La comisaría estaba sumida en el caos cuando McLean llegó, a la mañana siguiente. Tras haber pedido un curry a domicilio y haberse acostado temprano, ya no era el zombi clínicamente muerto del día anterior. Llegaba media hora antes de la reunión matinal sobre el caso Smythe, por lo que había pensado aprovechar ese tiempo para ponerse por fin con todo el papeleo pendiente. Al pasar junto al centro de coordinación, de camino a la escalera, oyó la inconfundible voz de Dagwood que retumbaba al otro lado de la puerta.
—De puta madre. No conseguimos impedirles la entrada a esos cabrones y resulta que, cuando llegan aquí, están todos para encerrar…
McLean echó un vistazo desde el marco de la puerta, con la esperanza de hacerse una idea de la situación antes de entrar. Pero el comisario eligió precisamente el mismo momento para interrumpir su conversación con un par de sargentos uniformados y volverse.
—Ah, McLean. Bien, me alegra que llegues temprano. Así podrás ayudar a recoger.
—¿Recoger, señor?
McLean echó un vistazo a su alrededor y vio a varios agentes muy atareados llenando cajas, retirando fotografías de las paredes y borrando las pizarras.
—Sí, Tony. Anoche lo pillamos. Y no hay duda de que es el culpable, pues había huellas suyas por toda la biblioteca de Smythe.
—¿Han pillado al asesino?
Para McLean, el punto en el que se encontraba la investigación el día anterior por la tarde no cuadraba con la información que acababan de comunicarle. Solo esperó no haberse quedado boquiabierto.
—¿Cómo?
—Bueno, yo no diría exactamente que lo hemos pillado —aclaró Duguid—. Resulta que un tipo entró en un pub justo al lado de St Andrew’s Square, a eso de las once y media de anoche. Fue al servicio de caballeros y se degolló. Con el mismo cuchillo que había utilizado con Smythe.
—¿Se encuentra bien?
—No, pues claro que no se encuentra bien, imbécil. Está muerto. ¿Crees que estaríamos recogiendo todo esto si tuviéramos al tipo en un calabozo, esperando el interrogatorio?
—No, señor, desde luego que no.
McLean observó el proceso de desmantelamiento del centro de coordinación, que avanzaba a buen ritmo.
—¿Y quién es? —preguntó.
—Un inmigrante ilegal. Se llama Akimbo o algo así. Nunca sé cómo se pronuncian esos nombres extranjeros.
—¿Quién lo ha identificado?
—Un bomboncito de la policía científica. Baird se llama, creo. En la base de datos de huellas dactilares no encontramos nada, pero Baird tuvo la brillante idea de probar suerte en el registro de inmigrantes ilegales. El tipo en cuestión tendría que haber estado entre rejas. Lo iban a enviar de vuelta al Congo o no sé adónde, al puto país del que había venido.
McLean intentó pasar por alto el racismo de Duguid. El comisario era un ejemplo andante de todo lo que no funcionaba en el cuerpo de policía. Cuanto antes se retirara, mejor para todos.
—Supongo que la comisaria en jefe estará satisfecha y, sin duda, el director general de la policía también. Sé que había mucha presión para resolver el caso cuanto antes.
—Exacto. Que es el motivo por el cual necesitamos el informe redactado y en la mesa de Jayne como muy tarde a última hora de hoy. No creo que el fiscal quiera llevar la investigación más allá, pero igualmente tenemos que cumplir con las formalidades. Tendrás que asistir al examen post mórtem, solo para asegurarnos de que no nos vamos a encontrar sorpresas desagradables. Las pruebas, sin embargo, son concluyentes. Tenía en la ropa restos de sangre del mismo grupo sanguíneo que Smythe. Seguro que las pruebas de ADN confirmarán que es suya. Es nuestro hombre.
Pues qué bien. Otra oportunidad para ver cómo abrían en canal un cadáver.
—¿A qué hora es el post mórtem, señor? —dijo McLean.
Duguid consultó su reloj: eran las siete de la mañana.
—A las diez, creo. Mejor llama para asegurarte.
—A las diez. Es que en teoría tenía que… —empezó a decir McLean.
Sin embargo, se interrumpió. Sabía que no le iba a servir de nada quejarse delante de Duguid. Solo conseguiría provocar una de las diatribas del comisario.
—Ya lo cambiaré —dijo al fin.
—Eso mismo, McLean.
El minúsculo centro de coordinación se hallaba vacío cuando McLean consiguió finalmente librarse de Duguid y dirigirse hacia la parte posterior de la comisaría. El periódico de Bob el Cascarrabias estaba sobre una de las dos mesas. Sobre la otra, el agente MacBride había colocado una ordenada pila de documentos. McLean les echó un vistazo: informes de robos que se remontaban a los últimos cinco años, de entre cuyas páginas asomaban pósits con preguntas anotadas. Bueno, por lo menos alguien había estado ocupado.
Las fotografías de los órganos y de los objetos descubiertos en el sótano tapiado colgaban de una pared en la misma posición en que los habían encontrado, es decir, formando un círculo. Justo en el centro, habían colgado una fotografía tamaño A3 del cuerpo retorcido y profanado de la joven. McLean se quedó contemplándola durante varios minutos, hasta que se abrió la puerta.
—Buenos días, señor. ¿Se ha enterado de la noticia?
El agente MacBride tenía pinta de haberse estado frotando la piel hasta dejarla de un reluciente tono rosado. Aún tenía el pelo ligeramente húmedo después de la ducha y en su rostro redondo se advertía un gesto inocente de entusiasmo y emoción.
—¿Qué noticia? Ah, el asesino de Smythe. ¿No le parece un poco raro?
—¿Por qué lo dice, señor?
—Bueno, ¿por qué iba a hacer algo así? ¿Por qué iba a colarse en casa de un anciano y abrirlo en canal? ¿Por qué meterle el bazo en la boca? ¿Y por qué suicidarse unos días más tarde?
—Bien, era un inmigrante ilegal, ¿no?
McLean se enfureció.
—No empecemos con eso, por favor. Que no vienen a violar a nuestras mujeres ni a robarnos los puestos de trabajo, ¿sabe? Ya tengo bastante con escuchar esas chorradas de boca de Duguid.
—No me refería a eso, señor. —A MacBride se le pusieron las mejillas aún más rosadas y los lóbulos de las orejas se le tiñeron de rojo sangre—. Lo que quiero decir es que a lo mejor tenía algo contra Smythe porque era el presidente de la Junta de Apelaciones de Inmigración.
—¿En serio? ¿Y usted cómo lo sabe?
—Porque me lo ha dicho Alison… eh, la agente Kydd.
En ese momento fue McLean quien se ruborizó.
—Lo siento, Stuart, no quería hablarle en ese tono. ¿Qué más sabe de Smythe que yo no sepa?
—Bueno, señor, tenía ochenta y cuatro años, pero seguía yendo a trabajar todos los días. Formaba parte del consejo de administración de una docena de empresas y poseía participaciones mayoritarias en al menos un par de nuevas compañías de biotecnología. Se hizo cargo del banco mercantil de su padre justo después de la guerra y lo convirtió en una de las mayores instituciones financieras de la ciudad. Lo vendió justo antes de que estallara la burbuja punto com. Desde entonces, se ha dedicado básicamente a crear fundaciones benéficas dedicadas a distintas causas. Tenía tres empleados fijos en su casa de la ciudad y los tres libraban la noche en que lo mataron. Al parecer, no era un hecho excepcional: solía darles la noche libre para poder estar solo en casa.
McLean siguió escuchando aquel resumen de la historia de Smythe y, mientras lo hacía, no pudo evitar pensar que MacBride había memorizado los detalles. Dejando a una lado la relación indirecta por lo de la inmigración y la repatriación, no había absolutamente nada que pudiera vincular a Smythe con el hombre que lo había asesinado.
—¿Cómo se llamaba el asesino?
MacBride sacó en ese momento su cuaderno y se humedeció la punta del dedo antes de empezar a pasar las páginas.
—Jonathan Okolo. Según parece, era de Nigeria. Solicitó asilo hace tres años, pero se lo denegaron. Estuvo retenido en un centro de internamiento de inmigrantes hasta el pasado abril «a la espera de ser repatriado», según la información que tenemos. Nadie sabe muy bien cómo consiguió huir, si bien es cierto que son varios los inmigrantes que se han escapado durante el último año.
—¿Tiene sus nombres?
—No, señor. Pero estoy convencido de que puedo conseguirlos. ¿Por qué?
—La verdad es que no lo sé. Duguid intentará lavarse las manos de este asunto lo antes posible. Y, seguramente, el director general de la policía y los demás capos también se alegrarán de dejar correr el asunto. Si yo tuviera dos dedos de frente, haría lo mismo, pero tengo la inquietante sensación de que aún no se ha dicho la última palabra sobre Jonathan Okolo. Y no me importaría contar con cierta ventaja cuando vuelva a aparecer su nombre.
—Haré unas cuantas pesquisas, señor.
MacBride anotó algo en su cuaderno y luego lo guardó con mucho cuidado. McLean se preguntó dónde habría ido a parar el suyo; seguramente estaba arriba, en su despacho. Junto con todo el papeleo que no se iba a tramitar solo.
—Bueno, agente, ¿qué tiene previsto para hoy?
—El sargento Laird y yo tenemos que ir a entrevistar a algunas de las víctimas de robos, señor. En cuanto llegue.
—Bueno, a Bob el Cascarrabias siempre le ha ido el turno de noche.
Por la expresión de MacBride, McLean se dio cuenta de que nunca había oído a nadie llamar Bob el Cascarrabias al sargento Laird.
—Le diré lo que vamos a hacer, agente. Cuando llegue Bob, le pide que se encargue él de las entrevistas. Que se lleve a un agente uniformado si se siente solo. Quiero que dedique la próxima hora a averiguar todo lo que pueda sobre Okolo y sus amigos. Y, luego, usted y yo nos daremos un paseíto hasta Cowgate para ver cómo Cadwallader lo abre en canal.
—Eh… ¿tengo que ir, señor?
La tez normalmente rubicunda de MacBride había adquirido una tonalidad verde pálido.
—Habrá asistido a algún examen post mórtem, ¿verdad, agente?
—Sí, señor. A un par. Y precisamente por eso preferiría ir a otro sitio.
McLean encontró el cuaderno justo donde lo había dejado: en su escritorio, debajo de la bolsa de pruebas que contenía el vestido de flores de la muchacha muerta. Se lo guardó en el bolsillo y se recordó mentalmente que debía devolver el vestido al centro de coordinación, en la planta inferior. El trozo de papel con el número de Carstairs seguía junto al teléfono. Llamó enseguida y cambió la reunión para el mediodía; luego encendió el ordenador y se acercó la pila de papeleo. Comprendía la necesidad de dar cuentas de todo y seguir los procedimientos normales, pero le hubiera gustado que alguien llevara a cabo ese trabajo por él.
Era una tarea un tanto embotadora, que le exigía demasiada concentración y no le permitía reflexionar sobre otras cuestiones mientras la realizaba. Y, durante todo ese tiempo, no dejó de observar de reojo el vestido. Finalmente, cuando consideró que ya había reducido la pila de papeleo más o menos a la mitad, sacó de nuevo su cuaderno, echó la silla hacia atrás y se dedicó a pasar las páginas.
Casi enseguida llegó a los extraños y sinuosos dibujos que había visto, o creía haber visto, en el sótano. Los diseños le habían hecho pensar que el asesinato tal vez hubiera sido una especie de sacrificio ritual, pero las hornacinas ocultas habían revelado pistas aún más obvias que apuntaban tentadoramente en ese sentido. Así pues, se había concentrado en los nombres, en los órganos conservados y en los objetos personales. Pero, tal y como le había dicho siempre su antiguo mentor, la clave estaba por lo general en los aspectos menos obvios. McLean consultó su reloj: eran las nueve y media. Apagó el ordenador, cogió el vestido y se encaminó de nuevo al minúsculo centro de coordinación. Bob el Cascarrabias ya estaba allí, leyendo de nuevo el periódico. El agente MacBride, en cambio, estaba concentrado en la pantalla de su ordenador, al tiempo que tecleaba rabiosamente.
—Buenos días, señor —dijo Bob el Cascarrabias, al tiempo que doblaba el periódico y lo metía en una caja, debajo de la mesa.
—Buenos días, Bob. ¿Tiene las fotos del escenario del crimen?
Bob el Cascarrabias le lanzó una mirada a MacBride, pero no obtuvo respuesta, de modo que tuvo que acercarse él mismo al rincón para recoger la caja. La depositó sobre la mesa y extrajo un puñado de fotografías satinadas.
—¿Qué es lo que busca, señor?
—Tendría que haber unas cuantas fotografías del suelo, como a un metro de la pared.
—Ah, sí, me estaba preguntando por qué las hizo el fotógrafo.
Bob el Cascarrabias rebuscó un poco más y encontró un montón de hojas. Empezó a colocarlas sobre la mesa, mencionando de vez en cuando los números impresos en el dorso.
—Yo se lo pedí.
McLean estudió la primera de las fotografías, luego la siguiente y la siguiente. Todas le parecieron iguales. El suelo, iluminado por el flash de la cámara, aparecía liso y monótono, no presentaba ni una sola marca. Sacó su cuaderno y contempló las formas que había dibujado. Las formas que estaba seguro de haber visto.
—¿Esto es todo? —le preguntó a Bob, después de haber analizado todas las imágenes sin resultado alguno.
—Que yo sepa, sí.
—Bueno, pues póngase en contacto con la policía científica y compruébelo, ¿de acuerdo, Bob? Estoy buscando unas fotografías del suelo que muestren dibujos parecidos a estos —dijo, mostrándole al sargento los esbozos que había trazado en su cuaderno.
—¿Y no puede hacerlo el agente MacBride? —se lamentó Bob—. Ya sabe que las cuestiones técnicas se le dan mucho mejor que a mí.
—Lo siento, Bob, pero él tiene que acompañarme —dijo McLean, y se volvió hacia el agente—. ¿Ha terminado?
—Casi, señor. Un segundo. —MacBride pulsó un par de teclas y luego cerró el portátil—. Cuando salgamos de aquí, pasaré un momento por la impresora a recoger un par de cosas. A menos que prefiera usted que el sargento Laird lo acompañe al post mórtem, señor —dijo en un tono de voz esperanzado.
McLean sonrió.
—Me temo que Bob acaba de desayunar, agente. Y no tengo ganas de saber qué ha comido.