Una vez finalizado el velatorio, a McLean le quedaba un largo camino hasta casa, pero aun así rechazó el coche que Carstairs había puesto a su disposición. Prefería la soledad, la oportunidad de pensar que únicamente le brindaba el ritmo de sus propios pasos sobre la acera. Solo cuando llevaba una media hora caminando se dio cuenta de que sus pasos lo estaban llevando a la casa de su abuela, y no a su piso en Newington. Quiso cambiar de dirección, pero luego se detuvo: no había vuelto a casa de su abuela desde el día en que habían encontrado el cadáver de Barnaby Smythe.
Antes de que su abuela sufriera el derrame, McLean iba a menudo a visitarla en busca de consejo o ayuda en cuestiones que él no conseguía ver con claridad. Por lo general, la anciana se limitaba a hacerle hablar del tema hasta que él mismo encontraba la solución, pero McLean agradecía de todas formas sus aportaciones. Después de que la ingresaran en el hospital, sin embargo, la casa dejó de tener interés para él. Iba porque debía: tenía que leer los contadores, revisar el correo y asegurarse de que no hubiera entrado nadie. Pero para él no había sido más que una obligación. En ese momento, sin embargo, cuando su abuela ya no era más que cenizas, regresar a casa de la anciana —la que sería su casa en cuanto estuviese listo el papeleo y el fisco se hubiera llevado su parte del pastel— le parecía lo correcto. Tal vez incluso arrojara alguna luz sobre alguno de los muchos e inextricables problemas que ni siquiera una larga caminata conseguía desentrañar.
La tarde iba dando paso a la noche y allí, lejos del centro de la ciudad, el ruido se iba amortiguando hasta convertirse en poco más que un lejano murmullo de fondo. Cuando finalmente dobló la esquina en la que se encontraba la casa, se sintió casi como si acabara de llegar al campo. Los altos sicómoros que crecían en las aceras también atenuaban el ruido de la ciudad y oscurecían la luz del veraniego atardecer. La mayoría de las casas no eran más que moles silenciosas apartadas de la acera tras sus cuidados jardines. Solo alguna que otra señal de vida, como un portazo o unas voces a través de una ventana abierta, le recordaban que no estaba completamente solo. El gato negro lo siguió durante un rato desde el otro lado de la calle y, justo cuando McLean llegaba a su destino, el animal pareció convencerse de que ya había visto antes a aquel intruso, tras lo cual desapareció al otro lado de un alto muro de piedra.
La gravilla del camino de entrada crujió bajo sus pies, con un ruido tan reconfortante como familiar. Al fondo, la casa parecía muerta, vacía, como un fantasma que hubiera surgido de entre los descuidados arriates, pero nada más dejar atrás la acera, McLean percibió el conocido aroma de su hogar. Entró por la puerta trasera, se fue directamente al panel de control de la alarma e introdujo el código para desactivar todos los sensores. Al ver el logotipo de Penstemmin, recordó que aún tenía que entrevistar al técnico que había instalado la alarma de la anciana señora Douglas. Otro caso que no estaba, ni de lejos, cerca de resolver.
Resultaba curioso ver cuántas sociedades financieras estaban ansiosas por ofrecer préstamos personales y tarjetas de crédito a la difunta. Hojeó la pila de correo comercial que se había acumulado junto a la puerta de la calle en los escasos días que habían transcurrido desde su última visita y separó las pocas cartas que le parecían importantes. El resto lo tiró a la papelera. Empezaba a caer la noche y la antesala estaba oscura, pero cuando pasó frente a la biblioteca, el resplandor anaranjado del atardecer se reflejó en las nubes altas y tiñó la habitación.
McLean dedicó unos cuantos minutos a retirar las sábanas blancas que cubrían los muebles, las dobló con cuidado y las apiló junto a la puerta. El escritorio de su abuela se hallaba en una esquina de la estancia. Entre el mobiliario antiguo, la pantalla plana y el teclado del ordenador parecían fuera de lugar. Los abogados se habían ocupado de los asuntos de su abuela, cosa que a él le había ido la mar de bien, pero tarde o temprano tendría que revisar sus archivos, tanto los que estaban en papel como los que estaban en formato electrónico. Poner un poco de orden. Se sintió desfallecer solo de pensarlo.
Se sirvió una generosa dosis de whisky de la licorera de cristal que estaba en un mueble bar ingeniosamente disimulado tras un panel de libros falsos, pero luego pensó que el agua embotellada llevaba allí por lo menos dieciocho meses. La olisqueó, le pareció que no tenía nada, así que añadió unas gotitas a su whisky y paladeó el líquido ambarino. De Islay, sin la menor duda. Y fuerte. Añadió más agua y recordó entonces la predilección de su abuela por el Lagavulin. Se preguntó si aquel sería uno de los whiskies que producía la Asociación de Whisky de Malta, embotellados directamente de la barrica. Ya hacía mucho que no bebía nada tan refinado.
Copa en mano, McLean se acomodó en uno de los sillones de piel de respaldo alto que se hallaban junto a la chimenea, ahora vacía. En la biblioteca se estaba bien, pues los altos ventanales captaban el sol de mediodía y del atardecer. Aquella siempre había sido su habitación favorita. Era una especie de refugio, un remanso de paz y silencio que le permitía huir de la locura de la ciudad. Apoyó la cabeza en la suave piel del respaldo del sillón, cerró los ojos y dejó que el cansancio se adueñara de él.
Cuando se despertó había oscurecido por completo. Durante apenas un segundo no supo dónde estaba, pero no tardaron en volver los recuerdos. McLean se disponía a encender la lámpara que estaba en la mesilla, junto al correo y el whisky sin terminar, cuando supo qué lo había despertado. Había oído un ruido, el crujido apenas audible de una de las tablas de madera del suelo. Estaba segurísimo de haberlo oído. Había alguien más en la casa.
Se quedó allí sentado, inmóvil, aguzando el oído y tratando de ignorar el latido desbocado de su corazón. ¿Se lo había imaginado? La casa era vieja, estaba repleta de tablas que crujían, que gemían y se movían con los cambios de temperatura. Pero estaba más que acostumbrado a esos ruidos, pues se había criado con ellos. Y lo que había percibido era diferente. Expulsó el aire y luego lo contuvo de nuevo, mientras notaba la presencia de la casa a su alrededor. ¿Había cerrado la puerta trasera? Sí, no tenía más que un pestillo, pero… ¿y si no se había cerrado bien?
Oyó el sonido de algo metálico al chocar contra un objeto de porcelana. En la antesala había dos enormes jarrones decorativos y McLean imaginó a un sigiloso intruso que rozaba accidentalmente uno de ellos con el anillo de un dedo. Ahora que sabía de dónde procedía el ruido, oyó claramente otros sonidos: una respiración sosegada, el susurro de unas prendas holgadas, el roce discreto de un objeto sólido que alguien depositaba con mucho cuidado sobre una superficie de madera… Los ruidos eran muy medidos, silenciados más por la costumbre que por la intención. Fuera quien fuese la persona que estaba en la antesala, creía que la casa estaba vacía. Oculto tras una de las orejas del sillón, McLean miró hacia la puerta. No se veía luz alguna por debajo, de modo que la persona que estaba al otro lado avanzaba a tientas…, o utilizaba algún dispositivo de visión nocturna. McLean consideró más probable lo segundo, lo cual le dio una idea.
En la biblioteca la luz era escasa. Las paredes oscuras, revestidas de libros, no reflejaban apenas el apagado resplandor que proyectaba la ciudad desde fuera. Pero a McLean le bastaba con eso para distinguir los muebles grandes. También sabía dónde estaban las tablas que crujían: en torno a la chimenea y la puerta. Dedicó unos instantes a quitarse los zapatos y luego avanzó tan sigilosamente como pudo por la parte más alejada del centro de la habitación, hasta llegar a la puerta. Desde el exterior le llegaron más ruidos, a medida que el intruso se desplazaba metódicamente por la antesala. Aguardó con paciencia, inmóvil, respirando pausadamente y de forma regular.
El intruso pareció tardar una eternidad en llegar hasta la biblioteca, pero, finalmente, McLean vio cómo el pomo de latón de la puerta empezaba a girar muy despacio. Aguardó hasta que la puerta estuvo medio abierta. Apareció una cabeza, semioculta tras unas voluminosas gafas, y el intruso echó un vistazo al interior. Con un silencioso gesto, McLean encendió de golpe las luces.
—¡Ajá! ¡Cabrón!
La figura estaba más cerca de lo que McLean había imaginado. En ese momento el intruso estaba intentando quitarse el dispositivo de visón nocturna que llevaba en la cabeza, antes de que este le quemara las retinas. McLean, decidido a no darle tiempo al intruso para recobrarse, se abalanzó sobre él, lo agarró de la camiseta y tiró con fuerza al tiempo que extendía un pie. Cayeron los dos al suelo: McLean terminó encima del ladrón y trató de inmovilizarlo con una llave.
—Policía. Queda detenido.
La frase nunca surtía efecto, pero los abogados insistían. Por tomarse esa molestia, McLean se llevó un codazo en el estómago, que lo dejó sin aliento. El ladrón empezó a patalear y arqueó la espalda, mientras seguía intentando quitarse el dispositivo de visión nocturna con la mano libre. Era un tipo fuerte, de cuerpo nervudo bajo la ajustada camiseta negra y los vaqueros, también negros, y no estaba dispuesto a dejarse reducir fácilmente. McLean le sujetó el cuello con una mano y le puso una rodilla en la espalda, exactamente como les enseñaban en la academia de policía. No le sirvió de gran cosa, pues el ladrón se retorcía como si fuera un saco repleto de anguilas. Consiguió darse la vuelta hasta quedar de cara a McLean, como si fueran amantes, y dobló las rodillas formando un ángulo que parecía anatómicamente imposible.
—¡Uf!
McLean se quedó sin aliento cuando el ladrón le puso los pies en el pecho y empujó con fuerza. El inspector fue a chocar contra uno de los sillones, pero se dio la vuelta y se puso en pie de un salto, mientras el intruso trataba de alcanzar la puerta.
—De eso nada.
McLean se lanzó hacia adelante y atrapó al hombre gracias a un perfecto placaje de rugby. El impulso combinado de ambos los hizo salir disparados con demasiada velocidad, y la cabeza del intruso fue a estrellarse, con un espeluznante crujido, contra el borde de la puerta abierta. Se precipitó al suelo como si alguien lo hubiera desconectado de repente, y McLean, que no pudo frenar a tiempo, aterrizó pesadamente sobre el ladrón y hundió la cara en sus posaderas.
Tosiendo y resoplando, McLean consiguió ponerse en pie, le cogió ambos brazos al intruso y se los retorció a la espalda.
—Te he trincado, cabrón —dijo, mientras intentaba recuperar el aliento.
La frase, sin embargo, era puramente retórica, ya que el tipo estaba inconsciente. Las carísimas gafas de visión nocturna se hallaban a un lado de su cabeza, destrozadas, y en la cara se le estaba formando ya un enorme moretón.