Su mente es un torbellino. No conoce la ciudad, ni entiende ese áspero idioma que habla la gente. Se siente mareado, hasta la médula. Respira trabajosamente y cada vez que coge aire le duele la garganta y le arde el pecho. En otra época fue un hombre fuerte, eso sí lo sabe, aunque ahora ya no recuerde ni su nombre. En otra época podía cargar doce gavillas de cereal al mismo tiempo, limpiar un campo entero en una sola tarde bajo el sol abrasador. Ahora tiene la espalda encorvada, nota las piernas débiles e inseguras. ¿Cuándo se volvió tan viejo como su padre? ¿Qué le ha ocurrido a su vida?
De un edificio cercano sale mucho ruido. Los altos ventanales son de cristal esmerilado, pero a través de ellos ve las siluetas coloridas de las personas que están dentro. La puerta central se abre y sale una mujer tambaleándose, seguida de cerca por otras dos. Se están riendo, burlándose unas de otras con palabras que él no reconoce. Están borrachas y alegres, y no se fijan en él, que las está observando desde el otro lado de la calle. Sus altos tacones resuenan en la acera cuando se alejan dando traspiés. Las faldas cortas se les suben piernas arriba y las breves camisetas dejan a la vista una carne blanca y flácida.
Capta fragmentos de recuerdos. Alguien que está haciendo algo espantoso. Más carne blanca, cortada por un afilado cuchillo. Sangre que brota de los lados del corte. Rabia por una antigua injusticia. Algo oscuro, húmedo y viscoso debajo. No son sus recuerdos. O tal vez sí. Ya no sabe qué es real.
El aire es caliente, forma un denso manto de humedad bajo el negro cielo nocturno. La luz naranja de las farolas refleja la espesa neblina y lo tiñe todo de un resplandor infernal. Está empapado de sudor; la cabeza le palpita al ritmo del corazón. De repente, nota la garganta seca y comprende qué es el edificio que se encuentra al otro lado de la calle.
El ruido lo golpea cuando abre la pesada puerta. Le llega un olor a cuerpos sudados, desodorante, perfume, cerveza, comida… Hay cientos de personas en pie o sentadas, gritando para hacerse oír por encima de la discordante música que lo llena todo. Nadie repara en él cuando se confunde entre la multitud.
Se contempla las manos, tan conocidas. Son manos que han levantado paredes, han acariciado cuerpos, han acunado a un pequeñísimo bebé cuyo nombre, como el suyo propio, hace mucho que ya ha olvidado. Son manos cubiertas de sangre seca, que se acumula entre las arrugas y bajo las cortas uñas. Son las manos que han empuñado el cuchillo. Que han profanado tan atrozmente el cuerpo de otro hombre. Las manos que han clamado venganza por todas las injusticias que él y los suyos han soportado.
Ve el cartel, lo único que entiende en ese lugar extraño. ¿Qué lo lleva hacia allí, las náuseas que lo han debilitado o las espantosas imágenes que se agolpan en su mente? Sea como sea, está en el lavabo, vomitando encorvado sobre el váter. O intentando vomitar, al menos. No son más que arcadas, pues tiene el estómago vacío.
Coge papel, se seca la cara y las manos, y tira de la cadena. Cuando se levanta, tiene la sensación de que el mundo se inclina peligrosamente. Está sin aliento, ajeno a todo. Hay otras personas en el lavabo, riéndose de él. Dan vueltas a su alrededor, como matones de patio de colegio. No consigue concentrarse, solo recuerda la terrible sensación de tener el cuchillo en la mano, el poder que experimentó al usarlo, la ira justificada. Y le parece notarlo de nuevo, en la palma de la mano.
Los hombres ya no se están riendo. Se ha hecho el silencio en el lavabo. Hasta el monótono martilleo de la música ha cesado. Echa un vistazo a su alrededor y, por primera vez, se fija en el largo espejo que tiene delante. Le resulta difícil ver nada que no sean las imágenes de la carnicería que se agolpan en su mente, pero consigue distinguir a un hombre al cual no reconoce, un tipo demacrado y ojeroso, vestido con ropa muy sucia, de pelo gris enmarañado. Fascinado y aterrorizado a la vez, observa al hombre levantar una mano. Con el puño sujeta una navaja corta, cuyo filo apunta hacia la garganta descubierta. Ya lo ha hecho antes, piensa, mientras nota en la carne el ansiado roce del frío acero.
La sangre salpica el espejo.