Martes por la mañana y en la sala de interrogatorios número 3 la cargada atmósfera resultaba ya irrespirable. La sala no tenía ventanas, solo un conducto de ventilación en el techo que supuestamente debía bombear aire frío, cosa que no hacía. Una mesa sencilla, con un tablero blanco, ocupaba el centro de la sala. En la formica se advertían las quemaduras de varios cigarrillos. En el lado de la mesa más alejado de la estrecha puerta se veía una silla atornillada al suelo, lo bastante separada como para que su ocupante no pudiera apoyar cómodamente los codos. De hecho, lo había intentado varias veces, y, finalmente, se había reclinado en el respaldo, con las manos esposadas sobre el regazo.
McLean observó al hombre durante un rato sin decir nada. Hasta ese momento el ladrón se había negado a proporcionar su nombre, lo cual era un fastidio. Era joven, veintitantos o treinta y pocos como mucho. Y estaba en forma. McLean tenía un bonito moretón en el costado derecho, de cuando había intentado inmovilizar al ladrón en el suelo, pero no era nada comparado con el estado del rostro de su contrincante.
La puerta se abrió de golpe y entró Bob el Cascarrabias. Llevaba una bandeja con dos tazas de té y un plato de galletas. Lo dejó todo sobre la mesa, le ofreció una taza a McLean y se quedó él la otra. No tardó en mojar una apetitosa galleta en su caliente té con leche.
—¿Y yo qué? ¿A mí no me dan nada?
El acento del joven era claramente de Glasgow, lo cual le hacía parecer un chorizo de un barrio de viviendas de protección oficial. Pero McLean no se dejó engañar. Cualquiera que tuviera los conocimientos necesarios para forzar una cerradura y el dinero necesario para permitirse unas gafas de visión nocturna tenía que ser algo más que un simple ratero drogadicto.
—A ver… —dijo, mientras fingía pensar y bebía un sorbito de su taza de té—. No, a ti no te damos nada. Así están las cosas: si tú cooperas, nosotros seremos amables.
—Pues un pitillo, al menos. Me muero de ganas.
McLean le señaló el cartel de PROHIBIDO FUMAR que colgaba de la pared. El efecto, sin embargo, no fue el esperado debido a que alguien había tachado con un bolígrafo la palabra Prohibido.
—Una de las pocas cosas buenas que han salido del Parlamento de Holyrood. Ya no se puede fumar en ninguna parte de este edificio. Ni en los calabozos. Y si no cooperas, vas a pasar mucho tiempo en los calabozos.
—No pueden encerrarme aquí. Conozco mis derechos. Quiero ver a un abogado.
—Eso lo has sacado de la tele, ¿no? —le preguntó Bob el Cascarrabias—. ¿Te crees que sabes mucho de la poli solo porque ves «Policía de barrio»? Pues mira, guapo, tú no ves a un abogado hasta que nosotros lo digamos. Y cuanto más nos cabrees, más vas a tardar.
Cogió otra galleta del plato y le dio un mordisco, cosa que hizo caer una lluvia de migas al suelo.
—Bueno, vamos a empezar por lo que sabemos.
McLean se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. Rebuscó algo en uno de sus bolsillos y sacó un par de guantes de látex. Procedió a ponérselos muy despacio, tirando de un extremo para introducir los dedos. El ladrón seguía la escena con sus ojos grises muy abiertos.
—Anoche te sorprendieron en casa de la difunta Esther McLean.
El inspector se inclinó y recogió del suelo una caja de cartón, que dejó caer sobre la mesa. Sacó de ella una bolsa de lona, envuelta en un plástico.
—Llevabas esta bolsa y también esto.
McLean sacó de la caja las gafas de visión nocturna destrozadas y las dejó sobre la mesa. También estaban protegidas por una bolsa de plástico para pruebas.
—Dentro de la bolsa encontramos varios objetos que habías sustraído de la casa.
McLean cogió un juego de adornos de plata que su abuela guardaba en una vitrina, en el recibidor. Se le hacía raro estar tocando las pertenencias de su abuela de aquella forma, por mucho que estuvieran envueltas
—También llevabas las herramientas necesarias para forzar una cerradura, un estetoscopio, un taladro eléctrico de alta velocidad y un atuendo que un hombre de tu edad solo se pondría para ir a un club nocturno —dijo, al tiempo que dejaba los ofensivos artículos sobre la mesa—. Ah, y estas llaves, que supongo que son las de tu casa. También se te encontraron las llaves de un BMW. Mi colega, el agente MacBride, las ha llevado al concesionario más próximo para verificar el código en la base de datos de propietarios.
Casi como si estuviera ensayado, llamaron a la puerta. Alguien abrió desde fuera y, un instante después, apareció la cabeza de MacBride.
—Tengo algo para usted, señor —dijo el agente, a la vez que le entregaba a McLean una hoja de papel y otra bolsa de pruebas.
—Bueno, señor McReadie, creo que ya no vamos a necesitar su colaboración.
McLean observó al ladrón, en busca de algún gesto de incomodidad, que no tardó en encontrar.
—Llévatelo otra vez a los calabozos, Bob. Y dile al sargento de guardia que nada de maricas, ¿vale?
McLean cogió la bolsa de pruebas y se la guardó en el bolsillo.
—Stuart —dijo—, busque a un par de agentes de paisano y reúnase conmigo en la entrada. Mientras, voy a ver si consigo una orden de registro.
Para ser un chorizo, a Fergus McReadie no le había ido nada mal. Su dirección correspondía a un viejo almacén reformado, en Leith Docks. Veinte años atrás había sido un lugar frecuentado por prostitutas y camellos, pero gracias al traslado de las dependencias del gobierno irlandés y a la presencia del yate real, el HMY Britannia, Leith se había convertido en un barrio de categoría. Y, a juzgar por los coches aparcados en sus correspondientes plazas, aquel edificio tampoco debía de ser precisamente barato.
—Qué bien viven algunos, ¿no? —dijo el agente MacBride mientras subían en ascensor hasta el loft, que se hallaba en la quinta planta.
El ascensor se detuvo en un impoluto rellano, en el que solo se veían dos puertas. La de McReadie era la de la izquierda.
—No lo sé. Para mí no es un edificio de apartamentos si no huele a pipí de gato. —McLean señaló la otra puerta—. Ve a ver si los vecinos están en casa. Con un poco de suerte, a lo mejor saben algo sobre la vida secreta de nuestro ladrón.
Mientras el agente pulsaba el timbre de la puerta de la derecha, McLean entró en el apartamento de McReadie. Era un inmenso espacio con antiguas vigas de madera que cruzaban el techo. Las puertas de carga se habían convertido en ventanales que llegaban hasta el suelo y desde los cuales se divisaban los muelles y el estuario del Forth. En un rincón de la sala se veía una cocina abierta y, en el extremo más alejado, una escalera de caracol que ascendía hacia las vigas del techo, y allí, en una plataforma elevada, estaba el dormitorio. Bajo la plataforma, dos puertas conducían a otros espacios separados por tabiques.
—Muy bien, chicos. Estamos buscando cualquier cosa que pueda ser un objeto robado, o cualquier información sobre McReadie que podamos descubrir.
McLean permaneció en el centro de la sala mientras la agente Kydd y Bob el Cascarrabias empezaban a registrar el domicilio, abriendo todas las puertas y mirando incluso debajo de los cojines. Un enorme televisor de plasma, bajo el cual había varios estantes repletos de películas, presidía una de las paredes. McLean echó un vistazo a algunos de los títulos, básicamente cintas de manga japonés y de kung-fu. Al final de todo, casi como si la hubieran añadido a última hora, se hallaba la colección completa de las películas de la Pantera Rosa. Las cajas estaban gastadas y un poco estropeadas, como si aquellas cintas se hubiesen visto muchas veces. Excepto la última, que aún conservaba el envoltorio de celofán.
—¿Señor?
McLean giró sobre sus talones y vio al agente MacBride junto a la puerta abierta del apartamento. Tras él vio también a una mujer de larga melena rubia, con el pelo revuelto como si acabara de despertarse. La mujer contemplaba, con unos ojos abiertos como platos, a los policías que estaban registrando el piso. McLean se acercó apresuradamente.
—Esta es la señorita Adamson —dijo MacBride, que parecía ligeramente aturdido—. Vive enfrente.
Al fijarse mejor, McLean se dio cuenta de que la señorita Adamson no llevaba más que una larga bata de seda y de que iba descalza.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está Fergus? ¿Se ha metido en algún lío?
Tenía una voz suave, medio adormilada aún, y hablaba con acento de Edimburgo, aunque mezclado con un deje estadounidense apenas perceptible.
—Señorita Adamson, soy el inspector de policía McLean —dijo, mostrándole su placa. La mujer, sin embargo, parecía incapaz de concentrarse—. Lamento molestarla, pero quisiera saber si puede responder a unas preguntas.
—Sí, supongo. No me habré metido en ningún lío, ¿verdad?
—En absoluto, señorita. No. Lo que me interesa es lo que pueda saber usted acerca de su vecino, Fergus McReadie.
—Vale. Pasen ustedes y preparo un poco de café.
El apartamento de la señorita Adamson era más pequeño que el de McReadie, pero aun así bastante amplio. La mujer rodeó grácilmente una encimera de acero inoxidable que separaba la cocina del resto de la sala y procedió a moler los granos de café. Un intenso aroma impregnó de inmediato el aire.
—Bueno, ¿qué ha hecho Fergus, inspector? Siempre he pensado que era un tipo algo siniestro.
McLean se acomodó en uno de los altos taburetes colocados a lo largo de la encimera y percibió la incomodidad del agente MacBride, que estaba justo tras él.
—No puedo decírselo exactamente, al menos hasta que se formulen los cargos. Pero lo pillamos con las manos en la masa, señorita Adamson.
—Vanessa, por favor. Solo mi agente me llama «señorita Adamson».
—Vanessa, pues. Dígame, ¿hace mucho que conoce usted a Fergus McReadie?
—Él ya vivía aquí cuando yo me trasladé, hará… ¿dos años? Nos encontrábamos en el ascensor y nos saludábamos, ya sabe.
Prensó el café en una cafetera de émbolo, lo sirvió en tres tazas y por último se volvió para coger un cartón de leche desnatada de la enorme nevera que tenía justo detrás. McLean no pudo evitar fijarse en que, aparte de un par de botellas de champán, la nevera estaba casi vacía.
—Intentó ligar conmigo un par de veces, pero la verdad es que no es mi tipo. Demasiado rarito. Además, su acento me ponía de los nervios.
—¿Tiene idea de cómo se ganaba la vida?
McLean aceptó la taza que la mujer le ofrecía, sin acabar de entender por qué MacBride se mostraba tan reacio a acercarse y coger la suya.
—Me parece que era una especie de experto en seguridad informática, o algo así. Una vez intentó explicármelo. Culpa mía por haberlo invitado a la fiesta, claro. Lo contaba como si fuera algo con mucho glamur… Como si se pasara la vida intentando entrar en bancos y cosas así. Para demostrarles cuáles eran sus puntos débiles, ¿sabe? A mí me dio la impresión de que, en realidad, lo único que hacía era sentarse delante de un ordenador y ver pasar un montón de números por la pantalla.
Alguien llamó suavemente a la puerta y, al volverse, McLean vio a la agente Kydd junto al umbral. La joven lo miró primero a él, luego a Vanessa y, por último, arqueó las cejas. McLean contempló de nuevo a su anfitriona, convencido de que se había perdido algo.
—Pase, agente, aún queda café.
La señorita Adamson se inclinó para coger otra taza y McLean desvió la mirada cuando la bata se le abrió y dejó entrever quizá más de lo deseado.
—Es usted muy amable, señora —dijo la agente, sin moverse de la puerta—. Pero creo que el inspector debería venir a ver lo que hemos encontrado.
—Los malos no descansan nunca, ¿verdad? —dijo McLean, al tiempo que bajaba del taburete—. Agente MacBride, quédese usted aquí y obtenga toda la información posible sobre nuestro ladrón. Vanessa, gracias por su ayuda. Si no le importa, vuelvo enseguida a terminarme el café.
—Desde luego que no me importa, inspector. Esto es, de lejos, lo más interesante que me ha ocurrido en todo el verano. Y, quién sabe, a lo mejor algún día tengo que interpretar el papel de una mujer policía. Esta es una oportunidad única para documentarme.
Al dar media vuelta para marcharse, a McLean le pareció que la agente Kydd le dirigía a MacBride una pregunta silenciosa («¿Vanessa?»), pero la agente recuperó su habitual expresión más bien seria antes de que McLean tuviera tiempo de cerciorarse. La siguió hasta el rellano y luego entró tras ella en el apartamento de McReadie. Una de las dos puertas del fondo estaba abierta.
—¿Me he perdido algo, agente? —preguntó McLean, mientras cruzaban aquella inmensa sala.
—¿Es que no la ha reconocido, señor? Vanessa Adamson. Ganó un premio Bafta el año pasado por su papel en aquel drama de época de la BBC. Y la nominaron para los Oscar por aquella película con Johnny Depp.
McLean no tenía ni idea ni de una cosa ni de la otra, aunque, pensándolo bien, sí había visto a la actriz en las noticias. Se puso rojo hasta la punta de las orejas y comprendió entonces por qué aquella mujer le sonaba.
—¿En serio? Pensaba que era más alta.
Para evitar la vergüenza, entró en la habitación que tenía la puerta abierta. Era un amplio estudio, iluminado por una única ventana que iba del suelo al techo. Sobre un amplio escritorio, de tablero de cristal, se veía un portátil y un teléfono, pero nada más. Bob el Cascarrabias se sentó en el lujoso sillón de piel y lo hizo girar de un lado a otro.
—¿Has encontrado algo, Bob?
—Creo que esto le va a gustar, señor.
Se puso en pie y cogió un libro que estaba en el estante más alto, justo detrás de él. Cuando lo sacó, se oyó un clic y la estantería entera se desplazó, primero hacia adelante y luego hacia un lado, sobre unas guías silenciosas. Detrás apareció otra estantería, de cristal, iluminada desde arriba y desde abajo. Contenía una asombrosa colección de joyas.
—¿Cómo coño lo has descubierto? —preguntó McLean, al tiempo que rodeaba el escritorio y contemplaba aquel botín.
—Estaba leyendo los títulos, señor, y he visto uno escrito por el propio McReadie. Se me ha ocurrido echarle un vistazo, para ver si se trataba de una biografía o algo así, pero resulta que no lo ha escrito él. Era una bromita suya.
—Bueno, pues te pongo un diez sobre diez en observación. Y un once sobre diez en potra.
—Pero aún hay más, señor. También he encontrado esto.
Bob se agachó y cogió un par de periódicos que estaban en la papelera, debajo del escritorio. Eran ediciones del Scotsman, ambas de la semana anterior. Bob las desplegó y las alisó. Una de ellas había quedado abierta en la página de los anuncios oficiales, la otra, en la de los obituarios. En ambas se advertían círculos trazados con bolígrafo negro. McLean reconoció la fotografía de grano grueso, en blanco y negro: era su abuela, en una imagen de hacía cuarenta años. Bob el Cascarrabias obsequió al inspector con la sardónica sonrisa que, muchos años atrás, le había valido su apodo.
—Creo que hemos encontrado a nuestro hombre de los obituarios, señor.