15

La jefatura del cuerpo de policía le pillaba casi de paso en el camino de vuelta a la comisaría desde las oficinas de Carstairs Weddell. Lo bastante cerca, en realidad, como para que a McLean le pareciera justificado desviarse. El hecho de que cuanto más retrasara su regreso más aumentaban las posibilidades de no toparse con Duguid no tuvo, lógicamente, nada que ver con su decisión. Tenía que hablar con alguien sobre las fotografías del escenario del crimen, eso era todo. O, al menos, eso es lo que McLean se dijo a sí mismo.

Como siempre, el departamento de la policía científica estaba prácticamente vacío. La aburrida recepcionista le abrió la puerta que daba a unos pasillos casi desiertos, pero por lo menos allí dentro tenían aire acondicionado. En el sótano, iluminado apenas por unas ventanas estrechas situadas en la parte alta de las paredes, encontró el laboratorio fotográfico. Un taburete metálico mantenía la puerta abierta. McLean llamó con los nudillos, gritó «¿Hola?» y entró. La sala estaba repleta de máquinas que ronroneaban discretamente, pero McLean no tenía ni la menor idea de para qué servían. Junto a la pared del fondo, bajo las ventanas situadas en lo alto, se veía una especie de mostrador, en el cual parpadeaban y emitían pitidos varios ordenadores con enormes monitores planos. Frente al último de ellos se hallaba una figura encorvada, que contemplaba una imagen borrosa. La mujer parecía completamente absorta en la tarea —fuera cual fuese— que estaba realizando.

—¿Hola? —volvió a decir McLean.

En ese momento, sin embargo, vio los cables blancos de unos auriculares. Se acercó despacio, tratando de llamar la atención de la agente. Pero cuanto más se acercaba, más claramente percibía la algarabía procedente de los auriculares. Aquello no iba a ser nada fácil.

—¡Joder! Casi me da un infarto.

La mujer se llevó una mano al pecho, mientras con la otra se quitaba los auriculares y los dejaba caer sobre la mesa. El cable serpenteó hacia el ordenador, delante de ella. McLean la reconoció: era la agente que había estado buscando huellas en el caso del robo, y también en la casa de Smythe.

—Lo siento. He intentado llamarla, pero…

—Ya. Supongo que tenía la música un poco alta. ¿Qué puedo hacer por usted, inspector? No es muy habitual que los jefazos se dignen a bajar al sótano.

—Se está más fresco que en mi centro de coordinación.

McLean no protestó ante el hecho de que lo hubieran acusado de jerarca. Lo normal, dado que era el agente más recientemente ascendido a inspector, era que todo el mundo lo tratara de novato.

—Y, por otro lado —prosiguió—, me preguntaba si no tendría por casualidad los originales de las fotos que se tomaron en la casa de Sighthill.

—Algo me ha dicho el sargento Laird.

Cogió el ratón y cerró en rápida sucesión varias ventanas de la pantalla de su ordenador. A McLean le pareció ver que una de las ventanas era un vista en miniatura de imágenes del escenario del crimen del caso Smythe, pero la ventana desapareció antes de que tuviera tiempo de cerciorarse. La pantalla se llenó de inmediato con una serie de fotografías que parecían idénticas.

—Imágenes digitales de una parte del suelo, con una resolución del cuarenta y cinco por ciento. Me acuerdo de que Malky se quejó porque usted lo obligó a entrar de nuevo en la sala del cadáver. Es raro, la verdad. Porque a lo largo de los años, habrá fotografiado decenas de cadáveres, puede que cientos. Perdone la cháchara… ¿Qué quería ver?

McLean sacó su cuaderno de notas y fue pasando las páginas hasta que encontró su primer boceto. Regresó mentalmente al escenario del crimen y trató de recordar qué le había pedido al fotógrafo que retratara en primer lugar.

—Vi unas marcas en el suelo, muy cerca de donde habían derribado la pared. Se parecían a esta.

Le mostró el dibujo. La agente clicó en la primera imagen y la amplió hasta llenar la pantalla: se veía el liso suelo de madera y unos cuantos escombros a un lado, pero no había ni rastro de marcas ni de sellos.

—Ahí es exactamente donde las vi. ¿Es posible que el flash de la cámara las haya eliminado?

—Veamos.

La agente de la policía científica pulsó de nuevo el botón del ratón, hizo aparecer menús y seleccionó opciones a una velocidad asombrosa. Fuera cual fuese el programa que estaba utilizando, se veía que lo conocía muy bien. La imagen se volvió gris, luego se difuminó, recuperó el brillo, perdió el contraste y, por último, apareció en negativo. Aun así, siguió siendo a grandes rasgos la misma. No se veía mucho más que en el original.

—Nada, me temo. ¿Está seguro de que no eran sombras? Las luces de arco suelen proyectar sombras raras, sobre todo en espacios cerrados.

—Bueno, supongo que es posible. Pero la posición de las marcas me hizo pensar que se trataba de una especie de círculo, señalado por seis puntos. Y ya sabe lo que encontramos escondido en las paredes, justo en cada uno de esos puntos.

—Ya. Bueno, podría intentar otra cosa. Siéntese, me llevará unos minutos.

—Gracias. Eh… es usted la señora Baird, ¿no?

McLean se sentó en la silla de al lado y se dio cuenta de que era bastante más cómoda que cualquiera de las que tenía en su despacho y de que, a su lado, las que tenían en su minúsculo centro de coordinación parecían taburetes de madera erizados de astillas. Estaba claro que la policía científica tenía un presupuesto para material de oficina mucho más elevado que el de la policía judicial. O un contable más creativo.

—Señorita, en realidad. Pero sí, así me llamo. ¿Cómo lo sabe?

—Soy investigador. Mi trabajo consiste en averiguar estas cosas.

McLean se dio cuenta de que la agente se había ruborizado un poco, bajo la rebelde melena negro azabache. Se rascó la nariz respingona en un gesto inconsciente, maquinal, y dirigió la mirada de nuevo hacia la pantalla, donde un poco convincente reloj de arena se vaciaba y giraba, se vaciaba y giraba.

—Bueno, pues dígame una cosa, señor investigador sabelotodo. Si es usted tan observador, ¿cómo es que no se ha fijado en el cartel de la puerta? El que dice SOLO PERSONAL AUTORIZADO.

McLean echó un vistazo a la otra punta de la habitación, por encima de su hombro. La puerta estaba abierta, gracias al taburete metálico, y al otro lado se veía el pasillo. No había ningún cartel, excepto el que indicaba el nombre de la sala: B12. McLean se volvió de nuevo para mirar a la agente, perplejo, y se topó con una amplia sonrisa.

—Lo pillé. Ah, aquí lo tenemos.

Se volvió de nuevo hacia la pantalla y pulsó de nuevo el botón del ratón para enfocar una esquina de la imagen recién procesada.

—Vamos a darle más realce… Sí, ahí está. Tenía usted razón.

McLean observó la pantalla y entornó los ojos para protegerse del resplandor. No sabía qué había hecho la agente, pero la mayor parte de la imagen había adquirido un tono blanco purísimo. Los escombros de la pared derribada parecían flotar por encima del suelo, como si estuvieran grabados en el aire con delgadas líneas negras que creaban un brusco contraste. Y, justo un poco más allá, se veía sobre el blanco un tono gris muy desvaído: era lo poco que se apreciaba de las líneas en espiral.

—¿Qué ha hecho?

—¿Lo entendería si se lo explicara?

—Seguramente no.

McLean echó un vistazo a su cuaderno y luego se fijó de nuevo en la pantalla. Había empezado a dudar de lo que había visto y no le gustaba mucho hacia dónde lo conducía esa línea de pensamiento.

—¿Puede ejecutar ese programa con las otras fotos?

—Sí, claro. Bueno, yo empiezo y luego, cuando vuelva Malky, le diré que siga él con las que queden. Se pondrá muy contento cuando sepa que no hizo las fotos en balde.

—Gracias. Me ha ayudado usted mucho. Por un momento había pensado que me estaba volviendo loco.

—Bueno, tal vez sea cierto. No entiendo cómo pudo usted ver esas marcas, independientemente del origen que tengan.

—Ya me ocuparé de preguntárselo a mi oculista la próxima vez que vaya a revisarme la vista.

McLean se levantó de la silla, se guardó el cuaderno en el bolsillo e hizo ademán de marcharse.

—Enviaré los archivos a su impresora. Cuando llegue, ya los tendrá allí esperando.

—¿Eso se puede hacer?

McLean no dejaba de maravillarse.

—Claro, no se preocupe. Mucho mejor que trasladarlos a la otra punta de la ciudad. Por cierto, tengo que ir dentro de poco por su barrio. Porque supongo que irá al pub con todo el mundo, ¿no?

—¿Al pub?

—Sí. Duguid invita a una copa a todos los que han participado en el caso Smythe. Según he oído decir, no es frecuente que se rasque el bolsillo, así que imagino que el pub estará a tope.

—¿Que Dagwood invita a copas? —McLean sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad—. Eso no me lo pierdo.