30

—¿Dónde está McReadie? ¿En qué calabozo?

McLean entró como un torbellino en el despacho del sargento de guardia. El sargento apartó la mirada de su taza de té y el personal administrativo del turno de noche se volvió para ver qué era aquel alboroto.

—¿McReadie? Se ha marchado hará un par de horas.

—¿Qué?

—Lo siento, señor, lo hemos retenido hasta el último momento, pero al final hemos tenido que acusarlo de robo. Y, en cuanto lo hemos hecho, su abogado no ha tardado ni un minuto en llegar. No teníamos motivo para oponernos a la fianza.

—Joder. Tengo que hablar con él.

—¿Y no puede esperar hasta mañana, señor? Si va ahora a buscarlo, el tipo dirá que es acoso policial. Y no querrá usted que quede libre por un tecnicismo, ¿verdad?

McLean intentó calmarse. Podía esperar. Tampoco es que la joven muerta fuera a estar menos muerta por esperar un poco.

—Tiene razón, Bill —dijo—. Disculpe que haya entrado así.

—No pasa nada, señor. Pero ya que está usted aquí, ¿podría aligerar la montaña de impresos de horas extraordinarias que tiene sobre la mesa? Es que estamos casi a fin de mes y tenemos que aclarar la lista de turnos.

—Enseguida me pongo con eso —prometió, mientras salía retrocediendo de la sala de control.

En lugar de subir a su despacho, sin embargo, regresó a su minúsculo centro de coordinación, sin soltar en ningún momento la bolsa de pruebas de plástico transparente. El agente MacBride aún seguía allí, rebuscando entre otra pila de cajas de cartón.

—¿Ya lo ha encontrado?

—Tiene que estar por aquí, señor. Ah, aquí lo tenemos.

El agente se puso en pie con otra bolsa de pruebas en la mano que también contenía un gemelo delicadamente tallado, con una piedra preciosa engarzada. Se lo entregó a McLean y este los colocó uno junto al otro. No cabía la menor duda de que formaban un par, aunque el que había aparecido en la hornacina del sótano estaba más limpio y tenía menos arañazos, como si la persona que lo había dejado allí hubiera seguido llevando el otro. Hasta que, por algún motivo, había terminado en la colección del señor Fergus McReadie.

Consultó su reloj. Las ocho menos cuarto. Ninguno de los dos tendría que estar en la comisaría a esas horas, pero era frustrante estar tan cerca y, aun así, verse obligado a esperar. El sargento de guardia, sin embargo, tenía razón: no podía ir a exigirle cuentas a McReadie justo después de que lo hubieran soltado, porque sin duda se consideraría acoso policial. Especialmente porque habían tardado muchísimo en formular los cargos. Tendría que esperar hasta el día siguiente.

—¿Qué tal va su primo Mike con el ordenador? —preguntó McLean.

—Lo último que me ha dicho es que, si no pasa nada, mañana ya habrá podido acceder.

—Bien, pues váyase a casa, Stuart. Ya seguiremos mañana con esto. No sé muy bien qué hace aquí tan tarde.

El agente se ruborizó bajo la mata de pelo rubio cobrizo y murmuró algo de que estaba esperando a alguien que acababa su turno a las nueve.

—Bueno, pues como premio especial, le dejo hacer una auténtica tarea policial, pero no se acostumbre.

—¿Puedo? —dijo MacBride, con una expresión tan luminosa que, por un momento, dio la sensación de que la Navidad había llegado antes de tiempo.

—Sí, puede. Vaya a mi despacho y póngase con los impresos de horas extraordinarias. Ya los firmaré mañana por la mañana, cuando llegue.

McLean no se quedó para oír al agente darle las gracias.

Desde la comisaría hasta Inverleith y las Colony Houses no se tardaba mucho a pie. En algún punto del noroeste, el sol ya se había ocultado tras los edificios y la contaminación atmosférica, pero aún había suficiente luz. Todavía faltaban un par de horas para que llegara la oscuridad propiamente dicha, por lo menos en aquella época del año. Ya pagarían ese lujo durante el invierno.

En Water of Leith, a medida que se iba acercando a los Jardines Botánicos, las calles con mansiones de estilo georgiano daban paso a otras de espléndidas casas. La dirección que Carstairs le había facilitado correspondía a un imponente edificio de tres plantas en una callecita, sin salida en uno de los extremos para que no se convirtiera en un atajo para los conductores que pretendían evitar las calles más transitadas. Se encontraba apartada de la avenida principal, por lo que resultaba un lugar agradablemente tranquilo y limpio. Le recordó la calle en que se encontraba la casa de su abuela, en el otro extremo de la ciudad. Edimburgo estaba repleto de refinados rincones, que se ocultaban discretamente entre vecindarios menos recomendables.

Mientras se dirigía a la casa, McLean vio a una joven, ya borracha a pesar de que ni siquiera había caído la noche, que se alejaba tambaleándose por la acera. Dado que el Festival de Edimburgo y los espectáculos del Fringe se encontraban en pleno apogeo, no era extraño ver gente de juerga a aquellas horas, así que McLean tampoco le dio mayor importancia. Se despistó un momento con el estruendo de un voluminoso camión que pasaba traqueteando al otro lado del final de la calle y, al volverse de nuevo, la chica ya había desaparecido. Apartó aquella imagen de su cabeza y subió la media docena de escalones de piedra que conducían al porche de Carstairs. Una vez en lo alto, acercó una mano al tirador de la campanilla.

La puerta ya estaba abierta.

Desde algún punto del interior le llegaron las campanadas de un reloj al dar la hora. McLean entró, diciéndose que probablemente Carstairs lo estaba esperando y que él mismo debía de haber dejado la puerta abierta. Vio un pequeño vestíbulo con un paragüero que contenía tres paraguas y un par de bastones. Varios abrigos de anciano colgaban de ganchos de hierro fundido. Otra puerta, abierta también, daba a la antesala de la casa.

—¿Señor Carstairs? ¿Jonas? —dijo en voz alta, aunque sin llegar a gritar.

No tenía ni idea de en qué parte de aquella casa tan grande podía encontrarse su anfitrión. Cuando pisó el suelo de baldosas negras y blancas de la antesala, solo encontró silencio. Allí la oscuridad era mayor, pues la luz se filtraba a través de una ventana alta situada a mitad de la escalera del fondo y medio tapada por un árbol grande del exterior.

—¿Señor Carstairs? ¿Jonas?

Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en los paneles de madera oscura y en la chimenea, que en ese momento estaba vacía, pero que sin duda debía de resultar muy acogedora en invierno. De las paredes colgaban enormes óleos de sombríos caballeros y, del techo, una recargada araña de bronce. Algo olía raro.

Era un olor que ya había percibido últimamente y, mientras se iba abriendo paso en su memoria, McLean bajó la vista hacia el suelo en damero. Un rastro de manchas oscuras serpenteaba desde el vestíbulo hasta una puerta situada a la izquierda de la antesala. McLean lo siguió, con cuidado de no pisar nada.

—¿Jonas? ¿Está usted ahí?

McLean pronunció las palabras a pesar de que ya conocía la respuesta. Empujó la puerta con el pie y esta se abrió silenciosamente, girando sobre sus goznes perfectamente engrasados y liberando un insoportable olor a hierro caliente y mierda. Tuvo que coger un pañuelo y cubrirse con él la boca y la nariz, para evitar las arcadas.

La habitación era en realidad un pequeño estudio repleto de libros, provisto de un elegante y antiguo escritorio que ocupaba el centro de la estancia. Sentado a ese escritorio, con la cabeza inclinada hacia atrás como si contemplara el techo, se hallaba Jonas Carstairs. La mitad inferior de su cuerpo permanecía, por suerte, oculta bajo el escritorio. El torso, desnudo, era una carnicería.