Cuando llegó la primera patrulla, cinco minutos más tarde, McLean estaba sentado en los escalones de la entrada, respirando el aire fresco de la ciudad y tratando de no pensar en lo que acababa de ver. Indicó a los dos agentes de uniforme que aseguraran la zona, aunque sabía perfectamente que la puerta trasera estaba cerrada. Luego siguió esperando a que se personara en el lugar el médico de la policía. Mientras tanto, llegó con gran estruendo la furgoneta de la policía forense, de la cual descendieron media docena de agentes. McLean se sorprendió al darse cuenta de que le alegraba ver el rostro sonriente de la señora —señorita, en realidad— Emma Baird, quien ya llevaba colgada al cuello la cámara que acababa de sacar del maletín. Pero entonces recordó lo que iba a tener que fotografiar.
—Parece que tiene otro cadáver para nosotros, inspector. Esto se está convirtiendo en una costumbre, ¿no?
A modo de respuesta, McLean soltó una risa desmayada, mientras contemplaba a los agentes de la policía forense ponerse sus monos blancos y coger sus maletines de la parte posterior de la furgoneta.
—¿Qué ha tocado? —le preguntó el técnico al mando, al tiempo que le entregaba un mono blanco.
—La puerta principal, la puerta interior y la puerta trasera. También he tenido que usar el teléfono. Para llamar.
—¿Es que a los inspectores ya no les dan un móvil?
—La batería se ha muerto.
McLean se sacó del bolsillo el maldito aparato, lo agitó delante del técnico y lo volvió a guardar de nuevo, tras lo cual procedió a ponerse el mono. Mientras se preparaban, llegó traqueteando un viejo VW Golf, que se detuvo en mitad de la calle y de cuyo interior descendió un hombre inmenso vestido con un traje que no le sentaba precisamente bien. El hombre cogió un maletín médico del asiento del pasajero y echó a andar como un pato hacia la casa. El doctor Buckley era un tipo simpático, siempre y cuando no se le formularan preguntas estúpidas.
—Bueno, ¿dónde está el cuerpo?
—Tiene que ponerse un mono, doctor —le dijo McLean, sabiendo que Buckley lo iba a fulminar con la mirada. No se equivocó.
Se produjo cierto alboroto mientras buscaban un traje de la talla del doctor. Finalmente, estuvieron en condiciones de entrar en la casa. McLean condujo a los agentes y al médico directamente hasta el estudio. El olor era aún peor y varias moscas perezosas revoloteaban en torno al cuerpo.
—Está muerto —dijo el doctor Buckley, sin molestarse siquiera en entrar en la habitación.
Dio media vuelta para marcharse.
—¿Y ya está? ¿Es que no lo va a examinar? —le preguntó McLean.
—No es mi trabajo, inspector, y usted lo sabe. Desde aquí ya veo que lo han degollado. La muerte se habrá producido de forma casi instantánea. El doctor Cadwallader le dará todos los detalles que quiera cuando llegue. Buenas tardes.
McLean observó al gordinflón abandonar la casa caminando como un pato y luego se volvió hacia el equipo de la policía forense.
—Muy bien, pues ya pueden empezar a examinar la habitación, pero no toquen el cuerpo hasta que llegue el patólogo forense.
Se movían como un reducido pero eficiente ejército de hormigas. Cuando McLean se decidió a entrar en la habitación, vio el primer destello del flash de Emma. En lo primero que se fijó fue en la pila de ropa, perfectamente doblada sobre el respaldo del sillón de piel que estaba en un rincón. Camisa, chaqueta y corbata. McLean se volvió hacia el cuerpo y se dio cuenta de que estaba desnudo solo de cintura hacia arriba. Rodeó el escritorio y se estremeció al ver la carnicería de entrañas desparramadas sobre el regazo del abogado, parte de las cuales había resbalado hasta el suelo de madera pulida. El sillón estaba un poco retirado del escritorio y Carstairs permanecía erguido, con una pose casi afectada y las manos caídas a los lados. La sangre le había resbalado por los brazos desnudos hasta la punta de los dedos, desde donde había caído al suelo para formar pequeños charcos idénticos. Justo delante de él, sobre el escritorio, descansaba un cuchillo japonés de cocina, de filo corto, manchado de sangre y entrañas.
—Dios mío, Tony. ¿Qué coño ha pasado aquí?
McLean se volvió y vio a Angus Cadwallader de pie junto al umbral. Ya se había puesto un mono blanco de papel. A su lado se encontraba la doctora Sharp, que parecía nerviosa.
—¿Te suena algo de todo esto, Angus?
McLean se hizo a un lado para que el patólogo forense pudiera ver mejor.
—Así, de entrada, sí. Es una réplica de los asesinatos de Smythe y Stewart.
Cadwallader se agachó junto al cuerpo y, con una mano enguantada, tocó el corte del cuello de Carstairs.
—Pero aquí no sé decirte qué le hicieron primero, si degollarlo o eviscerarlo. Tampoco es fácil ver si falta algo. Un momento, ¿qué es esto?
Se puso en pie de nuevo, se inclinó sobre el cadáver y le abrió la boca.
—Dame una bolsa, Tracy, por favor, y unas pinzas.
Cadwallader cogió el instrumento y empezó a hurgar en la boca.
—Resulta difícil creer que quepa aquí dentro. Ah, no, lo han cortado en dos. Bueno, eso lo explica.
—¿El qué explica, Angus? —dijo McLean.
Reprimió una arcada. Caray, se iba a morir de vergüenza si vomitaba allí mismo, porque no era precisamente un agente recién salido de la academia que ve su primer cadáver. Pero es que había ido a casa de Carstairs para cenar con él.
—Esto, inspector, es lo que los médicos llamamos «un hígado».
Cadwallader alzó las pinzas, con las que sujetaba una larga tira de materia orgánica, de aspecto resbaladizo y color violeta. Luego la metió en la bolsa que ya tenía preparada.
—Tu asesino le ha cortado una tira de hígado y se la ha metido en la boca. Ahora mismo no sé decirte si es el hígado de la víctima o no, pero tampoco se me ocurre ningún otro motivo para destriparlo así —dijo, señalando la carnicería que antes había sido el pecho y el estómago de Carstairs—. Bueno, nos los vamos a llevar al depósito de cadáveres, a ver si tiene algún otro secreto guardado por ahí.