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La estación de Waverley estaba siempre muy concurrida. Y con el Festival de Edimburgo y los espectáculos del Fringe en pleno apogeo, aquel lugar era una auténtica pesadilla de mochileros, taxis que hacían sonar el claxon y turistas perdidos. Si a todo eso se sumaba una ambulancia, un par de coches patrulla y la interrupción de toda la circulación ferroviaria, el caos era absoluto.

McLean observó todo aquello desde la pasarela elevada que unía las escaleras de acceso de Waverley, cerca del Hotel Balmoral en Princess Street, esquina con Market Street, al otro lado de la estación. Antes de que se construyera la estación, aquel lugar era un lago hediondo y fétido, al que iban a parar los residuos y las aguas negras de la Ciudad Vieja. A veces McLean deseaba que volviera a inundarse toda la zona.

Esta vez, el doctor Buckley había llegado antes que él al escenario del crimen. El fornido caballero se hallaba en ese momento encorvado sobre las vías, examinando una pila de restos desparramados. Al acercarse, McLean se dio cuenta de que aquello había sido un ser humano, posiblemente de sexo femenino, aunque no había quedado gran cosa tras la caída desde el North Bridge, a través del techo de cristal reforzado de la estación, y el posterior impacto contra el tren nocturno procedente de King’s Cross.

—¿Este también está muerto?

El doctor alzó la mirada al oír aquellas palabras.

—Ah, inspector. Ya imaginaba yo que vendría usted. Sí, está muerta. Probablemente murió al chocar contra el cristal, pobre.

McLean buscó a algún agente uniformado que tuviera aspecto de estar al mando. Dos policías se ocupaban en ese momento de mantener alejados a los curiosos, pero aparte de eso no había nadie más por allí.

—¿Quién lo ha llamado? —le preguntó al médico.

—Ah, el agente Houseman estaba aquí hace un momento. Creo que ha sido el primero en llegar al escenario.

—¿Adónde ha ido?

—Yo soy médico, no investigador, inspector. Creo que ha ido a hablar con el jefe de la estación.

—Lo siento, doctor. Llevo una mañanita muy dura.

—A mí me lo va a decir. Ah, por ahí viene.

Andy el Grandullón se abría paso en ese momento entre la multitud, seguido de cerca por Emma Baird, cámara en ristre. Los dos saltaron desde el andén y siguieron avanzando entre las vías.

—Andy, ¿podemos poner algo para taparla? —dijo McLean, rodeado de destellos de flash procedentes de numerosos teléfonos móviles—. No me siento nada cómodo con todos esos mirones morbosos del andén.

—Estoy en ello, señor —dijo Andy el Grandullón.

Señaló a un par de empleados de ScotRail, que en ese momento se peleaban con una especie de tienda de campaña. No parecían muy dispuestos a acercarse, así que finalmente fueron McLean y el sargento quienes tuvieron que pelearse con la tienda para colocarla. Baird empezó a fotografiar el escenario y, de repente, a McLean se le ocurrió una desagradable idea. Emma Baird era la fotógrafa oficial de la policía forense. ¿Quién más podía acceder fácilmente a las fotografías del escenario del crimen del caso Barnaby Smythe?

Más o menos el centenar o así de agentes que Duguid había reclutado para el caso, además de cualquier empleado de administración que por algún motivo hubiera entrado en el centro de coordinación durante la breve investigación. Alejó aquella idea de su mente.

—¿Qué puede contarme? —preguntó.

—No mucho, señor. Ocurrió hará una media hora, según parece. Tengo a dos agentes arriba, en el puente, tomando nota del nombre de los testigos, pero no hay muchas personas dispuestas a admitir que estaban mirando. Parece que se ha subido al pretil y ha saltado. Ha tenido la mala suerte de chocar contra un panel de cristal y atravesarlo. Y, para rematarlo, se ha estrellado contra el tren que en ese momento entraba en la estación. ¿Qué posibilidades hay de que ocurra eso?

—Pues diría que no muchas. ¿Tenemos algún testigo aquí abajo?

—Bueno, el conductor del tren. Había unas cuantas personas en el andén, pero el caos es tremendo. La mitad ha salido corriendo y la otra mitad se ha acercado para ver mejor.

—Ya, me lo imagino. Bueno, haga lo que pueda, ¿vale? Y a ver si puede conseguir que le dejen una sala o algo para los interrogatorios. No creo que los testigos puedan contarnos gran cosa, pero tenemos que cumplir con las formalidades.

—El jefe de la estación nos está despejando una sala ahora mismo, señor. Si le parece bien, necesitaría un par de agentes más.

—Llame a comisaría y que le envíen a cualquiera que haya tenido la brillante idea de quedarse por ahí a perder el tiempo. Yo autorizo las horas extraordinarias. Tenemos que llevárnosla de aquí antes de que se paralice toda la ciudad.

McLean se inclinó junto a aquel ovillo que había sido un ser humano. Llevaba lo que parecía ropa de oficina: falda de algodón en tono beige, larga hasta la rodilla; una blusa que había sido blanca, bajo cuyo encaje se veía la punta de un sujetador; y una chaqueta de corte recto, con gruesas hombreras que se habían rasgado en parte y habían dejado escapar largas fibras sintéticas. Las piernas desnudas estaban llenas de arañazos y cortes, pero parecían recién depiladas. La mujer llevaba también unos botines negros de piel, de tacón alto, como los que habían hecho furor en los ochenta y, sin duda, se habían vuelto a poner de moda. Era imposible distinguir las facciones de su rostro. Tenía la espalda partida, doblada en un ángulo imposible, y la cabeza medio hundida en la gruesa gravilla, entre dos traviesas. Se apreciaban restos de sangre en la melena cobriza y en las manos.

—Joder, odio a los que saltan.

McLean levantó la vista y vio a Cadwallader arrodillado justo a su lado. El patólogo forense parecía cansado cuando contempló el cadáver y tocó con manos enguantadas las partes expuestas del cuerpo. Se agachó más para echar un vistazo bajo el arco de la columna partida.

—¿Podemos moverla? —preguntó McLean.

Cadwallader se puso en pie y estiró la espalda como un gato.

—Claro. No puedo decirte gran cosa de momento excepto que murió antes de producirse la mayoría de esas heridas. No hay suficiente sangre. Algunos mueren incluso antes de llegar al suelo —dijo, mirando hacia arriba—. O el techo, en este caso. Con un poco de suerte, fue de esos.

McLean se volvió y le hizo un gesto de asentimiento al conductor de la ambulancia, que estaba esperando. El hombre bajó y se acercó con una camilla y un ayudante. Entre los dos, levantaron del pequeño hoyo el cuerpo de la mujer. McLean se alegró al ver que no se caía ningún trozo mientras la introducían en una bolsa para cadáveres y cerraban la cremallera. Emma Baird enfocó las marcas de la gravilla, que enseguida quedaron iluminadas por el flash de la cámara. El patólogo forense tenía razón: no se veían manchas de sangre, solo de grasa. Un hierbajo con una única flor amarilla crecía justo en el centro.

—¿Dónde está el tren? —preguntó McLean, sin dirigirse a nadie en particular.

Un hombre bajito se acercó correteando. Llevaba el escaso pelo peinado sobre una grasienta calva y un mostacho que no era idéntico al de Hitler por unos pocos milímetros. Vestía un chaleco de seguridad de color rojo chillón y aferraba con la mano un radiotransmisor.

—Bryan Alexander —dijo, tendiéndole una mano regordeta a McLean—. Soy el director de operaciones. ¿Van a tardar mucho, inspector?

—Ha muerto una mujer, señor Alexander.

—Sí, ya lo sé —dijo. Tuvo el detalle de parecer algo acongojado—. Pero es que tengo aquí a otras diez mil personas vivas que están esperando para coger sus trenes.

—Bueno, muéstreme el tren que la ha atropellado, ¿quiere?

—Lo tiene usted ahí, inspector.

El señor Alexander señaló por las vías en dirección a Inglaterra. A unos veinte metros de allí se veía un elegante tren interurbano de color rojo, ligeramente inclinado hacia un lado, con la mayor parte de los vagones sobre una curva. Desde el ángulo de McLean ofrecía un aspecto absurdo, como si hubiera sufrido un pinchazo.

—Hemos tenido que hacerlo retroceder. Por suerte, ya casi estaba parado. Llevo casi treinta años trabajando en los trenes y le aseguro que cuando un tren en movimiento golpea un cuerpo, no deja gran cosa.

McLean se acercó a la locomotora. Hasta entonces, nunca se había fijado en lo enormes que eran. Descollaba por encima de él y olía a calor y a gasóleo. Una pequeña marca de sangre en el parabrisas indicaba el lugar donde había impactado de lleno el cuerpo de la mujer. Lo más probable era que hubiera rebotado hasta las vías y luego hubiera sido arrastrada hasta su lugar de reposo definitivo.

McLean se volvió.

—¡Señorita Baird! —gritó.

La joven se acercó corriendo.

—Fotografías, por favor —dijo, señalando la parte delantera del tren—. Quiero una del lugar del impacto.

Mientras la fotógrafa de la policía forense se ponía manos a la obra, McLean vio que el señor Alexander echaba un vistazo a su reloj. Cadwallader se acercó justo en ese momento para examinar el tren.

—Aquí tampoco hay mucha sangre.

Echó la cabeza hacia atrás para ver el techo y el panel de cristal roto.

—¿Podemos subir allí?

—Claro, síganme.

El director de operaciones los condujo hasta un extremo del andén, de vuelta hacia el edificio central. Emma Baird tomó un par de fotografías más y luego echó a correr para alcanzarlos, justo en el momento en que cruzaban una puerta de la cual colgaba un cartel que rezaba SOLO PERSONAL AUTORIZADO. Subieron un estrecho tramo de escalones y, una vez arriba, se detuvieron ante otra puerta cerrada mientras el señor Alexander buscaba la llave.

Subir al tejado de la estación producía una sensación extraña. Desde allí se divisaba un panorama completamente nuevo de la ciudad, pues se veía la parte inferior del North Bridge y los sótanos del hotel North British. McLean siempre lo había llamado North British. Por lo que a él respectaba, Balmoral era un castillo en Aberdeenshire.

La pasarela que cruzaba sobre el tejado de cristal estaba protegida por rejas de hierro colado. Era como un gigantesco invernadero victoriano, con la única diferencia de que el cristal era más grueso, opaco y estaba reforzado. El panel roto estaba justo al lado de la pasarela, para alivio de McLean, a quien no le hacía mucha gracia la idea de poner a prueba el cristal con su peso, por mucho que estuviera diseñado para resistir. Si había fallado una vez, podía volver a hacerlo.

Cadwallader se arrodilló junto al agujero y contempló las vías, justo debajo.

—Aquí tampoco hay sangre —dijo finalmente.

Baird seguía tomando fotografías. Dedicación no le faltaba, desde luego. McLean levantó la vista hacia el pretil del puente, tratando de calcular la altura.

—¿Ya hemos terminado aquí? —preguntó el señor Alexander.

McLean concluyó que aquel tipo le caía mal, decididamente, aunque entendía la necesidad de volver a poner en marcha la estación lo antes posible. No quería ganarse una bronca de McIntyre cuando ScotRail presentara una queja formal.

—¿Angus? —dijo, dirigiéndose al patólogo forense.

—Supongo que la mató el impacto contra el cristal. Seguramente se rompió el cuello. La mayoría de los cortes se los hizo el tren, probablemente. Si ya estaba muerta cuando chocó contra él, eso explica por qué apenas hay sangre en el suelo.

—Y ahora viene un pero, ¿no?

—Bueno, si no sangró en abundancia cuando la arrolló el tren, y aquí no hay apenas fragmentos de piel, ¿por qué tiene el pelo manchado de sangre, lo mismo que las manos?