Tal como había dicho la señora —señorita, en realidad— Baird, McLean se encontró con una pila de fotografías recién impresas cuando llegó a la comisaría. Se las llevó a su minúsculo centro de coordinación, que a aquellas horas de la tarde estaba vacío y silencioso. Desde la pared, la chica muerta seguía observándolo, profiriendo un silencioso grito de sesenta años, acusándolo de no haber hecho lo bastante, de no haber descubierto quién era ella y quién la había matado. McLean se la quedó mirando y luego se fijó en las fotos, que parecían estar completamente en blanco. Unas delgadas líneas negras marcaban los contornos de las tablas del suelo y rodeaban los inevitables nudos de la madera. Bajo la luz fluorescente, apenas se distinguían unas líneas en gris pálido, que serpenteaban por cada una de las fotografías.
McLean buscó un rotulador de punta fina y trató de reseguir las líneas de la primera fotografía. Resultaba casi imposible distinguirlas al principio, pero a medida que iba avanzando entre la pila de imágenes, le resultó obvio que era un dibujo que se repetía y, por tanto, la tarea se le antojó más fácil. Apartó las mesas hacia la pared y trató de despejar el máximo de espacio en el suelo, tras lo cual se pasó una media hora colocando las fotografías en círculo, en el centro de la sala. Cuando encajó la última pieza del rompecabezas y contempló lo que había hecho, una nube pasajera ocultó el sol del atardecer y, de repente, el aire se volvió frío.
McLean permaneció en el centro de aquel complejo círculo formado por seis cabos entrelazados. En seis puntos equidistantes situados en la circunferencia, los seis cabos se enmarañaban para formar nudos imposibles que parecían retorcerse como serpientes bajo la mirada del inspector. Se sintió atrapado, con el pecho comprimido, como si se lo hubieran envuelto en estrechos vendajes. Las luces se atenuaron y el murmullo incansable de la ciudad se fue acallando hasta casi desaparecer. McLean percibió el ruido del aire al entrarle por las fosas nasales y oyó el latido lento y rítmico de su propio corazón. Trató de cambiar los pies de posición, pero era como si los tuviera pegados al suelo. Lo único que podía mover era la cabeza.
Lo invadió una sensación de pánico, una especie de miedo ancestral, y los cabos empezaron a desenrollarse lentamente ante sus ojos. Entonces se abrió la puerta y desplazó varias de las fotografías. La luz volvió de golpe. Desapareció la opresión en el pecho y, de repente, notó la cabeza ligera. A lo lejos, en algún lugar, resonó en la noche lo que parecía un aullido de rabia. Aquellas ataduras invisibles desaparecieron y, tras perder el equilibrio, McLean se precipitó hacia adelante justo en el momento en que la comisaria en jefe entraba en la sala.
—¿Qué ha pasado? —preguntó McIntyre, al tiempo que ladeaba ligeramente la cabeza como si esperara escuchar un eco que no llegaba.
McLean no respondió, pues estaba demasiado ocupado tratando de recuperar el aliento.
—¿Se encuentra bien, Tony? Parece como si hubiera visto un fantasma.
McLean se agachó y procedió a recoger las fotografías, empezando por la del nudo que había comenzado a desenredarse. Aunque el papel satinado no contenía más que unas pocas líneas trazadas con rotulador de color verde, McLean sintió un escalofrío al contemplarlo.
—Nada, que me he levantado muy deprisa —dijo.
Y, nada más pronunciar esa frase, tuvo la sensación de que eso era justamente lo que había ocurrido.
—Ya, pero… ¿qué estaba haciendo ahí en el suelo?
McLean le habló de las fotografías, de las marcas que había visto y de que estas lo habían guiado hacia las hornacinas ocultas. No dijo nada, sin embargo, acerca de la extraña alucinación que acababa de experimentar. Por algún motivo, tenía la sensación de que a la comisaria en jefe no le iba a hacer mucha gracia y, por otro lado, ya se le estaba empezando a borrar de la memoria. Se estaba convirtiendo en poco más que un vago desasosiego.
—Déjeme echar un vistazo.
McIntyre le cogió las fotografías y les echó una ojeada, deteniéndose en las que mostraban los seis puntos marcados.
—¿Le ve algún sentido?
—La verdad es que no lo sé.
—A mí me parece que es una especie de círculo de protección.
—¿Un qué?
—Ya sabe, un círculo de protección. Como las estrellas de cinco puntas y las velas, que se usan para invocar al demonio y atraparlo. Una cosa así.
—Sé lo que es un círculo de protección, lo que no veo tan claro es que sirva para atrapar a un demonio. Porque hay un problemilla: que los demonios solo existen en la imaginación de los novelistas de literatura barata y de los aficionados a la música thrash metal.
—Eso ya lo sé, señora. Sé muy bien que nuestro trabajo ya es de por sí lo bastante complicado como para añadirle además fuerzas sobrenaturales… Pero el hecho de que los demonios no existan no significa que alguien no pueda creer en ellos hasta el punto de estar dispuesto a matar.
—Vale, en eso tiene razón.
—Y tampoco es nada fácil tratar de averiguar qué rama de la locura ha propiciado esto, la verdad.
McLean se frotó los ojos y la cara en un vano intento de ahuyentar el cansancio que sentía.
—Bueno, si lo que quiere es saber más sobre círculos mágicos y el culto al demonio, lo que tiene que hacer es hablar con Madame Rose, en Leith Walk.
—Eh… ¿de verdad?
—Confíe en mí. Son pocas las personas que saben de lo oculto más que Madame Rose.
Por la forma en que hablaba la comisaria en jefe, McLean no sabía muy bien si le estaba tomando el pelo o no. Si ese era el caso, tenía que acordarse de no jugar nunca a póquer con ella. Finalmente, decidió que si su superiora había puesto las cartas boca arriba, él debía hacer lo mismo.
—Pues entonces será mejor que vaya a hacerle una visita. No me iría mal que me leyeran el futuro.
—Hágalo, Tony. Pero eso puede esperar de momento —dijo McIntyre, mientras juntaba las fotografías y las depositaba sobre la mesa con gesto firme—. No he venido a verlo para hablar de invocar al demonio. O no a esa clase de demonio, al menos. Charles no hace más que darme la lata con el caso Smythe. ¿Ha autorizado al agente MacBride a requerir información de los servicios de inmigración?
McLean no se lo había dicho tan claramente, pero tampoco podía castigar al muchacho por tener iniciativa.
—Sí. Me parecía importante determinar un móvil y tal vez corroborar la información que tenemos con algunos de los internos que fueron compañeros de Okolo. El examen post mórtem ha planteado algunas cuestiones difíciles.
—Que es, precisamente, el motivo por el que debería actuar tal y como le pidió el comisario Duguid y dejar el tema. Sabemos que Okolo llevaba dos años esperando a que lo repatriaran. No es agradable estar encerrado, sobre todo cuando uno cree que no ha hecho nada malo. Smythe visitaba el centro con frecuencia, así que seguramente lo conocía todo el mundo. Okolo se fugó, localizó al hombre al que consideraba responsable de su tortura y lo asesinó en un arrebato. Fin de la historia.
—Pero también se fugaron otros hombres. ¿Y si se les ocurrió la misma idea? ¿Qué pasa con los otros miembros de la Junta de Apelaciones de Inmigración?
—Los demás fugitivos ya han sido capturados y devueltos al centro. De hecho, a dos de ellos ya los han repatriado. Okolo estaba desequilibrado, era un tipo solitario. Tal vez nosotros tengamos la culpa de que se volviera loco, pero esa no es la cuestión. No hay pruebas directas que apunten hacia la participación de alguien más en el asesinato. No puedo permitirme destinar recursos humanos al caso y, sinceramente, creo que es una pérdida de tiempo tratar de llevar la investigación más allá.
—Pero…
—Déjelo ya, Tony —dijo McIntyre, consultando su reloj—. Y, por cierto, ¿por qué no está en el pub? No es muy frecuente que Charles invite a todo el mundo a una copa.
—Al comisario Duguid se le olvidó informarme de la celebración —dijo McLean, aunque el comentario le sonó infantil incluso a él.
—Venga ya, no sea tan presuntuoso. El agente MacBride y el sargento Laird ya han ido hacia allí y ni siquiera estaban en el caso. De hecho, ya se han marchado casi todos los que hoy han hecho el turno de día. ¿Qué van a pensar de usted los agentes más jóvenes si lo ven aquí encerrado contemplando un montón de fotos raras? ¿O es que ahora que lo han ascendido a inspector es demasiado bueno para dejarse ver con los demás?
Dicho así, hasta el propio McLean se dio cuenta de que su actitud era muy poco razonable.
—Lo siento. Es que a veces me pueden los casos. No me gusta dejar cabos sueltos.
—Y por eso es inspector de policía, Tony. Pero no más de doce horas diarias, por lo menos en mi comisaría. Y, desde luego, no el día después de la muerte de su abuela. Ahora vaya al pub. O a su casa, me da igual, pero olvídese de Barnaby Smythe y de Jonathan Okolo. Ya nos ocuparemos mañana del informe para el fiscal.
El pub parecía una especie de alocada convención de policías. McLean se apiadó de los pocos clientes habituales que no tenían nada que ver con el cuerpo, aunque al echar un vistazo a su alrededor no vislumbró ningún rostro que no hubiera visto a lo largo de la jornada en la comisaría. La fiesta estaba claramente en todo su apogeo: se habían formado varios grupitos, cuyos integrantes habían ocupado todas las mesas disponibles. Las alianzas y amistades estaban claras, más aún las enemistades y antipatías. Duguid estaba en la barra, lo cual le planteó a McLean una especie de dilema moral. No le gustaba la idea de forzar una situación en la que el comisario pudiera negarse a pagarle una copa, pero tampoco le atraía mucho la idea de aceptar en caso de que quisiera invitarlo. Sin embargo, le parecía un poco absurdo estar allí y no tomarse una pinta.
—Ah, ya está aquí, señor. Empezaba a pensar que nos había traicionado.
McLean se volvió y vio a Bob el Cascarrabias, que regresaba en ese momento del lavabo. Bob señaló una mesa en un rincón oscuro, en torno a la cual se encontraba reunido un grupito de aspecto sospechoso.
—Estamos allí. El muy tacaño de Dagwood solo ha puesto cincuenta libras. No daba ni para media pinta por cabeza.
—No sé de qué se queja, Bob. Si ni siquiera ha participado en la investigación.
—Ya, pero esa no es la cuestión. Uno no puede decir que invita a todo el mundo a una copa y luego pagarles media.
Llegaron a la mesa antes de que McLean tuviera tiempo de discutir. El agente MacBride estaba sentado en el rincón más alejado, al lado de la agente Kydd. Bob pasó junto a la imponente mole de Andy Houseman y se dejó caer en una silla, por lo que a McLean no le quedó más remedio que acomodarse en el estrecho banco junto a la señora —señorita, en realidad— Baird.
—¿Conoce a Emma? Ha descendido a vernos desde las vertiginosas alturas de Aberdeen —dijo Bob el Cascarrabias, pronunciando el nombre de la ciudad en una absurda parodia del dialecto de esa zona.
—Sí, ya nos conocemos —dijo McLean, mientras se sentaba en el banco.
—Veo que al final ha venido —dijo Emma, mientras Bob el Cascarrabias cogía una pinta de espumosa cerveza rubia y se la pasaba a McLean, tras lo cual se apropió de la única jarra que quedaba sobre la mesa.
—A beber se ha dicho, señor.
—Salud —dijo McLean.
Levantó su vaso para brindar con los presentes y luego bebió un sorbo. La cerveza estaba fría y cubierta de húmeda espuma. Era difícil decir algo más concreto, pues no sabía a nada.
—Ya he recibido las fotos, muchas gracias —dijo, volviéndose hacia la agente de la policía científica.
—Estaba incluido en el servicio. ¿Le han sido útiles? La verdad es que yo no he visto nada más que color blanco.
—Sí, me han sido muy… útiles.
McLean se estremeció al recordar la rara sensación de impotencia y el extraño aullido de rabia. Tal vez hubiera sido un sueño, o quizá su imaginación había trabajado más de la cuenta. No, lo único que pasaba era que se había levantado muy deprisa después de pasar un buen rato acuclillado en el suelo.
—No estarán hablando de trabajo, ¿verdad? Sí, están hablando de trabajo.
Bob el Cascarrabias sonrió con aire triunfal. Su vaso de cerveza estaba prácticamente vacío. Le dio una palmada al agente MacBride en el pecho.
—Me debes diez libras, chaval. Ya te he dicho que el inspector sería el último en llegar y el primero en pagar.
—¿De qué va esto? —preguntó Emma con el ceño fruncido.
McLean suspiró y sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta. De todas formas, tenía pensado invitar a la siguiente ronda. Podía permitírselo de sobra.
—Está prohibido hablar de trabajo en el pub, el que incumple la norma paga una ronda. Es una antigua tradición que se remonta a la época en que Bob el Cascarrabias era un agente de patrulla, cosa que más o menos debió de suceder en el período de entreguerras, ¿no, Bob?
McLean sacó un billete de veinte libras y lo depositó sobre la mesa, al tiempo que ignoraba las protestas de Bob el Cascarrabias.
—Haga los honores, Stuart, por favor.
—¿Qué? ¿Y por qué yo?
—Porque es el más joven.
Sin dejar de refunfuñar, el agente MacBride se levantó de su acogedor rincón, cogió el dinero y se dirigió a la barra.
—Y asegúrese de que esta vez nos sirven cerveza como Dios manda.
Bastante rato después, McLean despidió un taxi repleto de agentes y expertos de la policía científica beodos. Andy el Grandullón se había marchado antes, para ver a su esposa y a su hijo, por lo que solo había quedado Bob el Cascarrabias para acompañar a McLean a casa. A juzgar por el estado de Bob, lo más probable era que acabara quedándose a dormir en la habitación de invitados de McLean. No sería la primera vez y tampoco es que a Bob lo estuviera esperando su esposa en casa. De hecho, ya hacía muchos años que lo había abandonado.
—Es maja esa Emma, ¿no?
—¿No crees que ya eres un poco mayorcito para volver a casarte, Bob?
McLean esperó el consabido puñetazo burlón en el hombro, que no tardó en llegar.
—No seas tonto, no lo decía por mí. Estaba hablando de ti.
—Ya lo se, Bob, y sí, es maja. Tiene un gusto un poco raro para la música, pero ese es un detalle sin importancia. ¿Qué sabes de ella?
—Solo sé que la trasladaron hace unos meses. Es de Aberdeen —dijo Bob, haciendo gala una vez más de su lamentable acento.
—Sí, eso ya me lo habías dicho.
—Pues no sé mucho más. Los de la policía científica tienen muy buen concepto de ella, así que imagino que hace muy bien su trabajo. Y es agradable ver una cara bonita por ahí en lugar de los mismos caretos amargados de siempre.
Guardaron silencio durante un rato, mientras caminaban al mismo paso, como un canoso sargento y un ya no tan joven agente en plena ronda nocturna. El aire era fresco y, sobre sus cabezas, el cielo estaba oscuro, teñido de un débil resplandor anaranjado. Ya no se veían nunca las estrellas por el exceso de contaminación lumínica. Sin previo aviso, Bob el Cascarrabias se detuvo a mitad de un paso.
—Me he enterado de lo de tu abuela, Tony. Lo siento. Era una gran mujer.
—Gracias, Bob. ¿Sabes? Me cuesta creer que se haya marchado de verdad. Supongo que tendría que ponerme de luto y tirarme de los pelos. Y llorar y rechinar los dientes de rabia también. Pero es que me parece todo tan raro. En realidad, me siento más aliviado que triste. Estuvo en coma durante tanto tiempo…
—Tienes razón. En realidad es una bendición.
Siguieron caminando y doblaron la esquina de la calle de McLean.
—Hoy he visto a su abogado. Me lo ha dejado todo a mí, ¿sabes? Es una cifra considerable.
—Joder, Tony, no estarás pensando en dejar el cuerpo, ¿verdad?
La idea no se le había ocurrido hasta ese momento, pero aun así, McLean no tardó ni cinco segundos en responder.
—Pues claro que no, Bob. ¿Y qué iba a hacer? Además, si dejara el cuerpo, ¿quién te iba a cubrir las espaldas cuando te pasas todo el día leyendo el periódico?
Llegaron a la puerta del bloque de McLean y el inspector se fijó de nuevo en la piedra, colocada estratégicamente para impedir que se cerrara la puerta.
—¿Estás en condiciones de ir a casa, Bob, o prefieres quedarte a dormir?
—No, me apetece caminar un rato y respirar aire fresco. Quién sabe, a lo mejor ya estoy sobrio para cuando llegue a casa.
—De acuerdo, pues. Que descanses.
Bob el Cascarrabias lo saludó con la mano, sin volverse, mientras se alejaba calle abajo y McLean se preguntó cuánto tardaría antes de cambiar de idea y parar un taxi.