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El bufete Carstairs Weddell ocupaba una enorme casa de estilo georgiano, en el extremo oeste de la ciudad. Mientras que otras firmas de abogados, más modernas y progresistas, se habían trasladado a edificios de oficinas de Lothian Road o incluso Gogarburn, aquel pequeño bufete había resistido el empuje del cambio. McLean recordaba una época, no muy lejana, en que la mayoría de las empresas familiares de toda la vida —abogados y corredores de Bolsa, banqueros e importadores de artículos de calidad— tenían sus oficinas en las espléndidas mansiones del oeste de Edimburgo. Pero ahora las calles de esa zona estaban repletas de restaurantes en los bajos, boutiques, gimnasios y carísimos apartamentos. Los tiempos cambiaban, sí, pero la ciudad se adaptaba.

Llegaba a su cita con una hora de antelación, pero la secretaria le dijo que en principio no iba a suponer ningún problema. Lo dejó esperando en la elegante recepción, decorada con retratos de hombres de rostro adusto y amueblada con cómodos sillones de piel. Parecía más un club que otra cosa, pero al menos se estaba fresco, en comparación con el asfixiante calor de la calle.

—Inspector McLean, me alegro de volver a verlo.

McLean se volvió al escuchar la voz. No había oído la puerta al abrirse, pero de repente se encontró frente a un hombre de pelo blanco y finas gafas de montura metálica, que le tendía una mano. McLean se puso en pie y se la estrechó.

—¿Señor Carstairs? ¿Nos conocemos?

Había algo en él que le resultaba familiar. Era posible, claro, que hubieran coincidido algún día en los tribunales mientras McLean prestaba declaración, incluso que Carstairs lo hubiera contrainterrogado en alguna ocasión.

—Eso creo, aunque ya han transcurrido unos cuantos años. Esther solía organizar fiestas magníficas, pero dejó de hacerlo cuando te marchaste a la universidad —dijo, tuteándolo—. Nunca llegué a saber por qué.

McLean pensó en la procesión de gente que solía frecuentar la casa de su abuela. Lo único que recordaba era que la mayoría de ellos eran muy viejos ya por entonces. Pero también su abuela, así que no era de extrañar. Jonas Carstairs ya tenía sus años, pero aun así parecía demasiado joven como para haber formado parte de aquel grupo.

—Creo que siempre le gustó vivir recluida, señor Carstairs. Pero creía que a mí me sería útil conocer a gente. Cuando me marché de casa y me fui a Newington, dejó de dar fiestas.

Carstairs asintió, como si la aclaración de McLean le pareciera muy sensata.

—Llámame Jonas, por favor.

Sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo abrió para consultar la hora y luego volvió a guardarlo con un movimiento fluido, muy practicado.

—¿Te apetecería ir a comer algo? Acaban de abrir un restaurante justo en la esquina y, según me han dicho, se come muy bien.

McLean pensó en la montaña de papeleo de su mesa, que estaba esperando a que alguien la pusiera en orden. Y en la chica del sótano, pero llevaba muerta tanto tiempo que no iba a cambiar nada por esperar un par de horas. Bob el Cascarrabias tenía bajo control la investigación sobre los robos y, sin duda, MacBride estaría ocupado tratando de obtener el máximo de información posible sobre Jonathan Okolo. De hecho, lo único que haría en la comisaría sería estorbar.

—Me parece muy buena idea, Jonas. Pero si estoy fuera de servicio, tendrá que dejar de llamarme «inspector».

No era la clase de restaurante que McLean solía frecuentar. De reciente inauguración, el local se hallaba en un sótano, estaba bastante lleno y en la atmósfera flotaba el tenue bullicio de un buen número de clientes satisfechos que disfrutan de una larga comida. Los acompañaron a una pequeña mesa situada en un rincón, junto a una ventana que daba a un reducido espacio situado por debajo de la acera. Al levantar la vista para dirigirla hacia el cielo, McLean se dio cuenta de que desde allí se podía mirar debajo de la falda de cualquier mujer que pasase por la acera, de modo que se concentró en la carta.

—Según me han dicho, les sale muy bien el pescado —dijo Carstairs—. Imagino que, en esta época del año, el salmón de río estará muy rico.

McLean pidió salmón de río y reprimió el deseo de pedir patatas fritas como acompañamiento. Se limitó, además, a pedir agua mineral, que llegó en una botella azul en forma de lágrima, en cuya etiqueta figuraba algo escrito en gaélico.

—En la antigüedad, los boticarios guardaban el veneno en botellas azules. Así sabían de qué recipientes no debían beber.

Se sirvió un vaso de agua y le ofreció otro al abogado.

—Bueno, como seguramente sabes, en Edimburgo también tenemos unos cuantos envenenadores. ¿Has estado en el Museo de Patología Forense del Colegio de Cirujanos?

—Angus Cadwallader me llevó hace un par de años. Cuando yo aún era sargento.

—Ah, sí, Angus. Tiene la penosa costumbre de abandonar el teatro en mitad de la ópera. Cosas de su trabajo, sin duda.

Charlaron durante un rato de la labor policial, de algunas cuestiones legales y de los pocos amigos y conocidos comunes que consiguieron recordar. Cuando llegó la comida, McLean se decepcionó al ver que le habían traído el salmón al vapor, y no rebozado y frito. No es que no le gustara la alta cocina, sino más bien que casi nunca tenía tiempo para esas cosas. Ni siquiera recordaba la última vez que había comido en un restaurante como aquel.

—¿Estás casado, Tony?

La pregunta de Carstairs era inocente, pero provocó un incómodo silencio cuando McLean se dio cuenta de que, en realidad, sí recordaba la última vez que había comido en un restaurante como aquel. En aquella ocasión, sin embargo, su acompañante era mucho más joven y atractiva, e ignoraba por completo la trascendental pregunta que él, después de armarse de valor, iba a formularle.

—No —respondió.

Se dio cuenta de que había contestado con voz monótona, pero no sabía cómo evitarlo.

—¿Sales con alguien?

—No.

—Es una lástima. Todo joven necesita una esposa que lo cuide. Estoy convencido de que Esther…

—Hubo alguien. Hace unos cuantos años. Estábamos prometidos, pero ella… murió.

McLean aún veía su rostro, los ojos cerrados, la piel blanca y suave como el alabastro. Los labios azules y la larga melena oscura alborotada en torno a la cabeza, mecida por la corriente gélida y mansa del Water of Leith.

—Lo siento. No lo sabía.

La voz de Carstairs se interpuso en sus recuerdos y, por algún motivo, McLean supo que el anciano abogado mentía. Eran muy pocos los habitantes de la ciudad que no recordaban la historia.

—Ha dicho que quería verme por lo del testamento de mi abuela —dijo McLean, aferrándose al primer tema que se le pasó por la cabeza.

—Sí, es verdad. Pero pensaba que antes estaría bien ponerse al día con un viejo amigo de la familia. Supongo que no te sorprenderá saber que Esther te lo ha dejado todo a ti, claro. De hecho, no tenía a quién más dejárselo.

—Si quiere que le sea sincero, no he pensado mucho en esa cuestión. Ya me cuesta bastante hacerme a la idea de que mi abuela ya no está… Tengo que recordarme una y otra vez que ya no hace falta que esta noche, antes de volver a casa, me pase por el hospital a visitarla.

Carstairs no dijo nada y siguieron comiendo en silencio durante un rato. El abogado terminó su plato y se limpió los labios con la suave servilleta blanca. Finalmente, habló.

—El funeral es el lunes. A las diez en punto en Mortonhall. Se ha publicado una nota en la edición de hoy del Scotsman.

De vuelta al bufete, Carstairs lo condujo hasta una amplia sala situada en la parte posterior del edificio, con vistas a un jardín muy bien cuidado. Un antiguo escritorio ocupaba uno de los rincones de la estancia, pero Carstairs le indicó a McLean que se sentara en uno de los sillones de piel situados frente a la chimenea vacía, mientras él ocupaba el otro. La situación le recordó a McLean la charla que había mantenido con la comisaria en jefe el día anterior. Informalidad formal. Sobre la mesa baja de caoba que separaba ambos sillones descansaba una voluminosa carpeta, atada con una cinta negra. Carstairs se inclinó hacia adelante, cogió la carpeta y desató la cinta. McLean no pudo evitar fijarse en que el abogado se movía con una agilidad y elegancia notables para un hombre de su edad, como si fuera un actor joven interpretando el papel de un anciano.

—Esto es un resumen del patrimonio de tu abuela en el momento de su muerte. Hace ya muchos años que administramos sus bienes; desde que murió tu abuelo, de hecho. Esther poseía una amplia cartera de acciones, además de la casa.

—¿En serio?

McLean estaba sinceramente sorprendido. Sabía que a su abuela no le faltaba de nada, pero nunca había dado muestras de ser rica. Solo parecía una anciana que había heredado la casa de su familia, una doctora que había trabajado mucho y se había retirado con una buena pensión.

—Pues sí. Esther era una inversora muy astuta. Algunas de sus recomendaciones sorprendieron incluso a nuestro departamento de inversiones, pero la verdad es que casi nunca perdía dinero.

—¿Y cómo es que yo no tenía ni idea de todo eso?

McLean no sabía si estaba sorprendido o enfadado.

—Tu abuela me otorgó poderes notariales mucho antes de sufrir el derrame, Anthony —dijo Carstairs con una voz suave y serena, como si creyera que la noticia que debía transmitir podía resultar inquietante—. Y también me solicitó expresamente que no te revelara sus bienes hasta después de su muerte. Pobre Esther, tenía unas ideas algo anticuadas. Supongo que creía que, de haber sabido que algún día heredarías un gran patrimonio, no te habrías esforzado lo bastante en tu carrera.

McLean no supo qué decir. Era tan típico de su abuela que casi se la imaginó sentada en su sillón favorito, delante de la chimenea, sermoneándolo una vez más sobre lo importante que era el trabajo duro. También poseía un perverso sentido del humor y seguro que, estuviera donde estuviese en aquel momento, se estaba desternillando de risa. McLean se sorprendió al darse cuenta de que el simple hecho de pensar en ella lo había hecho sonreír. Era la primera vez en muchos meses que pensaba en ella como una persona viva y radiante, y no como aquel vegetal peor que muerto en que se había convertido.

—¿Tiene idea del valor total de su patrimonio?

La pregunta le sonó demasiado materialista incluso a él, pero no se le ocurrió nada más.

—La tasación del inmueble la realizará nuestro departamento de Traspaso de Bienes. El valor de las acciones se fija según el precio que tenían al cierre del mercado el día posterior a su muerte. Lógicamente, hay otros muchos artículos. Supongo que los muebles y los cuadros de la casa tendrán cierto valor, y luego quedan algunas otras cosillas por ahí. Esther siempre tuvo muy buen ojo.

Carstairs cogió la hoja que estaba en la parte superior de la carpeta y la colocó sobre la mesa. Le dio la vuelta, de modo que McLean pudiera leerla.

El inspector cogió el papel con dedos temblorosos y trató de comprender las distintas columnas y cifras, hasta que aterrizó con la mirada en el total que figuraba en la parte inferior de la página, subrayado y en negrita.

—Hostia puta…

Su abuela le había dejado una casa enorme y una cartera de acciones valorada en bastante más de cinco millones de libras.