—Pero no con los dientes —me apresuré a añadir—. Tírate a por mí, atácame con los grilletes. Cualquier cosa que puedas hacer.
Victor Dashkov no era un idiota. Otros podrían haber vacilado o haber hecho más preguntas. Él no. Tal vez no supiera exactamente lo que estaba sucediendo, pero presentía que aquello era una oportunidad de escapar. Quizá la única que jamás tendría. Se trataba de alguien que había pasado gran parte de su vida tramando rebuscadas conspiraciones, así que era capaz de sumarse a ellas en marcha como un verdadero profesional.
Levantando las manos tanto como pudo, se tiró a por mí y fingió bastante bien un intento de estrangularme con la cadena que unía sus esposas. Cuando lo hizo, solté un chillido aterrador. En un instante, los guardianes se encontraban allí para detener a aquel recluso enloquecido que estaba atacando de manera descerebrada a una pobre chica. Sin embargo, cuando se acercaron para sujetarlo, me levanté de un salto y lancé un ataque contra ellos. Aunque me hubieran tenido por peligrosa —que no era el caso—, les había sorprendido tanto que no tuvieron tiempo de reaccionar. Casi me sentí mal por lo injusto que era con ellos.
Al primero le di un puñetazo tan fuerte que soltó a Victor y salió despedido para golpear de espaldas contra la pared cerca del lugar donde estaba Lissa, que obligaba desesperadamente a Northwood a mantener la calma y a no llamar a nadie en medio del caos. El otro guardián tuvo un poco más de tiempo para reaccionar, pero aun así tardó en soltar a Victor y volverse hacia mí. Aproveché el espacio entre ellos para colar un puñetazo y obligarle a forcejear conmigo. Era corpulento e imponente, y una vez que me tomó por una amenaza, no retrocedió. Recibí un golpe en el hombro que me transmitió un dolor intenso por el brazo, a lo que respondí con un rápido rodillazo en el estómago. Entre tanto, su compañero se había puesto en pie y se dirigía hacia nosotros. Tenía que acabar rápido con aquello, pero no solo por mí, sino también porque sin duda pedirían refuerzos si se les daba la menor oportunidad.
Agarré al que tenía más cerca de mí y lo empujé tan fuerte como pude contra una pared… de cabeza. Se tambaleó, aturdido, y lo volví a hacer justo cuando me alcanzaba su compañero. El primer guardián se derrumbó al suelo, inconsciente. Odiaba tener que hacerlo, pero una parte de mi entrenamiento había consistido en aprender a distinguir entre incapacitar y matar. Solo debería tener un dolor de cabeza. O eso esperaba yo. El otro guardián, sin embargo, venía en actitud claramente ofensiva, y dimos vueltas el uno alrededor del otro, encajando algunos golpes y esquivando otros.
—¡No puedo dejarlo inconsciente! —grité a Lissa—. Lo necesitamos. Oblígale.
Su respuesta llegó a través del vínculo. Podía utilizar la coerción con dos personas a la vez, pero eso requería mucha fuerza. No habíamos salido de aquella todavía, así que no se podía arriesgar a quemarse tan pronto. Dentro de ella, la frustración sustituyó al temor.
—Northwood, duérmete —le ordenó—. Aquí mismo, sobre tu mesa. Estás agotado y vas a dormir durante horas.
Vi con el rabillo del ojo cómo se desvanecía Northwood y su cabeza golpeaba contra la mesa con un sonido seco y sordo. Todos los que trabajaban allí habrían sufrido una conmoción cerebral cuando nos hubiéramos largado. Me lancé entonces contra el guardián utilizando toda la fuerza de mi peso para situarlo en la línea de visión de Lissa. Ella se interpuso en nuestra pelea. El guardián la miró sorprendido, y eso fue cuanto le hizo falta a Lissa.
—¡Alto!
No respondió tan rápido como Northwood, sino que vaciló. Aquel tío se resistía más.
—¡Deja de luchar! —repitió con más determinación, intensificando su voluntad.
Fuerte o no, el guardián no pudo aguantar tal cantidad de espíritu. Bajó los brazos a ambos costados y dejó de forcejear conmigo. Retrocedí para recobrar el aliento y me recoloqué la peluca en su sitio.
—Controlar a este va a ser difícil —me dijo Lissa.
—¿Tanto como para que aguantes cinco minutos, o cinco horas?
—Algo intermedio.
—Entonces vamos. Cógele la llave de Victor.
Le exigió al guardián que le diera la llave de las esposas, y él nos dijo que las tenía el otro guardián. Efectivamente, cacheé el cuerpo inconsciente —tenía la respiración constante, gracias a Dios— y cogí la llave. Acto seguido centré toda mi atención en Victor. En el momento en que había comenzado la pelea, él se había quitado de en medio y se había limitado a observar en silencio mientras en su retorcida mente se formaba sin duda alguna todo tipo de nuevas posibilidades.
Me acerqué y adopté mi «cara de dar miedo» mientras mostraba la llave en alto.
—Ahora te voy a abrir las esposas —le dije con un tono de voz al tiempo dulce y amenazador—. Vas a hacer exactamente lo que te digamos que hagas. No vas a salir corriendo, no vas a iniciar una pelea ni vas a interferir de ninguna forma en nuestros planes.
—¿No me digas? ¿Es que ahora utilizas tú también la coerción, Rose?
—No la necesito —abrí las esposas—. Puedo dejarte inconsciente con la misma facilidad que a ese tío y sacarte a rastras. Para mí viene a ser lo mismo.
Las pesadas esposas y las cadenas cayeron al suelo. Aquella sonrisa astuta de suficiencia permaneció en su rostro, aunque sus manos se acariciasen las muñecas. Me percaté entonces de que tenía arañazos y moratones en ellas. Aquellos grilletes no estaban hechos para ser cómodos, pero me negué a sentirlo por él. Volvió a levantar la mirada hacia nosotras.
—Qué enternecedor —musitó—. Entre toda la gente que intentaría rescatarme, jamás me hubiera esperado a vosotras dos… y, aun así, echando la vista atrás, es probable que seáis las más capacitadas.
—No necesitamos tus comentarios en vivo, Hannibal —le solté—. Y no utilices la palabra «rescatar». Hace que suene como si fueses un héroe al que han encarcelado injustamente.
Arqueó una ceja, como si de verdad creyese que tal era el caso. En lugar de discutir conmigo, hizo un gesto con la barbilla hacia Bradley, que se había pasado toda la pelea dormido. Con lo drogado que estaba, la coerción de Lissa había sido más que suficiente para dejarlo fuera de combate.
—Dádmelo —dijo Victor.
—¿Qué? —exclamé—. ¡No tenemos tiempo para eso!
—Y yo no tengo fuerzas para lo que sea que tengáis en mente —siseó Victor. La fachada agradable y omnisciente se desvaneció y quedó reemplazada por otra maliciosa y desesperada—. La reclusión implica algo más que unos barrotes, Rose. Nos matan de hambre con la comida y con la sangre para mantenernos débiles. El paseo hasta aquí es el único ejercicio que puedo hacer, y ya es suficiente esfuerzo. A menos que de verdad tengas la intención de sacarme de aquí a rastras, ¡dame sangre!
Lissa interrumpió cualquier respuesta que yo fuera a dar.
—Sé rápido.
Me quedé mirándola boquiabierta. Estaba a punto de negárselo a Victor, pero sentí a través del vínculo una extraña mezcla de sentimientos procedente de Lissa. Compasión y… comprensión. Desde luego que aún le odiaba, sin la menor duda, pero ella también sabía cómo era vivir con una cantidad limitada de sangre.
Gracias a Dios, Victor fue rápido. Tenía la boca sobre el cuello del humano prácticamente antes de que Lissa hubiese terminado de hablar. Aturdido o no, sentir unos dientes en su cuello bastó para despertar a Bradley. Lo hizo de un sobresalto, y su expresión pasó en un instante al placer que sentían los proveedores con las endorfinas de los vampiros. Una toma corta de sangre había de ser cuanto necesitase Victor, pero cuando los ojos de Bradley comenzaron a abrirse de más por la sorpresa, me percaté de que Victor estaba tomando algo más que un trago rápido. Di un salto hacia delante y lo aparté de un tirón del disperso proveedor.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le pregunté a Victor sacudiéndolo con fuerza. Era algo que tenía ganas de hacer desde hacía mucho tiempo—. ¿Creías que ibas a poder dejarlo seco y convertirte en un strigoi aquí, delante de nosotras?
—Lo dudo mucho —dijo Victor con un gemido de dolor por la fuerza con la que lo tenía sujeto.
—No es eso lo que estaba haciendo —dijo Lissa—. Solo ha perdido el control por un segundo.
Satisfecha su sed de sangre, el porte relamido de Victor había regresado.
—Ah, Vasilisa, siempre tan comprensiva.
—No supongas tanto —gruñó ella.
Lancé una mirada dura a cada uno de ellos.
—Tenemos que irnos. Ahora —dije, y me volví al guardián que estaba bajo los efectos de la coerción—. Llévanos a la sala donde monitorizan todas las grabaciones de seguridad.
No respondió a mis palabras y, con un suspiro, miré expectante a Lissa. Ella repitió mi petición, y el guardián se dirigió de inmediato fuera de la habitación. Me sentía cargada de adrenalina a causa de la pelea, y estaba ansiosa por terminar con todo aquello y salir de allí. Noté su nerviosismo a través del vínculo. Por mucho que hubiese defendido la necesidad de sangre de Victor, mientras caminábamos se mantenía tan alejada de él como le era posible. La cruda consciencia de quién era él y de lo que estábamos haciendo se iba apoderando de ella. Ojalá hubiese podido consolarla, pero no había tiempo.
Seguimos al guardián —Lissa le había preguntado su nombre, que era Giovanni— por más pasillos y más puntos de acceso restringido. La ruta por la que nos llevó recorría el perímetro de la prisión, no pasaba por las celdas. Contuve la respiración casi todo el tiempo, aterrorizada por la idea de encontrarnos con alguien. Ya eran demasiados los factores que teníamos en contra, no necesitábamos añadir aquello también. Tuvimos suerte, sin embargo, y no nos topamos con nadie, probablemente a causa también de estar haciendo aquello en las últimas horas de la noche y de no atravesar ninguna zona de máxima seguridad.
Lissa y Mia habían llevado al guardián de la corte a borrar las grabaciones allí también, pero yo no lo había presenciado. Ahora, cuando Giovanni nos condujo a la sala de vigilancia de la prisión, no pude reprimir un grito ahogado. Las paredes estaban cubiertas de monitores, y delante de ellos había unas consolas con disposiciones complejas de botones e interruptores. Había mesas cubiertas de ordenadores por todas partes. Toda la prisión estaba a la vista: cada celda, varios pasillos e incluso el despacho del alcaide, donde Eddie estaba sentado de charla con Theo. En la sala de vigilancia había otros dos guardianes, y me pregunté si nos habrían visto por los pasillos, pero no… estaban demasiado concentrados en otra cosa: una cámara girada hacia una pared vacía, la que yo había manipulado en la sala de nutrición.
Se hallaban inclinados hacia la pantalla, y uno de ellos estaba diciendo que deberían enviar a alguien a echar un vistazo allá abajo. Entonces levantaron la vista y repararon en nosotros.
—Ayúdala a someterlos —ordenó Lissa a Giovanni.
De nuevo se produjo una vacilación. Nos hubiera ido mejor con un «ayudante» con menos fuerza de voluntad, pero Lissa no tenía la menor idea de aquello cuando lo escogió. Igual que antes, acabó por entrar en acción. También igual que antes, la sorpresa tuvo un papel principal a la hora de someter a aquellos dos guardianes. Yo era una extraña —lo que de inmediato les habría puesto en guardia— pero seguía teniendo un aspecto humano. Giovanni era su compañero de trabajo; no se esperaban un ataque por su parte.
No obstante, aquello no hizo que fuese fácil derrotarlos. Tener refuerzos sirvió de mucho, y Giovanni era bueno en lo suyo. Dejamos inconsciente a uno de los guardianes bastante rápido, con una llave de estrangulamiento por parte de Giovanni que le cortó por un momento la respiración a aquel tipo, hasta que se desmayó. El otro mantuvo las distancias con nosotros, y reparé en que su mirada se iba una y otra vez hacia una de las paredes. Allí había un extintor, un interruptor de la luz y un botón metálico redondo.
—¡Es una alarma! —exclamó Victor justo cuando el guardián se lanzaba hacia el botón.
Giovanni y yo nos tiramos a por él al mismo tiempo y detuvimos a aquel tío antes de que su mano rozara el botón y atrajese sobre nosotros toda una legión de guardianes. Un golpe en la cabeza dejó a aquel otro fuera de combate. Con cada individuo al que tumbaba en aquella fuga, yo sentía que un nudo de culpa y de náuseas se me apretaba más fuerte en el estómago. Los guardianes eran los buenos y no podía dejar de pensar que yo estaba peleando del lado del mal.
Ahora que nos habíamos quedado a solas, Lissa conocía bien el siguiente paso.
—Giovanni, deshabilita todas las cámaras y borra la última hora de grabación.
Esta vez, su vacilación fue aún mayor. Hacerle luchar contra sus amigos había exigido a Lissa una enorme cantidad de coerción. Mantenía el control, pero se estaba empezando a agotar, y eso solo iba a hacer que resultase más difícil obligarle a obedecer nuestras órdenes.
—Hazlo —gruñó Victor, que se había situado junto a Lissa. Ella dio un respingo ante su proximidad, pero cuando su mirada se unió a la de ella, Giovanni cumplió la orden y comenzó a pulsar interruptores en la consola. Victor no podía, ni de lejos, igualar el poder de Lissa, mas su pequeño brote de coerción había fortalecido el de ella.
Uno por uno, los monitores se fueron quedando negros, y, acto seguido, Giovanni tecleó unos comandos en el ordenador que almacenaba las grabaciones digitales de las cámaras. Unas luces rojas de error parpadeaban en las consolas, pero allí no había nadie que fuese a arreglarlas.
—Aunque lo borre, cuentan con gente que podría ser capaz de recuperar la información del disco duro —apuntó Victor.
—Es un riesgo que tendremos que correr —dije con tono irritado—. La programación o lo que sea no está entre las capacidades de mi currículum.
Victor puso los ojos en blanco.
—Tal vez, pero la destrucción desde luego que sí lo está.
Me costó un instante entender a qué se refería, pero lo pillé. Con un suspiro, cogí el extintor de la pared y me lie a golpes con el ordenador hasta que quedó reducido a una pila de fragmentos de plástico y de metal. A cada golpe, Lissa hacía un gesto de dolor y no dejaba de mirar a la puerta.
—Espero que esté insonorizada —dijo entre dientes.
—Parece robusta —dije confiada—. Y es hora de irnos.
Lissa ordenó a Giovanni que nos llevase de regreso al despacho del alcaide, en la parte frontal de la prisión. Cumplió, y nos condujo de vuelta a través del laberinto por el que habíamos pasado antes. Sus códigos y su tarjeta de seguridad nos permitieron pasar cada punto de acceso restringido.
—Supongo que no podrás hacer que Theo nos deje salir caminando por la puerta, ¿no? —le pregunté a Lissa.
Sus labios permanecían en una seria línea recta. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ni siquiera sé cuánto tiempo más voy a poder seguir controlando a Giovanni. Nunca había utilizado antes a nadie como una marioneta.
—Está bien —le dije en un intento por confortarnos a las dos—. Ya casi hemos terminado con esto.
Sin embargo, íbamos a tener otra pelea entre manos. Después de haber zurrado a la mitad de los strigoi de Rusia, aún me sentía bien al respecto de mis fuerzas, pero aquella culpa no me abandonaría. Y si nos topábamos con una docena de guardianes, ni siquiera bastaría con mi propia fuerza.
Había perdido la orientación respecto de los planos, y resultó que el camino de regreso de Giovanni hacia la oficina principal sí que nos iba a llevar por un bloque de celdas al fin y al cabo. Sobre la puerta, otro letrero decía: ALERTA: ACCESO A LA ZONA DE RECLUSOS (PSIQUIATRÍA).
—¿Psiquiatría? —pregunté sorprendida.
—Por supuesto —murmuró Victor—. ¿Dónde creías que mandan a los reclusos con problemas mentales?
—A un hospital —respondí, y me aguanté una broma al respecto de que todos los delincuentes tenían problemas mentales.
—Bien, pues no siempre es así…
—¡Alto!
Lissa le interrumpió y se detuvo de golpe frente a la puerta. Los demás casi nos tropezamos con ella. Se apartó de inmediato y retrocedió varios pasos.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Se volvió hacia Giovanni.
—Busca otro camino hacia el despacho.
—Este es el más rápido —contestó él.
Lissa le llevó la contraria lentamente con la cabeza.
—Me da igual. Busca otro, uno en el que no nos encontremos con ninguno de ellos.
Giovanni frunció el ceño, pero la coerción se sostuvo. Se giró de manera repentina, y los demás nos apresuramos a seguirle el paso.
—¿Qué ocurre? —repetí. La mente de Lissa estaba demasiado embarullada para poder ver sus razonamientos. Hizo una mueca.
—He sentido auras del espíritu ahí atrás.
—¿Qué? ¿Cuántas?
—Al menos dos. Y no sé si ellos me han sentido a mí o no.
De no ser por el control de Giovanni y por la presión de la urgencia, me habría parado allí mismo.
—Manipuladores del espíritu…
Lissa llevaba mucho tiempo y muchos esfuerzos dedicados a encontrar a otros como ella. ¿Quién iba a imaginarse que los encontraría allí? La verdad… tal vez debíamos habérnoslo esperado. Sabíamos que los manipuladores del espíritu se hallaban al borde de la locura. ¿Por qué no iban a acabar en un sitio como aquel? Y teniendo en cuenta lo que nos había costado a nosotras recabar información sobre aquella cárcel, no era de extrañar que aquellos manipuladores del espíritu se hubieran mantenido ocultos. Dudaba de que ninguno de los que trabajaban allí supiese siquiera que lo eran.
Lissa y yo intercambiamos unas breves miradas. Yo sabía cuánto deseaba ella investigar aquello, pero aquel no era el momento. Victor ya parecía bastante interesado en lo que habíamos dicho, así que las siguientes palabras de Lissa surgieron en mi cabeza: Estoy bastante segura de que cualquier manipulador del espíritu nos vería a través de mis amuletos. No podemos arriesgarnos a que nuestra verdadera apariencia quede al descubierto… aunque sea a través de una gente de la que se supone que está loca.
Asentí, confirmándole que la había entendido, y dejé a un lado la curiosidad e incluso los remordimientos. Ya lo comprobaríamos la próxima vez… es decir, la próxima vez que decidiésemos colarnos en una prisión de máxima seguridad, digamos.
Por fin llegamos al despacho de Theo sin más incidentes, aunque tuve el corazón que se me salía del pecho durante todo el camino, mientras mi cabeza no dejaba de ordenarme «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!». Theo y Eddie estaban charlando sobre temas políticos de la corte cuando entró nuestro grupo. De inmediato, Eddie se puso en pie de un salto y se fue a por Theo al darse cuenta de que ya era la hora de irnos. Le hizo una llave de estrangulamiento tan eficaz como la que había ejecutado Giovanni con anterioridad, y yo me alegré de tener a alguien más que hiciera aquel trabajo sucio aparte de mí. Por desgracia, Theo consiguió dar un buen grito antes de quedar inconsciente y caer al suelo.
De inmediato entraron a la carga en el despacho los dos guardianes que antes nos habían escoltado. Eddie y yo nos lanzamos a la refriega, y Lissa y Victor metieron también en ella a Giovanni. Para hacer más difíciles las cosas, justo después de que hubiésemos reducido a uno de los guardianes, Giovanni se liberó de la coerción y comenzó a pelear contra nosotros. O peor, salió disparado hacia una pared en la que descubrí —demasiado tarde— que había otro botón de alarma. Lo golpeó con el puño, y un sonido agudo y quejumbroso se apoderó del ambiente.
—¡Mierda! —grité.
El combate cuerpo a cuerpo no se encontraba entre las habilidades de Lissa, y Victor no era mucho mejor. Acabar con aquellos dos quedaba en las manos de Eddie y en las mías, y teníamos que hacerlo rápido. Cayó el segundo de los guardianes de la escolta, así que quedábamos nosotros y Giovanni. Me dio un buen puñetazo, que me golpeó la cabeza contra la pared. No fue lo bastante bueno como para dejarme inconsciente, pero todo me daba vueltas, y unos puntitos blancos y negros me danzaban ante los ojos. Me quedé paralizada un instante, pero Eddie ya estaba sobre él, y Giovanni no tardó mucho en dejar de ser una amenaza.
Eddie me cogió del brazo para estabilizarme, y los cuatro salimos corriendo de la estancia. Eché la vista atrás sobre los cuerpos inconscientes y me volví a odiar por ello. Sin embargo, no había tiempo para sentirse culpable. Teníamos que salir. Ya. Todos los guardianes de la prisión llegarían en menos de un minuto.
Nuestro grupo salió corriendo hacia la puerta principal para encontrárnosla cerrada por dentro. Eddie soltó un taco y nos dijo que le esperásemos. Regresó corriendo al despacho de Theo y volvió con una de las tarjetas de seguridad que Giovanni había pasado tantas veces por las puertas. Efectivamente, la tarjeta nos permitió salir y corrimos como locos hasta el coche de alquiler. Nos tiramos dentro y me alegré al ver que Victor nos había seguido el ritmo y que no había hecho ninguno de sus molestos comentarios.
Eddie pisó el acelerador y se dirigió de regreso hacia el camino por el que habíamos entrado. Yo iba sentada delante, a su lado.
—Seguro que el tío de la barrera está al tanto de la alarma —le advertí. Lo que esperábamos originalmente era marcharnos sin más y decirle que al final todo había sido un error administrativo.
—Sí —coincidió Eddie con la expresión endurecida. En efecto, el guardián salió de la garita ondeando los brazos.
—¿Eso es un arma? —exclamé.
—No me voy a parar a descubrirlo —Eddie pisó el gas a fondo y, cuando el guardián se dio cuenta de que íbamos a seguir sin detenernos, saltó para quitarse de en medio. Nos llevamos por delante la barrera de madera que bloqueaba el paso y la dejamos hecha astillas.
—Bud se va a quedar con nuestra fianza —le dije.
Detrás de nosotros oí el sonido de unos disparos. Eddie soltó otro taco, pero conforme aceleramos, los disparos sonaron cada vez más lejos hasta que nos hallamos fuera de su alcance. Dejó escapar un bufido.
—Si nos llega a dar en las ruedas o en los cristales, habríamos tenido mucho más de lo que preocuparnos que una fianza.
—Van a enviar a alguien detrás de nosotros —dijo Victor desde el asiento de atrás. Una vez más, Lissa se había desplazado para apartarse de él tanto como pudo—. Es probable que ya estén saliendo las camionetas.
—¿Y no crees que ya nos lo imaginábamos? —le solté. Sabía que estaba intentando ser útil, pero en aquel momento, él era la última persona a la que me apetecía oír. Mientras hablaba, incluso, eché un vistazo hacia atrás y vi las siluetas oscuras de dos vehículos que nos seguían a toda velocidad por el camino. Se acercaban muy rápido, y dejaban claro que aquellos todoterrenos alcanzarían muy pronto nuestro pequeño utilitario.
Miré nuestro GPS.
—Tenemos que girar pronto —avisé a Eddie, y no es que le hiciera falta mi consejo.
Habíamos trazado de antemano una ruta de escape que seguía un giro cerrado tras otro por aquellos caminos remotos. Por fortuna, había gran cantidad de ellos. Eddie giró cerrado a la izquierda y, casi de inmediato, de nuevo a la derecha. Aun así, los vehículos que nos perseguían continuaban en nuestros retrovisores. No sería hasta unos pocos giros después cuando viésemos libre el camino detrás de nosotros.
Se hizo un silencio tenso mientras esperábamos a que apareciesen los guardianes. No lo hicieron. Habíamos hecho demasiados giros para confundirlos, pero me costó casi diez minutos aceptar que era bastante posible que de verdad lo hubiésemos logrado.
—Creo que los hemos perdido —dijo Eddie con un tono de incredulidad a la altura de mis sentimientos. En su rostro permanecía una expresión preocupada, sus manos aferradas con fuerza al volante.
—No los perderemos hasta que nos larguemos de Fairbanks —dije—. Estoy segura de que la van a peinar, y no es tan grande.
—¿Dónde vamos? —preguntó Victor—. Si es que se me permite la pregunta.
Me retorcí en mi asiento para poder mirarle a los ojos.
—Eso nos lo vas a decir tú. Por increíble que parezca, no hemos hecho todo esto por que echásemos de menos tu agradable compañía.
—Sí que es increíble, sí.
Entrecerré los ojos.
—Queremos encontrar a tu hermano. Robert Doru.
Tuve la satisfacción de pillar a Victor fuera de juego de manera momentánea. Acto seguido regresó su mirada astuta.
—Por supuesto. Se trataba del siguiente paso a la petición de Abe Mazur, ¿verdad? Tenía que haberme dado cuenta de que no aceptaría un no por respuesta. Claro, que nunca me habría imaginado que estabais confabulados con él.
Al parecer, Victor no sabía que yo estaba en realidad confabulada familiarmente con Abe, y tampoco iba a ilustrarle al respecto.
—Eso es irrelevante —le dije con frialdad—. Ahora, nos vas a llevar hasta Robert. ¿Dónde está?
—Querida Rose —musitó Victor—, se te olvida que no eres tú la que domina la coerción aquí.
—No, pero sí que soy la que te puede dejar atado en la cuneta y hacer una llamada anónima a la prisión para contarles dónde andas.
—¿Y cómo sé yo que no me sacarás cuanto necesitas saber y después me entregarás de todas formas? —me preguntó—. No tengo ningún motivo para confiar en ti.
—Tienes razón. Yo no confiaría en mí ni de coña, pero si todo sale bien, es posible que te dejemos ir después —no, en realidad no lo era—. ¿Es algo con lo que quieras jugar? Nunca vas a conseguir una oportunidad como esta, y lo sabes —Victor no tuvo ninguna salida ingeniosa para aquello. Otro punto para mí—. De manera que —proseguí—, ¿nos vas a llevar hasta él o no?
Tras sus ojos se retorcía una serie de pensamientos que no era capaz de descifrar. Sin duda que le estaba dando vueltas a cómo podía utilizar aquello en su beneficio, probablemente a cómo escapar de nosotros antes incluso de que llegáramos hasta Robert. Era lo que yo habría hecho.
—Las Vegas —dijo Victor por fin—. Tenemos que ir a Las Vegas.