McLean dejó a Bob el Cascarrabias en Waverley para que coordinara la investigación. Después se abrió paso de vuelta a la estación, entre la multitud de turistas y compradores, completamente ajenos a lo ocurrido, mientras pensaba en las distintas investigaciones que llevaba entre manos. Todas eran importantes, pero por mucho que tratara de evitarlo, siempre era la joven muerta del sótano quien conseguía acaparar su atención. Lo cierto era que no tenía mucho sentido. En todo caso, las pistas se habían enfriado, por lo que las posibilidades de encontrar a alguien todavía vivo que pudiera pagar por su muerte eran escasas. Y, sin embargo, el hecho de que la injusticia cometida con aquella muchacha se hubiera prolongado durante tanto tiempo solo empeoraba aún más las cosas. ¿O tal vez era porque a nadie más parecía importarle que él sintiera la necesidad de ir un poco más allá?
—Tengo que ver a McReadie y averiguar dónde afanó esos gemelos. Busque un coche, que iremos a hacerle una visita a nuestro ladrón.
El agente MacBride estaba muy atareado tecleando en su portátil, en el centro de coordinación. Se interrumpió, cerró la carpeta cuyo contenido estaba pasando al ordenador y, por último, respondió:
—No creo que sea una buena idea, señor.
—¿Por qué no, agente?
—Porque el abogado de McReadie ya ha presentado una queja formal para alegar que, durante el arresto de su cliente, se empleó una fuerza indebida y que se le retuvo sin formular cargos más tiempo del necesario.
—¿Que qué? —preguntó McLean, a punto de estallar de ira—. O sea, que ese cabrón entra en casa de mi abuela el mismo día del funeral… ¿y ahora se cree que se va a ir de rositas con un truco así?
—Sí, ya lo sé. No se saldrá con la suya. Pero quizá sea buena idea dejarlo en paz de momento.
—Estoy investigando un asesinato, agente. Y él tiene información que podría conducirme al asesino.
McLean se quedó mirando a MacBride y vio claramente su expresión de incomodidad.
—¿Quién le ha contado todo eso, si puede saberse?
—La comisaria en jefe McIntyre, señor. Me ha pedido que le diga que se mantenga alejado de McReadie si sabe lo que le conviene —dijo, al tiempo que levantaba ambas manos para defenderse—. Son palabras de la comisaria en jefe, señor, no mías.
McLean se pasó una mano por la frente con gesto cansado.
—Genial. De puta madre, en serio. ¿Tiene aquí los gemelos?
McLean apartó algunos de los papeles que tenía sobre la mesa y, a continuación, le entregó las dos bolsas de pruebas a McLean. El inspector se las guardó en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la puerta.
—Vamos —dijo.
—Pero yo creía que… McReadie…
—No vamos a ver a Fergus McReadie, agente. O no ahora mismo, al menos. Cada maestrillo tiene su librillo.
Douglas y Footes, joyeros de Su Majestad la Reina, ocupaba una anodina fachada en el extremo oeste de George Street. El establecimiento tenía todo el aspecto de llevar allí mucho tiempo, desde antes de que James Craig desarrollara su plan general para la Ciudad Nueva. La única concesión de la tienda a la lacra de la modernidad era que, a pesar del cartel que rezaba Abierto, la puerta estaba cerrada con llave: había que pulsar un timbre para que a uno lo dejaran entrar. McLean mostró su placa y los condujeron a una habitación de la trastienda que podría haber sido perfectamente la antecocina de cualquier mansión de la campiña de principios del siglo XIX. Esperaron en silencio durante unos minutos, hasta que los recibió un anciano vestido con un traje de raya diplomática tan viejo como él y un fino mandil de cuero anudado a la cintura.
—Inspector McLean, me alegro de verlo. Lamento profundamente la muerte de su abuela. Una mujer muy inteligente y toda una experta en joyas.
—Gracias, señor Tedder. Es usted muy amable —dijo McLean, estrechando la mano que el hombre le había tendido—. Creo que le gustaba mucho venir aquí. Siempre se quejaba de que las tiendas de la ciudad ya no eran como antes, pero que en Douglas y Footes estaba garantizado un servicio impecable.
—Lo hacemos lo mejor que podemos, inspector. Pero supongo que no ha venido usted para intercambiar elogios.
—No, desde luego. Me preguntaba si podía usted proporcionarme información sobre esto.
McLean se sacó las bolsas del bolsillo y se las entregó al joyero. El señor Tedder observó los gemelos a través del plástico, tras lo cual se acercó a una encimera cercana y encendió una lámpara Anglepoise de considerable tamaño.
—¿Puedo sacarlos de las bolsas?
—Por supuesto, pero, por favor, no los confunda después.
—Es poco probable, me temo. Son bastante distintos.
—¿No forman un único par?
El señor Tedder se sacó un pequeño monóculo del bolsillo, se lo ajustó y se inclinó sobre el primer gemelo, que hizo girar entre los dedos. Al cabo de un minuto o así, lo introdujo de nuevo en su bolsa y repitió la operación con el otro.
—Sí, forman un único par —dijo al fin—, pero uno se ha usado con regularidad, mientras que el otro está prácticamente nuevo.
—Y entonces ¿cómo sabe usted que forman un único par, señor? —preguntó el agente MacBride.
—El sello de contraste es el mismo en los dos. Y, casualmente, los hicimos nosotros, en 1932. Son una maravilla, totalmente exclusivos, ya saben. Seguramente se los regalaron a algún joven caballero, a juego con botones decorativos para la camisa y, posiblemente, un anillo de sello.
—¿Y tiene usted idea de a quién pudieron regalárselos?
—Bueno, veamos, 1932.
El señor Tedder se acercó a una polvorienta estantería repleta de libros de contabilidad encuadernados en piel, sobre los que fue pasando los dedos hasta encontrar lo que estaba buscando. Extrajo un delgado volumen.
—No eran muchos los clientes que encargaban piezas en los años treinta. La Depresión, ya saben.
Dejó el libro de contabilidad sobre el mostrador, lo abrió cuidadosamente por la parte posterior y consultó un índice escrito con pulcra caligrafía. La tinta se había desteñido ligeramente con el paso del tiempo. El señor Tedder movía el dedo por las líneas mucho más rápido de lo que McLean podía leer aquella letra estrecha y angulosa. Finalmente, se detuvo y fue pasando las páginas hacia atrás una a una, hasta que encontró lo que buscaba.
—Ah, sí, aquí está. «Sello de oro. Par de gemelos de oro con rubíes engarzados de corte redondo. Conjunto a juego de seis botones decorativos para camisa, también de oro con rubíes engarzados». Se vendieron al señor Menzies Farquhar de Sighthill. Ah, sí, claro, de la Banca Farquhar. Bueno, no les fue muy mal durante el período de entreguerras. Si no recuerdo mal, ganaron muchísimo dinero financiando el rearme.
—Por tanto, ¿son propiedad de Menzies Farquhar? —preguntó McLean, al tiempo que cogía las bolsas de los gemelos.
—Bueno, él los compró. Pero aquí dice que se grabó una inscripción en el estuche: «Para Albert Farquhar, con motivo de su mayoría de edad: 13 de agosto de 1932».
—Quiero hablar contigo, McLean. En mi despacho.
McLean se detuvo en seco. Duguid había salido del despacho de McIntyre nada más pasar él y el agente MacBride por delante de la puerta. McLean se volvió muy despacio para enfrentarse a su hostigador.
—¿Es urgente? Porque he descubierto una nueva pista en el caso del asesinato ritual.
—Estoy seguro de que a alguien que lleva sesenta años muerto no le importará esperar uno o dos días más hasta que se haga justicia, inspector.
Duguid estaba muy rojo, lo cual nunca era buena señal.
—Ya, pero es que sus asesinos no son precisamente jóvenes. Me gustaría pillar al menos a uno de ellos, antes de que se mueran todos.
—Da igual, esto es importante.
—De acuerdo, señor.
McLean se volvió hacia MacBride y le entregó las bolsas de los gemelos.
—Llévelos otra vez al centro de coordinación, agente. Y a ver qué puede descubrir sobre Albert Farquhar. Tiene que haber algún informe sobre su muerte.
MacBride cogió las bolsas y se alejó a toda prisa por el pasillo. McLean se lo quedó mirando el tiempo justo para demostrar que lo que había dicho era verdad y luego siguió a Duguid hasta su despacho. Era bastante más grande que su minúsculo cubículo y disponía de espacio suficiente para un par de sillones y una mesita baja. Duguid cerró la puerta que daba al pasillo, vacío y tranquilo en ese momento, pero no se sentó.
—Quiero conocer la naturaleza exacta de tu relación con Jonas Carstairs —dijo.
—¿A qué se refiere? —preguntó McLean.
La habitación pareció contraerse sobre McLean cuando el comisario se irguió, de espaldas a la puerta cerrada.
—Sabes perfectamente a qué me refiero, McLean. Tú fuiste el primero en llegar al escenario del crimen, tú encontraste el cadáver. ¿Por qué te invitó Carstairs a ir a su casa?
—¿Y usted cómo sabe que lo hizo, señor?
Duguid cogió una hoja de papel que se hallaba sobre su escritorio.
—Porque tengo aquí la transcripción de una conversación teléfonica entre tú y él. Que se produjo, debo añadir, un par de horas antes de su muerte.
McLean se disponía a preguntarle a Duguid cómo había conseguido la transcripción, pero justo entonces recordó que la llamada de Carstairs la habían redirigido desde la comisaría a la radio del agente MacBride. Por supuesto que la habían grabado.
—Pues si ha leído la transcripción, señor, sabrá que Carstairs me había pedido que firmara ciertos documentos relativos a la herencia de mi difunta abuela. Supongo que me invitó a cenar en su casa porque dedujo que no me resultaba fácil pasarme por su despacho durante el día.
—¿Y te parece que esa es una práctica normal en un abogado? Podría haberse limitado a enviarte los documentos por mensajero para que los firmaras.
—¿Es una práctica normal que el socio principal de un prestigioso bufete de abogados se encargue personalmente de ejecutar un testamento, señor? ¿Supone usted que asistiría al funeral? El señor Carstairs era un viejo amigo de mi abuela y supongo que consideraba un deber personal asegurarse de que todos sus asuntos estuvieran en orden.
—Y esos mensajes que le confió tu abuela —prosiguió McLean, leyendo la hoja— ¿de qué iban?
—¿Es esto un interrogatorio oficial, señor? Porque si lo es, ¿no deberíamos grabarlo? ¿Y no tendría que realizarse en presencia de otro agente?
—¡Pues claro que no es un puto interrogatorio oficial, hombre! No eres sospechoso. Solo quiero saber en qué circunstancias se produjo el descubrimiento del cadáver —dijo Duguid, poniéndose muy rojo.
—Pues no creo que el testamento de mi abuela tenga nada que ver con esa cuestión.
—¿No? De acuerdo, entonces a lo mejor me puedes aclarar por qué Carstairs cambió su testamento hace tan solo dos días.
—Sinceramente, no sé de qué está usted hablando, señor. La primera vez que vi a Carstairs fue hace una semana. Es decir, que apenas lo conocía.
Duguid dejó la hoja de la transcripción sobre su mesa y cogió otro papel. Era una fotocopia de la primera página de un documento legal, con el texto algo emborronado por el fax. En la parte superior de la hoja figuraba el número de fax del remitente: Carstairs Weddell, abogados.
—Entonces ¿por qué crees que te ha dejado toda su fortuna a ti?