18

—Ah, señor McLean, un momento. Tengo un paquete para usted.

McLean se detuvo al pie de la escalera, tratando de no respirar el olor a pipí de gato. Sin duda, la anciana señora McCutcheon había estado sentada en su minúsculo vestíbulo interior, esperándolo. Dejó la puerta abierta y desapareció de nuevo en las profundidades de su apartamento. No hacía ni un segundo que la anciana se había marchado cuando hizo acto de presencia un esbelto gato negro, que movió la cabeza al tiempo que olisqueaba el aire. A McLean se le ocurrió la descabellada idea de que la anciana fuera en realidad una bruja y que acabara de transformarse en aquella criatura. Tal vez incluso tuviera la costumbre de deambular por las calles de Newington durante la noche, y de espiar por las ventanas lo que estaban haciendo los demás. Eso explicaría por qué siempre estaba enterada de lo que pasaba en todas partes.

—Me entristeció mucho saber lo de su abuela. Era una gran mujer.

La señora McCutcheon apareció en ese momento cargada con un gran paquete que sujetaba con manos temblorosas y arrugadas. El gato se enroscó entre las piernas de la mujer y a punto estuvo de hacerla caer. Adiós a su teoría.

—Gracias, señora McCutcheon. Es usted muy amable —dijo McLean.

Le cogió el paquete antes de que se le cayera.

—Caramba, no tenía ni idea de que hubiera llevado una vida tan intensa. Perder a su hijo de esa manera y… Oh.

La señora McCutcheon observó a McLean durante un instante y luego clavó la mirada en el suelo.

—Ay, lo siento mucho. Lógico. Era su padre, ¿no?

—Por favor, señora McCutcheon, no se preocupe —le dijo McLean—. Al fin y al cabo, todo eso pasó hace mucho tiempo. Pero… ¿cómo lo ha averiguado usted?

—Ah, sale en el periódico. —La mujer desapareció de nuevo en su apartamento y regresó instantes más tarde con la edición de ese día del Scotsman—. Tenga, quédeselo si quiere. Yo ya lo he leído.

McLean le dio las gracias de nuevo y luego subió por la sinuosa escalera de piedra hasta el último piso, donde se hallaba su apartamento. En el contestador automático parpadeaba un enorme dos de color rojo. McLean pulsó el botón y dejó el paquete y el periódico mientras la cinta se rebobinaba.

Hola, Tony. Soy Phil. Deja las esposas y vente con nosotros al pub a las ocho. Jen me ha dicho que ahora te ha dado por el travestismo y quiero que me cuentes todos los detalles.

El contestador emitió un pitido y, a continuación, se oyó el segundo mensaje.

Mensaje para el inspector McLean. Soy Jonas Carstairs. Tony, solo quería confirmarte que el funeral se celebrará el lunes a mediodía. Mandaré un coche a recogerte a las once. Llámame si necesitas algo. Tienes mi número de fijo y de móvil. Ah, y recibirás un paquete durante el fin de semana que contiene copias de documentos legales y otros papeles relacionados con el patrimonio de tu abuela. He pensado que te gustaría echarles un vistazo. Ya hablaremos de los detalles más adelante.

McLean contempló el paquete, que llevaba el matasellos de Carstairs Weddell. Lo abrió y sacó un grueso fajo de papeles, que aún olían débilmente a tinta de fotocopiadora. En la primera página, escrito con recargada caligrafía, podía leerse: «Testamento». Se disponía a echar un vistazo cuando el contestador automático emitió otro pitido.

Por favor, ayúdame. Por favor, encuéntrame. Por favor, sálvame. Por favor. Por favor.

La voz le produjo un escalofrío. Era la de una mujer joven, tal vez de una niña. El acento le pareció raro. Escocés, de la costa este, pero no de Edimburgo. Contempló de nuevo el contestador automático. El led rojo decía «2». Dos mensajes. Pulsó de nuevo la tecla de reproducir y esperó con impaciencia mientras la cinta se rebobinaba. Escuchó primero la alegre voz de Phil y después la de Jonas Carstairs. Y luego nada. El contestador emitió un chasquido y se detuvo.

Rebobinó la cinta y volvió a reproducir los mensajes otras dos veces. Seguían siendo dos. Se dirigió a su estudio y rebuscó en su mesa hasta encontrar una vieja grabadora y luego dedicó unos diez minutos a buscar pilas. Introdujo en el aparato la cinta del contestador y la reprodujo desde el principio. Primero escuchó el mensaje de respuesta. ¿De verdad tenía una voz tan deprimente y aburrida? Luego un silencio, seguido de inmediato por el mensaje de Phil. Otro breve silencio y el de Jonas. Unos cuantos recados antiguos que todavía no se habían borrado, pero nada que se pareciera ni de lejos a lo que había escuchado antes. O creía haber escuchado. Y luego silencio. Dejó pasar la cinta durante unos segundos y luego pulsó el botón de avance rápido. De ese modo, la grabadora reproduciría cualquier voz que estuviera registrada, pero a velocidad rápida. Tendría que haberse escuchado la voz de la chica, pero la cinta solo contenía un silencio y luego una serie de mensajes muy antiguos, que en total duraban varios minutos. Y luego silencio.

¿Se lo había imaginado? Si era el caso, le parecía una alucinación muy extraña. Aun así, la cinta siguió avanzando rápidamente, en silencio, hasta llegar al final. McLean la sacó, le dio la vuelta y volvió a pulsar la tecla de reproducción.

Hola, has llamado al número de Tony y de Kirsty. Estamos muy ocupados deshaciendo entuertos y luchando contra la delincuencia, así que ahora mismo no podemos contestar. Tendrás que conformarte con dejar un mensaje después de la señal.

McLean se dejó caer lentamente de rodillas, pues los músculos de sus piernas se negaron a seguir soportando el peso de su cuerpo. Percibía borrosamente la habitación en la que se hallaba, pero de repente le parecía un lugar más oscuro e impreciso. Su voz. ¿Cuántos años habían transcurrido desde la última vez que la había escuchado? Aquella fatídica despedida, que se había acabado convirtiendo en una mentira: «Hasta luego». Y, durante todos esos años, la voz había seguido allí, en la cinta del estúpido contestador.

Sin pensar en lo que hacía, McLean rebobinó la cinta y escuchó de nuevo el mensaje. Sus palabras resonaron en el piso vacío y, durante un segundo, tuvo la sensación de que el murmullo de la ciudad había desaparecido. Echó un vistazo a la sala y vio las mismas fotografías de siempre en las paredes; la misma alfombra, un poco deshilachada ya, que cubría el parqué de color arena; la mesa estrecha situada junto a la puerta, donde descansaban el teléfono y sus llaves. La habían comprado en un anticuario de Duddingston. Estaban formando un hogar, o eso les había dicho Phil entonces. Desde la muerte de Kirsty, eran muy pocas las cosas que habían cambiado en aquel piso. Se había ido tan de repente que incluso se había dejado la voz.

El timbre del interfono arrancó a McLean de su melancolía. Durante un segundo pensó en no responder, en fingir que había salido. Podía pasarse la noche entera escuchando su voz y creyendo que tal vez Kirsty regresaría. Pero sabía que eso era imposible. Había visto su frío cadáver sobre la mesa de autopsias. Había visto el ataúd desparecer tras la última cortina. Descolgó el interfono.

—¿Sí?

Era Phil. McLean le abrió la puerta y, al hacerlo, pensó que los estudiantes del piso de abajo debían de haber quitado la piedra. Abrió también la puerta de su apartamento y oyó el sonido de unos pasos que subían los escalones. Eran pasos de más de un par de pies, así que Phil debía de haberse traído a Rachel. Aquello no presagiaba nada bueno, pues su antiguo compañero de piso siempre estaba solo cuando iba a visitarlo.

Phil, Rachel y Jenny llegaron ruidosamente al apartamento, riéndose de algún chiste que se habían contado mientras subían. Las risas, sin embargo, cesaron de golpe.

—Joder, Tony. Parece que hubieras visto un fantasma.

Phil entró en el recibidor como si aún viviera allí, pero las dos mujeres se quedaron junto al umbral, con aire vacilante. Durante un momento, la presencia de ambas jóvenes despertó en McLean un amargo rencor. Quería estar solo con su tristeza, pero enseguida se dio cuenta de que eso era una estupidez. Kirsty ya no estaba. Ya hacía mucho tiempo que lo había superado. Lo único que ocurría era que escuchar de nuevo su voz lo había pillado por sorpresa.

—Me habéis cogido en mal momento, perdonad. Adelante, señoritas. Como si estuvierais en vuestra casa. A Phil ya no le digo nada.

McLean se guardó la grabadora en el bolsillo y luego indicó la puerta de la salita de estar, con la esperanza de que estuviera más o menos en orden. Ni siquiera recordaba la última vez que había entrado allí.

—¿A quién le apetece una copa?

Se le hacía raro ver mujeres en su apartamento. McLean estaba acostumbrado a la dudosa compañía de Bob el Cascarrabias después de alguna juerga especialmente intensa para celebrar un caso cerrado y Phil se dejaba caer por allí de vez en cuando, sobre todo cuando había roto con alguna de sus estudiantes y necesitaba buscar consuelo en una botella de whisky de malta. Aparte de eso, McLean ni siquiera recordaba la última vez que había tenido invitados en casa. Le gustaba vivir solo y prefería socializar en el pub, que era el motivo por el cual no tenía prácticamente nada comestible en la cocina. Encontró una bolsa grande de cacahuetes, pero la fecha de caducidad estaba a punto de cumplir un año y la bolsa aparecía sospechosamente hinchada, como el estómago de un cadáver.

—¿Qué pasa, Tony? Si no fuera porque te conozco bien, diría que intentas evitarnos.

McLean se volvió y vio a Phil junto a la puerta.

—Estoy buscando algo de comida, Phil —dijo y, para demostrarlo, abrió un armario.

—Eh, que soy yo, Tony. Tu excompañero de piso, ¿te acuerdas? Puede que consigas tomarle el pelo al experto en control de estrés del trabajo, pero yo te conozco desde hace mucho tiempo. Sé que pasa algo. ¿Es por tu abuela?

McLean echó un vistazo al fajo de papeles. Los había dejado sobre la mesa de la cocina, junto a los informes de robos y el expediente de la chica muerta. Otro motivo por el cual prefería no tener invitados. Nunca se sabía qué podían encontrar por ahí.

—No es por mi abuela, Phil, no. La perdí ya hace un año y medio, así que he tenido tiempo de sobra para hacerme a la idea.

—Entonces ¿qué te preocupa?

—He encontrado esto. Justo antes de que llegarais.

McLean sacó la grabadora del bolsillo, la dejó sobre la encimera de la cocina y pulsó la tecla de reproducción. Phil palideció al instante.

—Joder, Tony. Lo siento.

Se dejó caer pesadamente en una de las sillas de la cocina.

—Me acuerdo de ese mensaje —dijo—. Habrán pasado por lo menos diez años. ¿Cómo coño…?

McLean empezó a explicárselo, pero entonces recordó la extraña voz femenina que lo había impulsado a analizar a fondo la cinta del contestador automático. Debía de habérselo imaginado, pero en ese momento la voz de la chica se fundió con la de Kirsty en una súplica angustiada de alguien que había muerto ya hacía mucho tiempo, tanto que ya estaba fuera de su alcance. Se estremeció al pensarlo.

—Me parece que te irá bien tener un poco de compañía, amigo.

Phil cogió la sospechosa bolsa de cacahuetes, clavó el dedo en la tumescencia y, por último, se dirigió hacia la basura y la dejó caer en las profundidades vacías del cubo.

—Y si Rache y yo tenemos que ayudarte a dar cuenta de tu extensa colección de vinos, vamos a necesitar unas pizzas.

—Entonces… ¿va en serio lo tuyo con Rachel?

—No lo sé, puede. La verdad es que ya no soy joven. Y ella me ha soportado durante mucho más tiempo que las otras…

Phil arrastró un poco los pies, se metió las manos en los bolsillos y recreó a la perfección la imagen de un tímido colegial. McLean no pudo evitar echarse a reír y de inmediato se sintió mejor. Prácticamente en el mismo momento, les llegó un ruido ensordecedor desde la salita de estar. Los Blue Nile empezaron a cantar su Tinseltown in the Rain a grito pelado y, de inmediato, alguien bajó la música, que aun así siguió estando a un volumen poco respetuoso con los vecinos. McLean salió disparado hacia la salita, dispuesto a decirles que lo bajaran más, pero entonces recordó las noches que se había pasado en vela por culpa de los estudiantes del piso de abajo. Además, era viernes por la noche, por lo que probablemente todo el mundo había salido a divertirse, excepto la señora McCutcheon, quien por otro lado estaba sorda como una tapia. ¿Por qué preocuparse entonces de no hacer ruido?

Rachel estaba sentada en el borde del sofá, con expresión de ligera incomodidad. Se le iluminó el rostro cuando Phil entró en la salita de estar, justo detrás de McLean. Jenny estaba en cuclillas delante de las estanterías que cubrían una pared entera, echando un vistazo a la colección de discos del inspector. Puesto que en ese momento les daba la espalda y la música estaba muy alta, no advirtió su llegada.

—Como Tony es un soltero empedernido, en la cocina no hay nada para comer, solo hay bebida —exclamó Phil para hacerse oír por encima del ruido—. Será mejor que pidamos unas pizzas.

—Yo pensaba que íbamos al pub —dijo Rachel.

Al oír su voz, Jenny levantó la vista y se volvió. Buscó de inmediato el control del volumen y bajó la música.

—Lo siento, no debería… —balbució, ruborizándose.

—No pasa nada —dijo McLean—. De vez en cuando hay que ponerlos. Si no, la música se va olvidando.

—Creo que no conozco a nadie que aún tenga tocadiscos. Y tantos discos. Deben de valer una fortuna.

—Eso no es un tocadiscos, Jen —dijo Phil—. Es un equipo de sonido Sondek, cuyo precio es más alto que el producto interior bruto de cualquier dictadura africana. Me parece que le caes bien a Tony, porque, si a mí se me hubiera ocurrido tocarlo, me habría cortado las manos.

—Corta el rollo, Phil. Ya sé que ponías aquel disco de Alison Moyet cuando yo no estaba.

—¡Alison Moyet! Me ofende usted, inspector de policía McLean. No me queda más remedio que retarlo a un duelo, señor.

—¿Las armas de costumbre?

—Desde luego.

—Entonces acepto el reto.

McLean sonrió, mientras Jenny y Rachel los observaban, perplejas. Phil abandonó la salita y regresó momentos más tarde con dos esponjas vegetales, que había cogido del cuarto de baño. Estaban resecas y cubiertas de telarañas, pues hacía años que no las tocaba nadie.

—Rachel será mi padrino. Jen, ¿quieres hacerle tú los honores a nuestro anfitrión? —dijo Phil, al tiempo que hacía una reverencia y le tendía una de las esponjas—. En el pasillo, ¿no?

—Estás hablando en serio, ¿verdad? —dijo Rachel.

De fondo, Neil Buchanan había empezado a cantar Stay. El tono lastimero de la canción no encajaba con el ambiente cada vez más festivo.

—Por supuesto que sí, querida mía. Se ha ofendido mi honor, exijo una reparación.

Se dirigió a grandes pasos hacia el pasillo y McLean lo siguió.

—Esto… ¿se puede saber qué estáis haciendo? —le preguntó Jenny a McLean, cuando este procedió a enrollar la alfombra y a dejarla en un rincón del largo y estrecho pasillo.

—Un duelo con esponjas vegetales. Así solíamos zanjar las discusiones cuando éramos estudiantes.

—Hombres… —dijo ella con un gesto de exasperación.

Le tendió a McLean el arma y se retiró a una distancia prudencial, mientras Phil ocupaba su puesto junto a la puerta de la cocina.

Estaban recogiendo el desastre cuando llegó el repartidor de pizzas. McLean no tenía muy claro quién había ganado, pero hacía días que no se sentía tan bien. El detective cínico que llevaba dentro no pudo dejar de advertir que Phil lo había planeado todo. En circunstancias normales, su amigo se hubiera presentado en el apartamento mucho más tarde, probablemente solo. Habrían escuchado música deprimente mientras bebían whisky de malta y se quejaban de la vida y de las tristes consecuencias de hacerse viejo. Al traerse a las dos hermanas, sin embargo, Phil había convertido la velada en una especie de fiesta. En un velatorio por Esther McLean. Y, en cierta manera, la abuela del inspector lo hubiera aprobado gustosamente.

McLean no tenía muy claro, en cambio, lo que la anciana habría pensado de Jenny. Era bastante mayor que su hermana, es decir, que más o menos debía de tener la misma edad que él. Había cambiado la indumentaria que llevaba en la tienda por unos simples vaqueros y una sencilla blusa blanca. Sin el maquillaje, que sin duda formaba parte de la personalidad que adoptaba en el trabajo, desprendía un atractivo ligeramente decadente. McLean no sabía muy bien por qué no se había dado cuando antes, la última vez que se habían visto. Quizá porque la iluminación del Newington Arms no resultaba precisamente favorecedora, pero también porque ese día él no podía pensar más que en cadáveres mutilados.

—¿En qué estás pensado?

El objeto de sus cavilaciones se inclinó hacia adelante para coger otro trozo de pizza. Phil y Rachel estaban charlando animadamente sobre una película que habían visto.

—¿Qué? Ah, perdona. Tenía la cabeza en otro lado.

—Eso ya lo he visto. No la sueles tener mucho aquí, ¿verdad? Bueno, y ¿dónde la tenías, inspector?

Había dicho su cargo como broma, aunque en realidad había puesto el dedo en la llaga. Incluso allí, rodeado de vino, pizza y buena compañía, su trabajo permanecía en un segundo plano, se negaba a dejarlo en paz.

—Bueno, me estaba preguntando si tu hermana conseguirá hacer de mi viejo amigo un buen hombre.

—Lo dudo. Siempre ha sido una mala influencia.

—¿Hay algo acerca de lo que deba advertir a Phil?

—Me temo que ya es muy tarde para eso.

—¿No te preocupa que salga con un hombre mayor que ella?

—No, siempre se enamoraba de los amigos de nuestro hermano mayor y diría que Eric te lleva algún que otro año.

—Vaya, sois una familia de hijos muy separados entre sí.

—Digamos que Rae fue una especie de desliz. Yo tenía diez años cuando nació y Eric, catorce. Bueno, ¿y tú qué, Tony? ¿Tienes hermanos o hermanas escondidos por ahí?

—Que yo sepa, no. Estoy seguro de que si hubiera algún otro McLean acechando por ahí, mi abuela me lo habría contado.

—Perdona, he sido un poco desconsiderada. Phil ya me ha contado que ha… fallecido.

Jenny se sentó muy erguida de repente y unió ambas manos sobre el regazo, turbada.

—No pasa nada. Prefiero hablar de ella que tratar de eludir el tema. Tuvo un derrame hace año y medio, se quedó en coma y ya no volvió a despertarse. En realidad, llevaba más de un año muerta, solo que no podía enterrarla y seguir adelante con mi vida.

—La querías mucho, ¿verdad?

—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años y creo que jamás he oído a mi abuela quejarse por haber tenido que criarme. A pesar de que ella había perdido a su único hijo. Siempre estuvo a mi lado, incluso cuando…

El teléfono empezó a sonar en el recibidor y McLean se interrumpió. Durante un segundo, pensó en esperar a que saltara el contestador, pero entonces recordó que había quitado la cinta y, de repente, lo invadieron los recuerdos.

—Perdona, tengo que contestar. Podría ser del trabajo.

McLean consultó su reloj de pulsera al tiempo que descolgaba. Eran más de las once. ¿Cómo había pasado tan rápido la noche?

—McLean —dijo.

Trató de que no se le notara la irritación en la voz, pero que lo llamaran a aquellas horas solo podía obedecer a un motivo.

—¿Qué te pasa, estás borracho?

El sonido metálico del teléfono no hizo más que acentuar la voz nasal de Duguid. McLean consideró lo que había bebido, como mucho media botella de vino a lo largo de tres horas. Además, había comido.

—No, señor.

—Bien. Acabo de enviar un coche a recogerte. Llegará en cualquier momento.

Como si se tratara de un perverso truco de magia, el timbre del interfono sonó en ese preciso instante.

—¿Qué ocurre, señor? ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta mañana?

Nada más pronunciar aquella pregunta, supo que acababa de decir una estupidez. A lo mejor sí que había bebido más de la cuenta.

—Se ha producido otro asesinato, McLean. ¿Te parece lo bastante importante?