21

El sábado tendría que haber sido su día libre. Tampoco es que hubiera hecho planes, pero fuese lo que fuera lo que tenía pensado hacer ese día, estar a las ocho y media de la mañana en su despacho no era, precisamente, una de sus prioridades. Y menos después de haber dormido solo cuatro horas. McLean clicó en las imágenes digitales del escenario del caso Stewart que tenía en su ordenador. Quería imprimirlas, porque era imposible trabajar en una pantalla tan pequeña. Las seleccionó todas y las envió a la impresora compartida que estaba en el pasillo, con la esperanza de que, por una vez, tuviera suficiente papel y tinta.

Por suerte, su piso estaba vacío cuando había regresado la noche anterior, después de haber caminado casi tres kilómetros desde el apartamento de Buchan Stewart. No era que no le agradara la compañía, pero prefería perderse entre una multitud. El contacto directo con alguien, sin el apoyo de su yo profesional, era algo que se le antojaba demasiado cargado de posibilidades y dificultades, tantas que no le resultaba verdaderamente satisfactorio. Aunque acabara de volver de un atroz escenario del crimen, prefería su propia compañía. Solo él y sus fantasmas.

—Ah, Tony. Esperaba verte esta mañana.

Sobresaltado, McLean levantó la mirada y vio a Jane McIntyre, que se acercaba por el corredor hacia él. El uniforme no le sentaba muy bien, y McLean se preguntó vagamente si la comisaria en jefe habría engordado.

—¿Señora?

—Anoche se hizo cargo del caso Stewart, gracias.

La comisaria se colocó a su lado y siguieron andando juntos.

—Me preguntaba por qué no había nadie más que pudiera encargarse.

—Ah, ya. Bueno, el comisario Duguid quería el caso, pero en cuanto supe de qué se trataba, tuve que insistir para que se lo pasara a otra persona.

—¿Por qué?

—Buchan Stewart es… era su tío.

—Ah.

—Así que tendría que sentirse halagado de que lo eligiera a usted para llevar la investigación. Ya sé que usted y él no siempre se llevan bien.

—Es una forma muy suave de decirlo, señora.

—Bueno, en mi trabajo es imprescindible tener tacto. Y también tengo que asegurarme de que mis oficiales superiores pueden trabajar juntos. Haga un buen trabajo con este caso, Tony, y le aseguro que Dagwood dejará a un lado lo que tiene contra usted, sea lo que sea.

Era la primera vez que McLean oía a McIntyre referirse al comisario por su apodo. Sonrió ante el intento de la comisaria de ponerse de su parte, pero lo cierto era que no había entendido en absoluto la naturaleza de la animadversión entre Duguid y él. A McLean le caía mal Duguid porque el comisario era un pésimo investigador. Y a Duguid no le caía bien él porque lo sabía.

—Bueno, ¿qué tenemos hasta ahora? —le preguntó McIntyre.

—La verdad es que aún es pronto, pero me decanto hacia los celos como móvil. No ha desaparecido nada que sepamos, por lo que no se trata de un robo. Y Stewart estaba desnudo, lo cual hace pensar que quizá esperaba mantener relaciones sexuales. Era homosexual y, según parece, podría haber conocido recientemente a un nuevo amante. En mi opinión, ese podría ser nuestro principal sospechoso. Si tuviera que decir algo, diría que se trata de un hombre más joven, tal vez considerablemente más joven.

—¿Algún testigo? ¿Cámaras de seguridad?

—Ningún vecino del edificio vio nada. Tengo al agente MacBride comprobando las cintas de anoche, pero las imágenes no son muy claras. Espero que podamos ajustar un poco la búsqueda cuando el patólogo forense nos proporcione una hora de la muerte más exacta.

—¿Y qué hay del hombre que hizo la llamada?

—Timothy Garner. Vive en el apartamento de al lado. Hace años que es socio de Stewart, tanto en el terreno profesional como en el… eh, personal.

—¿Puede haber sido él?

—No lo creo. No me parece que sea de esa clase de casos. Se supone que tiene que venir hoy por la mañana para hacer una declaración, pero estaba pensando en acercarme a su casa para interrogarlo. Creo que se sentirá más cómodo allí.

—Buena idea. De esa forma, llamaremos menos la atención, cosa que sin duda agradecerá el comisario Duguid —dijo McIntyre, guiñando un ojo cómplice a McLean—. ¿Lo ve, Tony? Si uno se esfuerza, no es tan difícil resultar diplomático.

Bajo la intensa luz diurna que se colaba por la claraboya del techo, las manchas de sangre de la escalera parecían algo más claras y bastante menos inquietantes. Un agente montaba guardia delante del apartamento de Stewart. Parecía muerto de aburrimiento, pero se despabiló rápidamente al ver al inspector subir por la escalera. Tras él apareció la agente Kydd, que un día más le hacía las veces de chófer.

—¿Ha entrado o salido alguien, Don? —preguntó McLean.

—Ni un alma, señor.

—Bien.

McLean llamó con suavidad a la puerta del apartamento de Garner.

—¿Señor Garner? Soy el inspector McLean.

No respondió nadie. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

—¿Señor Garner?

McLean se volvió de nuevo hacia el agente de guardia.

—No ha salido, ¿verdad?

—No, señor. Llevo aquí desde las nueve y nadie se ha movido desde esa hora. Phil…, o sea, el agente Patterson, estaba de guardia antes que yo y ha dicho que esto ha estado más tranquilo que un cementerio.

McLean llamó una vez más y luego giró el pomo. La puerta se abrió con un chasquido y dejó a la vista una antesala en penumbra.

—¿Señor Garner?

McLean notó un escalofrío. ¿Y si el pobre anciano se había muerto de un ataque al corazón? Se volvió hacia la agente Kydd.

—Venga conmigo —le dijo al tiempo que entraba.

En el apartamento reinaba el silencio, interrumpido tan solo por el tictac de un antiguo reloj de pie, que estaba en el recibidor. Mientras McLean se dirigía al salón donde había interrogado a Garner aquella misma madrugada, la agente Kydd se alejó por un estrecho pasillo que, según dedujo McLean, conducía a la cocina. El anciano no estaba en el sillón donde lo habían dejado la noche anterior, ni tampoco en su estudio, al cual llegó McLean al abrir la siguiente puerta que daba a la antesala. La estancia se hallaba limpia y ordenada. Sobre el escritorio no había nada, a excepción de una lámpara de pantalla verde, como las de las bibliotecas, que estaba encendida y enfocada hacia abajo, de modo que iluminara una única hoja de papel.

McLean cruzó rápidamente la habitación, con la mente convertida en un torbellino de ideas. Se inclinó y leyó lo que aparecía escrito en el papel con una elegante caligrafía.

He matado a mi alma gemela, mi amante y amigo. No quería hacerlo, pero el destino así lo ha dispuesto. Ya no podía seguir viviendo con él, pero ahora me doy cuenta de que tampoco puedo vivir sin él. A quien encuentre esta nota

En el silencio del apartamento, McLean oyó un grito entrecortado y abandonó apresuradamente el estudio.

—¿Agente?

—¡Aquí, señor!

McLean cruzó corriendo la antesala y enfiló el estrecho pasillo, aunque ya sabía lo que iba a encontrar. La agente Kydd estaba junto a la puerta del cuarto de baño, pálida, mirando algo fijamente. McLean la apartó a un lado con suavidad y entró.

Timothy Garner se había dado un baño, tal como había dicho. Y luego se había cortado las venas con una cuchilla.