26

—¡McLean! ¿Dónde coño estabas ayer por la mañana? ¿Por qué no respondías al teléfono?

El comisario Duguid se le acercaba en ese momento por el pasillo, rojo de rabia y con los puños cerrados en gesto amenazador. McLean hizo un esfuerzo por recordar qué había estado haciendo el día anterior, pues habían pasado muchas cosas desde entonces. Y en ese momento todo encajó.

—Tenía el día libre, señor. Para enterrar a mi abuela. Si se lo hubiera preguntado usted a la comisaria McIntyre, estoy convencido de que se lo habría dicho. Y seguramente también le habría dicho que, a pesar de todo, vine a primera hora de la mañana para terminar el informe sobre la muerte de su tío y el suicidio de su asesino.

En cuestión de un instante, el rostro de Duguid pasó del rojo encendido al blanco cadavérico. Abrió mucho sus ojillos porcinos y separó las aletas de la nariz como un toro que resopla, dispuesto a embestir.

—No te atrevas a mencionar aquí ese tema, McLean —dijo Duguid con los labios apretados.

Con gesto nervioso, se volvió para ver si alguien había oído algo. Varios agentes de uniforme pululaban por allí en aquel momento, pero todos tenían el suficiente instinto de supervivencia como para evitar el contacto visual con el comisario. Si alguno de ellos había oído algo, no lo dio a entender.

—¿Quería usted algo, señor?

McLean habló con voz baja y neutra. Lo último que deseaba era suscitar las iras de Duguid y menos después de haber empezado tan bien el día.

—Pues claro que sí, joder. Un perturbado llamado Andrews entró ayer en una oficina del centro y se rajó el cuello con una navaja. Quiero que averigües quién era y por qué lo hizo.

—¿No hay nadie más disponible, señor? Yo ya estoy a tope de casos y…

—Tú no tienes ni puta idea de lo que es ir a tope de casos, McLean. Deja de lamentarte y haz tu trabajo, que para eso te pagan.

—Por supuesto, señor —dijo McLean, al tiempo que se mordía la lengua para no discutir. No tenía sentido, cuando Duguid estaba tan furioso—. ¿Quién ha llevado la investigación preliminar, señor?

—Lo harás tú —dijo Duguid consultando su reloj—. Y en la próxima media hora, si sabes lo que te conviene. Tienes sobre tu mesa el informe del sargento que acudió al escenario del crimen. Recuerdas donde está tu mesa, ¿verdad, inspector? En tu despacho, ¿no?

Y, tras ese comentario sarcástico, se alejó con paso decidido, murmurando algo entre dientes. Justo entonces, Bob el Cascarrabias salió de detrás de la fotocopiadora, donde había permanecido oculto.

—Joder. ¿Qué bicho le ha picado?

—No lo sé. Habrá descubierto que su tío le ha dejado todo el dinero a la protectora de animales o algo así.

—¿Su tío?

Así que, en realidad, Bob no había estado escuchando.

—Olvídalo, Bob. Vamos a investigar lo del suicidio. Los expertos tardarán bastante en clasificar todas las joyas y, hasta entonces, no podremos cotejarlas con los otros robos.

—¿Y qué hay de McReadie? ¿Quiere formular cargos?

—Sí, va a ser lo mejor. Pero seguramente tendrá algún abogado rastrero que conseguirá que el juez lo suelte bajo fianza antes de que acabe el día. Ya has visto su apartamento, le sale el dinero por las orejas. Puede comprar su propia libertad y lo sabe.

—Pues entonces lo dejo hasta última hora. Será mejor que le pregunte al sargento de guardia a qué hora lo registró usted.

Bob el Cascarrabias se fue alegremente hacia el mostrador de recepción y McLean se dirigió a su despacho. Sobre una montaña de impresos de horas extraordinarias encontró, como era de esperar, una fina carpeta marrón que contenía un informe mecanografiado, de una sola hoja, sobre el aparente suicidio de un tal Peter Andrews. En el informe figuraban los nombres y direcciones de una docena de testigos, todos ellos trabajadores de la misma empresa de gestión financiera, Hoggett Scotia. El propio Andrews había trabajado allí. Al parecer, había entrado en recepción, con pinta de no haberse cambiado de ropa en los dos últimos días, había sacado una navaja del bolsillo y se había cortado el cuello. Desde entonces ya habían transcurrido casi veinticuatro horas. Durante las cuales la policía no había hecho un carajo.

McLean suspiró. Investigar ese suicidio no iba a ser únicamente una tarea infructuosa, sino que también se iba a topar con rabia y hostilidad porque hasta ese momento no se había hecho nada de nada. De puta madre.

Cogió el teléfono y marcó el número del depósito de cadáveres. Le respondió la voz cantarina de Tracy.

—¿Les llegó ayer algún suicida? Un tal Andrews —preguntó McLean, después de que, como de costumbre, Tracy intentara coquetear con él.

—A media mañana, sí —confirmó Tracy—. El doctor Cadwallader tiene previsto hacerle la autopsia esta tarde, a eso de las cuatro.

McLean le dio las gracias, le dijo que allí estaría y luego colgó. Echó un vistazo de nuevo a las notas. Al menos la dirección no estaba muy lejos, podía ir andando. Primero los interrogatorios, luego el post mórtem… Con un poco de suerte, cuando volviera, los expertos forenses ya habrían devuelto las joyas encontradas en el apartamento de McReadie, cosa que les garantizaría la inagotable diversión de tener que cotejar las joyas con la lista de objetos desaparecidos.

Cogió la carpeta, haciendo caso omiso de los impresos de horas extraordinarias que tenía que rellenar, y se fue en busca del agente MacBride.

—Esta semana nos has tenido muy ocupados, Tony.

McLean le dedicó una mueca al patólogo forense.

—Yo también me alegro de verte, Angus. Y, por cierto, gracias por venir ayer al funeral.

—No pasa nada. Tu abuela me enseñó unas cuantas cosas, lo mínimo que podía hacer por ella era despedirme como Dios manda.

El patólogo forense ya llevaba su bata de hospital y ya se había puesto los largos guantes quirúrgicos. Entraron en la sala de autopsias, sobre cuya mesa de acero inoxidable descansaba el pálido cadáver de Peter Andrews. Aparte de la carnicería que era su garganta, Andrews parecía extrañamente limpio y sereno. El pelo, cano, estaba revuelto, pero en conjunto tenía un aspecto juvenil. McLean no le habría echado más de treinta y tantos, cuarenta y pocos a lo sumo, pero resultaba difícil decirlo con un cadáver tan pálido y macilento.

Cadwallader empezó con un examen completo del cuerpo, en busca de heridas, marcas que indicaran consumo de drogas o síntomas de alguna enfermedad. McLean se limitó a observar, escuchando a medias los comentarios en voz baja del patólogo forense y preguntándose qué podía impulsar a un hombre a suicidarse de forma tan violenta y aparatosa. Se le antojaba imposible comprender los angustiosos procesos mentales que podían llevar a alguien a pensar que matarse era mejor que seguir viviendo. Hasta él se había dejado llevar por la desesperación, más de una vez, pero siempre había acabado pensado en la inquietud y en la angustia que sentiría quien encontrara su cadáver, en los traumas mentales que podía provocar. Tal vez fuera esa la diferencia entre los suicidas y los deprimidos: que llegaba un momento en que a uno ya no le importaba lo que sintieran los demás.

Si ese era el caso, entonces Andrews tal vez fuera un buen candidato. Según su jefe, siempre había sido un hombre de negocios sin escrúpulos. McLean no acababa de entender los entresijos de la gestión de inversiones, pero sí sabía lo bastante como para estar seguro de que Andrews podía hundir a una compañía con el simple gesto de eliminar las acciones de su cartera. Pero si esa falta de escrúpulos lo convertía en un hombre capaz de matarse, en el resto de los aspectos de su vida parecía alguien con muchos motivos para seguir en este mundo. No estaba casado, ni atado a ninguna novia. Era rico, tenía éxito y trabajaba en algo que al parecer le gustaba. De hecho, nadie en Hoggett Scotia hablaba mal de él. A McLean aún le quedaba interrogar a sus padres, que vivían en Londres y saldrían hacia el norte esa misma tarde.

—Vaya, aquí tenemos algo interesante.

El cambio en el tono de voz de Cadwallader interrumpió los pensamientos de McLean. Levantó la vista y se dio cuenta de que el patólogo forense había empezado el examen interno.

—¿El qué es interesante?

—Esto —dijo, señalando una reluciente pila de entrañas y otras cosas—. Tiene cáncer en… bueno, en todas partes. Parece que empezó en los intestinos, pero se extendió a todos los órganos del cuerpo. De no haberse quitado él la vida, habría muerto en uno o dos meses, como mucho. ¿Sabemos quién era su médico? Para combatir esto tenía que estar siguiendo un tratamiento muy fuerte.

—¿A los pacientes de quimio no se les cae el pelo? —preguntó McLean.

—Buena observación, inspector. Me imagino que por eso tú eres investigador y yo solo patólogo forense.

Cadwallader se inclinó sobre la cabeza del muerto y le arrancó un par de cabellos con unas pinzas. Luego los colocó sobre un platillo de acero inoxidable que su ayudante sostenía.

—Por favor, haz un análisis espectrográfico, Tracy. Me juego lo que sea a que la medicación más fuerte que tomaba era ibuprofeno.

Se volvió hacia McLean.

—La quimioterapia provoca otros cambios más sutiles en el organismo, Tony. Y este hombre no presenta ninguno de ellos.

—¿Es posible que rechazara el tratamiento?

—Si no es eso, no lo entiendo. Tenía que saber lo que le estaba pasando. ¿Por qué se iba a suicidar si no?

—Exactamente, Angus. ¿Por qué?