El Western General Hospital olía a enfermedad. A esa mezcla de desinfectante, aire viciado y fluidos corporales que se pegaba a la ropa si uno pasaba más de diez minutos allí dentro. Las enfermeras de recepción lo reconocieron, sonrieron y lo dejaron pasar sin pronunciar palabra. Una de ellas se llamaba Barbara y la otra Heather, pero que lo matasen si recordaba quién era quién. Nunca parecían separarse lo bastante como para averiguarlo, y, por otro lado, echar un vistazo a la minúscula placa de identificación que llevaban sobre el pecho le resultaba incómodo.
McLean recorrió los desiertos pasillos todo lo discretamente que le permitía el chirriante suelo de linóleo. Se cruzó con hombres que arrastraban los pies, vestidos con brevísimas batas de hospital, y se aferraban con garras artríticas a los soportes de sus goteros, provistos de ruedas; con atareadas enfermeras que correteaban de una emergencia a otra; con jóvenes y pálidos médicos que parecían a punto de desmayarse de agotamiento. Pero hacía tanto tiempo que frecuentaba el hospital que ya nada de todo aquello lo sorprendía.
La sala que buscaba estaba en un rincón muy tranquilo del hospital, apartada del ajetreo y el movimiento. Era una habitación bonita, provista de ventanas que daban al estuario del Forth y al concejo de Fife. En realidad a McLean eso le parecía una estupidez, pues aquel lugar era más adecuado para pacientes que se estuvieran recuperando de alguna operación importante. Pero era el hogar de los pacientes a los que no podían importarles menos las vistas y la tranquilidad. Colocó un extintor para que la puerta no se cerrara y dejara pasar en parte el lejano murmullo de la actividad del hospital, y luego se sumergió en la penumbra.
Su abuela yacía recostada sobre varias almohadas, con los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo. Varios cables le conectaban la cabeza a un monitor, que emitía un pitido lento y constante. A través de un único tubo, le entraba un líquido claro en el brazo arrugado y cubierto de manchas propias de la vejez y, sujeto a un dedo atrofiado, llevaba un fino monitor de frecuencia cardíaca. McLean acercó una silla y se sentó. Le cogió a su abuela la mano libre y contempló su rostro, en otros tiempos altivo y lleno de vida.
—He visto a Angus hace un rato. Me ha preguntado por ti.
Le habló en voz baja, pues ya no estaba seguro de que ella pudiera oírlo. Tenía la mano fría, a la misma temperatura de la habitación. Aparte del movimiento del pecho, que le subía y bajaba de forma mecánica, la mujer estaba completamente inmóvil.
—¿Cuánto hace ya que estás aquí? Dieciocho meses, ¿no?
Desde la última vez que la había visto parecía tener las mejillas más hundidas. Alguien le había cortado el pelo con muy poca gracia, cosa que le daba al cráneo un aire aún más esquelético.
—Hasta hace poco pensaba que un día te despertarías y que todo volvería a ser como antes, pero ahora ya no estoy tan seguro. ¿Para qué te ibas a despertar?
Su abuela no respondió. Hacía más de un año y medio que no oía su voz. Concretamente, desde aquella tarde en que ella lo había telefoneado para decirle que no se encontraba bien. McLean recordó la ambulancia, los enfermeros, el momento en que había cerrado con llave aquella casa vacía… Sin embargo, no recordaba el rostro de su abuela cuando la había encontrado inconsciente en un sillón, junto al fuego. Los meses la habían ido consumiendo, y él la había visto marchitarse, convertirse en una mera sombra de la mujer que lo había criado desde los cuatro años.
—Por favor…, pero ¿quién ha hecho esto?
McLean se volvió, sobresaltado. Vio a una enfermera junto a la puerta, tratando de retirar el extintor. La mujer entró, aturullada, echó un vistazo a su alrededor y finalmente lo vio.
—Ah, señor McLean. Lo siento mucho, no lo había visto.
Tenía un ligero acento de las Hébridas Exteriores y un rostro de piel clara coronado por una melena de rabioso pelo rojo. Llevaba el uniforme de las enfermeras de sala. McLean estaba convencido de saber cómo se llamaba. Jane o Jenny, o algo así. Creía conocer el nombre de casi todas las enfermeras del hospital, ya fuera por su trabajo o por sus frecuentes visitas a aquella tranquila sala. Pero en aquel momento, mientras la mujer lo observaba, no consiguió recordar el suyo.
—No pasa nada —dijo al tiempo que se ponía en pie—. Ya me iba.
Se volvió hacia la figura comatosa y soltó su fría mano.
—Volveré pronto a visitarte, abuela. Te lo prometo.
—¿Sabe que es usted la única persona que viene de visita regularmente? —le dijo la enfermera.
McLean echó un vistazo a su alrededor y se fijó en los ocupantes silenciosos e inmóviles de las otras camas. En cierta manera, le parecía escalofriante. Como si estuvieran haciendo cola para entrar en la morgue. Esperando pacientemente la llegada de la Parca.
—¿No tienen familia? —preguntó, señalando con la cabeza a los demás pacientes.
—Sí, claro, pero no vienen a verlos. Bueno, al principio sí. A veces, incluso a diario durante una o dos semanas, puede que un mes. Pero con el tiempo las visitas se van espaciando más y más. Ese de ahí, el señor Smith, no recibe ningún visitante desde mayo. Y usted, en cambio, viene todas las semanas.
—No tiene a nadie más.
—Ya, pero aun así… No todo el mundo haría lo que usted hace.
McLean no supo qué responder. Sí, iba a visitarla siempre que podía, pero nunca se quedaba mucho tiempo. A diferencia de su abuela, que estaba condenada a pasar el resto de sus días en aquel silencioso infierno.
—Me tengo que ir —dijo, y empezó a dirigirse hacia la puerta—. Siento lo del extintor. —Se detuvo para recogerlo y volver a colgarlo en su gancho—. Y muchas gracias.
—¿Por qué?
—Por cuidar de ella. Creo que usted le habría caído bien.
El taxi lo dejó delante del camino de entrada. McLean disfrutó un poco del fresco de la noche, mientras contemplaba cómo el humo del tubo de escape se iba disipando hasta desaparecer. Un gato solitario cruzó tranquilamente la calle, a unos veinte metros de él, y luego se detuvo de repente, como si se hubiera dado cuenta de que alguien lo estaba observando. Movió de un lado a otro la esbelta cabeza y escudriñó las inmediaciones con una mirada penetrante, hasta que descubrió a McLean. Una vez detectada y analizada la supuesta amenaza, se sentó en mitad de la calle y empezó a lamerse una pata.
McLean se apoyó en el más cercano de una hilera de árboles que surgían de entre las losas del suelo como si el mundo estuviera a punto de acabarse y observó. Era una calle por lo general bastante tranquila, pero a aquellas horas estaba prácticamente en silencio. Solo el lejano murmullo de la ciudad recordaba que la vida seguía. A lo lejos se oyó el chillido de algún animal, y el gato dejó de lamerse la pata. Se volvió hacia McLean para averiguar si era él quien había emitido aquel sonido y luego se alejó correteando, para después saltar sin aparente esfuerzo el muro de un jardín cercano y desaparecer al otro lado.
McLean se volvió de nuevo hacia el camino de entrada y contempló la fachada lisa de la casa de su abuela. Se fijó en las ventanas, oscuras y tan vacías como el rostro consumido por el coma de la anciana. Ojos cerrados con contraventanas para no ver la noche más oscura. Ir de visita al hospital era una tarea que acometía de buen grado, pero ir allí se le antojaba más bien una obligación. La casa en la que se había criado ya no existía, pues la vida se le había ido escapando igual que se le había escapado a su abuela, hasta que no había quedado más que un montón de huesos de piedra y unos cuantos recuerdos rancios. Deseó a medias que volviera el gato, pues en aquel momento ansiaba cualquier compañía. Sin embargo, sabía que todo aquello solo era una excusa: había ido allí para cumplir con una tarea y más le valía ponerse manos a la obra.
En el recibidor se acumulaba el correo publicitario de toda una semana. McLean lo recogió y lo llevó a la biblioteca. La mayoría de los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas, lo cual le daba a la casa un aire aún más fantasmal, pero el escritorio de su abuela seguía descubierto. Comprobó el contestador por si había algún mensaje y borró, sin molestarse en escucharlas, las ofertas de venta telefónica. En realidad, lo mejor sería desconectar el contestador, pero nunca se sabía, tal vez algún antiguo amigo de la familia intentara contactar con su abuela. El correo publicitario fue directamente a la papelera, que tendría que vaciar pronto. Encontró dos facturas y se dijo que debía enviarlas a los abogados que se ocupaban de los asuntos de su abuela. Luego, el recorrido de rigor por la casa y ya podría irse. Tal vez hasta consiguiera dormir un poco.
A McLean nunca le había dado miedo la oscuridad. Tal vez porque los monstruos ya le habían hecho una visita cuando tenía cuatro años, para llevarse a sus padres. Le había sucedido lo peor que podía sucederle a un niño, y había sobrevivido. Desde entonces, la oscuridad no había vuelto a darle ningún miedo. Y, sin embargo, allí estaba, encendiendo las luces para no tener que cruzar ninguna habitación a oscuras. La casa era grande, mucho más grande de lo que necesitaba una anciana. Casi todas las casas del barrio se habían convertido, con el tiempo, en edificios de al menos dos apartamentos, pero aquella resistía y conservaba un jardín vallado considerablemente grande. A saber lo que valdría una casa así… A la larga tendría que ocuparse de ese asunto, a menos que su abuela se lo hubiera dejado todo a alguna entidad benéfica consagrada al bienestar de los gatos. Tampoco lo sorprendería… Decididamente, sería típico de ella.
Se detuvo, con una mano levantada para darle al interruptor de la luz, y se dio cuenta de que aquella era la primera vez que pensaba en las consecuencias de la muerte de su abuela. En la posibilidad de que muriera. Sí, era algo que siempre había estado ahí, acechando en algún rincón de su mente, pero durante todos aquellos meses en que había ido a visitarla al hospital, siempre lo había hecho con la esperanza de que a la larga su estado mejorara en algún sentido. Ese día, sin embargo, había aceptado, por el motivo que fuera, que no iba a suceder tal cosa. La idea se le antojó triste y, al mismo tiempo, extrañamente reconfortante.
Y entonces se dio cuenta de dónde estaba.
El dormitorio de su abuela no era el más amplio de la casa, pero aun así seguía siendo probablemente más grande que el piso que McLean tenía en Newington. Entró en la habitación y pasó una mano sobre la cama, hecha todavía con las mismas sábanas en las que había dormido la noche antes de sufrir el derrame. Abrió armarios repletos de ropa que su abuela ya nunca volvería a ponerse y luego cruzó la habitación hasta el tocador, frente al cual había una silla en cuyo respaldo descansaba una bata de seda. El cepillo, colocado sobre el tocador con las cerdas hacia arriba, aún conservaba algunos mechones de pelo, largos filamentos blancos que brillaban bajo la intensa luz amarillenta que se reflejaba en un espejo muy antiguo. A un lado del tocador, perfectamente colocados sobre una bandejita plateada, vio varios frascos de perfume; al otro lado, un par de fotografías con sus recargados marcos. Aquel era el espacio más íntimo de su abuela. Había estado allí antes, claro, cuando de niño ella lo mandaba a buscar algo o cuando se colaba en el cuarto de baño para birlar una pastilla de jabón, pero nunca había pasado demasiado tiempo allí dentro, nunca se había fijado de verdad en la habitación. El hecho de estar en aquel espacio le hizo sentir un tanto incómodo, pero en cierto modo también lo fascinó.
El tocador era el verdadero punto central del dormitorio, más incluso que la cama. Allí era donde su abuela se preparaba para enfrentarse al mundo exterior, de modo que se alegró de ver que en una de las fotografías aparecía él. Recordaba muy bien cuándo se la habían hecho: el día en que se había graduado en la Academia de Policía de Tulliallan. Sin duda era el día que había llevado más limpio el uniforme. Agente de policía McLean, claramente destinado a un ascenso rápido, pero aun así obligado a patearse las calles igual que cualquier otro poli.
En la otra foto aparecían sus padres, el día de su boda. Si uno comparaba ambas imágenes, resultaba obvio que McLean se parecía sobre todo a su padre. Los dos debían de tener aproximadamente la misma edad cuando les habían hecho aquellas fotos y, de no ser por la diferencia en la calidad del papel, incluso podrían haber pasado por hermanos. McLean contempló la imagen de sus padres largo rato. Apenas los había conocido, ya ni siquiera pensaba en ellos casi nunca.
Había otras fotografías repartidas por la habitación. Algunas colgaban de las paredes y otras descansaban, en sus marcos, sobre una cómoda ancha y baja que sin duda contenía ropa interior. Algunas de las imágenes eran de su abuelo, el adusto caballero cuyo retrato colgaba sobre la chimenea en el comedor de abajo, como si estuviera presidiendo la mesa. Las fotografías, una serie de saltos en blanco y negro, constituían un recorrido por la vida de aquel hombre, desde la juventud hasta la vejez. En otras imágenes aparecía su padre y luego, desde el momento en que había entrado a formar parte de la familia, también su madre. Vio también algunas fotografías de su abuela, por entonces una jovencita increíblemente hermosa vestida a la moda de los años treinta. En la última de las imágenes aparecía flanqueada por dos sonrientes caballeros, también vestidos según la moda de la época. Al fondo se veían las columnas del Monumento Nacional de Calton Hill. McLean contempló la fotografía durante unos instantes antes de comprender qué le inquietaba de aquella imagen. A la izquierda de su abuela se hallaba su abuelo, William McLean, que sin la menor duda era también el mismo hombre que aparecía en otras muchas fotografías. Pero el hombre que estaba a la derecha de su abuela, rodeándole la cintura con un brazo y sonriendo a la cámara como si el mundo entero le perteneciera, curiosamente era el que se parecía como dos gotas de agua a las fotos del flamante esposo y del agente de policía recién salido de la academia.