs para que los comunicara a su muerte? ¿O se trataba de algo que el propio Carstairs deseaba decir? Algo había puesto nervioso al anciano abogado, pero McLean ya no sabría jamás de qué se trataba.
—No sé de qué se queja usted, señor. No es habitual que un abogado dé dinero.
McLean trató de reírle la broma, pero no le fue fácil.
—¿Dónde está el agente MacBride?
—Se ha ido al Scotsman. Ha dicho no sé qué de consultar los archivos.
—Le he pedido que averiguara algo sobre Albert Farquhar. Bien. Bueno, ¿cómo vamos con McReadie?
Bob el Cascarrabias dejó el periódico, bajó los pies de la mesa y se sentó muy erguido.
—Hemos encontrado artículos sustraídos en los cinco robos que estamos investigando. No están todos los objetos denunciados, pero sí hay lo suficiente como para que McReadie se pase una buena temporada a la sombra. Además, los chicos de informática forense han analizado su ordenador. No creo que pueda librarse, por muy pijo que sea el abogado que se ha buscado.
—Bien. ¿Y qué hay del gemelo? ¿Los de informática forense ya han conseguido relacionarlo con alguna dirección?
Bob el Cascarrabias empezó a rebuscar entre la pila de bolsas de su mesa y, tras encontrar un pliego de hojas, las fue pasando hasta encontrar lo que buscaba.
—Lo sustrajo de una casa de Penicuik hará unos siete años. Una tal Louisa Emmerson.
—¿Sabemos si se denunció el robo?
—Lo comprobaré, señor.
Bob el Cascarrabias se desplazó hasta el portátil y tocó unas cuantas teclas.
—No hay nada sobre ese nombre y esa dirección en la base de datos, señor.
—Como suponía. Busca un coche, Bob. Nos vamos a dar una vueltecita por la campiña.
Penicuik se hallaba enclavado en un valle, a unos quince kilómetros al sur de la ciudad, y estaba dividido en dos por el sinuoso río Esk. McLean conservaba vagos recuerdos de haber hecho excursiones de fin de semana a la región de Borders con sus padres, durante las cuales solían pararse en Giapetti a comprar un helado cuando iban a visitar monumentos históricos. Le aburrían mortalmente los fríos edificios antiguos, pero le encantaba ir sentado en el asiento trasero del coche de sus padres, contemplando el inhóspito y agreste paisaje, hasta que se adormilaba con el ruido de los neumáticos sobre el asfalto y el murmullo del motor. Y también le encantaba el helado. Desde entonces, la localidad había crecido, se había extendido por las laderas del valle en dirección norte, hacia los barracones del ejército. La calle principal era exclusivamente peatonal y Giapetti había desaparecido bajo la enorme superficie de un anodino supermercado.
La casa que estaba buscando se hallaba algo apartada del centro, yendo por el antiguo camino de la iglesia hacia las colinas Pentland. Retirada de la acera tras un amplio jardín y rodeada de árboles grandes, la casa era una construcción de piedra arenisca rojo oscuro, con ventanas altas y estrechas, y tejado puntiagudo. Probablemente hubiera sido la casa de un pastor protestante en la época en que los ministros del Señor tenían docenas de hijos. Después de subir en coche por el camino de gravilla y detenerse ante el sólido porche de piedra, un montón de perritos salieron atropelladamente por la puerta, entre agudos ladridos de entusiasmo.
—¿Seguro que no es peligroso? —preguntó Bob el Cascarrabias cuando McLean se disponía a abrir la puerta, para ser recibido por un montón de hocicos húmedos y alegres gañidos.
—Los perros que te han de preocupar son los que no ladran, Bob.
McLean se agachó y, a modo de sacrificio, ofreció la mano a los perros, que se la olisquearon y se la lamieron. El sargento permaneció donde estaba, con el cinturón aún puesto y la puerta del coche bien cerrada.
—No tengan miedo de los perros, solo muerden cuando están hambrientos.
McLean levantó la mirada de la jauría y vio a una distinguida dama que llevaba botas de goma y falda de mezclilla. Debía de rondar los cincuenta y tantos, y llevaba unas tijeras de podar en una mano y un cestillo colgado del otro brazo.
—Son dandie dinmonts, ¿no? —preguntó McLean, mientras le daba una palmadita en la cabeza a uno de los animales.
—Sí, lo son. Me alegra recibir a alguien tan instruido. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Soy el inspector McLean, de la policía de la región de Lothian y Borders.
Le mostró a la mujer su placa y aguardó mientras ella cogía las gafas que llevaba colgadas al cuello con una cadena y se las colocaba sobre la nariz. La mujer contempló primero la minúscula fotografía de la placa y después, con cierta perplejidad, a McLean.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted aquí, señora…?
—Johnson, Emily Johnson. No me extraña que no me reconozca, inspector. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? ¿Treinta?
Casi treinta y tres. Él aún no había cumplido los cinco. Justo el día en que enterraban las cenizas de su padre y de su madre en un rincón del cementerio de Mortonhall. Caray, qué pequeño era el mundo a veces.
—Creía que se había trasladado usted a Londres después del accidente de avioneta.
Era un dato que había conocido casualmente muchos años atrás. Durante una incómoda fase de la adolescencia en que se había obsesionado con sus padres muertos y había intentado averiguar todo lo posible sobre ellos y sobre las personas que también habían perdido la vida en la avioneta.
—Tiene usted razón. Me trasladé. Pero heredé esta casa hará unos siete años. Ya estaba cansada de Londres, así que me pareció un buen momento para marcharme.
—¿Nunca ha vuelto a casarse? Ya sabe, después de…
—¿Después de que mi suegro matara a sus padres, inspector, y a mi marido en un accidente con aquella estúpida avioneta suya? No. No tuve estómago para volver a pasar por lo mismo otra vez. —La mujer frunció el ceño en un gesto adusto, casi severo—. Pero imagino que no ha venido usted a recordar viejos tiempos, ¿verdad, inspector? Ni siquiera esperaba usted encontrarme aquí, de modo que… ¿a qué ha venido?
—A investigar un robo, señora Johnson. Justo después de que la señora Louisa Emmerson muriera en esta casa.
—Louisa era prima de Toby. Estaba casada con Bertie Farquhar. El viejo Menzies les compró esta casa como regalo de boda. ¿Se lo imagina? Louisa se cambió el nombre de casada cuando murió su esposo, más o menos a principios de los sesenta. La verdad es que fue todo un poco raro. Parece que se emborrachó y estrelló su coche contra una parada de autobús. Louisa siguió viviendo aquí, sola, hasta el día de su muerte. Yo me enteré más tarde de que me había dejado la casa. Supongo que en su familia ya no quedaba nadie a quien legársela.
—Entonces ¿los objetos personales de Albert Farquhar estaban aquí?
—Sí, desde luego. La mayoría aún siguen aquí. A los Farquhar jamás les hizo falta vender cosas para poder comprar carbón, ya me entiende usted.
McLean levantó la mirada y contempló aquella enorme casa, para fijarse a continuación en un edificio más bajo algo apartado: una cochera reconvertida. Un Range Rover nuevecito asomaba el morro desde el interior de un amplio garaje. A algunas personas, ciertamente, les llovía el dinero: eran tan ricas que ni siquiera se enteraban cuando les robaban. ¿Él también era así? ¿Lo sería con el tiempo?
—¿Sabía usted que habían entrado a robar en la casa, señora Johnson?
—Dios mío, claro que no. ¿Cuándo dice usted que sucedió?
—Hace siete años. El catorce de marzo, para ser exactos. El día en que enterraron a la señora Emmerson.
—Bueno, pues es la primera noticia que tengo. Yo no tuve la casa hasta julio de ese año, porque había un montón de papeleo que arreglar. Eso es lo que me trajo de vuelta a Escocia y, una vez que estuve aquí, bueno, me di cuenta de lo mucho que había empezado a odiar Londres. —La señora Johnson hizo una pausa para recuperar el aliento y luego entornó los ojos—. Pero… ¿cómo sabe usted que se produjo un robo, inspector?
—Pillamos al ladrón tratando de robar en otra casa. Llevaba un registro de las casas en las que había robado y también conservaba, a modo de recuerdo, algunos de los objetos sustraídos.
—Pues sí que era estúpido. ¿Qué se llevó de aquí?
—Unos cuantos objetos pequeños, entre ellos un gemelo que perteneció sin la menor duda a Albert Farquhar.
—¿Y eso es importante?
—Podría ser una pista para resolver un homicidio especialmente desagradable.
—Me ha dado la sensación de que ya se conocían, ¿no? ¿Ha encontrado usted lo que buscaba?
McLean contempló la carretera mientras conducía de vuelta a la ciudad. Bob el Cascarrabias no se había movido del coche durante toda la conversación.
—La señora Emily Johnson estaba casada con Andrew Johnson, cuyo padre, Tobias, pilotaba la avioneta que se estrelló contra la ladera del Ben MacDui durante un vuelo de Inverness a Edimburgo. Eso fue en 1974. Tobias murió, junto con su hijo y mis padres.
McLean expuso los hechos de forma directa, mientras se preguntaba por qué los recuerdos se empeñaban en acosarlo.
—La última vez que la vi fue en el funeral —añadió.
—Joder. ¿Qué posibilidades existían de volver a encontrarla?
—Más de las que crees, Bob.
McLean le habló entonces de la intricada y tortuosa relación que unía a la propietaria actual con Bertie Farquhar.
—Entonces ¿cree que Farquhar es nuestro hombre?
—Uno de ellos. Le he preguntado a la señora Johnson si reconocía el apodo Toots, pero no le sonaba de nada. Me ha dicho que, de todas formas, buscará en el desván, a ver si encuentra fotografías antiguas o algo así. Y también me ha proporcionado información interesante.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
—Farquhar y Tobias Johnson eran viejos amigos. Los dos habían servido juntos en el ejército durante la segunda guerra mundial. En no sé qué grupo de las fuerzas especiales con base en el África occidental.
Tras esas palabras, ambos guardaron silencio. Pasaron por delante de la carretera que llevaba a Roslin y a su enigmática capilla; pasaron por delante de Loanhead y el edificio azul de Ikea, cuyo aparcamiento estaba repleto de ansiosos compradores; pasaron bajo la carretera de circunvalación y cruzaron Burdiehouse; y, por último, subieron la colina en dirección a Mortonhall, Liberton Brae y, finalmente, la ciudad. Justo cuando pasaban por delante del crematorio, McLean pisó el freno de golpe y giró para cruzar la verja de entrada, lo cual provocó el furioso bocinazo del coche que los seguía. Bob el Cascarrabias se agarró al salpicadero y clavó el pie en el suelo del coche.
—Joder, avise usted antes, ¿quiere?
—Lo siento, Bob.
McLean estacionó en una de las plazas del aparcamiento, apagó el motor y le lanzó las llaves a su copiloto.
—Lleva el coche a la comisaría, ¿quieres? Yo tengo cosas que hacer aquí.