Apenas había cruzado la mitad del vestíbulo de la comisaría cuando el sargento de guardia le hizo una señal para que se detuviera.
—¿Conoce a alguien llamado Jonas Carstairs?
McLean se estrujó el cerebro. El nombre le sonaba.
—Porque lleva todo el día llamándolo y dejando mensajes.
—¿Te ha dicho qué quería?
—No sé qué de su abuela. Por cierto, ¿cómo está? ¿Ha mejorado?
McLean palideció de golpe. No era exactamente que se le hubiera olvidado, sino más bien que había compartimentado su enfermedad ya hacía tanto tiempo que no acababa de asumir la idea de que hubiera muerto. Había conseguido esquivar la pregunta con Jenny Spiers, pero en una comisaría de policía no existían los secretos. O, al menos, no durante mucho tiempo. Y, obviamente, la manera más rápida de conseguir que se enterara todo el mundo era decírselo al sargento de guardia. Solo existía otra forma más veloz de difundir una noticia: decir que se trataba de un secreto.
—Falleció anoche.
—Joder, inspector. ¿Y por qué ha venido usted a trabajar?
—No lo sé. En realidad tampoco es que pudiera hacer nada. No es que haya sido una muerte inesperada.
Aunque, en cierto modo, sí lo había sido. Llevaba mucho tiempo acostumbrado a la idea de que su abuela estaba en el hospital, en estado de coma. Lógicamente, sabía que la muerte le llegaría tarde o temprano, y en alguna que otra ocasión incluso había deseado que fuera más temprano que tarde. Pero también había esperado ver alguna señal de que se estaba yendo. Había creído que tendría tiempo para prepararse.
—¿Ha dejado algún número? Carstairs, quiero decir.
—Sí, y ha dicho que lo llame lo antes posible. La verdad, inspector, tampoco le va a pasar nada por encender el móvil de vez en cuando.
McLean se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. Seguía muerto.
—Ya lo hago, pero es que la batería se empeña en dejarme tirado.
—¿Y qué le parece si se compra un radiotransmisor? No entiendo por qué a los investigadores se les ha metido en la cabeza que no lo necesitan.
—Tengo uno, en algún sitio, Pete, pero aún es peor. La batería no funciona a menos que la tenga conectada a la corriente. Como dispositivo móvil, no es que sea muy útil, la verdad.
—Ya, bueno… Pues cómprese algo que funcione, ¿vale?
El sargento le entregó a McLean una nota en la que había garabateado un nombre y un número de teléfono, y después le abrió la puerta de la comisaría.
McLean tenía su propio despacho, que era una de las ventajas de ser inspector. Se trataba de una habitación lúgubre, provista de una única ventana que daba a unos bloques de viviendas muy próximos, con lo cual entraba muy poca luz. Varios archivadores, aún repletos de notas sobre los casos que había llevado su predecesor, ocupaban la mayoría del espacio disponible, pero algún genio de la geometría había conseguido encajar también un escritorio. Sobre dicho escritorio descansaba una pila de carpetas, la primera de las cuales tenía pegado un pósit amarillo en el que aparecía escrita la palabra «¡Urgente!», subrayada tres veces. Ignoró la presencia de las carpetas, rodeó el escritorio como pudo y se sentó. Cogió el teléfono y marcó el número, a la vez que consultaba la hora en su reloj de pulsera. Era un poco tarde en términos de horario de oficina, aunque de hecho no sabía si aquel número correspondía a una oficina.
—Carstairs Weddell, ¿en qué puedo ayudarle?
La rápida respuesta y el tono amable de la recepcionista lo pillaron desprevenido. Reconoció el nombre del bufete de abogados que se había encargado de gestionar los asuntos de su abuela desde que había tenido el derrame, y se sintió un poco estúpido por no haberse acordado.
—Ah… Eh. Hola. ¿Podría hablar con el señor Jonas Carstairs, por favor?
Hasta entonces, solo había tratado con un empleado joven, Perkins o Peterson o algo así, de modo que le pareció extraño que el socio mayoritario hubiese intentado contactar directamente con él.
—¿Puedo preguntar quién le llama, por favor?
—McLean, Anthony McLean.
—Un momento, inspector, enseguida le paso.
De nuevo, le cogió por sorpresa que alguien supiera más de él que él mismo de esa persona. Sin embargo, la sorpresa no le duró mucho, pues se oyó un clic que interrumpió la música de espera.
—Inspector de policía McLean, soy Jonas Carstairs. Lamento muchísimo la muerte de su abuela. En su época, Esther fue una gran mujer.
—Deduzco que usted la conocía, señor Carstairs.
—Jonas, por favor. Y sí, la conocía desde hacía mucho tiempo, más del que llevaba siendo su abogado. Me nombró albacea de su testamento. Le agradecería que se pasara por mi despacho lo antes posible para tratar unas cuantas cuestiones.
—De acuerdo. ¿Le parece bien mañana? Es que ahora es un poco tarde y esta noche no he pegado ojo.
McLean se frotó los ojos con la palma de la mano libre y solo al expresarlo con palabras se dio cuenta de lo agotado que estaba.
—Por supuesto, lo entiendo. Y no se preocupe por las gestiones, lo tengo todo bajo control. Mañana se publicará una nota en el Scotsman y, seguramente, también un obituario. Esther no quería un funeral religioso, así que organizaremos una sencilla ceremonia en el crematorio de Mortonhall. Lo avisaré en cuanto lo tengamos reservado. ¿Quiere que organice también el velatorio? Ya sé lo ocupados que están los agentes de la ley.
McLean solo entendió a medias lo que le estaban diciendo. Ya había pensando en la multitud de cuestiones que debería resolver ahora que su abuela estaba muerta, pero tenía tantas cosas en la cabeza que le resultaba fácil despistarse: el vestido de cóctel con su estampado de flores, cuidadosamente guardado en la bolsa de pruebas, estaba justo delante de él, en el escritorio. Durante un segundo, sin embargo, no consiguió recordar por qué lo tenía allí. Necesitaba comer algo y luego dormir.
—Sí, por favor —dijo al fin.
Le dio las gracias al abogado, acordó pasarse por su despacho a las diez de la mañana del día siguiente y colgó. El sol del atardecer teñía los edificios de enfrente de un cálido tono ocre, pero muy poca luz conseguía entrar en el despacho. El aire estaba viciado y, tras reclinarse en la silla para desperezarse y apoyar la cabeza en la fresca pared, McLean cerró los ojos durante apenas un segundo.
Está completamente desnuda, como Dios la trajo al mundo. Es delgada, de brazos y piernas huesudos. El pelo, lacio, le cae a ambos lados del rostro esquelético y tiene los ojos hundidos. Mientras se acerca hacia él, extiende los brazos y se inclina hacia adelante para suplicarle ayuda. Entonces da un traspié y en su estómago aparece una herida, que va desde el vientre hasta el escote. Se detiene e intenta recoger las entrañas cuando estas empiezan a caer al suelo. Las sujeta con un brazo, mientras sigue tendiéndole el otro. Avanza de nuevo, esta vez arrastrando los pies más despacio, con una mirada suplicante en sus oscuros ojos.
Él quiere apartar la mirada, pero está atrapado, no puede moverse. Ni siquiera puede cerrar los ojos. Lo único que puede hacer es mirarla mientras ella cae de rodillas. Las tripas se desparraman por el suelo, pero ella sigue arrastrándose hacia él.
—Inspector.
Su voz es pura agonía. Y, justo en el momento en que él la oye, el rostro de la joven empieza a cambiar: la piel se seca y se va tensando aún más sobre los pómulos; los ojos se le hunden más y más en la cabeza y los labios se le curvan en una mueca, una especie de parodia de una sonrisa.
—¡Inspector!
Ya está junto a él. Le acerca la mano libre al hombro, lo toca, lo zarandea. Con la otra mano intenta que no se le salgan los intestinos, como si fuera una solitaria ama de casa que recibe al cartero en bata. Se le empiezan a caer vísceras: los riñones, el hígado, el bazo…
—¡Tony, despierte!
McLean abrió de golpe los ojos y a punto estuvo de caerse de la silla al pasar del mundo de los sueños al de la realidad. La comisaria McIntyre estaba junto a su escritorio, contemplándolo con una expresión en la que se mezclaban el enfado y la preocupación.
—¿Ahora dormimos en el trabajo? No es la clase de comportamiento que esperaba de usted cuando lo recomendé para un ascenso.
—Lo siento, señora.
McLean sacudió ligeramente la cabeza, tratando de ahuyentar la perturbadora imagen de la muchacha eviscerada.
—Es el calor —añadió—. Solo he cerrado los ojos un momento. Yo…
Se interrumpió al ver que McIntyre intentaba contener una sonrisa.
—Estaba bromeando, Tony. Parece agotado. Será mejor que se vaya a casa a descansar.
La comisaria en jefe se sentó en el borde del escritorio. De no haber estado tan abarrotada de archivadores, en la sala habría habido sitio para otra silla.
—El sargento Murray me ha contado lo de su abuela. Lo siento mucho.
—En realidad murió ya hace mucho.
A McLean lo incomodaba un poco que la comisaria en jefe estuviera apoyada en el borde de la mesa, quedando así por encima de él. Sabía que debía ponerse en pie, pero hacerlo en ese momento le hubiera resultado aún más incómodo.
—Es posible, pero es ahora cuando tiene que afrontarlo. Y sé que la echa de menos.
—Sabe que mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años, ¿verdad? Mi abuela me crio como si yo fuera mi padre. Supongo que no le resultó fácil tenerme por allí, recordándole constantemente a su hijo.
—Pero… y usted ¿qué? Ni me imagino lo que debió de pasar al perder a sus padres a tan temprana edad.
McLean se inclinó hacia el escritorio al tiempo que se frotaba los ojos. Aquellas eran heridas muy antiguas, ya habían cicatrizado mucho tiempo atrás. Y no le apetecía demasiado hurgar en ellas. Pero eso era justamente lo que iba a propiciar la muerte de su abuela. Y tal vez ese fuera uno más de los motivos por los que le costaba asumir que se hubiera marchado de verdad.
Cogió la bolsa de pruebas que contenía el vestido de flores, simplemente porque necesitaba tener las manos ocupadas.
—Hemos situado la fecha de la muerte hacia mediados de los años cuarenta.
—¿Cómo dice? —preguntó McIntyre con expresión de perplejidad.
—La chica muerta de la casa de Sighthill. El vestido tenía al menos diez años y es poco probable que lo confeccionaran antes de 1935. La datación radiocarbónica sitúa la muerte antes de 1950. Calculo que hacia el final de la segunda guerra mundial.
—O sea, que lo más probable es que el asesino ya esté muerto.
—Asesinos. En plural. Creemos que fueron seis.
McLean le resumió los progresos que habían hecho en la investigación. McIntyre siguió apoyada en el borde del escritorio, escuchando en silencio mientras McLean ponía en orden la información de la que disponía hasta el momento. Tan poca que apenas permitía avanzar.
—¿Y qué hay de Smythe?
La pregunta lo descolocó.
—¿Cree que existe alguna relación?
—No, no. Lo siento. Quería decir que qué hay de la investigación. ¿Cómo va?
—El examen post mórtem confirma que fue asesinado y que la causa más probable de la muerte fue la pérdida de sangre. Aún estoy esperando los resultados de las pruebas de toxicología. El que lo hizo tuvo que utilizar un anestésico potente, lo cual nos ayudará a reducir la lista de sospechosos. Duguid está concentrado en los interrogatorios, así que no he tenido aún oportunidad de ponerme al día con él.
—Bien, ya contrastaremos toda la información en la reunión de mañana. Pero quiero que se concentre todo lo posible en el caso Smythe. Después de sesenta años, las pistas sobre el asesinato de su chica no se van a enfriar más…
Eso tenía sentido, claro. Era mucho más importante coger a un asesino que había matado apenas hacía veinticuatro horas. ¿Por qué, entonces, sentía el deseo de concentrarse en el asesinato de la muchacha? ¿Era solamente porque no le gustaba trabajar con Dagwood? McLean contuvo un bostezo, tratando de no fijarse en los papeles que tenía sobre el escritorio, los cuales requerían su atención de forma urgente y tres veces subrayada. Tenían el sospechoso aspecto de impresos de horas extraordinarias y formularios de gastos que debía aprobar para su presupuesto trimestral. Se dispuso a coger el primer papel, pero McIntyre se lo impidió. El tacto de su mano era suave, pero el gesto, firme.
—Váyase a casa, Tony. Acuéstese pronto y duerma. Mañana estará más fresco.
—¿Es una orden, señora?
—Sí, inspector. Lo es.