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Sin duda, el crematorio de Mortonhall no evocaba recuerdos precisamente felices para la mayoría de las personas. Tal vez los encargados de cuidar los jardines estuvieran orgullosos de su trabajo; tal vez el personal que con tanta eficiencia recibía a los deudos para las ceremonias de media hora se sintiera siniestramente satisfecho de su rigurosa eficiencia… Pero, para todos los demás, aquel lugar significaba dolor y despedidas definitivas. McLean, sin embargo, había estado allí en demasiadas ocasiones por su trabajo y ya no sentía emoción alguna. Al contrario, su ojo clínico más bien le llevó a advertir lo poco que aquel sitio había cambiado con los años.

No había asistido mucha gente a despedir a su abuela. Lo cual tampoco era de extrañar, dada su edad y su tendencia a la soledad. Phil y Rachel se habían sentado juntos, en la parte delantera de la sala, y Jenny también estaba allí, cosa que sorprendió a McLean pero no le desagradó. También estaba Bob el Cascarrabias, el único representante de la policía de la región de Lothian y Borders, mientras que Angus Cadwallader, que había llegado apresuradamente en el último minuto, se hallaba al fondo de la sala. Jonas Carstairs permanecía sentado con expresión impasible y la cabeza muy erguida. Tenía la mirada perdida a lo lejos, mientras la persona encargada de oficiar la ceremonia intentaba pronunciar unas cuantas frases reconfortantes sobre una mujer a la que nunca había conocido. Unos cuantos amigos de edad avanzada, a los cuales McLean reconoció a medias, permanecían sentados en grupitos por la sala. Tendría que haberle preocupado que hubieran acudido tan pocas personas a despedirse de su abuela, pero en realidad se sentía reconfortado por el simple hecho de que se hubiera presentado alguien. Y, por supuesto, siempre podía consolarse pensando que su abuela había sobrevivido a todos sus amigos.

Por suerte, fue una ceremonia rápida, al término de la cual el ataúd quedó oculto tras unas cortinas. Las esquinas, sin embargo, no encajaban del todo, por lo que los asistentes pudieron vislumbrar el desplazamiento del féretro hasta el otro lado, donde se hallaba el crematorio. McLean recordó la primera vez que había estado allí, cuando no era más que un crío aturdido de cuatro años que contemplaba dos cajas de madera, que no acababa de entender que sus padres pudieran estar allí dentro y que no dejaba de preguntarse por qué no se despertaban. Su abuela había estado junto a él todo el rato, cogiéndole la mano y tratando de consolarlo mientras lloraba su propia pérdida. Ella le explicó, con la sensatez y prudencia que la caracterizaban, en qué consistía el asunto de la muerte. McLean comprendía los motivos que la habían impulsado a hacerlo, pero en realidad no había servido de gran cosa. Aquel día de hacía tantos años estaba convencido de que, cuando las cortinas empezaran a cerrarse, vería la puerta abierta de un horno, de cuyas entrañas surgirían llamas dispuestas a consumir el nuevo combustible. Y aquellas pesadillas lo habían acompañado durante años.

Abandonaron la sala por las puertas delanteras. Un nutrido grupo, ansioso por despedir al siguiente muerto, ya se había congregado en la parte posterior de la sala. En el exterior, la mañana se iba volviendo más cálida, a medida que el sol se alzaba por encima de los altos árboles que rodeaban el lugar. McLean estrechó la mano a todos los presentes y les dio las gracias por haber asistido, cosa que no le llevó más de cinco minutos. Se fijó en que Jenny Spiers se había quedado algo apartada, como si no se atreviera a ponerse en la cola del pésame. Finalmente, fue él quien se acercó a ella.

—Te agradezco que hayas venido.

—Si te soy sincera, no sabía si venir o no. No conocía a tu abuela al fin y al cabo…

Jenny se apartó un mechón rebelde de la cara. Venía directamente de la tienda, a juzgar por su atuendo, que si bien era sobrio —como correspondía a la ocasión— también era la clase de ropa que la abuela de McLean se habría puesto a los veinte años para asistir a un entierro. Se preguntó si lo habría elegido a propósito. De todas formas, le sentaba bien.

—Yo siempre digo que estas cosas son para los vivos, no para los muertos. Y, además, si tú no hubieras venido, la media de edad de los asistentes hubiera rozado los tres dígitos.

—No exageres. Rae también ha venido y solo tiene veintiséis.

—Eso es verdad —admitió McLean—. ¿Te apuntas a una taza de té demasiado cargado y un sándwich de paté de pescado?

McLean señaló con la cabeza hacia el Balm Well, que estaba al otro lado de la calle, y luego le ofreció el brazo a Jenny. Varios ancianos y ancianas, todos con trajes o vestidos oscuros, estaban tratando en ese momento de esquivar el tráfico con el objetivo de atiborrarse gracias al último gesto de hospitalidad de la difunta Esther McLean. Jenny y McLean los ayudaron a cruzar la calle y los acompañaron al pub.

Jonas Carstairs había organizado un velatorio más que decente. Lástima que se hubiera equivocado de largo en el número de comensales. Por otro lado, pensó McLean, los ancianos comían muy poquito. Rezó para que los dueños del pub tuvieran a alguien a quien darle las sobras. No le importaba pagar toda aquella comida, pero le molestaba la idea de que terminara en la basura. Y a su abuela también la habría horrorizado, de no ser porque ya no podía preocuparse por esas cosas.

Dejó a Jenny con su hermana y con Phil, y se dedicó a deambular, todo lo cortésmente que pudo, entre el pequeño grupo de deudos. La mayoría de ellos le dijeron las mismas cosas sobre su abuela, y unos cuantos mencionaron a sus padres. Era una obligación que tenía que cumplir, pero también le resultaba una lata y, sinceramente, habría preferido estar ya de vuelta en el trabajo, ayudando a MacBride a abrirse paso entre la pila de casos de personas desaparecidas, tan antiguos que nadie se había tomado la molestia de pasarlos a formato digital. O intentando descubrir quién había vivido y organizado fiestas en la mansión Farquhar durante la década de los cuarenta.

—Bueno, creo que, en general, ha ido bastante bien.

McLean, que estaba hablando con el enésimo amigo de su abuela condenado a una silla de ruedas, cuyo nombre había olvidado nada más oírlo, se irguió y se encontró con Jonas Carstairs. El abogado llevaba un vaso grande de whisky en la mano y bebió un largo trago.

—¿Quizá ha sobrestimado el número de asistentes? —preguntó McLean.

Por el rostro de Carstairs cruzó algo parecido a una mirada angustiada. Echó un vistazo por encima de su hombro y, por algún incomprensible motivo, McLean tuvo la sensación de que el abogado estaba buscando a alguien más que calculando el número de asistentes. Como si hubiera estado esperando a alguien que no se había presentado.

—Nunca es fácil calcular estas cosas —dijo Carstairs, y bebió otro trago de su vaso.

—¿Estaba buscando a alguien en concreto?

—A veces se me olvida que aquel jovencito se ha convertido en un inspector de policía —respondió Carstairs con una sonrisa amarga—. Pensaba en una persona que podría haber venido… Bueno, seguramente no lo sabe.

—¿Alguien a quien yo conozca?

—Oh, lo dudo. Era alguien a quien tu abuela conoció antes de casarse con tu abuelo. Estaban muy unidos —dijo el abogado, moviendo la cabeza—, pero supongo que ya murió hace mucho.

McLean estaba a punto de preguntar el nombre de aquel viejo amigo, pero en aquel preciso instante se le ocurrió otra pregunta.

—¿Ha trabajado alguna vez para la Banca Farquhar?

Carstairs se atragantó con su whisky.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Ah, es por un caso en el que estoy trabajando. Intento averiguar quién vivía en la mansión Farquhar a finales de la segunda guerra mundial.

—Bueno, eso es fácil: el viejo Farquhar. Menzies Farquhar. Fundó el banco hacia finales de siglo. Yo conocía a su hijo, Bertie, igual has oído hablar de él.

McLean negó con la cabeza.

—No me suena.

—Ya ni me acuerdo de cuándo fue eso. Antes de que tú nacieras, claro. Pobre Bertie —dijo Carstairs, negando con la cabeza—. O quizá debería decir pobre y estúpido Bertie. Estrelló su coche contra una parada de autobús y mató a media docena de personas. Creo que a la familia le hubiera ido mucho peor si Bertie no hubiera tenido el detalle de matarse también en el accidente. El viejo Farquhar ya no volvió a ser el mismo desde aquel día. Cerró la mansión y se fue a vivir a la casa que tenía en la región de Borders. Y, que yo sepa, la vivienda sigue vacía desde entonces.

—Pero no por mucho tiempo. La ha comprado un promotor inmobiliario que piensa convertirla en un edificio de apartamentos de lujo, o algo así.

—¿En serio?

Carstairs se dispuso a beber otro trago de su whisky y fue entonces cuando se dio cuenta de que ya se lo había terminado. Dejó cuidadosamente el vaso en una mesa próxima, cogió el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo delantero de la chaqueta y se secó los labios.

—¿Y quién iba a querer hacer algo así? Vaya, no es que tenga una ubicación precisamente envidiable.

—No, la verdad es que no.

—¿Señor Carstairs? ¿Señor?

McLean se volvió y vio tras él, a una distancia prudencial, a un hombre vestido con traje oscuro que tenía la mirada clavada en el abogado.

—¿No puede usted esperar, Forster?

—Me temo que no, señor. Dijo usted que lo avisara si se ponía en contacto.

Carstairs se irguió de repente y una mirada angustiada, como la de un cervatillo asustado, cruzó su rostro. Recobró rápidamente la compostura, pero no tanto como para que McLean no hubiese advertido el gesto.

—¿Ha surgido algo?

—En el despacho.

Carstairs se dio una palmadita en la chaqueta del traje, como si estuviera buscando algo; luego vio el vaso vacío en la mesa que tenía al lado y lo cogió como si quisiera apurar su copa. Solo entonces pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—Un cliente muy importante. Lo siento, Tony, pero me tengo que ir.

—No se preocupe. Le agradezco muchísimo que haya venido, después de lo mucho que ha trabajado para organizarlo todo.

McLean extendió una mano para estrechar la de Carstairs.

—Me gustaría mucho charlar un poco más con usted. Es obvio que conocía a mi abuela mucho mejor que yo. ¿Puedo llamarlo un día de estos?

—Desde luego, Tony, cuando quieras. Ya tienes mi número.

Carstairs le sonrió al pronunciar aquellas palabras, pero mientras el abogado se alejaba, McLean no pudo evitar la sensación de que, en realidad, Carstairs no lo había dicho en serio.