La agente Kydd permaneció en silencio mientras cruzaban la ciudad en coche, lo que hizo suponer a McLean que ella tampoco estaba de servicio esa noche. Pensó en preguntarle si disponía de más información además de lo que Duguid le había contado, pero percibía claramente el rencor que emanaba de ella, y no le apetecía ponerse en el punto de mira.
Por suerte, el lugar al que se dirigían estaba solo a unos pocos minutos del piso de McLean. Las luces de varios coches patrulla proyectaban destellos azules sobre los adoquines de la Royal Mile, justo enfrente de la catedral de Saint Giles, mientras que unos cuantos agentes uniformados trataban de mantener alejados a curiosos y juerguistas del viernes noche que pululaban por allí, ansiosos por ver qué estaba pasando. La agente aparcó en mitad de la calle acordonada, y McLean se dirigió a la furgoneta de la policía científica. El vehículo había entrado marcha atrás en la calle para acercarse lo máximo posible a un callejón situado entre los escaparates de dos comercios. La tenue iluminación permitía vislumbrar una hilera de contenedores de basura, situados tras una reja de seguridad, de hierro forjado, y una entrada. Un tramo de escalones de piedra, al otro lado de la entrada, conducía a la puerta de un bloque de pisos.
—¿Dónde está el comisario Duguid? —preguntó McLean, mientras le mostraba su placa a uno de los agentes que estaban colocando una cinta policial de color azul y blanco.
—Ni idea, señor. No lo he visto por aquí. Los de la policía científica y el médico forense ya están arriba —respondió el hombre, al tiempo que levantaba la vista y señalaba la parte alta de aquel edificio de cinco plantas.
«De puta madre», pensó McLean. Típico de Dagwood enviarlo a él a esas horas de la noche en lugar de mover su puñetero culo. Pasó a toda prisa junto a la furgoneta de la policía científica y entró en el callejón. Se disponía a entrar en el edificio cuando oyó una estridente voz, que se impuso al murmullo nocturno de la ciudad.
—¡Eh! ¿Dónde coño te crees que vas?
McLean se quedó inmóvil y, al volverse, vio a una figura vestida con un mono blanco que en ese momento salía del rincón más oscuro de la furgoneta de la policía científica. Cuando la figura entró en uno de los charcos de luz tenue, McLean reconoció a la señora —señorita, en realidad— Emma Baird. A su vez, la agente casi dejó caer al suelo la bolsa que llevaba.
—Ay, Dios. Lo siento, señor. No lo había reconocido.
—No pasa nada, Emma. Entiendo que aún no han terminado de analizar el escenario del crimen.
Qué estúpido había sido. Tendría que haberlo comprobado antes de entrar de esa manera.
—Por lo menos póngase un mono y unos guantes, señor. A los chicos no les va a hacer ninguna gracia tener que tomar muestras de la ropa de todo el mundo para ir descartando huellas.
Emma regresó a la furgoneta y cogió un paquete de color blanco. McLean se peleó con el mono para ponérselo. Luego se colocó unas fundas de color blanco sobre los zapatos y unos guantes de látex y, por último, siguió a la joven por una estrecha y sinuosa escalera.
La larga claraboya de cristal del tejado seguramente iluminaba de día el amplio descansillo que se encontraba en lo alto de la escalera. A aquellas horas, sin embargo, eran dos apliques los que iluminaban el lugar, cada uno de ellos situado junto a la puerta de uno de los dos apartamentos. Ambas puertas estaban abiertas, pero las manchas de sangre que se apreciaban en las paredes pintadas de blanco hacían imposible saber cuál de las dos era la correcta. McLean optó por seguir a la agente de la policía científica, pero Emma se detuvo frente a la puerta que estaba a punto de cruzar y señaló la otra.
—Huellas dactilares del testigo, para descartarlas, señor. El cadáver está ahí.
Sintiéndose como un imbécil por no saber nada acerca del escenario del crimen, o del crimen en sí, McLean le dio las gracias con un asentimiento, giró sobre sus talones y cruzó el descansillo. Oyó voces apagadas en el interior del apartamento y echó un vistazo desde la puerta. El sargento Andy Houseman estaba en el pasillo. No llevaba mono.
—Andy, ¿qué tiene para mí?
McLean se encogió cuando el fornido sargento dio un respingo, sobresaltado.
—¡Joder! ¡Casi me da un infarto!
El hombretón se volvió, descubrió quién era el recién llegado y se relajó.
—Gracias a Dios, por fin llega un investigador. Llevo por lo menos dos horas pegado a la puta radio.
—Bueno, a mí me han llamado hace veinte minutos, así que no me eche la culpa. Además, se suponía que este fin de semana lo tenía libre.
—Lo siento, señor. Es que… Bueno, es que llevo mucho rato aquí y, la verdad, no es un sitio muy agradable.
McLean echó un vistazo a la antesala del apartamento. La decoración era lujosa: la zona del salón estaba abarrotada de muebles antiguos y de las paredes colgaba una ecléctica mezcla de cuadros, más o menos todos de estilo moderno. Uno de los lienzos que estaban cerca le llamó la atención y lo observó con más detenimiento.
—Es un Picasso, señor. Bueno, o eso creo. Tampoco soy un experto.
—Muy bien, Andy. Supongamos que no sé absolutamente nada del crimen. Póngame al corriente.
—El agente Peters y yo estábamos patrullando por High Street cuando hemos recibido una llamada, señor. Debían de ser las nueve, más o menos. Allanamiento de morada y agresión con violencia. Nos hemos personado en esta dirección y hemos encontrado tanto la verja como la puerta del edificio abiertas. Hemos seguido la pista y hemos encontrado al anciano señor Garner en el descansillo de la última planta, en bata.
—¿El señor Garner?
—El vecino, señor. Él y el señor Stewart eran buenos amigos. Bueno, si quiere saber la verdad yo creo que eran algo más que amigos, pero tampoco es asunto mío, señor.
—¿El señor Stewart?
McLean se sintió como un completo idiota y maldijo a Duguid por haberlo metido en ese lío.
—La víctima, señor. Buchan Stewart. Está ahí.
El sargento señaló la única puerta abierta de la antesala, pero no dio muestra alguna de querer acercarse más.
—De acuerdo, Andy. A partir de ahora me encargo yo. Pero no se aleje mucho. Aún necesito toda la información detallada.
McLean observó al sargento abandonar el apartamento y luego entró en la habitación.
El olor fue lo primero que percibió. Ya estaba allí antes, flotando en el aire, pero desde fuera resultaba débil. Dentro de la habitación, sin embargo, se percibía un intenso hedor metálico, el de la sangre recién derramada. La habitación era, en realidad, el estudio de un hombre acaudalado, repleto también de muebles antiguos y arte moderno. Buchan Stewart había sido un hombre ecléctico, pues había obras para todos los gustos. Pero ninguna de ellas le iba a servir de mucho.
Estaba sentado en una silla de estilo reina Ana, de cara a la habitación. Se había puesto un pijama y una larga bata de terciopelo, pero alguien le había quitado toda la ropa y la había dejado perfectamente doblada sobre el escritorio. El vello del pecho, blanco e hirsuto, aparecía apelmazado y salpicado de sangre, procedente del profundo corte que le abría la garganta de una oreja a otra. Tenía la cabeza caída hacia atrás. La víctima parecía contemplar fijamente el techo, de recargadas molduras. También presentaba restos de sangre en torno a la boca, parte de la cual le goteaba por la barbilla.
—Ah, McLean. Ya era hora de que apareciera algún investigador.
McLean desvió rápidamente la mirada hacia abajo y fue entonces cuando reparó de repente en la presencia del patólogo forense, vestido con un mono blanco, y de su ayudante, que estaba agachada en el suelo. De entre todos los expertos forenses de la ciudad, el doctor Peachey no era precisamente el favorito de McLean.
—Yo también me alegro de verlo, doctor.
McLean avanzó con cuidado, consciente del charco de sangre que se iba convirtiendo en una gran mancha oscura en torno a la silla de Buchan Stewart.
—¿Cómo se encuentra el paciente?
—Llevo hora y media esperando a que llegue uno de ustedes para poder sacar de aquí el cadáver. ¿Dónde coño estaba?
—En casa, con unos amigos, compartiendo una botella de vino y unas pizzas. He recibido la llamada hace exactamente media hora, doctor. Siento que le hayan estropeado la noche, pero no es usted el único. Y me imagino que, aquí, al amigo Stewart tampoco le entusiasma la forma en que se han desarrollado los acontecimientos, así que… ¿por qué no se limita usted a decirme qué ha ocurrido?
El doctor Peachey observó a McLean con los ojos entrecerrados, mientras una expresión de rabia cruzaba su pálido rostro. «Las cosas hubieran resultado más fáciles con Angus —pensó McLean—. Menuda suerte, me ha tenido que tocar don Protestón».
—Causa probable de la muerte: la abundante pérdida de sangre —dijo el doctor Peachey, utilizando frases breves, entrecortadas—. La víctima presenta un corte en la garganta, producido con un cuchillo afilado. En el resto del cuerpo no se aprecian heridas a simple vista, excepto en la entrepierna.
El doctor se incorporó y se apartó a un lado para que McLean pudiera ver mejor.
—Le han cortado el pene y el escroto.
—¿Han desaparecido? ¿Se los ha llevado el asesino?
De repente, McLean notó el peso de la pizza en el estómago y el regusto agrio del vino. El doctor Peachey cogió una bolsa de pruebas que estaba junto a su maletín abierto y la acercó a la luz para que McLean pudiera verla bien. Contenía algo que se parecía mucho a los tropezones que uno encuentra dentro del pavo de Navidad.
—No, los ha dejado aquí. Pero antes de irse se los ha metido en la boca a la víctima.