Timothy Garner parecía frágil y tembloroso. Su piel tenía ese aspecto translúcido que solo se ve en las personas muy mayores, como si un papel de arroz les recubriera los músculos amarillentos y las venas azules. La agente Kydd estaba sentada junto a él en su apartamento y, cuando el inspector entró en la habitación, le lanzó una mirada esperanzada. McLean se había quedado allí hasta que los empleados de la funeraria habían trasladado el cadáver de Buchan Stewart a la morgue, y hasta que los agentes de la policía científica habían recogido sus cosas y se habían marchado, llevándose todos sus contenedores. Alguien se lo iba a pasar en grande. El sargento Houseman estaba organizando un grupo de seis agentes uniformados para que entrevistaran a los vecinos de las plantas inferiores, con lo cual a McLean solo le quedaba el testigo que había informado sobre el suceso.
—Señor Garner, soy el inspector de policía McLean.
Le mostró su placa, pero el anciano ni siquiera se molestó en mirar. Estaba contemplando el vacío, mientras alisaba lentamente las arrugas que la bata le formaba sobre los muslos.
—¿Cree que podría usted conseguirnos una taza de té, agente?
—Señor.
La agente se levantó de golpe, como si alguien le hubiera clavado un tenedor en el trasero, y salió disparada de la habitación. Sin duda, la compañía del señor Garner no le resultaba especialmente agradable. McLean se sentó junto al hombre, en la misma silla que había ocupado la agente.
—Señor Garner, tengo que hacerle algunas preguntas. Puedo regresar más tarde, pero es mejor que lo hagamos ahora, que tiene los recuerdos más frescos.
El anciano, sin embargo, siguió sin responder ni levantar la mirada. Se limitó a seguir alisando las arrugas de la bata sobre los muslos, muy despacio. McLean alargó una mano y apoyó los dedos sobre el dorso de una de las manos de Garner, para detener sus movimientos. El contacto, al parecer, lo hizo salir del trance en el que se había sumido. Echó un vistazo a su alrededor y, poco a poco, concentró la mirada en el inspector. Tenía los párpados hinchados y arrugados, y los ojos bañados en lágrimas.
—Lo llamé «cabrón mentiroso». Eso fue lo último que le dije.
Tenía una voz fina y aguda, y hablaba con un dulce acento de Morningside que no encajaba con la palabrota que acababa de pronunciar.
—Señor Garner, ¿conocía usted bien al señor Stewart?
—Oh, sí. Buchan y yo nos conocimos en los años cincuenta, ¿sabe? Y, desde entonces, hemos trabajado juntos.
—¿En qué trabajaban ustedes, señor Garner?
—Antigüedades, arte. Buchan tiene muy buen ojo, inspector. Sabe reconocer el talento y siempre parece adivinar las tendencias del mercado.
—Eso he pensado al ver su apartamento.
McLean echó un vistazo al salón de Garner. Estaba bien amueblado, pero no con tanta opulencia como el de su socio.
—¿Y usted, señor Garner? ¿Qué aportaba usted a esa relación?
—Los hombres brillantes necesitan un complemento, inspector, y Buchan Stewart es un hombre brillante. —Garner tragó saliva y su prominente nuez subió y bajó por una garganta fina y nervuda—. O debería decir que era un hombre brillante.
—¿Puede decirme usted por qué discutieron?
—Buchan me estaba ocultando algo, inspector. De eso no tengo la menor duda. Solo durante estos últimos días, pero lo conocía lo suficiente para notarlo.
—Y usted cree que lo estaba engañando. ¿En qué? ¿Había montado un negocio con algún otro hombre?
—Podríamos decirlo así, inspector. Estoy bastante seguro de que había otro hombre de por medio.
—¿Tal vez el hombre que lo mató?
—No lo sé. Puede.
—¿Vio usted a ese hombre?
—No.
Garner movió la cabeza de un lado a otro, como si quisiera poner énfasis en la respuesta, pero su tono de voz era vacilante. McLean guardó silencio y permitió que las dudas hicieran su trabajo.
—No espero que lo entienda usted, inspector. Aún es joven. Puede que cuando sea usted tan viejo como yo entienda a qué me refiero. Buchan era algo más que un socio. Él y yo éramos…
—¿Amantes? No es ningún delito, señor Garner. Ya no.
—Lo sé, pero se sigue considerando una vergüenza, ¿no cree? Sigue habiendo gente que te mira mal por la calle. Soy un hombre reservado, señor. Me lo guardo todo. Y ya soy demasiado viejo como para que me interese el sexo. Creía que a Buchan le pasaba lo mismo.
—Pero ahora cree que se estaba viendo con otra persona, ¿no? ¿Otro hombre?
—Estaba convencido. ¿Por qué, si no, se iba a mostrar tan misterioso? ¿Por qué iba a perder los estribos y por qué iba a querer que me alejase de él?
McLean no dijo nada durante unos instantes. En el silencio que siguió pudo oír el silbido de una tetera hirviendo y el tintineo de una cucharilla al chocar con la porcelana.
—Cuénteme qué ha ocurrido esta noche, señor Garner. ¿Cómo ha encontrado al señor Stewart?
El anciano guardó silencio. Inició de nuevo el movimiento rítmico de las manos, pero acabó cerrando los puños para impedírselo a sí mismo.
—Tuvimos una pelea. Esta tarde. Buchan quería que me fuera un par de semanas. En Nueva York se celebra una feria de arte muy importante y él pensaba que me sentaría bien ir. Ya lo tenía todo organizado: billetes, hotel… Todo. Pero yo me jubilé del negocio hace años. Le dije que no me sentía con fuerzas para viajar tan lejos, y menos aún acudir a una subasta cuando llegara allí. Le dije que prefería quedarme y que fuera él. Siempre ha tenido mucha más energía que yo.
—Así que discutieron. Pero luego usted regresó a su apartamento para hablar con él, ¿no es cierto?
McLean se había dado cuenta de que el anciano estaba empezando a irse por las ramas, de modo que trató de guiarlo de nuevo hacia el tema, con suavidad.
—¿Qué? Ah, sí. Debían de ser las nueve, puede que las nueve y cuarto. No me gusta dejar las discusiones a medias, y le había dicho cosas un poco fuertes, así que pensé ir a su apartamento para disculparme. A veces nos quedamos despiertos hasta tarde, nos tomamos un brandy y charlamos de la vida. Tengo llave de su apartamento, de modo que entrar no era un problema. Pero no me hizo falta: la puerta estaba abierta de par en par. Olía muy mal, como a cloaca. Así que entré y… Dios.
Garner empezó a sollozar. La agente Kydd eligió precisamente ese momento para regresar cargada con una bandeja en la que llevaba tres tazas de porcelana y una tetera.
—Ya sé que es duro, señor Garner, pero intente recordar y dígame qué vio. Si le sirve de consuelo, decirlo en voz alta ayuda a veces a superar el trauma.
El anciano se sorbió la nariz, aceptó una taza con manos temblorosas y bebió un sorbito de té con leche.
—Estaba allí sentado, desnudo. Pensé que estaba masturbándose o algo, pero no entendía por qué estaba tan quieto, ni por qué miraba hacia el techo. Y luego vi la sangre. No sé cómo no me di cuenta antes, si había sangre por todas partes…
—¿Qué hizo usted entonces, señor Garner? ¿Intentó ayudar al señor Stewart?
—¿Qué? Ah, sí… Es decir, no. Me acerqué a él, pero vi que estaba muerto. Entonces llamé al 999, creo. Y lo siguiente que recuerdo es que la policía ya estaba aquí.
—¿Tocó usted algo? Aparte del teléfono, quiero decir.
—Pues… Pues creo que no. ¿Por qué?
—¿Recuerda a la agente que ha venido antes a verlo? Le ha tomado las huellas dactilares, de manera que podamos separarlas de las que encontremos en el apartamento del señor Stewart. Nos resultaría muy útil saber dónde estuvo usted.
McLean se acercó la taza a los labios. Garner hizo lo mismo y bebió un largo sorbo. El anciano se estremeció cuando el té caliente le bajó por la garganta. Cada vez que tragaba, su prominente nuez subía y bajaba. Siguieron sentados en silencio durante un rato, hasta que McLean dejó de nuevo su taza sobre la bandeja. Se fijó en que la agente Kydd ni siquiera había tocado la suya.
—Tendrá usted que venir a comisaría para hacer una declaración, señor Garner. No, ahora no, podemos esperar hasta mañana —se apresuró a añadir cuando el anciano hizo ademán de ponerse en pie—. Enviaré un coche a recogerle y luego lo acompañará de nuevo a casa. ¿Le va bien a las diez?
—Sí, sí. Desde luego. Antes, si quiere. No creo que consiga dormir mucho esta noche.
—¿Desea que llamemos a alguien para que le haga compañía? Supongo que podemos prescindir de un agente.
McLean se volvió a mirar a la agente Kydd, que lo fulminó con la mirada.
—No, estaré bien, no se preocupe.
Garner apoyó de nuevo las manos en los muslos, pero solo para poder levantarse del sillón.
—Creo que voy a darme un baño. Normalmente, me ayuda a dormir.
—Gracias. Nos ha sido usted de gran utilidad.
McLean se puso en pie con bastante más agilidad y le tendió una mano al hombre.
—Habrá un agente de guardia durante toda la noche delante del apartamento del señor Stewart. Si necesita usted algo, hágaselo saber y contactará por radio con la comisaría.
—Muchas gracias, inspector. Es usted muy amable.
El descansillo ante la puerta del apartamento del señor Garner estaba muy tranquilo. La puerta de enfrente seguía abierta, pero no se veía a nadie dentro. McLean bajó pesadamente la escalera y salió del edificio, donde unos cuantos agentes de uniforme seguían muy ocupados. Se acercó al sargento Houseman, que controlaba la barrera policial al otro lado de la verja. La furgoneta de la policía científica ya había desaparecido hacía rato.
—¿Cómo le va con el resto de los vecinos?
Andy el Grandullón sacó su cuaderno de notas.
—La mayoría de los pisos están vacíos. Son propiedad de una empresa que se los alquila a ejecutivos extranjeros y todo eso. En la planta baja hay dos apartamentos, pero nadie oyó nada hasta que llegamos nosotros. También hay un apartamento en el sótano. El dueño ha llegado a casa con su novia hará una media hora y se ha puesto bastante violento cuando le hemos dicho que no podía entrar sin escolta policial. Resultado: el sargento Gordon con la nariz ensangrentada y el señor Cartwright a pasar una temporada a la sombra.
—¿Por embriaguez y alteración del orden público?
—Por posesión, señor. Con ánimo de traficar, probablemente. A ver, si un tío lleva encima medio kilo de hachís, lo normal es que se mantenga alejado de la policía, ¿no?
—Sí, supongo. Por cierto, tenía razón.
—¿Ah, sí? ¿En qué?
—En lo de Buchan Stewart y Timothy Garner. Una relación extraña, sin embargo. Vivían en apartamentos separados, pero uno enfrente del otro.
—El mundo está lleno de gente muy rara, señor. A veces pienso que yo soy la única persona normal.
—Eso es verdad, Andy.
McLean consultó su reloj: eran casi las dos de la madrugada.
—Bueno, creo que aquí ya no podemos hacer gran cosa esta noche. Deje a dos hombres de guardia. Tenemos un testigo potencial, no quiero que nuestro asesino vuelva para intentar silenciarlo.
—Entonces ¿no cree usted que Garner pueda ser sospechoso?
—No, a menos que sea también un excelente actor. Mi instinto me dice que esto es algo más que una riña entre amantes que ha acabado de mala manera, pero Garner no está en condiciones de ser interrogado esta noche. Y supongo que tampoco le sentaría muy bien pasar la noche en los calabozos. —McLean levantó la mirada hacia las ventanas del apartamento, que proyectaban luz—. No creo que tenga prisa por ir a ninguna parte. Será mejor que se tranquilice un poco, ya hablaré con él por la mañana. Y dígale al agente al que le toque quedarse de guardia que Garner está en casa. Que si quiere ir a algún sitio, le enviaremos a alguien para que lo acompañe, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, señor.
Andy el Grandullón se alejó pesadamente, gritando órdenes a los pocos agentes que aún quedaban en el escenario del crimen. McLean regresó junto a la agente Kydd, que reprimió un bostezo.
—Creía que trabajaba en el turno de día.
—Y así es.
—Entonces ¿cómo es que le han asignado este servicio?
—Estaba utilizando una de las salas de interrogatorios para estudiar, señor. Mis padres no son precisamente personas tranquilas. Y en viernes por la noche, más me vale irme a otra parte si quiero un poco de paz.
—Vale, a ver si lo adivino: Duguid la ha encontrado y la ha enviado a recogerme. ¿Tiene idea de por qué no podía venir él?
—No sabría qué decirle, señor.
McLean se contuvo y decidió no hacerle más preguntas a la agente. Al fin y al cabo, ella no tenía la culpa de que les hubiesen estropeado la noche a ambos. Ya descubriría, tarde o temprano, por qué le habían pasado el caso a él.
—Bueno, pues váyase a casa y duerma un poco. Y no se preocupe si mañana llega un poco tarde. Ya lo arreglaré yo con el sargento de recepción y reorganizaré los turnos.
—Gracias, señor —respondió la agente con una débil sonrisa—. ¿Quiere que lo lleve a casa?
—No, gracias.
McLean contempló High Street. A pesar de que era tardísimo, aún había gente por la calle: juerguistas que volvían a casa después de una noche en el pub, gente que salía de las discotecas, kebabs y hamburgueserías que hacían su agosto… La ciudad no dormía nunca, al parecer. Y allí fuera, en alguna parte, andaba suelto un asesino con las manos manchadas de sangre. Un asesino que le había cortado una parte del cuerpo a su víctima y se la había introducido en la boca antes de irse. Lo mismo que en el caso de Barnaby Smythe. ¿Un imitador? ¿Una coincidencia? Necesitaba tiempo, aire y distancia para poder pensar en todo el asunto.
—Creo que iré a pie.