No tendría que haberse parado. No era su caso. Ni siquiera estaba de servicio. Pero el inspector de policía Anthony McLean nunca podía resistirse a las luces parpadeantes, ni a la unidad de la policía científica, ni a los agentes de uniforme colocando las barreras.
Se había criado en aquel barrio, en aquella zona acomodada de la ciudad, con sus casitas unifamiliares rodeadas de amplios jardines vallados. Allí vivía gente de pasta, y la gente de pasta sabía proteger lo suyo. Era poco probable ver a un vagabundo paseando por aquellas calles, y menos probable aún que se produjera un delito grave. Sin embargo, dos coches patrulla bloqueaban en ese momento la entrada de una casa considerablemente grande, mientras un agente uniformado iba desenrollando la cinta azul y blanca. McLean buscó su placa y empezó a acercarse.
—¿Qué ocurre?
—Se ha cometido un asesinato, señor. Eso es lo único que me han dicho.
El agente de policía ató la cinta y empezó a desenrollar otro trozo. McLean contempló el sendero de gravilla que ascendía hacia la casa. La furgoneta de la policía científica había entrado marcha atrás hasta la mitad del sendero y tenía las puertas abiertas de par en par. Una hilera de agentes uniformados peinaban centímetro a centímetro el césped, en busca de pruebas. No pasaba nada por echar una ojeada, se dijo McLean, y ver si podía ayudar en algo. Al fin y al cabo, conocía la zona. Se agachó para pasar por debajo de la cinta y empezó a subir por el sendero.
Un poco más allá de la abollada furgoneta blanca, un elegante Bentley negro centelleaba a la luz del atardecer. Junto a él, un viejo y oxidado Mondeo, que desmerecía un poco. McLean reconoció el vehículo, pues por desgracia conocía demasiado bien al propietario: el comisario Charles Duguid no era precisamente su superior preferido, pero si estaba al mando de aquella investigación, el fallecido debía de ser alguien importante. Lo cual también explicaba la gran cantidad de agentes de uniforme movilizados para la ocasión.
—¿Qué coño haces aquí?
McLean se volvió al oír aquella voz conocida. Duguid era bastante mayor que él, debía de tener al menos cincuenta y tantos años. El pelo, rojo en otros tiempos, se le había vuelto gris y le empezaba a ralear. Tenía un rostro rubicundo, surcado de arrugas. Llevaba un mono desechable de papel, de color blanco, enrollado hasta la cintura y sujeto con un nudo bajo la prominente barriga. Y tenía todo el aspecto de quien ha salido un momento a fumarse un pitillo.
—Estaba por el barrio y he visto los coches patrulla.
—Y se te ha ocurrido venir a meter las narices, ¿no? Dime la verdad, ¿qué haces aquí?
—No pretendo inmiscuirme en su investigación, señor. Es solo que, bueno, como me crie en esta zona, he pensado que tal vez podía ayudar.
Duguid suspiró ruidosamente y dejó caer los hombros con gesto teatral.
—Ya. Bueno, pues ya que estás aquí, haz algo útil. Vete a hablar con tu amiguito, el patólogo forense, a ver con qué asombrosos descubrimientos nos sorprende esta vez.
McLean empezó a dirigirse hacia la puerta principal, pero Duguid le sujetó el brazo y lo obligó a detenerse.
—Y más te vale volver a informarme cuando hayas acabado. No quiero que te escabullas antes de que hayamos terminado aquí.
En el interior de la casa la iluminación era tan intensa, en comparación con la lenta oscuridad que se iba imponiendo en el exterior, que casi hacía daño a la vista. McLean entró en una amplia antesala a través de un porche pequeño, pero de sólida construcción. Dentro, un ejército de agentes de la policía científica iban de un lado a otro, vestidos con monos blancos de papel, mientras recogían huellas y fotografiaban hasta el último detalle. McLean no había dado ni dos pasos cuando se le acercó una atribulada joven que le entregó algo blanco y enrollado. No la reconoció. Debía de ser una nueva adquisición del equipo.
—Será mejor que se ponga esto si va a entrar ahí, señor. —La joven señaló a su espalda con un pulgar, hacia una puerta abierta situada en la otra punta de la antesala—. Está todo hecho un asco y supongo que no querrá mancharse el traje.
—Ni contaminar las posibles pruebas —añadió él.
Le dio las gracias, se puso el mono de papel y se cubrió los zapatos con unas fundas plásticas de color blanco. Después se dirigió hacia la puerta, por la pasarela que el equipo de la policía científica había colocado sobre el reluciente suelo de parqué. Oyó murmullos en el interior y entró.
Era una biblioteca, revestida de estantes de caoba repletos de libros encuadernados en piel. Entre dos ventanales se veía un antiguo escritorio, vacío, a excepción de una carpeta de cuero y un teléfono móvil. Dos sillones de piel, de respaldo alto, se hallaban perfectamente colocados a ambos lados de una recargada chimenea, de cara al fuego apagado. El sillón de la izquierda estaba vacío y sobre uno de sus brazos reposaban, pulcramente dobladas, varias prendas de ropa. McLean cruzó la estancia y rodeó el otro sillón. La figura que lo ocupaba le llamó de inmediato la atención, pero arrugó la nariz al percibir el hedor.
El hombre parecía casi sereno, con las manos ligeramente apoyadas en los brazos del sillón y los pies en el suelo, un poco separados. Estaba pálido y miraba al frente, con ojos vidriosos. De la boca, cerrada, le caía un hilillo de sangre negruzca, que le resbalaba por la barbilla. Al principio McLean creyó que llevaba puesto una especie de abrigo oscuro de terciopelo, pero luego vio los intestinos, relucientes espirales de color gris azulado que colgaban hasta la alfombra persa del suelo. No era terciopelo, ni tampoco un abrigo. Dos figuras vestidas de blanco estaban en ese momento acuclilladas junto a las tripas, no muy dispuestas a apoyar las rodillas en aquella alfombra empapada de sangre.
—Hostia puta…
McLean se cubrió la boca y la nariz para protegerse del intenso olor metálico de la sangre y el hedor aún más penetrante de los excrementos humanos. Una de las figuras vestidas de blanco se volvió, y el inspector de policía reconoció a Angus Cadwallader, el patólogo forense.
—Ah, Tony. ¿Te apetece unirte a la fiesta? —Se puso en pie y le entregó algo viscoso a su ayudante—. Coge esto, Tracy, por favor.
—Barnaby Smythe —dijo McLean, acercándose un poco más.
—No sabía que lo conocieras —dijo Cadwallader.
—Pues sí, lo conocía. Bueno, no muy bien. Nunca había estado en esta casa, pero…, Dios, ¿qué le ha pasado?
—¿Dagwood no te ha puesto al corriente?[1]
McLean echó un vistazo a su alrededor, convencido de que vería al comisario allí mismo, y se estremeció al oír el apodo de Duguid. Pero aparte de la ayudante y del difunto, estaban completamente solos en la habitación.
—La verdad es que no se ha alegrado mucho de verme. Cree que quiero robarle el protagonismo otra vez.
—¿Y es lo que te propones?
—No. Iba a casa de mi abuela, pero me he encontrado con los coches y…
McLean se fijó en la sonrisita del patólogo forense y guardó silencio.
—¿Cómo se encuentra Esther? ¿Ha mejorado?
—No, la verdad es que no. Iré a verla más tarde. Si es que no me tengo que quedar por aquí, claro.
—En fin, me pregunto qué le habría parecido a ella este desastre —dijo Cadwallader, mientras señalaba con una mano enguantada y manchada de sangre los restos de lo que una vez había sido un hombre.
—No tengo ni idea. Aunque seguro que le hubiera parecido muy interesante, sin duda. Todos los patólogos forenses sois iguales. Bueno, Angus, cuéntame qué ha pasado.
—Por lo que yo sé, no estaba atado ni inmovilizado de ninguna otra forma, lo cual podría inducirnos a pensar que estaba muerto cuando le hicieron esto. Pero hay demasiada sangre. Es decir, que su corazón aún latía cuando lo rajaron, así que lo más probable es que estuviera drogado. Lo sabremos cuando me llegue el informe de toxicología. De hecho, casi toda la sangre viene de aquí —dijo, señalando una abertura en la garganta del muerto—. Y, a juzgar por las salpicaduras en las piernas y en los brazos del sillón, se lo hicieron después de extraerle las entrañas. Mi teoría es que el asesino lo hizo así para apartarlas mientras hurgaba en el interior. De entrada, diría que todos los órganos están en su sitio, a excepción de un fragmento del bazo, que ha desaparecido.
—Tiene algo dentro de la boca, señor —dijo la ayudante al tiempo que se ponía en pie y las rodillas le crujían a modo de protesta.
Cadwallader llamó al fotógrafo y luego se inclinó hacia adelante. Introdujo los dedos entre los labios del hombre y le abrió la mandíbula. Después le extrajo de la boca algo viscoso, rojo y liso. McLean notó cómo le subía la bilis por la garganta e hizo un esfuerzo para no vomitar cuando el patólogo forense acercó el órgano a la luz.
—Ah, aquí está. Excelente…
Ya había anochecido cuando McLean salió finalmente de la casa. En la ciudad, sin embargo, la oscuridad nunca era completa: demasiadas farolas proyectaban un horrible resplandor anaranjado en la neblina provocada por la contaminación. Pero, por lo menos, el sofocante calor del mes de agosto se había disipado y había dejado tras de sí un ambiente más fresco, que suponía un alivio en comparación con el insoportable hedor de la casa. La gravilla crujió bajo los pies de McLean cuando este levantó la vista hacia el cielo, buscando en vano alguna estrella o un motivo que explicara por qué alguien le había arrancado las entrañas a un viejo y le había metido en la boca su propio bazo.
—¿Y bien?
El tono era inconfundible y llegó mezclado con un rancio olor a humo de tabaco. McLean se volvió y vio junto a él al comisario Duguid. Se había quitado el mono blanco y vestía su habitual traje de talla extragrande. A pesar de la semioscuridad, McLean vio unas cuantas zonas donde la tela, raída por el uso, brillaba.
—La causa más probable de la muerte es la abundante pérdida de sangre, ya que le han cortado el cuello de oreja a oreja. Angus…, el doctor Cadwallader, quiero decir, calcula que la muerte se produjo por la tarde. Entre las cuatro y las siete. La víctima no estaba inmovilizada, por lo que lo más probable es que lo drogaran. Tendremos más información cuando le practiquen las pruebas toxicológicas.
—Todo eso ya lo sé, McLean. Tengo ojos. Háblame de Barnaby Smythe. ¿Quién ha podido rajarlo así?
—La verdad es que no conocía demasiado bien a Smythe, señor. Era muy reservado. De hecho, hasta hoy no había puesto nunca los pies en su casa.
—Pero supongo que de pequeño le birlabas manzanas del jardín, ¿no?
McLean se tuvo que morder la lengua para no contestar. Estaba acostumbrado a las provocaciones de Duguid, pero no entendía por qué tenía que aguantarlas cuando solo estaba intentando echar una mano.
—Bueno, y ¿qué sabes del tipo? —preguntó Duguid.
—Era ejecutivo en un banco mercantil, pero creo que ya estaba jubilado. He leído no sé dónde que donó varios millones para la nueva ala del Museo Nacional.
Duguid suspiró al tiempo que se pellizcaba el puente de la nariz.
—La verdad es que esperaba que tuvieras información algo más útil. ¿No sabes nada acerca de su vida social, de sus amigos y enemigos?
—La verdad es que no, señor. No. Como ya le he dicho, estaba jubilado, debía de tener por lo menos ochenta años. No me muevo mucho en esos círculos. Seguro que mi abuela lo conocía, pero tampoco está en condiciones de ayudar mucho. Tuvo un derrame, ¿sabe?
Duguid resopló malhumorado.
—Entonces no me sirves de una mierda. Venga, lárgate de aquí. Vuelve con tus amiguitos ricos y disfruta de tu noche libre.
Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas hacia un grupo de agentes de uniforme que estaban fumando. McLean se alegró al verlo alejarse, pero de pronto recordó la advertencia del comisario acerca de escabullirse de allí sin haber terminado el trabajo.
—¿Quiere que le redacte un informe, señor? —preguntó, dirigiéndose a la espalda de Duguid.
—No, joder, claro que no.
Duguid se volvió sobre sus talones, con el rostro medio oculto entre las sombras, pero McLean percibió en sus ojos el reflejo de la luz de las farolas.
—Esta investigación es mía, McLean. Lárgate ahora mismo de mi escenario del crimen.