OCHO

Después de despotricarle tanto a Abe por tener siempre que ir a sitios tan lejanos y tan horribles, debería haberme emocionado la perspectiva de ir a la Ciudad del Pecado, pero, por desgracia, tenía ciertas reservas al respecto de mi siguiente aventura épica. En primer lugar, un sitio como Las Vegas era el último donde esperaba encontrarme a un recluso medio loco. A partir de los pocos fragmentos de información que yo había oído, Robert había decidido apartarse del alcance de los focos y deseaba estar solo. Una ciudad ajetreada y llena de turistas no parecía encajar en esa descripción. En segundo lugar, las ciudades como aquella eran el coto de caza perfecto para los strigoi. Atestadas. Alocadas. Carentes de inhibiciones. Ciudades donde a la gente le resultaba muy sencillo desaparecer; en especial cuando la mayoría salía de noche.

Una parte de mí estaba segura de que se trataba de una trampa de Victor, aunque él juró por activa y por pasiva que no nos engañaba. De ese modo, sin más pistas, Las Vegas se convirtió en nuestro siguiente destino. Tampoco es que dispusiéramos de mucho tiempo para debatir la cuestión, conscientes de que los guardianes estarían recorriendo Fairbanks tras nuestra pista. Cierto, los amuletos de Lissa habían cambiado nuestro aspecto lo suficiente como para que no estuvieran buscando a alguien con nuestra descripción, pero sí que conocían la de Victor, así que cuanto antes nos marchásemos de Alaska, mejor.

Por desgracia, nos topamos con un pequeño inconveniente.

—Victor no tiene ningún documento identificativo —dijo Eddie—. No podemos colarlo en un avión.

Era cierto. Las autoridades penitenciarias habían requisado todas las pertenencias de Victor, y entre deshabilitar la vigilancia y dejar fuera de combate a media docena de guardianes, apenas nos había quedado tiempo para dedicarnos a buscar sus objetos personales. La coerción de Lissa era fenomenal, pero estaba agotada después de tanto utilizarla en la prisión. Además, era probable que los guardianes tuvieran el aeropuerto vigilado.

Nuestro «amigo» Bud, el tío del alquiler de coches, nos proporcionó la solución. No se quedó entusiasmado al ver que su coche volvía con todos los arañazos de la temeraria conducción de Eddie, pero una suma suficiente de dinero acabó por fin con el mascullar del humano acerca de «alquilar a una panda de críos». Fue a Victor a quien se le ocurrió un plan alternativo, y preguntó a Bud al respecto.

—¿Hay por aquí cerca algún aeródromo privado? ¿Con vuelos que podamos fletar?

—Claro —dijo Bud—. Pero no saldrá barato.

—Eso no es problema —dije.

Bud se nos quedó mirando con recelo.

—Eh, tíos, ¿es que habéis robado un banco o algo así?

No, pero sí que llevábamos mucho dinero en metálico. Lissa tenía un fideicomiso que le daba una asignación mensual hasta que cumpliese los dieciocho, y también una tarjeta de crédito con un límite alto. Yo disponía de otra tarjeta de crédito propia, un resto de cuando engatusé a Adrian para que financiase mi viaje a Rusia. Me había desprendido del resto de mis bienes, como la cuenta bancaria tan bestial que me había abierto él. Sin embargo, correcto o incorrecto, había decidido quedarme con una tarjeta a mano, por si me encontraba en alguna emergencia.

Desde luego que aquello era una situación de emergencia, de manera que utilizamos la tarjeta para pagar parte del coste del avión privado. El piloto no podía llevarnos hasta Las Vegas, aunque sí que pudo dejarnos en Seattle, donde se las arregló para ponernos en contacto con otro piloto que él conocía y que podía cubrir el resto del trayecto. Más dinero.

—Y otra vez Seattle —murmuré justo antes de que el avión despegase. El interior del pequeño jet contaba con un conjunto de cuatro asientos, dos a cada lado y enfrentados los unos a los otros. Yo me senté junto a Victor, y Eddie lo hizo enfrente. Nos imaginamos que ese era el mejor dispositivo de protección.

—¿Qué pasa con Seattle? —preguntó Eddie, extrañado.

—Olvídalo.

Los jets privados pequeños no son ni mucho menos tan rápidos como los grandes aviones comerciales, y nuestro viaje nos ocupó gran parte del día. En el trayecto continué preguntándole a Victor sobre lo que hacía su hermano en Las Vegas, y por fin logré la respuesta que quería. Victor habría tenido que acabar por contárnoslo, y creo que el hecho de retrasar la respuesta se debía a la sádica emoción que le proporcionaba.

—Robert no vive en el mismo Las Vegas —me explicó—. Tiene una casita…, una cabaña, creo, junto a Red Rock Canyon, a kilómetros de la ciudad.

Ajá. Eso sí que se parecía más a lo que yo me esperaba. Lissa se puso en tensión al oír que mencionaba una cabaña, y sentí la inquietud a través del vínculo. Cuando Victor la secuestró, se la llevó a una cabaña en el bosque y la torturó allí. Le ofrecí la mirada más tranquilizadora de la que fui capaz. Era en ocasiones como aquella cuando deseaba que el vínculo funcionase en ambas direcciones para poder ofrecerle un verdadero consuelo.

—¿Y nos iremos hasta allí entonces?

Victor soltó un bufido.

—Desde luego que no. Robert valora demasiado su intimidad. No permitiría que unos extraños se acercasen a su casa, pero sí vendrá a la ciudad si yo se lo pido.

Lissa me miraba. Victor podría estar tendiéndonos una trampa. Tiene muchos seguidores. Ahora que está fuera, podría llamarlos a ellos en lugar de a Robert para que vinieran a nuestro encuentro.

Le hice un leve gesto de asentimiento, y una vez más me quedé con las ganas de poder responder a través del vínculo. Yo también había pensado en ello. Se había convertido en un imperativo el no dejar a Victor a solas y que tuviese la ocasión de hacer llamadas a escondidas, y, la verdad, el plan de encontrarnos dentro de la propia ciudad de Las Vegas me hacía sentir mejor. Por nuestra seguridad frente a los secuaces de Victor, era preferible estar en la ciudad que en mitad de ninguna parte.

—A la vista de lo colaborador que he estado —dijo Victor—, tengo el derecho de saber para qué queréis a mi hermano —miró a Lissa—. ¿Buscas unas cuantas clases con el espíritu? Debéis haber hecho un excelente trabajo de investigación para saber de él.

—No tienes ningún derecho a conocer nuestros planes —le solté cortante—. Y, en serio, si es que estás llevando la cuenta de quién es el que ha colaborado más en esto, que sepas que te estamos pegando un buen repaso en el marcador. Todavía te queda un buen trecho para alcanzarnos después de lo que hemos hecho en Tarasov.

La única respuesta de Victor fue una leve sonrisa.

Parte de nuestras horas de vuelo transcurrieron durante la noche, lo que supuso que aterrizásemos en Las Vegas por la mañana temprano. La seguridad de la luz del sol. Me sorprendió ver lo atestado que estaba el aeropuerto. En el aeródromo privado de Seattle nos habíamos encontrado con una buena cantidad de aviones, y el de Fairbanks había estado prácticamente desierto. Aquella franja estaba hasta los topes de pequeños jets, muchos de los cuales soltaban a voces la palabra «lujo». No debería haberme sorprendido. Las Vegas era el patio de recreo de los famosos y de otros personajes adinerados, muchos de los cuales con toda probabilidad no podían rebajarse a coger un vuelo comercial con pasajeros normales y corrientes.

Había taxis por allí, y eso nos ahorró el suplicio de buscar otro coche de alquiler. Sin embargo, cuando el taxista nos preguntó adónde íbamos, todos guardamos silencio. Me giré hacia Victor.

—Vamos al centro, ¿no? ¿Al Strip?

—Sí —asintió él. Había dejado bien claro que Robert preferiría quedar con unos extraños en algún lugar muy público. Algún sitio del que pudiese huir con facilidad.

—El Strip es una zona enorme —dijo el taxista—. ¿Tienen algún sitio en particular, o prefieren que los deje en mitad de la calle?

Nos quedamos callados. Lissa me lanzó una mirada muy significativa.

—¿El Witching Hour?

Me lo pensé. Las Vegas era uno de los lugares favoritos de algunos moroi. El sol reluciente hacía que la ciudad fuese menos atractiva para los strigoi, y los casinos sin ventanas creaban ambientes oscuros y cómodos. El Witching Hour era un hotel casino del que todos habíamos oído hablar. Aunque lo frecuentaba toda clase de clientes humanos, los propietarios eran moroi, en realidad, de manera que contaba con todo tipo de características clandestinas que lo convertían en una escapada fantástica para los vampiros. Proveedores en estancias escondidas. Salones especiales solo para moroi. Una buena cantidad de guardianes de patrulla.

Guardianes…

Hice un gesto negativo con la cabeza y miré a Victor de soslayo.

—No podemos llevarlo allí.

De todos los hoteles de Las Vegas, el Witching Hour era el último al que debíamos ir. La huida de Victor habría sido la noticia de última hora por todo el universo moroi. Llevarlo a la mayor concentración de moroi y guardianes de todo Las Vegas era probablemente lo peor que podíamos hacer en aquel momento.

En el espejo retrovisor, la expresión del taxista se volvía impaciente. Fue Eddie quien saltó:

—El Luxor.

Él y yo íbamos en el asiento de atrás, con Victor entre nosotros, y me incorporé para mirarle.

—¿Y eso?

—Nos sitúa a una cierta distancia del Witching Hour —de repente, Eddie pareció avergonzado—. Y yo siempre he querido quedarme allí a dormir. Quiero decir que, ya que vienes a Las Vegas, ¿por qué no quedarte a dormir en una pirámide?

—A eso no hay pero que valga —dijo Lissa.

—Al Luxor, entonces —le dije al taxista.

Hicimos el recorrido en silencio, y todos nosotros —bueno, excepto Victor— nos dedicamos a mirar asombrados por la ventanilla. Incluso durante el día, las calles de Las Vegas estaban hasta arriba de gente. Los jóvenes, los glamurosos, caminaban codo con codo con parejas de clase media que con toda probabilidad habrían ahorrado lo indecible para hacer aquel viaje. Los hoteles y los casinos por los que pasamos eran gigantescos, ostentosos y atrayentes.

Y cuando llegamos al Luxor… ya te digo. Era como nos había dicho Eddie: un hotel con la forma de una pirámide. Levanté la vista para mirarlo cuando nos bajamos del coche en un intento desesperado por evitar quedarme boquiabierta como la turista alucinada que era. Pagué al taxista y nos dirigimos al interior. No sabía cuánto tiempo íbamos a quedarnos, pero sin duda necesitaríamos una habitación como nuestra base de operaciones.

Entrar en el hotel fue como regresar a los nightclubs de San Petersburgo y Novosibirsk. Un centelleo de luces y el imponente olor a humo. Y ruido. Ruido, ruido y más ruido. Los timbrazos y pitidos de las tragaperras, las fichas al caer, los gritos de la gente —bien horrorizada o bien extasiada—, y el repiqueteo rítmico de las conversaciones llenaban la sala como el zumbido de un panal. Hice una mueca. La exposición a aquellos estímulos me crispaba los sentidos.

Bordeamos la zona del casino para llegar hasta el mostrador principal, donde el recepcionista ni pestañeó al ver que tres adolescentes y un hombre mayor cogían una sola habitación para los cuatro. Tuve que imaginarme que ya habrían visto de todo por allí. Nuestra habitación era de tamaño medio, con dos camas de matrimonio, y de algún modo habíamos tenido la suerte de que nos tocasen unas vistas impresionantes. Lissa se quedó junto a la ventana, ensimismada mirando a la gente y los coches que circulaban allá abajo, por el Strip, pero yo me metí de lleno en nuestra tarea.

—Muy bien, llámale —ordené a Victor.

Se había sentado en una de las camas, con las manos cruzadas y una expresión serena, como si de verdad estuviese de vacaciones. A pesar de su sonrisa de suficiencia, notaba la fatiga marcada en su rostro. Aun con el suministro de sangre, la huida y el largo viaje le habían resultado agotadores, y los efectos del lento regreso de su enfermedad, como es natural, le estaban pasando factura a sus fuerzas.

Victor alargó de inmediato la mano hacia el teléfono de la habitación, pero yo le hice un gesto negativo con la cabeza.

—Liss, déjale usar tu móvil. Quiero quedarme con el número registrado.

Le entregó el teléfono móvil con muchos reparos, como si lo pudiese contaminar. Victor lo cogió y me dedicó una mirada casi angelical.

—Imagino que no podré disponer de un poco de intimidad, ¿verdad? Es que hace mucho que no hablo con Robert.

—No —le solté.

La dureza de mi tono de voz me sorprendió incluso a mí, y se me ocurrió que tal vez Lissa no fuese la única que estuviese sufriendo de una excesiva utilización del espíritu aquel día.

Victor se encogió levemente de hombros y comenzó a marcar. Ya nos había dicho durante uno de los vuelos que tenía memorizado el número de Robert, así que no me quedó más remedio que creerme que era a él a quien llamaba. También me tocó esperar que Robert no hubiese cambiado de número. Por supuesto que, aunque no hubiera visto en años a su hermano, Victor llevaba muy poco tiempo encerrado y era probable que ya lo tuviese bajo vigilancia con antelación.

Se tensó el ambiente en el cuarto mientras aguardábamos y la llamada daba señal. Un momento después, oí que una voz respondía al otro extremo del teléfono, aunque no pude distinguir las palabras exactas.

—Robert —dijo Victor con amabilidad—. Soy Victor.

Aquello obtuvo una respuesta frenética del otro lado. Yo solo podía oír la mitad de la conversación, pero resultaba intrigante. Para empezar, Victor tuvo que dedicar mucho tiempo a convencer a Robert de que se encontraba fuera de la cárcel. Al parecer, Robert no vivía tan al margen de la sociedad moroi como para haber perdido el contacto con las noticias de actualidad. Victor le dijo que ya se enteraría más adelante de los detalles, y acto seguido inició su discurso para que Robert viniese a encontrarse con nosotros.

Llevó una eternidad. Me dio la sensación de que Robert vivía atemorizado y en una paranoia, algo que me recordó las etapas más avanzadas de la demencia provocada por el espíritu en la señorita Karp. La mirada de Lissa siguió clavada en el paisaje exterior durante toda la llamada, pero sus sentimientos eran un reflejo de los míos: el temor de que aquel llegase a ser su destino algún día, o el mío, también, si es que atraía hacia mí los efectos del espíritu. La imagen del letrero de la prisión se formó en su mente como un breve fogonazo: ALERTA: ACCESO A LA ZONA DE RECLUSOS (PSIQUIATRÍA).

La voz de Victor se tornó sorprendentemente cautivadora al hablar con su hermano, amable incluso. Fue para mí un inquietante recuerdo de los viejos tiempos, antes de que nos enterásemos de los demenciales planes de Victor de dominar a los moroi. Por aquel entonces también nos trataba a nosotras con amabilidad, y casi había sido un miembro más de la familia de Lissa. Me pregunté si en algún momento había sido sincero o si todo había sido puro teatro.

Por fin, después de casi veinte minutos, Victor convenció a Robert para que viniese a vernos. Las palabras ininteligibles al otro lado del teléfono sonaban cargadas de ansiedad, y en aquel instante me convencí de que Victor estaba hablando realmente con el loco de su hermano y no con uno de sus cómplices. Victor quedó con él para cenar en uno de los restaurantes del hotel y por fin colgó.

—¿Una cena? —pregunté cuando Victor dejó el teléfono—. ¿No le preocupaba salir después de la puesta de sol?

—Cenaremos temprano —respondió él—. A las cuatro y media de la tarde. Y el sol no se pondrá casi hasta las ocho.

—¿A las cuatro y media? —le pregunté—. Cielo santo. ¿Qué vamos a pedir, el «menú especial tercera edad», o qué?

Sin embargo, su argumento al respecto de la hora y el sol era bueno. Sin la seguridad de la luz veraniega casi ininterrumpida de Alaska, estaba empezando a sentirme agobiada por la presión de los límites que marcaban la salida y la puesta del sol, aunque allí también fuese verano. Por desgracia, una cena temprana y segura seguía suponiendo que aún nos quedaban unas horas por delante.

Victor se reclinó en la cama con los brazos detrás de la cabeza. En mi opinión, estaba intentando dar una imagen despreocupada, y me imaginé que en realidad era el agotamiento lo que le llevaba a buscar la comodidad de la cama.

—¿Dispuesta a probar suerte ahí abajo? —le dirigió una mirada a Lissa—. Los manipuladores del espíritu son unos jugadores de cartas increíblemente buenos. No hace falta que te diga lo bien que se os da interpretar a la gente.

Ella no respondió.

—Nadie va a salir de esta habitación —dije yo. No me gustaba la idea de quedarnos todos allí encerrados, pero no me podía arriesgar a un intento de fuga o a que algún strigoi anduviese al acecho por los rincones oscuros del casino.

Después de lavarse el tinte del pelo, Lissa se llevó una silla junto a la ventana. Se negaba a acercarse más a Victor. Yo me senté con las piernas cruzadas en la segunda cama, donde quedaba sitio de sobra para que también se sentase Eddie, aunque él prefirió quedarse de pie junto a la pared, en perfecta pose de guardián mientras vigilaba a Victor. No me cabía la menor duda de que Eddie podía permanecer en esa postura durante horas por muy incómoda que se volviese. A todos nos habían entrenado para soportar las condiciones más duras. Se le daba bien lo de mantener un aspecto adusto, pero de vez en cuando le pillaba estudiando a Victor con curiosidad. Eddie se había quedado a mi lado en aquel acto de traición, aunque él ni siquiera sabía aún por qué lo había hecho.

Llevábamos allí unas pocas horas cuando alguien llamó a la puerta. Me levanté de un salto.

Eddie y yo hicimos exactamente lo mismo: nos pusimos en guardia, en tensión, y nuestras manos se fueron en busca de las estacas. Una hora antes habíamos pedido que nos subieran la comida, pero ya hacía bastante que el servicio de habitaciones había venido y se había ido. Era demasiado pronto para Robert, y, además, él desconocía a qué nombre estaba nuestra reserva. No obstante, tampoco sentía náuseas: ningún strigoi al otro lado de la puerta. Mis ojos se encontraron con los de Eddie e intercambiaron mensajes sin palabras al respecto de qué hacer.

Sin embargo, fue Lissa la primera en actuar: se levantó de su silla y dio unos pasos por la habitación.

—Es Adrian.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Estás segura?

Asintió. Los manipuladores del espíritu solo veían auras, por lo general, pero se podían sentir los unos a los otros si se encontraban lo bastante cerca, tal y como le había sucedido en la prisión. Aun así, ninguno de nosotros se movió. Lissa me miró con una expresión seca.

—Sabe que estoy aquí —señaló—. Él también puede sentirme a mí.

Suspiré sin apartar la mano de la estaca, y me dirigí hacia la puerta a grandes zancadas. Eché un vistazo por la mirilla. Allí de pie, con su gesto divertido e impaciente, se encontraba Adrian. No pude ver a nadie más, y sin rastro de strigoi alguno, acabé por abrir la puerta. El rostro se le iluminó de alegría al verme. Se inclinó y me dio un beso rápido en la mejilla antes de entrar en la habitación.

—A vosotras dos no se os pasaría realmente por la cabeza que os podríais largar de fin de semana de fiesta sin mí, ¿verdad? Y menos para venir aquí, de entre todos los sitios posibles…

Se quedó petrificado, y fue una de esas raras ocasiones en que Adrian Ivashkov se veía sorprendido absolutamente fuera de juego.

—¿Os habéis dado cuenta —dijo muy despacio— de que tenéis a Victor Dashkov sentado en vuestra cama?

—Sí —le dije—. Para nosotras también ha sido un sorpresón.

Adrian apartó muy despacio la mirada de Victor y recorrió la habitación para reparar en la presencia de Eddie por primera vez. Había permanecido tan quieto que prácticamente parecía parte del mobiliario. Adrian se volvió hacia mí.

—¿Qué coño está pasando aquí? ¡Todo el mundo anda por ahí buscándole!

Escuché las palabras de Lissa a través del vínculo. Podrías contárselo, la verdad. Sabes que ahora ya no se va a marchar.

Tenía razón. No sabía cómo nos había encontrado Adrian, pero ahora que lo había hecho, ya no habría manera de que se marchase. Miré a Eddie con cara de duda, y él me leyó el pensamiento.

—Estaremos bien —me dijo—. Marchaos a hablar. No permitiré que pase nada.

Y yo vuelvo a sentirme con las fuerzas suficientes para someterlo con la coerción si es que intenta algo, añadió Lissa.

Suspiré.

—Vale. Volvemos enseguida.

Cogí a Adrian por el brazo y lo conduje fuera de la habitación. En cuanto salimos al pasillo, arrancó de nuevo.

—Rose, qué…

Le hice un gesto negativo con la cabeza. En el rato que llevábamos en el hotel, había oído el suficiente ruido de los otros huéspedes en el pasillo como para saber que mis amigos oirían nuestra conversación si la manteníamos allí fuera. En lugar de eso, Adrian y yo cogimos el ascensor y bajamos al casino, donde el ruido amortiguaría nuestras voces. Encontramos un rincón un tanto apartado, y Adrian prácticamente me empujó contra la pared con una oscura expresión en el rostro. Su actitud tan poco seria me irritaba a veces, pero la prefería a cuando estaba enfadado, en gran medida porque temía que el espíritu le añadiese un toque de inestabilidad.

—O sea, que me dejas una nota diciéndome que te piras a un último fin de semana de juerga, y en cambio te encuentro escondida con uno de los delincuentes de peor fama de toda la historia, ¿no? ¡Todo el mundo estaba hablando de esto cuando me he marchado de la corte! ¿Ese tío no ha intentado matarte?

Respondí a su pregunta con otra pregunta:

—¿Y cómo es que nos has encontrado?

—La tarjeta de crédito —me dijo—. Estaba esperando a que la utilizases.

Se me pusieron los ojos como platos.

—¡Cuando recibí todo aquello me prometiste que no te dedicarías a meter las narices donde no te llaman! —dado que había conseguido las tarjetas y las cuentas bancarias con su ayuda, en su momento fui consciente de que él tendría acceso a los extractos, pero le creí cuando dijo que respetaría mi intimidad.

—Mientras estuviste en Rusia, mantuve esa promesa. Esto es distinto. Lo he estado comprobando con la compañía una y otra vez, y en cuanto ha aparecido la actividad con el alquiler del avión, he llamado y he descubierto adónde ibas —que Adrian llegase aquí tan poco tiempo después que nosotros no era algo descabellado si había estado controlando el uso de la tarjeta. Una vez tuvo la información que necesitaba, le habría resultado sencillo sacarse un billete de avión. Un vuelo comercial directo habría recuperado el tiempo de nuestro viaje más lento y con escalas—. Era imposible que me pudiese resistir a venir a Las Vegas —prosiguió—, así que pensé darte una sorpresa, aparecer y unirme a la fiesta.

Caí en la cuenta de que había utilizado mi tarjeta para la habitación, y así había vuelto a decirle dónde estábamos. No había nadie más con acceso a mi tarjeta o a la de Lissa, pero la facilidad con la que él nos había encontrado me puso nerviosa.

—No deberías haber hecho eso —le gruñí—. Puede que estemos juntos, pero hay unos límites que tienes que respetar. Esto no es asunto tuyo.

—¡Oye, que no es como si hubiese leído tu diario! Yo solo quería encontrar a mi novia y… —el hecho de que hasta ese instante Adrian no hubiese empezado a retroceder en mis pasos y a unir las piezas era una prueba de la angustia que sentía—. Cielo santo, Rose. Por favor, dime que no habéis sido vosotros quienes lo han sacado de la cárcel. Están buscando a dos chicas humanas y a un dhampir, y las descripciones no encajan en absoluto… —soltó un quejido—. Pero sí que has sido tú, ¿verdad? De alguna manera te las has arreglado para meterte en una prisión de máxima seguridad. Con Eddie.

—Pues a lo mejor no es tan segura —comenté a la ligera.

—¡Rose! Ese tío se ha dedicado a joderos la vida a las dos. ¿Por qué liberarlo?

—Porque… —vacilé. ¿Cómo le podría explicar aquello a Adrian? ¿Cómo explicarle algo que, conforme a todos los indicios con que contábamos en nuestro mundo, era imposible? ¿Y cómo iba a explicarle cuál era el objetivo específico que movía todo aquello?—. Victor tiene una información que necesitamos. O, bueno, digamos que tiene acceso a alguien que necesitamos. Esta era la única forma de conseguirlo.

—¿Y qué diantre puede saber él que te fuerce a hacer todo esto?

Tragué saliva. Me había metido en cárceles y en madrigueras de strigoi, pero decir lo que estaba a punto de decirle a Adrian me llenaba de aprensión.

—Porque puede haber una forma de salvar a un strigoi. Devolverlos a como eran antes. Y Victor… Victor conoce a alguien que es posible que lo haya hecho.

Adrian clavó en mí una mirada que duró varios segundos, y aun en medio de todo aquel movimiento y ruido del casino, fue como si el mundo se hubiese detenido y quedado en silencio.

—Rose, eso es imposible.

—Podría no serlo.

—De haber una forma de hacerlo, ya lo sabríamos.

—Tiene que ver con los moroi cuyo elemento es el espíritu, y apenas acabamos de enterarnos de su existencia.

—Eso no significa que sea… Oh, ya veo —se iluminó la profunda mirada de sus ojos verdes, y esta vez era de enfado—. Es por él, ¿verdad? Este es tu último y demencial intento de llegar a él. A Dimitri.

—No solo a él —dije de un modo vago—. Podría salvar a todos los strigoi.

—¡Creía que esto se había acabado! —exclamó Adrian. Su tono de voz fue lo bastante alto como para que se volvieran algunas de las personas que había en las máquinas tragaperras cercanas—. Me dijiste que se había acabado. Me dijiste que ya podías pasar página y estar conmigo.

—Lo decía en serio —dije, sorprendida por el tono desesperado de mi voz—. Es algo de lo que nos acabamos de enterar. Teníamos que intentarlo.

—Y después, ¿qué? ¿Y si funciona esta estúpida fantasía? Liberas a Dimitri en una especie de obra milagrosa, y a mí me dejas así —chasqueó los dedos—, por las buenas.

—No lo sé —dije cansada—. Solo nos estamos tomando esto paso a paso. Me encanta estar contigo, de verdad, pero no puedo ignorar esto.

—Claro que no puedes —elevó la mirada al cielo—. Sueños, sueños. Yo me paseo por ellos; los vivo. Me autoengaño con ellos. Es increíble que aún sea capaz de distinguir la realidad —su extraño tono de voz. Era capaz de reconocer uno de sus episodios de leve enajenación inducida por el espíritu. Acto seguido, me dio la espalda con un suspiro—. Necesito un trago.

Toda la pena que sintiese por él se convirtió en ira.

—Ah, genial, eso lo arregla todo. Me encanta ver que, en un mundo que ha perdido la cabeza, a ti aún te queda el recurso de tus viejas excusas.

Di un respingo ante su mirada. Adrian no lo hacía muy a menudo, pero cuando miraba así, era algo cargado de fuerza.

—¿Qué es lo que esperas que haga?

—Pues podrías… podrías… —por Dios—. Mira, ahora que ya estás aquí, podrías ayudarnos. Además, ese tío al que vamos a ver es otro manipulador del espíritu.

Adrian no dejó ver lo que estaba pensando, pero me dio la sensación de que había despertado su interés.

—Sí, claro, eso es justo lo que quiero: ayudar a mi novia a traer de vuelta a su ex —volvió a darme la espalda, y le oí mascullar—. Necesito dos tragos.

—Cuatro y media —alcé la voz mientras se marchaba—. Hemos quedado a las cuatro y media.

No hubo respuesta, y Adrian desapareció entre la gente.

Regresé a la habitación envuelta en una sensación desagradable que debía de resultar obvia para todo el mundo. Lissa y Eddie eran lo bastante inteligentes como para no hacer preguntas, aunque Victor, por supuesto, no tenía tales reservas.

—¿Qué? ¿No se une a nosotros el señor Ivashkov? Con los deseos tan enormes que tenía de disfrutar de su compañía…

—Cierra la boca —le dije, cruzándome de brazos y apoyándome contra la pared junto a Eddie—. Y no la abras a menos que te pregunten.

Pasaron lentamente las siguientes dos horas. Estaba convencida de que, en cualquier instante, Adrian regresaría y aceptaría ayudarnos a regañadientes. Podríamos utilizar su coerción si las cosas iban mal, aunque no se pudiese comparar con Lissa. Seguro… seguro que me quería lo suficiente como para venir en mi ayuda, ¿no? Él no me abandonaría, ¿verdad? «Eres idiota, Rose —era mi propia voz la que me reprendía dentro de mi cabeza, no era la de Lissa—. No le has dado ningún motivo para que te ayude. Te limitas a hacerle daño una y otra vez. Exactamente igual que hiciste con Mason».

Cuando dieron las cuatro y cuarto, Eddie me miró.

—¿Nos hacemos con una mesa?

—Claro —me sentía impaciente y contrariada. No quería quedarme en aquella habitación, atrapada con unos sentimientos oscuros que no iban a desaparecer. Victor se levantó de la cama y se estiró como si se despertase de una siesta reparadora. Aun así, habría jurado que vi un brillo de entusiasmo en la profundidad de sus ojos. A decir de todo el mundo, su medio hermano y él mantenían una relación estrecha, aunque yo no hubiese visto nunca a Victor mostrar cariño ni lealtad a nadie. ¿Quién sabe? Tal vez guardaba un verdadero afecto hacia Robert en alguna parte.

Formamos una especie de dispositivo de protección conmigo al frente, Eddie detrás y los dos moroi entre nosotros. Abrí la puerta de la habitación y me encontré cara a cara con Adrian. Tenía la mano levantada, como si estuviese a punto de llamar. Arqueó una ceja.

—Eh, vaya —dijo. Traía en la cara la típica expresión despreocupada de Adrian, aunque su voz sonaba un poco forzada. Sabía que no le hacía feliz nada de aquello. Podía verlo en la tensa disposición de su mandíbula y en la agitación que había en sus ojos. Sin embargo, estaba poniendo buena cara delante de los demás, y se lo agradecía. Y lo más importante, había vuelto. Eso era lo que había que tener en cuenta, y podía pasar por alto el olor a alcohol y a tabaco en que venía envuelto—. Pues… me han dicho que os vais a una fiesta. ¿Os importa si me uno?

Le ofrecí una leve sonrisa de agradecimiento.

—Vente.

En un grupo ahora de cinco, descendimos por el pasillo camino del ascensor.

—¿Sabes? Estaba arrasando al póquer —añadió Adrian—, así que más vale que esto sea bueno.

—No sé si será bueno —susurré. Se abrieron las puertas del ascensor—. Pero creo que será memorable.

Entramos y nos dirigimos a ver a Robert Doru. Y hacia lo que podría ser la única salvación de Dimitri.