27

No había ni rastro de Duguid cuando McLean entró de nuevo en la comisaría. Pronunció una silenciosa plegaria de agradecimiento y se escabulló hacia su minúsculo centro de coordinación. Por la puerta abierta salía un calor abrasador, el efecto combinado del sol de media tarde y del radiador, que caldeaba sin descanso, con el termostato al máximo. Tanto el agente MacBride como Bob el Cascarrabias se habían quitado la chaqueta y la corbata. El agente, que estaba tecleando en su ordenador portátil, tenía la frente perlada de sudor.

—Recuérdeme que le pregunte algún día de dónde ha sacado ese trasto, Stuart —dijo McLean.

MacBride apartó la mirada de la pantalla.

—Mike Simpson es mi primo —respondió—. Le pregunté si tenía por ahí algún ordenador que le sobrara.

—¿Simpson el Friki? ¿El de informática forense?

—Ese mismo. Y en realidad no es tan friki, señor, solo lo parece.

—Ya, y por eso cuando habla entiendo todas las palabras que utiliza, pero el significado de todas ellas juntas se me escapa, ¿no? Así que es su primo…

Un detalle que podía resultar útil. Que ya lo había sido, en realidad, a juzgar por el estado del portátil que MacBride estaba usando. Puede que incluso fuera nuevo.

—¿Le ha pedido que le eche un vistazo al ordenador de McReadie?

—Está trabajando en ello ahora mismo. Creo que nunca lo había visto tan entusiasmado. Al parecer, McReadie es una especie de dios entre los piratas informáticos de Edimburgo. Su alias es Clouseau.

McLean recordó las películas de la Pantera Rosa que había visto entre la colección de McReadie. Todas muy usadas excepto la última.

—Me sorprende que eligiera ese nombre. Para mí, le pega más el personaje de David Niven.

La cara del agente MacBride expresó con gran elocuencia que no entendía nada.

—La Pantera Rosa, agente. David Niven interpretaba el papel de Charles Lytton, el elegante ladrón de guante blanco.

—Ah, vale. Yo pensaba que era un personaje de dibujos animados.

McLean sacudió la cabeza y dio media vuelta, por lo que se topó con las fotografías de la joven muerta, que seguían colgadas en la pared, justo detrás de Bob el Cascarrabias.

—Y eso me recuerda… ¿Ha averiguado algo sobre el albañil en personas desaparecidas?

MacBride pulsó un par de teclas más antes de responder.

—Lo siento, señor. Hablé con ellos, pero los informes en soporte informático empiezan a partir de los años sesenta. Para todo lo que sea anterior, tengo que ir a los archivos. Pensaba ponerme con eso esta tarde.

—¿Albañil? —preguntó Bob el Cascarrabias.

—La idea fue del agente Stuart, en realidad —dijo McLean, señalando con la barbilla al joven, que se puso rojo hasta las orejas—. Nuestros asesinos eran hombres cultos, seguramente no tenían ni idea de cómo poner ladrillos o enyesar una pared. Pero alguien tuvo que hacerlo, alguien tuvo que disimular las hornacinas y tapiar la habitación. Lo cual significa que recurrieron a un albañil.

—Ya, pero ningún albañil accedería a hacer algo así —dijo Bob el Cascarrabias—. Quiero decir que tuvo que ver el cuerpo, ¿no? Y los frascos también. Si me lo hubieran pedido a mí, me habría negado. Habría armado una buena, vaya.

—Ya, pero tú no eres un albañil de clase trabajadora nacido a principios del siglo veinte, Bob. Sighthill era casi un pueblo en aquella época, la gente veía al potentado local casi como si fuera el rey. Y no me extrañaría que los asesinos hubieran amenazado también a la familia del albañil, porque no eran precisamente escrupulosos.

—¿Potentado?

—La casa era propiedad de Menzies Farquhar. El fundador de la Banca Farquhar.

—O sea, ¿cree que lo hizo él, inspector? ¿Que intimidó a un albañil para que ocultara las pruebas y, una vez hecho el trabajo, se lo cargó?

Bob el Cascarrabias tenía una expresión de lo más escéptica y, al escuchar la teoría de labios de su viejo amigo, McLean no pudo reprocharle ese escepticismo. Lo que le había parecido tan obvio en el inquietante escenario del crimen, le parecía ahora, en el calor de aquel minúsculo centro de coordinación, rocambolesco. Se aguantaba menos que una excusa infantil, pero era lo único que tenían.

—No, Menzies Farquhar no. Pero pudo haberlo hecho su hijo, Albert.

McLean recordó la breve conversación que había mantenido con Jonas Carstairs durante el velatorio. ¿De verdad era tan sencillo? No. Nunca era tan sencillo.

—Pero ahora mismo todas las pruebas son circunstanciales. La verdad es que no sabemos nada sobre la familia, menos aún sobre alguien que pudiera haber trabajado para ellos más o menos en la época de la guerra. Es poco probable que encontremos a alguien vivo que pueda decirnos algo. Si fueron los Farquhar, están todos muertos. Pero como mínimo, me gustaría ponerle un nombre a nuestra víctima y, de momento, la única posibilidad que tenemos de averiguar algo es seguir la pista del albañil desaparecido. —Se volvió hacia el agente Stuart—. Quiero que investigue todo lo que pueda sobre Menzies y Albert Farquhar. Cuando termine, váyase a los archivos para echarle una mano a Bob.

—¿En serio? ¿Y qué tengo que hacer yo allí? —dijo Bob el Cascarrabias.

El viejo sargento le lanzó una mirada suspicaz a McLean, como si no supiera de qué estaba hablando.

—Rescatar todos los casos no resueltos de personas desaparecidas y buscar un albañil profesional que viviera en la zona de Sighthill. Con revisar desde el año cuarenta y cinco hasta el cincuenta habrá suficiente, creo, pero si no encontramos nada, siempre podemos ampliar un poco ambas fechas.

—¿Desde el cuarenta y cinco? Será una broma —dijo Bob el Cascarrabias, horrorizado.

—Ya sabes que se conservan informes anteriores a esa fecha, Bob.

—Sí, en el sótano, en enormes cajas cubiertas de polvo.

—Bueno, pues llévate a algún agente para que te ayude —dijo McLean, justo en el momento en que la agente Kydd llamaba a la puerta abierta—. Mira, ya no hace falta ni que lo busques.

—¿Perdón?

La agente miró primero a Bob el Cascarrabias, luego a McLean y por último otra vez al sargento, con el ceño fruncido.

—Nada, déjalo —dijo McLean—. ¿En qué podemos ayudarla?

La agente entró en la sala arrastrando un carrito, cargado hasta arriba de cajas de cartón.

—Es el botín encontrado en el apartamento de McReadie, señor. Los expertos forenses ya han analizado todos los objetos. Dicen que están más limpios que el alma del agente Porter, señor, aunque no tengo ni idea de lo que eso significa.

—Porter es testigo de Jehová, agente. ¿Aún no ha intentado convertirla a su causa?

—Eh, pues no, señor. Creo que no. Y también tengo un mensaje de recepción para usted, señor. Parece que han estado intentando localizarlo en su despacho, pero usted no contestaba. Y en su móvil salta el contestador.

McLean cogió su móvil. Estaba seguro de haberlo dejado cargando toda la noche. La pantalla estaba negra, sin embargo. Pulsó el botón de encendido, pero sin resultado alguno.

—La puta batería se ha acabado otra vez. Bueno, ¿y por qué no me han llamado aquí? Nada, es igual —dijo, contemplando el teléfono que estaba sobre la mesa, al lado del portátil. Tal vez funcionara, pero la verdad es que nunca había visto a nadie utilizarlo—. ¿Cuál es el mensaje?

—Según parece, un tal Donald Andrews quiere verlo. No sé qué de identificar a su hijo.

—Mierda —dijo McLean, al tiempo que le lanzaba su teléfono a MacBride—. Présteme su radio, agente. Tengo que volver al depósito de cadáveres.

Donald Andrews no se parecía mucho a su hijo. Los pómulos marcados y la nariz afilada le daban a su rostro un aspecto extraño, como si el viento lo hubiera erosionado. Llevaba el pelo muy corto, algo canoso en las sienes. Los ojos, de mirada penetrante, eran de un azul intenso. Hablaba con el acento propio de los Home Counties, los condados de los alrededores de Londres. McLean pidió un coche patrulla y un agente, que lo llevó al depósito de cadáveres. Dejó al agente fuera, en el coche, con la esperanza de no tardar mucho.

La doctora Sharp ya había preparado el cadáver para el reconocimiento. Estaba cubierto por una sábana plástica sobre una mesa, en una pequeña habitación situada justo al lado de la principal sala de examen. Cuando llegaron, la doctora Sharp les hizo pasar y retiró con cuidado la sábana que cubría el cadáver. Dejó a la vista la cabeza, pero ocultó discretamente el irregular corte de la garganta. Donald Andrews permaneció en silencio y completamente inmóvil durante unos minutos, contemplando aquel rostro pálido. Después se volvió muy despacio hacia McLean.

—¿Qué es esto? —quiso saber—. ¿Qué coño le ha pasado a mi hijo?

—Lo siento, señor. Este es su hijo, Peter Andrews. ¿No?

McLean notó, de repente, una gélida sensación en el estómago.

—Yo… Sí… Es decir, creo que sí. Pero… Puedo ver el resto del cuerpo, por favor —dijo, aunque no era una pregunta.

—No creo que sea buena idea, señor. Está…

—¡Soy cirujano, maldita sea! Ya sé lo que le han hecho.

—Lo siento, señor. No lo sabía.

McLean le hizo un gesto de asentimiento a Tracy, que retiró el resto de la sábana. Probablemente era ella quien había cosido el cuerpo después de que Cadwallader hubiera terminado de examinarlo. A McLean le impresionó la calidad y profesionalidad del trabajo, pero no podía obviar el hecho de lo que en realidad le habían hecho a Peter Andrews era filetearlo cruelmente. Si bien la mayoría de los padres se habrían horrorizado ante aquella imagen, lo que hizo Donald Andrews fue ponerse unas finas gafas e inclinarse para ver más de cerca a su hijo.

—Es él —dijo al cabo de unos minutos—. Tiene una marca de nacimiento y un par de cicatrices que reconocería en cualquier sitio. Pero no entiendo qué le ha ocurrido para tener este aspecto.

—¿Qué quiere usted decir, señor? Es el mismo aspecto que tenía cuando murió —dijo McLean, tragando saliva—. Le han comunicado cómo murió, ¿verdad?

—Sí, y eso de por sí ya me parece difícil de creer. Peter tenía sus defectos, pero ser depresivo no era uno de ellos.

—¿Sabe usted que padecía un cáncer en fase terminal, señor?

—¿Qué? Pero ¡eso es imposible!

—¿Cuándo vio usted a su hijo por última vez, señor?

—El pasado abril. Vino a Londres para la maratón. Participaba todos los años, con el objetivo de recaudar fondos para el Hospital de Niños.

McLean contempló aquel cuerpo deteriorado que yacía, desnudo, sobre la mesa. En la maratón participaba gente de todas las clases, eso lo sabía. Había quien incluso necesitaba días para recorrer aquella distancia caminando en lugar de corriendo. Pero Peter Andrews tenía más pinta de tener que coger un taxi que de ir a correr una maratón. Tenía las piernas consumidas y la columna encorvada. La sutura no permitía apreciar bien en qué estado de forma se hallaba antes del examen post mórtem, pero McLean recordaba su vientre hinchado.

—Supongo que le importaba mucho el hospital si realizaba ese esfuerzo tan grande. ¿Recaudaba mucho dinero?

—No lo hacía por el dinero, inspector. Lo que quería era correr. Hoy en día, hay que contar con el respaldo de una organización benéfica para poder participar en la maratón de Londres.

—Disculpe, señor, ¿está usted diciendo que su hijo era un corredor habitual?

—Desde los quince años. Estuvo a punto de hacerse profesional.

Donald Andrews extendió una mano y le acarició el pelo a su hijo muerto. Las lágrimas empañaron la mirada dolida de sus ojos.

—La última maratón la hizo en dos horas y media.