El sonido poco habitual del radiotransmisor en el bolsillo distrajo a McLean mientras regresaba a la comisaría.
—McLean —dijo, cuando finalmente consiguió recordar cómo funcionaba aquel aparato.
Era más grande que un teléfono móvil y bastante más complicado, pero al menos no se había quedado sin batería. De momento.
—Ah, hola, Tony. Me estaba preguntando si me iban a pasar contigo o no.
McLean reconoció la voz del abogado de su abuela.
—Señor Carstairs, quería llamarlo. Para hablar sobre Albert Farquhar.
Una pausa, como si aquellas palabras hubieran pillado desprevenido al abogado.
—Sí, claro. Aunque, en realidad, no te llamaba por eso. Ya tengo todos los papeles de tu abuela en orden. Solo necesito que firmes unos cuantos impresos y ya podremos empezar con la tediosa tarea de traspasar las acciones y todo eso.
McLean consultó su reloj. La tarde se le estaba escapando de las manos y tenía una montaña de papeleo sobre la mesa de su despacho, por no hablar ya de la interesante tarea de clasificar los trofeos de McReadie.
—La verdad es que ahora mismo estoy bastante liado, señor Carstairs.
—Claro, claro, Tony. Pero hasta los inspectores de la policía tienen que comer de vez en cuando, ¿no? Me preguntaba si te apetecería cenar conmigo. ¿A las ocho, por ejemplo? Puedes firmar los papeles y luego nosotros nos encargamos del resto. Además, Esther me confió varios mensajes personales que yo me comprometí a hacerte llegar después de su muerte, pero no me pareció muy correcto hacerlo durante su funeral. Y, ya de paso, puedo hablarte de Bertie Farquhar, aunque debo admitir que es un tema bastante desagradable.
Seguramente aquella era la mejor invitación que le iba a llegar y, desde luego, mucho más interesante que comprar comida preparada cuando volviera a casa a eso de medianoche, que era lo que probablemente sucedería tal como se le estaba presentando la tarde. Si ya de paso podía obtener alguna información más sobre Farquhar, bueno, era casi como estar trabajando.
—Me parece muy bien, Jonas.
—¿A las ocho, entonces?
—Sí, perfecto.
Carstairs le recordó su dirección y luego colgó. Para entonces, McLean ya casi había llegado a la comisaría. Llevaba aún el radiotransmisor en la mano, intentando averiguar cómo se desconectaba, cuando entró en la zona de recepción.
—Caray, esto sí que es un milagro —dijo el sargento de recepción—. Un inspector de policía con una radio.
—No es mía, Pete, se la he pedido prestada a un agente.
McLean sacudió el aparato y pulsó los botones de la parte delantera.
—¿Cómo coño se apaga este trasto?
En el minúsculo centro de coordinación imperaba el caos. Las cajas que la agente Kydd había traído con su carrito estaban amontonadas por todas partes, algunas abiertas y otras aún precintadas. En mitad de aquel desorden se encontraba arrodillado el agente MacBride, que rebuscaba con ganas entre las cajas con un fajo de papeles en la mano.
—¿Se divierte, agente? —dijo McLean, tras echarle un vistazo a su reloj—. De hecho, ¿no tendría que haberse ido ya a casa?
—Se me ha ocurrido empezar ya con la identificación de estas piezas, señor —dijo MacBride, al tiempo que sostenía en alto una bolsa cuyo contenido era un huevo de oro, de una vulgaridad asombrosa, con incrustaciones de piedras preciosas.
—Bueno, yo tengo como una hora de tiempo que perder. Páseme una de esas hojas y le echo una mano. ¿Ha encontrado algo?
MacBride señaló una pequeña pila de objetos que descansaban sobre el escritorio.
—Todos esos estaban en la lista de la señora Douglas. Y, según el inventario, se encontraban en el estante más bajo y situado más a la derecha. Todos los objetos estaban juntos, uno al lado del otro. Estoy barajando una hipótesis: creo que McReadie hacía las cosas de forma metódica. Al fin y al cabo, era un experto en ordenadores, ¿no?
—Parece una buena estrategia.
McLean echó un vistazo a su alrededor y comprobó las etiquetas de las cajas.
—O sea —dijo—, que este tendría que ser el estante más alto, empezando desde la izquierda. El primer robo: en casa del comandante Ronald Duchesne.
Abrió la caja, estudió las bolsas de plástico transparente del interior y las contrastó con la lista de objetos robados. Era poco probable que estuviera todo allí. Seguramente McReadie había vendido los objetos que no le gustaban y, por otro lado, era bastante habitual que las víctimas de un robo añadieran a la lista objetos que en realidad no habían sido sustraídos. En la caja, sin embargo, no había nada que se correspondiera ni siquiera parcialmente con la lista. Después de sacar todos los objetos y colocarlos ordenadamente en el suelo, a su alrededor, McLean se disponía a guardarlo todo de nuevo cuando se dio cuenta de que aún quedaba una bolsa dentro de la caja. La cogió y la acercó a la luz.
Y sintió un escalofrío en la espalda.
En la pared, ampliadas y colocadas formando un círculo, colgaban las fotografías de los seis objetos hallados en las hornacinas junto a los órganos conservados de la joven muerta. McLean se concentró en la fotografía de un gemelo de oro, delicadamente tallado, con un gran rubí engarzado. En el fondo de la bolsa de pruebas de plástico transparente se encontraba otro gemelo idéntico.