17

Penstemmin Security Systems ocupaba una extensa área de terreno ganado al mar en el estuario del Forth, entre Leith y Trinity. El edificio en sí era un moderno y soso almacén. Podría haber sido cualquier cosa, desde una tienda de bricolaje a un centro de llamadas, aunque, por lo general, ese tipo de instalaciones no estaban rodeadas de alambradas, sensores de movimiento y más cámaras de seguridad que una cárcel. Las paredes estaban pintadas de color plomo y provistas de una franja de cristal tintado que recorría todo el edificio, justo por debajo de los aleros de un tejado ancho y plano. En la esquina más próxima, la franja de cristal llegaba hasta el suelo, donde se hallaba el pequeño vestíbulo de entrada.

El agente MacBride aparcó el coche de la comisaría en la única plaza reservada a las visitas. El Vauxhall Vectra de color blanco parecía completamente fuera de lugar junto a los relucientes BMW y Mercedes todoterreno. Y el director, según advirtió McLean, hasta se permitía ir a trabajar en un flamante Ferrari.

—Parece que hemos elegido el trabajo equivocado.

Siguió al agente MacBride por el aparcamiento mientras disfrutaba de la fresca brisa matutina que les llegaba desde el estuario. MacBride estaba pálido y tenía los párpados caídos tras los excesos de la noche anterior. Sin duda, los chupitos de tequila que se había tomado con la agente Kydd le habían robado unos cuantos millones de neuronas activas. Al principio parecía un poco aturdido, pero finalmente reparó en la colección de carísimos coches.

—No imaginaba que fuera usted un entusiasta del motor, señor. Dicen que ni siquiera tiene coche.

McLean pasó por alto el deseo de averiguar el sujeto de aquel «dicen». Al fin y al cabo, cosas mucho peores podrían haber dicho de él a sus espaldas.

—No tengo, pero eso no quiere decir que no sepa nada de coches.

A pesar de haber tenido ya que registrarse en la entrada al recinto vallado, tuvieron que confirmar su identidad a través de un interfono y un circuito cerrado de cámaras de seguridad antes de poder acceder al edificio. Finalmente los recibió una joven elegantemente vestida con un corte de pelo bastante agresivo y unas gafas rectangulares de gruesa montura, tan estrechas que sin duda debía de ver el mundo como si lo estuviera observando a través de la ranura de un buzón.

—¿Agente MacBride? —dijo, tendiéndole una mano a McLean.

—Eh… no. Soy el inspector de policía McLean. Y este es mi compañero, el agente MacBride.

—Ah, disculpen. Me llamo Courtney Rayne.

Se saludaron con un apretón de manos y, a continuación, la joven los condujo a través de una serie de puertas de seguridad hasta el corazón del edificio. Era un lugar inmenso y abierto hasta el techo, el cual se apoyaba en una especie de entramado de vigas, similar a una telaraña, situado a gran altura. Varios aparatos de aire acondicionado, de dimensiones industriales, bombeaban aire gélido en aquel espacio inmenso. McLean notó un escalofrío en la espalda.

La sala estaba divida en espacios cuadrados, formados por paneles separadores. En cada uno de aquellos cuadrados trabajaban por lo menos una docena de empleados, cada uno sentado ante la pantalla de un ordenador. Todos llevaban auriculares y hablaban por minúsculos micrófonos que parecían flotar ante sus labios, como avispas en una merienda campestre. El ruido era un confuso murmullo, salpicado de vez en cuando por repentinos arrebatos de actividad cuando el jefe de algún equipo se paseaba por alguna de las zonas de trabajo.

—Nuestro centro controla más de veinte mil sistemas de alarma en el cinturón central —dijo la señora Rayne.

McLean había decidido que era una señora sin el menor atisbo de duda, estuviera o no casada.

—No tenía ni idea de que Penstemmin fuera una empresa tan grande…

—Ah, no todos los sistemas son Penstemmin. Realizamos servicios de control para unas veinte o veinticinco compañías más pequeñas. Las cápsulas del fondo de la sala se dedican al distrito policial de Strathclyde, mientras que estas dos de aquí controlan todos los sistemas de alarma de la región de Lothian y Borders.

—¿Cápsulas?

—Así es como llamamos a nuestros equipos, inspector. Cada grupo es una cápsula. No me pregunte por qué, no tengo ni la menor idea.

La señora Rayne los guio por el centro de la enorme sala, a través de un amplio pasillo que separaba las dos grandes ciudades de Escocia como si fueran acérrimas enemigas. McLean contempló a los pálidos teleoperadores, sentados ante sus ordenadores. Al pasar la elegante mujer junto a ellos, todos bajaban la cabeza y se hacían los atareados, aunque hasta ese momento no hubiesen estado haciendo nada. No parecía un lugar de trabajo especialmente agradable. McLean se preguntó cómo serían las renovaciones de personal, si habría empleados que se marchaban insatisfechos y cargados de información confidencial.

Del extremo más alejado de la sala partía un tramo de escaleras que conducía a una larga galería, la cual recorría toda la fachada del edificio. Estaba formada por despachos acristalados cuyos solitarios ocupantes eran, muy probablemente, los propietarios de los espectaculares vehículos del aparcamiento exterior. Sin duda, los pobres capullos que trabajaban en la planta baja iban en autobús a trabajar, o aparcaban en la calle, fuera del recinto vallado.

Tras haber recorrido todo el edificio para llegar hasta la escalera, ahora tenían que desandar lo andado para dirigirse de nuevo a la parte delantera. McLean intuyó que existía una forma más rápida de ir desde la zona de recepción hasta los despachos exteriores, pero la señora Rayne había decidido por algún motivo mostrarles la enorme sala. Tal vez no fuera más que una forma de impresionar al cuerpo de policía con su profesionalidad. Si era así, no le había salido bien, porque McLean ya estaba harto de Penstemmin Security Services, y eso que ni siquiera había empezado aún a interrogar a nadie.

Llegaron hasta una enorme puerta de cristal esmerilado, colocada en mitad de una pared de cristal, también esmerilado, que formaba un ángulo en la esquina del edificio. Su guía se detuvo el tiempo justo para llamar suavemente a la puerta, luego la abrió y anunció a los recién llegados.

—¿Doug? Tengo al inspector McLean, de la policía judicial de Lothian y Borders. Te acuerdas, ¿no? El agente que llamó…

Para cuando McLean terminó de cruzar el umbral, el hombre al que se había dirigido la señora Rayne ya se había puesto en pie tras su enorme mesa y había iniciado la larga caminata para cruzar el amplio espacio vacío que era su despacho. ¿A quién le importaban las cápsulas? Si llenaran aquel despacho de agua, podría convertirse fácilmente en el hogar de media docena de ballenas.

—Doug Fairbairn. Encantado de conocerlo, inspector. Agente.

El hombre se deshizo en sonrisas y mostró unos dientes blanquísimos que contrastaban con su rostro bronceado. Llevaba una camisa blanca no muy ceñida, con gemelos de oro y una corbata pulcramente anudada. La chaqueta colgaba del respaldo de su sillón y los pantalones, carísimos, estaban hechos a medida para ocultar una incipiente barriga.

—Señor Fairbairn —dijo McLean, al tiempo que aceptaba la mano que el ejecutivo le tendía.

Fairbairn se la estrechó con fuerza. Rebosaba confianza en sí mismo. O arrogancia, aún era pronto para saberlo.

—¿Es suyo ese Ferrari de ahí fuera? —le preguntó McLean.

—Es un F430 Spider. ¿Le gustan los coches, inspector?

—De niño solía ir al circuito de Knockhill a ver las carreras, pero ahora ya no tengo tiempo.

—Es demasiado potente para Knockhill. Cuando quiero correr, tengo que irme más al sur. El año pasado estuve en el circuito de Nürburgring. Siéntense, por favor —dijo Fairbairn, indicándoles un sofá y unos sillones bajos, de estilo minimalista, tapizados en gris—. ¿Qué puedo hacer por ustedes, inspector?

Nada de ofrecer té o galletas. Solo cháchara egocéntrica.

—Estoy investigando una serie de robos. Un trabajo de profesionales, podríamos decir. Vamos, que no es el típico asalto violento. De momento, no tenemos más que una débil conexión entre los distintos incidentes. En los tres últimos casos, sin embargo, los domicilios tenían una alarma Penstemmin. Y en los tres casos, se burló la alarma sin que nadie se enterara.

—Courtney, el expediente, por favor.

Fairbairn le hizo un gesto a la estirada ejecutiva, que seguía de pie junto a la puerta. La mujer se marchó y regresó momentos más tarde, cargada con una única carpeta de papel manila.

—Imagino que esto tiene que ver con el reciente robo en el domicilio de la señora Douglas. Es lamentable, inspector, desde luego. Pero he hecho analizar todo el sistema de seguridad y no he encontrado indicios de que la alarma haya sido manipulada.

—¿El sistema registra el momento en que se conectó la alarma, señor Fairbairn? —preguntó el agente MacBride, que había sacado su cuaderno de notas y tenía el lápiz a punto.

—Sí, por supuesto, agente. La señora Douglas tenía instalada una de las mejores alarmas. Según nuestro sistema informático, la alarma se programó a las… —dijo Fairbairn, mientras abría la carpeta y sacaba una hoja impresa—. A las diez y media de la mañana del día en cuestión. Se desconectó a las tres menos cuarto de ese mismo día. La monitorización recoge unos cuantos picos de tensión durante ese intervalo de tiempo, pero nada fuera de lo normal. El suministro eléctrico de la ciudad es bastante lamentable.

—¿Cabe la posibilidad de que alguien burlara la alarma? No sé, que reiniciara el sistema o algo.

—Técnicamente, es posible, supongo. Pero quien quisiera hacer algo así tendría que acceder a nuestro ordenador central, que se encuentra en el sótano, protegido tras una puerta de acero de un palmo de espesor. Eso significa que primero tendría que entrar aquí, lo cual no es fácil, se lo aseguro. Y, además, no solo tendría que conocer a la perfección nuestro sistema, sino también las últimas contraseñas. En cualquier caso, dejaría algún rastro. Los mejores expertos en seguridad informática del mercado han revisado nuestro sistema. Es virtualmente infalible.

—Es decir, que si alguien burló el sistema, tuvo que ser un empleado de la empresa…

McLean disfrutó con la mirada de pánico que acababa de aparecer en el rostro de Fairbairn al oír el comentario.

—Eso es imposible. Nuestro personal tiene que superar un proceso de selección muy riguroso. Y nadie tiene acceso a todos los elementos del sistema. Estamos muy orgullosos de nuestra integridad.

—Desde luego, señor Fairbairn. ¿Puede usted decirme quién instaló el sistema de la señora Douglas?

—Carpenter —dijo Fairbairn al cabo de unos segundos—. Geoff Carpenter. Es uno de nuestros mejores instaladores. Courtney, ¿puedes ir a ver si Geoff ha salido a hacer algún servicio? Si no es así, ¿puedes decirle que venga un momento, por favor?

La señorita Rayne abandonó el despacho una vez más. A través de la puerta aún abierta, les llegó el murmullo apagado de una conversación telefónica.

—Supongo que querrán hablar con él —dijo Fairbairn.

—Nos será útil, desde luego —contestó McLean, mientras observaba fijamente a Fairbairn—. Dígame, señor Fairbairn. Según la señora Rayne, ofrecen ustedes servicios de control, desde este centro, a otras empresas de instalación de alarmas. ¿Podría facilitarme una lista con los nombres?

—Esa información es confidencial, inspector. —Fairbairn vaciló durante un segundo, mientras hacía tamborilear los dedos sobre la mesa con mucha menos gracia que Bob el Cascarrabias. Finalmente, se secó la palma de las manos en sus carísimos pantalones de seda—. Pero supongo que podría proporcionársela. Al fin y al cabo, trabajamos en estrecha colaboración con todos los cuerpos policiales de Escocia.

—Se lo voy a poner aún más fácil. ¿Le suenan de algo los nombres Secure Home, Lothian Alarm Systems y Subsisto Raptor?

La inquietud se hizo aún más evidente en la mirada de Fairbairn.

—Pues… Eh… Es decir, sí, inspector. Controlamos las alarmas que todas esas empresas tienen instaladas en Edimburgo.

—¿Desde cuándo colaboran con esas empresas, señor Fairbairn? —preguntó el agente MacBride, mientras pasaba una página del cuaderno y mordisqueaba la punta del lápiz.

McLean pensó que aquel muchacho había visto demasiadas series de policías en la televisión, pero aun así le divirtió comprobar el efecto.

—Pues, eh… A ver. Adquirimos Lothian hará un par de meses, pero ya hace unos cinco años que nos encargamos de sus operaciones de seguridad. Secure Home contrató nuestros servicios hace dos años. Subsisto Raptor se subió al carro hace un año y medio, aproximadamente. Si quiere, puedo comprobar las fechas exactas. Imagino que se refería a estas empresas cuando hablaba de incidentes similares, ¿no?

—Sí, exactamente, señor Fairbairn.

—Pero no estará usted tratando de insinuar que…

—Yo no estoy tratando de insinuar nada, señor Fairbairn. Me limito a seguir una línea de investigación. Dudo que su compañía se dedique a robar sistemáticamente a sus clientes, porque eso sería una estupidez. Pero en alguna parte de su sistema hay un fallo y me propongo descubrirlo.

—Desde luego, inspector, no espero menos. Pero, por favor, tenga en cuenta que vivimos de nuestra reputación. Si se hace público que nuestro sistema tiene fallos, la empresa se va al garete en un año.

—Supongo que entiende que a mí tampoco me interesa que eso pase, señor Fairbairn. Las compañías como la suya nos facilitan el trabajo, por así decirlo. Pero pienso atrapar a quien esté detrás de todo esto.

—Creo que se me escapa algo, agente.

—¿Perdón, señor?

—Algo obvio. Algo que tendría que haber visto desde el principio.

—Bueno, Fairbairn no nos está contando toda la verdad, eso está claro.

—¿Qué? Ah, no, perdone. Estaba pensando en la chica muerta.

Subían en coche por Leith Walk, camino de la comisaría. Se hallaban lejos de la costa, flanqueados a ambos lados por altos edificios, y el calor matutino cada vez más intenso volvía el ambiente irrespirable dentro del coche. McLean había bajado la ventanilla, pero circulaban tan despacio que apenas soplaba una brisa. El tráfico estaba casi parado por culpa de algo que había sucedido más adelante.

—Gire por la siguiente a la izquierda —dijo McLean, al tiempo que señalaba una estrecha calle lateral.

—Pero si la comisaría está ahí delante, señor.

—Es que no quiero volver todavía. Quiero echarle otro vistazo al sótano.

—¿En Sighthill?

—Llegaremos mucho antes si deja de hacer preguntas tontas de una vez.

—Sí, señor. Lo siento, señor.

MacBride se metió en el carril bus, avanzó despacio y giró a la izquierda. McLean se arrepintió de haberle contestado mal. Sin saber muy bien por qué de repente estaba de mal humor.

—¿Qué sabemos de la chica?

—Eh… ¿a qué se refiere usted, señor?

—Bueno, pensémoslo. Era joven, pobre, y llevaba su mejor vestido. ¿Qué estaba haciendo cuando la mataron?

—¿Iba a una fiesta?

—Analicemos esa idea. Una fiesta. A ver, supongamos que la fiesta se celebraba en la casa donde la encontramos. ¿Qué le indica eso?

Se produjo un silencio, mientras se abrían paso por un laberinto de calles en torno a Holyrood Palace.

—Que fuera quien fuese el dueño de la casa cuando la mataron… ¿sabía lo del asesinato?

—¿Y quién era el dueño de la casa?

—Pertenecía a la Banca Farquhar. Según la escritura, la compraron en 1920 y la conservaron hasta que Mid-Eastern Finance compró la Banca Farquhar, hará unos dieciocho meses.

—Vale, se lo voy a preguntar de otra manera. ¿Quién vivía en la casa? Y, ya que estamos, ¿quién dirigía la Banca Farquhar antes de que la vendieran?

—No estoy seguro, señor. ¿Un tal Farquhar?

McLean suspiró. Había algo que se le escapaba, sin duda.

—Tenemos que hablar con alguien de Mid-Eastern Finance. Seguro que aún tienen en nómina a algunos de los empleados de la anterior banca. O, por lo menos, tendrán información acerca de quién trabajaba allí. A ver si puede conseguir algo cuando regresemos a la comisaría.

—¿Quiere regresar ahora, señor?

—No, quiero ir a echar otro vistazo a la casa. Tarde o temprano tendré que permitirle a McAllister seguir con su trabajo. Ya sé que los de la policía científica lo han dejado todo limpio, pero quiero verlo una vez más con mis propios ojos.

Al llegar se encontraron con un edificio desierto y con las casetas prefabricadas cerradas a cal y canto. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas con pesados tablones de contrachapado, mientras que un sólido candado con hembrilla impedía abrir la puerta. McLean le dijo a MacBride que llamara para pedir una llave y luego se dio una vuelta por el jardín para ver qué encontraba.

A diferencia de lo acostumbrado en las casas de aquel estilo, la torre ornamental se encontraba en la parte trasera. Por la cantidad de fragmentos de pizarra y yeso que se amontonaban en el suelo, entre la vegetación del descuidado jardín, McLean dedujo que la casa estaba deshabitada desde hacía muchos años. Las zarzas trepaban por las húmedas paredes hasta las ventanas rotas de la primera planta, mientras que los descendientes de un sicómoro cercano crecían en lo que en otro tiempo debió de haber sido el césped del jardín. Un alto muro de piedra, coronado por fragmentos de cristal clavados en pegotes de cemento, rodeaba el jardín. Un antiguo sendero conducía hasta una pequeña entrada, en forma de arco. La vieja puerta de madera descansaba medio podrida entre la vegetación y el hueco que había dejado lo ocupaban ahora unos cuantos tablones de grueso contrachapado. Estaba claro que a Tommy McAllister le gustaba menos que a la Banca Farquhar recibir las visitas de los drogadictos y vándalos de Sighthill.

En menos de diez minutos llegó un coche con las llaves. Era la joven agente que estaba de guardia la noche en que habían encontrado el cadáver.

—¿Terminarán pronto con la casa, señor? Es que el tal Tommy McAllister me llama tres veces al día y me da la lata con el rollo de que está pagando a sus trabajadores por no hacer nada.

La mujer abrió el candado y le entregó la llave a McLean.

—Lo tendré en cuenta, agente, pero no dirijo esta investigación según los intereses del señor McAllister.

—Sí, eso ya lo sé, señor, pero usted no tiene que aguantarlo.

—Pues si se queja, dígale que venga a verme —respondió McLean.

—Eso haré, señor. Cierren con llave cuando hayan terminado.

La agente dio media vuelta y se dirigió de nuevo al coche patrulla. McLean negó con la cabeza y entró en la vieja casa, al tiempo que se daba cuenta de que seguía sin conocer el nombre de la agente.

Una cinta policial impedía el acceso al sótano, pero cuando McLean pasó por debajo y empezó a bajar los escalones, supo al instante que alguien había estado allí limpiando. Los escombros depositados junto al agujero que revelaba la existencia de la sala oculta habían desaparecido y, en su lugar, solo se veían losas recién barridas. Cabía la posibilidad de que los agentes de la policía científica hubiesen limpiado antes de marcharse, pero eso hubiera sido una novedad.

McLean sacó su linterna y entró en la sala a través del pequeño agujero. Ahora que el cuerpo menudo y torturado de la joven ya no estaba, la sensación era completamente distinta. Quedaban los seis agujeros, situados a intervalos regulares en la pared curva de liso revoque. McLean fue echando un vistazo al interior de cada uno de ellos, aunque no esperaba ver gran cosa. No eran más que simples hornacinas, realizadas extrayendo algunos de los ladrillos que revestían las paredes del sótano. A los pies de cada una de ellas se veía el material utilizado para disimularlas: un montón de yeso y unas tablillas de madera.

—¿Es aquí donde la encontraron?

McLean se volvió en redondo y vio al agente MacBride junto a la entrada, tapando la luz de las bombillas desnudas del exterior. Se dio cuenta en ese momento de que el joven agente aún no había estado en el escenario del crimen.

—Exacto, agente. Entre y eche un vistazo. Dígame qué ve.

McLean se fijó en que MacBride llevaba una linterna más potente que la suya. Tal vez formara parte del equipo reglamentario de todos los coches de comisaría, pero no lo creía. El agente se movió despacio por la sala, enfocando la linterna hacia el techo primero, hacia el suelo después y por último hacia los cuatro agujeritos en los que se habían introducido los clavos. Finalmente, se fijó en las paredes y pasó la mano por el revoque.

—Enlucir una habitación circular es una auténtica pesadilla —dijo—. No sé quién lo hizo, pero desde luego era un albañil experto.

McLean se lo quedó mirando. Luego contempló las hornacinas y el arco de la entrada original, que alguien había tapiado para ocultar aquel horrible crimen. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

—Eso es.

—¿El qué?

—El trabajo que se realizó aquí. Esconder las hornacinas, tapiar la puerta… Para hacer eso se necesita a un albañil.

—Bueno, sí.

—Y si seguimos con la teoría del sacrificio ritual, estamos hablando de hombres cultos. Y ricos, si frecuentaban fiestas en casas como esta.

—¿Y qué?

—Que hace sesenta años, los hombres cultos no se dedicaban al bricolaje. Ni siquiera hubieran sabido distinguir una paleta de albañil de una piqueta.

—Pero no entiendo que…

—Piénselo bien, agente. Los órganos aparecieron ocultos en las hornacinas, lo cual significa que tuvieron que revocar las paredes después del asesinato de la chica. Quien cometió este crimen tuvo que recurrir a alguien para que terminara el trabajo de albañilería. Y esa persona, sin duda, tuvo que ver lo que aquí se escondía. Bien, ¿qué cree que hicieron los asesinos para que no hablara acerca de lo que había visto?

—¿Matarlo una vez terminado el trabajo?

—Exacto. No podían dejarlo vivo bajo ningún concepto.

—Pero… ¿y eso de qué nos sirve? Quiero decir que si el tipo está muerto, entonces… Pues eso, está muerto. ¿Y si escondieron su cadáver?

—Se le olvida algo, agente. No podemos intentar averiguar la identidad de la chica buscando en los casos de personas desaparecidas, porque no sabemos nada de ella. Podría haber sido una vagabunda, una extranjera… vaya usted a saber. Pero la persona que revocó esta sala también ocultó las hornacinas. Era un profesional, seguramente de la zona.

—Pero… ¿no pudo haber sido uno de ellos? Uno de los seis, me refiero.

McLean hizo una pausa. El tren de sus deducciones acababa de descarrilar por culpa de la implacable lógica de MacBride. Justo entonces recordó los objetos depositados en las hornacinas: un gemelo de oro, una pitillera de plata, una cajita netsuke, un pastillero, una aguja de corbata… Solo las gafas podrían haberle pertenecido a un obrero de los años cuarenta, y aun así parecía bastante improbable.

—Es posible —admitió al fin—, aunque me parece poco probable. Y, de momento, es la mejor línea de investigación que tenemos. Puede que necesitemos revisar veinte años de archivos en papel, pero seguro que damos con algo sobre un yesero desaparecido. Si lo encontramos, sabremos para quién trabajaba.