SEIS

—¿Sabéis lo que necesitamos?

Estaba sentada entre Lissa y Eddie en nuestro vuelo de Seattle a Fairbanks. Al ser la más baja —por milímetros— y el cerebro de la operación, me había tocado encajarme en el asiento del centro.

—¿Otro plan mejor? —preguntó Lissa.

—¿Un milagro? —preguntó Eddie.

Hice una pausa y, antes de responder, lancé a ambos una mirada asesina. ¿Desde cuándo se habían convertido estos dos en un par de graciosos?

No. Cosas. Necesitamos artilugios especiales si queremos conseguir esto —di unos toques con el dedo sobre el plano de la prisión, que se había pasado la práctica totalidad de nuestro viaje sobre mi regazo.

Mikhail nos había dejado en un pequeño aeropuerto a una hora de distancia de la corte donde habíamos cogido un vuelo corto hasta Filadelfia para coger allí otro vuelo hasta Seattle y de allí, ahora, hasta Fairbanks. Me recordó a la locura que fueron los vuelos que tuve que coger para regresar desde Siberia a los Estados Unidos. Aquel viaje también había pasado por Seattle. Estaba empezando a creer que aquella ciudad era la puerta de acceso a lugares muy oscuros.

—Creía que la única herramienta que necesitábamos era nuestro ingenio —musitó Eddie. Podía ser muy serio la mayor parte del tiempo en su condición de guardián, pero también era capaz de ser mordaz cuando se relajaba. Tampoco es que se sintiese totalmente cómodo con aquella misión ahora que conocía más detalles, aunque no todos. Sabía que volvería a ponerse firme en cuanto que aterrizásemos. Le había impactado que le contase que íbamos a liberar a Victor Dashkov, y no era de extrañar. No le había dicho nada a Eddie al respecto de Dimitri o del espíritu, solo que sacar de allí a Victor jugaba un papel mayor de cara a un bien mayor. La confianza que Eddie tenía en mí era tan implícita que me creyó al pie de la letra y no indagó más en el tema. Me preguntaba cómo reaccionaría cuando se enterase de la verdad.

—Como mínimo, vamos a necesitar un GPS —dije—. Aquí solo habla de longitud y latitud, ninguna dirección como tal.

—No debería ser complicado —dijo Lissa dándole vueltas y más vueltas a un brazalete en las manos. Había abierto la bandeja de su asiento y había desplegado en ella las joyas de Tasha—. Estoy segura de que tienen tecnología moderna incluso en Alaska —ella también había adoptado una actitud chistosa, aun con la inquietud que irradiaba a través del vínculo.

El buen humor de Eddie se desvaneció un tanto.

—Espero que no estés pensando en armas ni nada por el estilo.

—No. En absoluto. Si esto funciona tal y como queremos, nadie se enterará siquiera de que estamos allí —una confrontación física era probable, pero yo esperaba poder reducir al mínimo las lesiones graves.

Lissa suspiró y me entregó el brazalete. Le preocupaba lo mucho que dependía mi plan de sus encantos, en sentido literal y también figurado.

—No sé si esto funcionará, pero tal vez te dé más resistencia.

Cogí el brazalete y me lo puse. No sentí nada, aunque eso rara vez me sucedía con los objetos hechizados. Había dejado a Adrian una nota en la que le decía que Lissa y yo queríamos marcharnos en una «escapada de chicas» antes de que me asignaran y antes de su visita a la universidad. Sabía que estaría dolido. El sesgo femenino tendría mucho peso, pero se sentiría herido por que no le hubiésemos invitado a venirse a unas vacaciones atrevidas… si es que siquiera llegaba a creerse que era eso lo que hacíamos. Lo más probable es que me conociese lo bastante bien como para imaginar que la mayoría de mis actos tenía un motivo oculto. Lo que yo esperaba era que difundiese nuestra historia cuando se dieran cuenta de nuestra desaparición. Nos meteríamos en un lío de todas formas, pero un fin de semana alocado era mejor que una fuga de la cárcel. Y, sinceramente, ¿cómo iban a poder empeorar las cosas para mí? La única pega era que Adrian podía entrar en mis sueños y acribillarme a preguntas al respecto de lo que estaba pasando de verdad. Aquella era una de las habilidades más interesantes —y molestas, de vez en cuando— del espíritu. Lissa no había aprendido todavía a pasearse por los sueños, pero sí tenía un conocimiento rudimentario de su fundamento. Entre eso y la coerción, había intentado encantar el brazalete de manera que mantuviese a Adrian a raya cuando yo me fuese a dormir un rato después.

El avión comenzó el descenso de aproximación a Fairbanks, miré por la ventanilla y vi los pinos altos y las extensiones de terreno verde. En los pensamientos de Lissa leía que ella en cierto modo se esperaba unos glaciares y bancos de nieve a pesar de que allí era pleno verano. Tras Siberia, yo había aprendido a mantener una mentalidad abierta al respecto de los estereotipos regionales. Mi mayor preocupación era el sol. Estábamos a plena luz del día cuando salimos de la corte, y dado que nuestros viajes nos habían estado llevando hacia el oeste, el cambio de la zona horaria significaba que el sol seguía con nosotros. En aquel momento, aunque ya eran las nueve de la noche, gozábamos de un soleado cielo azul gracias a nuestra latitud norte.

Era como un telón de seguridad gigantesco. Esto no se lo había mencionado a Lissa ni a Eddie, pero no me extrañaría que Dimitri tuviese espías por todas partes. En St. Vladimir y en la corte, yo era intocable, sin embargo sus cartas decían bien a las claras que estaría esperando a que saliese de sus límites. Desconocía el alcance de su aparato logístico, aunque no me habría sorprendido que hubiese humanos vigilando la corte a la luz del día. Y, aun cuando había salido de allí oculta en un maletero, eran muchas las posibilidades de que Dimitri anduviese ya a la caza. Con todo, la misma luz que servía para controlar a los reclusos nos mantendría también a salvo a nosotros. No tendríamos más que unas cuantas horas de noche de las que protegernos, y si llevábamos aquello a cabo rápidamente, estaríamos fuera de Alaska en muy poco tiempo. Por supuesto que eso podría no ser algo tan bueno: perderíamos el sol.

Nuestra primera complicación se produjo después de aterrizar e intentar alquilar un coche. Eddie y yo teníamos dieciocho años, pero ninguna de las compañías le alquilaría un coche a alguien tan joven. Mi ira comenzó a crecer después de la tercera negativa. ¿Quién se iba a imaginar que nos veríamos retrasados por algo tan estúpido? Finalmente, en el cuarto mostrador, la mujer nos dijo a regañadientes que a un kilómetro y medio del aeropuerto había un tío que probablemente nos alquilaría un coche si disponíamos de una tarjeta de crédito y dejábamos una fianza lo bastante elevada.

Nos dimos el paseo en aquel clima tan agradable, aunque cuando llegamos a nuestro destino noté que el sol ya estaba empezando a preocupar a Lissa. Bud —el dueño de Vehículos de Alquiler Bud— no parecía un tío tan sórdido como se suponía, y desde luego que nos alquiló un vehículo una vez sacamos el suficiente dinero. Desde allí, nos dirigimos a coger una habitación en un motel modesto y volvimos de nuevo sobre nuestros planes.

Toda la información que teníamos indicaba que la prisión llevaba un horario de vampiros, lo que significaba que aquel momento era su hora activa del día. Nuestro plan era permanecer en el hotel hasta el día siguiente, cuando llegara la «noche» de los moroi, y aprovechar para dormir algo de antemano. Eso le daba a Lissa más tiempo para trabajar con sus amuletos. Nuestra habitación era fácilmente defendible.

Mis sueños se libraron de Adrian, cosa que agradecí y que significaba que, o bien había aceptado lo del viaje de chicas, o bien era incapaz de atravesar el brazalete de Lissa. Por la mañana improvisamos un desayuno a base de donuts, que nos comimos con cierta cara de sueño. Aquel ir en contra de nuestro horario de vampiros nos tenía algo confundidos a los tres.

No obstante, el azúcar colaboró para ponernos en marcha, y Eddie y yo dejamos a Lissa hacia las diez de la mañana para ir a inspeccionar un poco. Compramos mi ansiado GPS y algunas otras cosas en una tienda de deportes por el camino y lo utilizamos para guiarnos por caminos remotos que no parecían conducir a ninguna parte. Cuando el GPS nos dijo que nos encontrábamos a poco más de kilómetro y medio de la prisión, echamos el coche a un lado del estrecho camino de tierra y proseguimos a pie a través de un campo de hierbas altas que se extendía hacia el infinito ante nosotros.

—Creí que Alaska era una tundra —dijo Eddie mientras aplastaba los tallos altos al atravesar el campo. El cielo volvía a estar despejado y azul, con solo unas nubes escasas que no hacían nada por tapar el sol. Yo había salido con una chaqueta ligera, pero ahora la llevaba atada a la cintura y estaba sudando. De vez en cuando se levantaba una bien recibida ráfaga de viento que aplanaba la hierba y me revolvía el pelo.

—Supongo que no en todas partes. O quizá tengamos que ir más al norte para eso. Eh, mira. Esto parece prometedor.

Nos detuvimos ante una valla alta de alambre de espino de la que colgaba un letrero enorme que decía: PROPIEDAD PRIVADA. PROHIBIDO EL PASO AL PERSONAL NO AUTORIZADO. El letrero era rojo, por lo visto para incidir en la seriedad del aviso. Yo, la verdad, le habría añadido una calavera con unas tibias para dejar claro el mensaje.

Eddie y yo estudiamos la valla unos instantes y nos miramos con cara de resignación.

—Lissa nos curará cualquier cosa que nos hagamos —dije esperanzada.

Trepar por el alambre no es imposible, no, pero tampoco es divertido. Ir echando la chaqueta sobre los alambres a los que tenía que agarrarme me ayudó sin duda a protegerme, pero aun así acabé con algunos arañazos y con enganchones en la ropa. Cuando llegué arriba del todo, preferí un aterrizaje forzoso antes que bajar igual que había subido, y salté. Eddie hizo lo mismo, y puso mala cara ante la dureza del impacto.

Caminamos un poco más lejos, y surgió a la vista la silueta oscura de un edificio. Nos detuvimos los dos al unísono y nos arrodillamos en busca de cualquier protección posible entre la hierba. El expediente de la prisión indicaba que tenían cámaras en el exterior, lo cual suponía que nos arriesgaríamos a ser detectados si nos acercábamos demasiado. Saqué entonces unos prismáticos de gran alcance que había comprado junto con el GPS, y me puse a estudiar el perímetro del edificio.

Los prismáticos eran buenos —realmente buenos—, tanto como deberían con lo que habían costado. El nivel de detalle resultaba sorprendente. Como tantas de las creaciones moroi, el edificio era una mezcla de lo antiguo y lo nuevo. Los muros estaban hechos de unos siniestros bloques de piedra gris que prácticamente ocultaban los edificios de la prisión; el tejado era lo único que asomaba un poco por encima. Un par de siluetas recorrían la parte superior de los muros, ojos de verdad que complementaban a las cámaras. Aquel lugar tenía el aspecto de una fortaleza a la que fuese imposible acceder y de la que fuese imposible escapar. Tendría que haber estado en lo alto de un precipicio escarpado y con un cielo oscuro y siniestro a su espalda. Los campos y el sol parecían fuera de lugar.

Entregué los prismáticos a Eddie. Hizo su propia evaluación y, acto seguido, un gesto hacia la izquierda.

—Allí.

Entrecerré los ojos y apenas distinguí una camioneta o un todoterreno que ascendía hacia la prisión. Dio la vuelta hacia la parte de atrás y desapareció de la vista.

—Nuestra única vía de entrada —murmuré al recordar los planos.

Sabíamos que no teníamos ninguna posibilidad de escalar los muros o de acercarnos siquiera lo suficiente a pie sin ser vistos. Teníamos, literalmente, que atravesar la puerta principal, y ahí era donde el plan no estaba demasiado claro.

Eddie bajó los prismáticos y me miró con el ceño fruncido.

—Tú sabes que lo que te dije iba en serio. Confío en ti. Sea cual sea la razón por la que haces esto, sé que es una buena razón. Pero, antes de que las cosas se pongan en marcha, ¿estás segura de que esto es lo que quieres?

Solté una risa severa.

—¿Lo que quiero? No. Pero es lo que tenemos que hacer.

Asintió.

—Suficiente.

Observamos la prisión un buen rato más, desplazándonos para conseguir diferentes ángulos aun manteniendo una amplia distancia perimetral. El panorama era más o menos lo que nos esperábamos, pero no dejaba de resultar útil tener una imagen en tres dimensiones.

Tras una media hora, regresamos al hotel. Lissa, que seguía trabajando con los amuletos, estaba sentada en una de las camas con las piernas cruzadas. Los sentimientos que la recorrían eran cálidos y animados. El espíritu siempre la hacía sentir bien, aunque más tarde tuviese sus efectos secundarios, y pensaba que estaba haciendo progresos.

—Adrian me ha llamado dos veces al móvil —me dijo cuando entramos.

—Pero no lo has cogido, ¿no?

—No. Pobre hombre.

Me encogí de hombros.

—Es mejor así.

Le hicimos un resumen de lo que habíamos visto, y su buen humor se desplomó. Nuestra visita hacía que se volviese más y más real lo que haríamos más adelante aquel mismo día, y tanto trabajar con el espíritu le había puesto los nervios a flor de piel. Unos instantes después sentí cómo se tragaba su temor. Recobró la determinación: me había dicho que haría aquello, y estaba dispuesta a mantener su palabra, aunque temiese el paso de cada segundo que la acercaba más a Victor Dashkov.

Siguió el almuerzo, y después, unas horas más tarde, llegó el momento de poner en marcha el plan. Eran las primeras horas de la tarde para los humanos, lo que significaba que la noche de los vampiros pronto llegaría a su fin. Era ahora o nunca. Lissa distribuyó nerviosa sus amuletos entre los tres, preocupada por que no funcionasen. Eddie se puso su recién concedido uniforme en blanco y negro, y Lissa y yo nos vestimos con ropa de calle… y un par de alteraciones. El pelo de Lissa tenía un tono castaño apagado, resultado de aplicarse un tinte temporal. Mi pelo iba comprimido bajo una peluca de rizos rojizos que me traía un inquietante recuerdo de mi madre. Nos metimos en el asiento de atrás mientras Eddie nos llevaba al estilo chófer de nuevo por el camino remoto que habíamos seguido antes. Sin embargo, esta vez no sacamos el coche del trazado. Seguimos por el camino, directos hacia la prisión…, bueno, hacia la torreta de entrada. Ninguno habló durante el recorrido, y la tensión y la ansiedad dentro de nosotros no dejaron de crecer y crecer.

Antes de que nos acercásemos siquiera al muro exterior, había una garita de control con un guardián. Eddie detuvo el coche, y yo intenté mantener la calma. Bajó la ventanilla, y el guardián de servicio se aproximó y se agachó para quedar a la misma altura que Eddie.

—¿Cuál es el motivo de la visita?

Eddie le entregó una hoja de papel con actitud confiada y despreocupada, como si aquello fuese absolutamente normal.

—Vengo a traer proveedores nuevos.

El expediente de la prisión contenía todo tipo de formularios y documentos relativos al funcionamiento de la cárcel, incluidos unos informes de situación y formularios de pedido de suministros… como los proveedores. Habíamos fotocopiado uno de los formularios de solicitud de proveedores y lo habíamos cumplimentado.

—No me han notificado ninguna entrega —dijo el guardián, mucho más sorprendido que suspicaz. Observó el papel—. Este formulario es antiguo.

Eddie se encogió de hombros.

—Es lo que me han dado. Soy más o menos nuevo en esto.

El hombre sonrió.

—Sí. No pareces tener edad casi ni de haber salido del instituto.

Nos miró a Lissa y a mí, y, a pesar de la práctica que yo tenía con el autocontrol, me puse nerviosa. El guardián frunció el ceño mientras nos estudiaba. Lissa me había dado un collar, y ella había cogido un anillo, ambos envueltos en un leve hechizo de coerción para hacer que los demás pensasen que éramos humanas. Habría resultado mucho más fácil obligar a la víctima a llevar un amuleto y forzarla a creer que estaba viendo a dos humanas, pero aquello no era posible. La magia era más complicada de este modo. Entrecerró los ojos, casi como si nos estuviese viendo a través de una neblina. Si los amuletos hubieran funcionado a la perfección, el guardián no se habría detenido a mirarnos dos veces. Los amuletos fallaban ligeramente. Estaban modificando nuestra apariencia, pero no de un modo tan claro como esperábamos. Por eso nos habíamos tomado la molestia de cambiarnos el pelo: si fallaba la ilusión de la apariencia humana, aún nos quedaría una pequeña protección de nuestra identidad. Lissa se preparó para utilizar la coerción de manera directa, aunque esperábamos no tener que llegar a eso con todas y cada una de las personas con las que nos cruzásemos.

Unos instantes después, el guardián apartó la mirada de nosotras, como si por fin hubiera decidido que éramos humanas. Suspiré y relajé los puños. Ni siquiera me había dado cuenta de que los había cerrado con fuerza.

—Espera un minuto. Voy a consultarlo —le dijo a Eddie.

El guardián se alejó y cogió un teléfono que había dentro de su garita. Eddie volvió la cabeza hacia nosotras.

—¿Todo bien por ahora?

—Aparte del formulario antiguo… —gruñí.

—¿Hay forma de saber si está funcionando mi amuleto? —preguntó Eddie.

Lissa le había dado uno de los anillos de Tasha, hechizado para hacerle parecer moreno de piel y de pelo oscuro. En la medida en que no estaba alterando su raza, la magia solo tenía que emborronar sus rasgos. Igual que nuestros amuletos humanos, sospeché que tampoco estaba proyectando la imagen exacta que esperaba Lissa, aunque debería de haber alterado su apariencia lo suficiente como para que nadie reconociese después a Eddie. Con nuestra resistencia a la coerción —y conscientes de la presencia de un hechizo, lo que impedía sus efectos en nosotros— Lissa y yo no podíamos decir a ciencia cierta qué aspecto tenía para los demás.

—Estoy segura de que está bien —dijo Lissa de un modo tranquilizador.

El guardián regresó.

—Me dicen que paséis, y que lo solucionarán ahí dentro.

—Gracias —dijo Eddie mientras cogía el formulario de vuelta.

La actitud del guardián implicaba que estaba dando por sentado que se trataba de un error administrativo. Estaba siendo diligente, pero la idea de que alguien intentase colar unos proveedores en una prisión no era ni de lejos algo que a uno se le pudiera pasar por la cabeza… o interpretar como un riesgo de seguridad. Pobre tío.

Dos guardianes salieron a nuestro encuentro cuando llegamos ante las puertas del muro de la prisión. Nos bajamos los tres del coche y nos condujeron al interior, por la franja que separaba el muro de la prisión propiamente dicha. Mientras que los jardines de St. Vladimir y los de la corte eran exuberantes y estaban llenos de plantas y de árboles, aquel terreno era agreste y carecía de vegetación. Ni siquiera hierba, solo tierra compactada. ¿Haría aquello las veces de «área de ejercicio» para los reclusos? ¿Los dejaban siquiera salir al exterior? Me sorprendió no ver alguna clase de foso ahí fuera.

El interior del edificio resultaba tan adusto como el exterior. Los calabozos de la corte eran fríos y asépticos, todo de metal y muros vacíos. Me esperaba algo similar, pero quien fuera que hubiese diseñado Tarasov, había prescindido del aspecto moderno y había preferido emular el tipo de cárcel que uno se podría haber encontrado allá en la Rumanía medieval. Las descarnadas paredes de piedra continuaban pasillo abajo, grises y con un mal presagio, y el aire era frío y húmedo. Aquello tenía que generar unas condiciones laborales muy desagradables para los guardianes asignados allí. Era de suponer que querían asegurarse de que la fachada intimidatoria se hacía extensiva a todo, incluso para los presos cuando cruzaban la puerta por vez primera. Según nuestros planos, había una pequeña sección residencial donde vivían los empleados. Con un poco de suerte, aquello estaría mejor.

Con decoración de la Edad de las Tinieblas o sin ella, pasamos por delante de algunas cámaras al recorrer el pasillo. La seguridad de aquel lugar no era para nada primitiva. De vez en cuando escuchábamos el golpe sordo de una puerta que se cerraba, pero en general, lo que había era un perfecto y espeluznante silencio que ponía los pelos más de punta que los gritos y los chillidos.

Nos llevaron al despacho del alcaide, una sala que conservaba la misma arquitectura plomiza aunque estaba llena de los habituales accesorios administrativos: mesa, ordenador, etcétera. Parecía eficiente, nada más. Nuestros escoltas nos explicaron que íbamos a ver al ayudante del alcaide, ya que el titular seguía en la cama. Qué novedad. Al subordinado le tocaba apechugar con el turno de noche. Esperé que eso significase que estaría cansado y poco observador. Aunque era probable que no fuese así. Rara vez le pasaba eso a los guardianes, fuera cual fuese su cometido asignado.

—Theo Marx —dijo el ayudante del alcaide al estrechar la mano de Eddie. Era un dhampir no mucho más mayor que nosotros, y me pregunté si lo acababan de destinar allí.

—Larry Brown —respondió Eddie. Nos habíamos inventado un nombre aburrido para él, que no llamase la atención, y lo habíamos utilizado en el papeleo.

Theo no habló con Lissa ni conmigo, pero sí que nos dirigió aquella misma mirada de confusión del primer guardián cuando el influjo del amuleto intentaba ejercer su engaño. Otro que también se entretuvo, pero una vez más, conseguimos colar. La atención de Theo regresó sobre Eddie, que cogió el formulario de solicitud.

—Este es diferente del habitual —le dijo.

—No tengo ni idea —respondió Eddie en tono de disculpa—. Es la primera vez que lo hago.

Theo dejó escapar un suspiro y miró el reloj.

—El alcaide no entra de servicio hasta dentro de dos horas. Me parece que vamos a tener que esperar a que venga para enterarnos de lo que pasa. En Sommerfield suelen hacer las cosas como Dios manda.

Había algunas instalaciones moroi por el país que se encargaban de reclutar proveedores —humanos en una situación social marginal dispuestos a pasar la vida en un chute de endorfinas de vampiro— y de distribuirlos. Sommerfield era el nombre de una de ellas, situada en Kansas City.

—Yo no soy el único nuevo que les ha llegado —dijo Eddie—. Tal vez alguien se haya confundido.

—Típico —bufó Theo—. Bueno, ¿te importa sentarte y esperar? Puedo traerte un café si quieres.

—¿Y cuándo nos van a dar una nutrición? —pregunté de repente con el tono de voz más quejumbroso y vago que pude—. Es que hace mucho ya.

Lissa me siguió el hilo.

—Nos dijeron que podríamos cuando llegásemos aquí.

Eddie elevó la mirada al techo ante lo que era una típica conducta de los proveedores.

—Llevan así todo el rato.

—Me lo puedo imaginar —dijo Theo—. Hay que ver. Proveedoras —la puerta de su despacho estaba entornada, y dio una voz para llamar fuera—. Oye, Wes, ¿puedes entrar?

Uno de los guardianes que nos habían escoltado asomó la cabeza.

—¿Sí?

Theo hizo un gesto despectivo con la mano hacia nosotras.

—Bájate a estas dos a la zona de nutrición para que no nos vuelvan locos. Si hay alguien, las pueden utilizar.

Wes asintió y nos hizo un gesto para que saliésemos. Eddie y yo cruzamos una brevísima mirada. La expresión de su rostro no delataba nada, pero yo sabía que estaba nervioso. Ahora nos tocaba a nosotras sacar a Victor, y a Eddie no le gustaba enviarnos a la boca del lobo.

Wes nos condujo a través de más puertas y más puntos de acceso restringido conforme nos íbamos adentrando en la prisión. Me di cuenta de que cada nivel de seguridad que atravesaba para entrar, tendría que atravesarlo de nuevo para escapar. Según los planos, la zona de nutrición estaba situada en el lado opuesto de la cárcel. Me imaginaba que seguiríamos algún camino que la rodease, pero en cambio, nos llevaron directas a atravesar el centro del edificio, donde tenían a los presos. El hecho de haberla estudiado me daba una idea aproximada de la planta, pero Lissa no reparó en dónde estábamos hasta que nos lo advirtió un letrero: ALERTA: ACCESO A LA ZONA DE RECLUSOS (CRIMINALES). Me pareció una forma un tanto rara de expresarlo. ¿Es que no eran criminales todos los que había allí?

Una doble puerta muy pesada bloqueaba el acceso a aquella sección, y Wes utilizó un código electrónico y una llave física para cruzarla. El ritmo de Lissa no cambió, pero sentí cómo se incrementaba su nivel de inquietud cuando entramos en un pasillo largo con una hilera de celdas cubiertas de barrotes. Tampoco es que yo me sintiese mucho mejor, pero Wes —sin bajar la guardia— no dio ninguna muestra de temor. Me di cuenta de que entraba constantemente en aquella zona. Conocía su seguridad. Los reclusos podrían ser peligrosos, pero pasar por delante de ellos era para él una actividad rutinaria.

Pese a todo, echar un vistazo al interior de las celdas casi me dio pavor. Los pequeños compartimentos eran de lo más oscuro y lo más lóbrego, y estaban amueblados con lo justo. Gracias a Dios, la mayoría de los presos estaba durmiendo. Sin embargo, hubo algunos que se nos quedaron mirando cuando pasamos. Ninguno dijo nada, pero el silencio fue casi más aterrador. Algunos de los moroi que estaban encerrados tenían el mismo aspecto que podría tener cualquiera con el que te cruzases por la calle, y me pregunté qué habrían hecho para acabar allí. La expresión de sus rostros era triste, desprovista de toda esperanza. Miré un par de veces y advertí que algunos de los reclusos no eran moroi; eran dhampir. Tenía sentido, pero aun así me pilló fuera de juego. Dentro de mi propia raza también habría delincuentes de los que había que encargarse.

No obstante, no todos los presos parecían inofensivos. Había otros de los que podría decirse que Tarasov era sin duda donde tenían que estar. En ellos había algo malévolo, un aire siniestro en el modo en que sus ojos se clavaban en nosotras y no nos soltaban. Nos escrutaban hasta el más mínimo detalle, aunque no me veía capaz de imaginar por qué motivo. ¿Buscaban algo capaz de brindarles una oportunidad de escapar? ¿Podrían ver lo que había detrás de nuestra apariencia? ¿Estaban hambrientos, sin más? No lo sabía, pero agradecí los guardianes silenciosos apostados a lo largo de todo el pasillo. También me alegré de no haber visto a Victor, y di por supuesto que lo tenían en otro pasillo. No podíamos arriesgarnos aún a que nos reconociesen.

Por fin salimos del corredor de los reclusos a través de otra doble puerta, y llegamos al área de nutrición. Tenía también el aspecto de una mazmorra medieval, pero claro, había que mantener la imagen a causa de los presos. Decoración aparte, la distribución de la estancia de nutrición era muy similar a la de St. Vladimir, excepto que era más pequeña. Unos pocos cubículos ofrecían algo de intimidad, y un moroi de expresión aburrida estaba leyendo un libro con pinta de estar a punto de quedarse dormido. Solo había un proveedor en la sala, un humano esmirriado de mediana edad sentado en una silla con una sonrisa de flipe en la cara y la mirada perdida.

El moroi dio un respingo cuando entramos, con los ojos como platos. Estaba claro que éramos lo más emocionante que le había sucedido en toda la noche. No pasó por ese instante de desorientación cuando nos miró: al parecer tenía un nivel muy bajo de resistencia a la coerción, y era muy bueno saberlo.

—¿Qué es esto?

—Dos nuevas que acaban de entrar —dijo Wes.

—Pero si no nos toca todavía —dijo el moroi—, y nunca nos los mandan tan jóvenes. Siempre recibimos los viejos, los agotados.

—A mí no me preguntes —dijo Wes, que se dirigió hacia la puerta después de señalarnos unos asientos a Lissa y a mí. Era obvio que consideraba que escoltar a unas proveedoras no estaba a su altura—. Marx quiere que se queden aquí hasta que se levante Sullivan. A mí me da la impresión de que al final todo va a ser un error, pero es que se estaban quejando de que necesitaban un chute.

—Maravilloso —protestó el moroi—. Bueno, nuestra próxima nutrición será dentro de quince minutos, así que puedo darle un pequeño descanso a Bradley. Está tan ido, que dudo mucho de que se entere de que hay otro dando sangre en su lugar.

Wes asintió.

—Te llamaremos cuando solucionemos esto.

El guardián se marchó, y el moroi cogió un portapapeles con un suspiro. Me daba la sensación de que allí todo el mundo estaba más o menos harto de su trabajo. Podía entender el porqué. Qué sitio más miserable para trabajar. Prefería el ancho mundo con los ojos cerrados.

—¿A quién le toca la nutrición dentro de quince minutos? —pregunté.

El moroi, sorprendido, levantó la cabeza de golpe. No era la típica pregunta que haría un proveedor.

—¿Qué has dicho?

Lissa se puso en pie y lo atrapó en su mirada.

—Responde a la pregunta.

La expresión en la cara del hombre se relajó. Sí que era fácil de convencer.

—Rudolf Kaiser.

Ninguna de las dos lo reconoció. Que yo supiera, podía estar allí por una matanza o por un desfalco.

—¿Cuándo le toca a Victor Dashkov? —preguntó Lissa.

—Dentro de dos horas.

—Altera el horario. Dile a sus guardias que ha habido un reajuste y que tiene que venir ahora en lugar de Rudolf.

La mirada perdida en los ojos del moroi —que ahora estaban tan en blanco como los de Bradley el proveedor— se tomó un instante para procesar aquello.

—Sí —dijo.

—Esto es algo que podría pasar normalmente. No levantará sospechas.

—No levantará sospechas —repitió él de manera monótona.

—Hazlo —le ordenó con voz firme—. Llámalos, organízalo y no apartes tus ojos de los míos.

El moroi cumplió. Al hablar por teléfono se identificó como Northwood. Cuando colgó, todo estaba arreglado. No nos quedaba nada más que hacer aparte de esperar. Yo tenía el cuerpo entero envuelto en tensión. Theo había dicho que disponíamos de más de una hora antes de que el alcaide entrase de servicio. Nadie haría preguntas hasta entonces. Eddie solo tenía que matar el tiempo con Theo y no levantar sospechas detrás de un error administrativo. «Cálmate, Rose, puedes con esto».

Mientras esperábamos, Lissa obligó a Bradley el proveedor a sumirse en un sueño profundo. No deseaba tener ningún testigo, ni siquiera drogado. De igual modo, giré muy levemente la cámara de la sala, para que dejase de verse el centro de la estancia. Naturalmente que tendríamos que enfrentarnos a todo el sistema de vigilancia de la prisión antes de marcharnos, pero, por el momento, no nos hacía falta que nadie del personal de seguridad viese lo que estaba a punto de suceder.

Me acababa de acomodar en uno de los cubículos cuando se abrió la puerta. Lissa había permanecido en su asiento cerca de la mesa de Northwood para poder mantener su coerción sobre él. Le habíamos dado las instrucciones de que yo sería la proveedora. Estaba encerrada, pero, a través de los ojos de Lissa, vi cómo entraba el grupo: dos guardianes… y Victor Dashkov.

Dentro de Lissa se agitó la misma alteración que había sentido al verle durante el juicio. Se le aceleró el pulso. Le temblaban las manos. Lo único que había conseguido calmarla en aquel entonces, en el juicio, fue la resolución final de aquello, saber que a Victor lo encerrarían para siempre y no podría volver a hacerle daño.

Y ahora estábamos a punto de cambiar todo eso.

A la fuerza, Lissa expulsó el temor de su mente con tal de poder seguir controlando a Northwood. Los guardianes que venían con Victor se mostraban serios y preparados para entrar en acción, aunque realmente no les hiciese falta. La enfermedad que lo aquejaba desde años atrás —aquella que Lissa le había sanado de manera temporal— estaba empezando a asomar la cabeza de nuevo. Al parecer, la falta de ejercicio y de aire fresco también le habían pasado factura, al igual que la limitada cantidad de sangre que se suponía que recibían los reclusos. A modo de precaución añadida, los guardianes lo traían esposado con unos grilletes cuyo peso le debilitaba casi hasta el punto de arrastrar los pies.

—Allí —dijo Northwood señalándome a mí—. Con esa.

Los guardianes dejaron que Victor pasase por delante de Lissa, y apenas le dedicó una mirada. Lissa estaba ejerciendo una coerción doble: tener a Northwood controlado y utilizar un brote fugaz que la hiciese parecer insignificante a los ojos de Victor cuando este pasó a su lado. Los guardianes lo sentaron en una silla junto a mí y retrocedieron, sin perderlo de vista. Uno de ellos inició una conversación con Northwood al reparar en que éramos nuevas y muy jóvenes. Si alguna vez volvía a hacer aquello, le pediría a Lissa que su hechizo nos hiciera parecer más mayores.

Sentado junto a mí, Victor se inclinó y abrió la boca. La nutrición era algo tan automático, los movimientos siempre iguales, que prácticamente no tuvo ni que pensar en lo que hacía. Era como si ni siquiera me viese.

Excepto que entonces… lo hizo.

Se quedó de piedra, con los ojos como platos. Ciertas características marcaban a cada familia real, y los ojos de color jade, verde claro, los tenían tanto los Dashkov como los Dragomir. La mirada agotada, de resignación que había en los suyos desapareció, y aquel ingenio inteligente tan propio de él —la agudeza mental que tan bien conocía yo— volvió a colocarse en su sitio. Me recordaba de un modo aterrador a algunos de los reclusos que habíamos visto antes.

Sin embargo, él estaba confundido. Al igual que las demás personas con las que nos habíamos encontrado, mi amuleto le estaba nublando la mente. Sus sentidos le decían que era humana… y sin embargo, el engaño no era perfecto. También estaba el hecho de que Victor, como buen dominador de la coerción aun sin ser el espíritu su elemento, era hasta cierto punto resistente a ella; y así como Eddie, Lissa y yo habíamos sido inmunes a nuestros respectivos amuletos porque conocíamos cuáles eran nuestras verdaderas identidades, Victor experimentó el mismo efecto. Su mente podría insistirle en que yo era humana, pero sus ojos le decían que yo era Rose Hathaway, con peluca y todo. Una vez asentada esa idea, la ilusión humana desapareció para él.

Una lenta sonrisa de intriga se extendió por su rostro, que mostraba con descaro los colmillos.

—Vaya, vaya. Es posible que este sea el mejor bocado que vaya a probar —su voz era apenas audible, tapada por el murmullo de la conversación de los demás.

—Acerca los dientes a cualquier parte de mi cuerpo, y ese será tu último bocado —murmuré yo en el mismo tono de voz—. Pero si quieres tener alguna posibilidad de salir de aquí y volver a ver el mundo, harás exactamente lo que yo te diga.

Me miró con una expresión interrogante. Respiré hondo, temiendo decir lo que venía a continuación.

—Atácame.