—¿Qué es lo que falta exactamente, señor Douglas?
McLean trató de arrellanarse en el incómodo sofá, pero los cojines tenían bultos duros como ladrillos. Finalmente se rindió y echó un vistazo a la habitación mientras, a su lado, el sargento Bob Laird —o Bob el Cascarrabias, como lo conocía todo el mundo— iba tomando notas con una enrevesada caligrafía de trazos largos.
A pesar del vulgar sofá, el resto de la estancia estaba muy bien amueblado. Una chimenea Adam colmaba una de las paredes, mientras que las demás estaban ocupadas por óleos de muy buen gusto. Otros dos sofás estaban dispuestos frente al hogar, aunque lo único que llenaba la chimenea en aquel asfixiante calor veraniego era un arreglo de flores secas. La caoba dominaba, y el olor de la cera para muebles competía con otro aroma más débil: el de los gatos. Todo en aquella estancia, incluido el hombre que estaba sentado frente a McLean, era antiguo pero valioso.
—De aquí no se han llevado nada —dijo Eric Douglas, tocándose con gesto nervioso la montura negra de las gafas y subiéndolas un poco por el puente de su larga nariz—. Han ido directos a la caja fuerte, como si supieran exactamente dónde estaba.
—¿Le importaría enseñárnosla, señor?
McLean se puso en pie antes de que se le durmieran las piernas. Tal vez el hecho de ver la caja fuerte le proporcionara algún dato importante, pero, en realidad, lo que necesitaba era moverse. Douglas los acompañó a un pequeño estudio por el que, al parecer, había pasado un tornado. El escritorio, grande y antiguo, estaba atestado de libros que los ladrones habían sacado de las estanterías de roble situadas justo detrás, con el objetivo de dejar al descubierto una caja fuerte cuya puerta seguía en ese momento abierta de par en par.
—Así es más o menos como me lo he encontrado.
Douglas permaneció en el umbral de la puerta, como si el hecho de no entrar en el estudio pudiera devolver la normalidad a aquel espacio. McLean pasó junto a él y rodeó con cuidado el escritorio. El revelador polvo blanco grisáceo que se había acumulado sobre las estanterías y en torno al marco del único ventanal hizo patente que la especialista en huellas dactilares ya había pasado por allí y que ya había terminado su tarea. Sin duda, seguía trabajando en algún otro rincón de la casa, espolvoreando marcos de puerta y alféizares. De todos modos, McLean buscó en un bolsillo de su chaqueta unos guantes de goma y se los puso antes de tocar la reducida pila de papeles que aún se encontraban dentro de la caja fuerte.
—Se han llevado las joyas y han dejado los títulos de acciones. De todas maneras, tampoco tienen ningún valor. Hoy en día todo es electrónico.
—¿Cómo han entrado?
McLean dejó los papeles en su sitio y se concentró en la ventana. Estaba perfectamente pintada y parecía que no se hubiese abierto en diez años, menos aún en las últimas veinticuatro horas.
—Todas las puertas estaban cerradas cuando he vuelto del funeral. Y la alarma seguía conectada. No tengo ni la menor idea de cómo han conseguido entrar.
—¿Funeral?
—Mi madre —respondió Douglas, frunciendo ligeramente el ceño—. Falleció la semana pasada.
McLean se maldijo en silencio por no haberse fijado. El señor Douglas vestía un traje oscuro, camisa blanca y corbata negra. Y la casa entera parecía vacía, desprendía ese aire indescriptible de los lugares en los que alguien acaba de fallecer. Tendría que haber sabido que Douglas acababa de perder a un ser querido, para no entrar a lo bruto y ponerse a hacer preguntas. Repasó mentalmente la conversación hasta ese momento, tratando de recordar si se le había escapado algún comentario poco delicado.
—Lo lamento muchísimo, señor Douglas. Y dígame, ¿se publicitó mucho el funeral?
—No estoy muy seguro de haberlo entendido. Se publicó una nota en el periódico, para informar del lugar y la hora, esa clase de… Oh.
—Hay personas muy malvadas dispuestas a aprovecharse del dolor de los demás, señor. Seguramente, el autor del robo lee los periódicos. ¿Puede mostrarme la alarma?
Salieron del estudio y cruzaron de nuevo el vestíbulo. El señor Douglas abrió una puerta situada bajo la amplia escalinata. La puertecita daba a una escalera de piedra que descendía hacia el sótano. Justo detrás de la puerta, varias lucecitas verdes parpadeaban en un delgado panel de control de color blanco. McLean observó el dispositivo durante unos instantes y anotó el nombre de la compañía instaladora: Penstemmin Security Systems. La empresa era prestigiosa y el aparato, sofisticado.
—¿Sabe usted conectarla?
—No soy estúpido, inspector. En esta casa guardo muchos objetos de valor. Algunos de los cuadros están valorados en cifras de seis dígitos, pero para mí su precio es incalculable. Yo mismo conecté la alarma antes de marcharme a Mortonhall.
—Discúlpeme, señor, pero tenía que asegurarme —dijo McLean mientras se guardaba el cuaderno en el bolsillo.
La agente de la policía científica bajó ruidosamente por la escalera principal. McLean cruzó una mirada con la joven perito, pero ella movió la cabeza de un lado a otro, cruzó el vestíbulo y salió a la calle.
—No le vamos a robar más tiempo, señor, pero nos ayudaría mucho si pudiera proporcionarnos una descripción detallada de los objetos robados.
—Mi compañía de seguros ya tiene un listado completo. Me encargaré de que les hagan llegar una copia.
Ya en la calle, McLean se acercó a la agente de la policía científica, que en ese momento se estaba quitando el mono tras dejar su material en la parte trasera de la furgoneta. Era la chica nueva, la misma a la que había visto en el escenario del crimen del caso Barnaby Smythe. Bastante atractiva, con la piel muy clara y una rebelde melena negra. Llevaba una gruesa capa de maquillaje en los ojos…, o bien se había pasado la noche de juerga.
—¿Has encontrado algo?
—No, en el estudio no. Está inmaculado, como la mente de una monja. El resto de la casa está lleno de huellas, pero es lo normal. Seguramente son casi todas de la dueña. Tendré que pedir unas huellas de referencia para cotejarlas.
McLean soltó una maldición.
—Pues la han incinerado esta mañana.
—Bueno, de todas formas tampoco podemos hacer gran cosa. No parece que hayan entrado a la fuerza, ni tampoco hay huellas ni marcas de ninguna clase en la habitación de la caja fuerte.
—A ver qué puedes conseguirme, ¿de acuerdo?
McLean le dio las gracias con un gesto de asentimiento y observó a la joven mientras se alejaba. Luego se volvió hacia el anónimo coche de comisaría que Bob el Cascarrabias había solicitado esa mañana, después de que les asignaran el caso. Su primer caso, técnicamente hablando, desde que lo habían ascendido a inspector. En realidad, tampoco era nada del otro mundo: un robo que costaría muchísimo de resolver, a menos que la suerte se pusiera de su parte. ¿Por qué no podía tratarse de un adicto al crack que había robado la tele para pagarse el siguiente pico? Un caso así, lógicamente, se lo habrían asignado a un sargento cualquiera. Sin duda, el señor Douglas debía de tener muchas influencias si había conseguido que le asignaran un delito tan irrelevante a un inspector, por nuevo que fuera en el cargo.
—¿Qué quiere hacer ahora, señor? —dijo Bob el Cascarrabias desde el asiento del conductor, mientras observaba a McLean subir al coche.
—Volvemos a comisaría. Vamos a intentar ordenar las notas y comprobar si tenemos algo parecido en la lista de casos no resueltos.
Se acomodó en el asiento del copiloto y contempló la ciudad mientras avanzaban por las transitadas calles. No llevaban ni cinco minutos en el coche cuando sonó la radio de Bob el Cascarrabias. McLean la cogió y toqueteó varias teclas, cuyo funcionamiento ignoraba, hasta que consiguió responder:
—McLean.
—Ah, inspector. Lo he llamado al móvil, pero parece que lo tiene apagado.
McLean reconoció la voz de Pete, el sargento de guardia. Sacó el teléfono del bolsillo y pulsó la tecla de encendido. Esa mañana, cuando había salido de casa, el teléfono estaba completamente cargado, pero no habían pasado ni unas horas y ya estaba más muerto que la pobre señora Douglas.
—Lo siento, Pete, se me ha acabado la batería. ¿En qué puedo ayudarte?
—Tengo un caso para usted, si es que no está demasiado ocupado, claro. La comisaria en jefe ha dicho que le va a usted como anillo al dedo.
McLean se lamentó, pensando ya en la insignificante fechoría que le iban a asignar.
—Sigue, Pete, cuéntanos los detalles.
—La mansión Farquhar, señor. En Sighthill. Ha llamado un constructor y dice que han encontrado un cadáver.