Decidí que sería mejor no mencionarle a Adrian mi conversación con su madre. No me hacían falta poderes psíquicos para notar sus sentimientos encontrados mientras caminábamos de regreso al alojamiento de invitados. Su padre le había enervado, pero la aparente aceptación de su madre le había animado. No quería estropear eso contándole que a ella le parecía bien que saliésemos solo porque pensaba que se trataba de algo divertido y temporal.
—Así que te vas con Lissa, ¿no? —me preguntó cuando llegamos a mi habitación.
—Sí, lo siento, ya sabes… cosas de chicas —y por «cosas de chicas» me refería a un allanamiento.
Adrian se quedó un poco decepcionado, pero yo sabía que él no sentía envidia de nuestra relación. Me ofreció una leve sonrisa, me envolvió con sus brazos por la cintura y se inclinó hacia delante para besarme. Se encontraron nuestros labios, y por mi cuerpo se extendió aquella calidez que siempre me sorprendía. Nos separamos tras unos melosos instantes, pero la expresión de sus ojos me decía que no le resultaba fácil.
—Hasta luego —le dije. Me dio otro beso rápido y se marchó a su habitación.
Me fui de inmediato a buscar a Lissa, que estaba pasando el rato en su cuarto. Miraba fijamente a una cuchara de plata, y pude sentir sus intenciones a través de nuestro vínculo. Pretendía infundir a la cuchara la coerción del espíritu, de manera que mejorase el estado de ánimo de todo aquel que la cogiese. Me preguntaba si lo deseaba para ella misma o es que estaba experimentando sin más. No hurgué en su mente para descubrirlo.
—¿Una cuchara? —le pregunté en tono divertido.
Se encogió de hombros y la dejó.
—Oye, que no es fácil conseguir objetos de plata. He de usar lo que tengo a mano.
—Bueno, servirá para hacer una cena feliz.
Me sonrió y apoyó los pies en la mesita de ébano que había en el centro del saloncito de su suite. Cada vez que veía esa mesa, no podía evitar que me recordase al mobiliario negro lacado que había en la habitación donde me retuvieron en Rusia. Me había enfrentado a Dimitri con una estaca hecha con la pata de una silla de un estilo similar.
—Hablando de cenas…, ¿cómo ha ido la tuya?
—No tan mal como pensaba —admití—. Eso sí, no me había dado cuenta de lo capullo que es el padre de Adrian. Con su madre muy bien, la verdad. No tiene ningún problema con que salgamos juntos.
—Sí, ya la conozco. Es encantadora… aunque nunca había pensado que lo fuese tanto como para que le parezcan bien los escándalos sentimentales. Me imagino que su alteza real no ha aparecido, ¿no? —Lissa estaba bromeando, así que mi respuesta la dejó de una pieza.
—Pues sí, y… no ha sido horrible.
—¿Qué? ¿Has dicho que no lo ha sido?
—Lo sé, lo sé. Qué locura. Ha sido una visita rápida para ver a Adrian, y se ha comportado como si no fuera para tanto el hecho de que yo me encontrase allí —no me molesté en mencionar las cuestiones políticas al respecto de la opinión de Tatiana sobre el entrenamiento de los moroi para entrar en combate—. Pero claro, ¿quién sabe qué habría pasado de haberse quedado? Tal vez habría vuelto a ser la de siempre. Me habría hecho falta toda una cubertería mágica para evitar que le lanzase un cuchillo.
Lissa se quejó.
—Rose, no puedes hacer ese tipo de bromas.
Le sonreí.
—Yo digo las cosas que a ti te da miedo decir.
Aquello le hizo sonreír en respuesta.
—Ha pasado mucho desde la última vez que oí eso —dijo ella en voz baja. Mi viaje a Rusia había quebrado nuestra amistad, lo que acabó por mostrarme lo mucho que significaba para mí.
Pasamos juntas el resto del tiempo, charlando sobre Adrian y otros cotilleos. Me alivió ver que se había recuperado de su anterior estado de ánimo al respecto de Christian, pero conforme avanzaba el día, su inquietud aumentaba por nuestra inminente misión con Mia.
—Va a ir bien —le dije llegado el momento. Volvíamos a atravesar los jardines de la corte, cómodamente vestidas con vaqueros y camiseta. Qué bien estaba verse libre del toque de queda de la academia, pero bueno, salir a pleno sol tampoco me hacía sentir muy protegida—. Esto va a ser fácil.
Lissa me lanzó una mirada cortante aunque no dijo nada. Los guardianes eran las fuerzas de seguridad de nuestro mundo, y aquel era su cuartel general. Colarse allí dentro iba a ser de todo menos fácil.
Aun así, cuando llegamos a verla, Mia parecía decidida, y me sentí alentada por su actitud… y porque iba vestida entera de negro. Cierto, no le iba a servir de mucho a pleno sol, pero le daba a todo aquello un cierto aire de autenticidad. Me moría de ganas por saber lo que había pasado con Christian, igual que Lissa. Pero de nuevo, se trataba de uno de esos temas en cuyos pormenores era mejor no entrar.
Sin embargo, lo que Mia sí nos explicó en detalle fue su plan, y, con toda sinceridad, me dio la sensación de que más o menos tenía un sesenta y cinco por ciento de probabilidades de salir bien. Lissa se sentía incómoda con su papel, ya que implicaba utilizar la coerción; pero era una luchadora, así que accedió. Lo repasamos todo al milímetro unas cuantas veces y salimos hacia el edificio que albergaba el centro de operaciones de los guardianes. Ya había estado allí una vez, cuando Dimitri me llevó a ver a Victor a los calabozos adyacentes al cuartel general de los guardianes. Nunca había pasado mucho tiempo en las oficinas centrales, y, como Mia había previsto, a esa hora del día contaba con muy poco personal.
Nada más entrar nos encontramos con un área de recepción como la que te encontrarías en cualquier otro edificio de oficinas. Un guardián muy serio estaba sentado detrás de un mostrador con su ordenador y rodeado de archivos y mesas. Es probable que no tuviera mucho que hacer a las tantas de la noche, pero aun así se mostraba claramente en posición de alerta. A su espalda había una puerta, que atrajo mi atención. Mia nos había contado que era la vía de acceso a los secretos de los guardianes, a su archivo y sus oficinas principales… y salas de vigilancia donde se monitorizaban las zonas de alto riesgo de la corte.
Serio o no, aquel tío le dedicó a Mia una leve sonrisa.
—¿No es un poco tarde para ti? No has venido a practicar, ¿verdad?
Ella le devolvió la sonrisa. Debía de ser uno de los guardianes con los que había trabado amistad desde que llegó a la corte.
—Qué va, es que estoy con unas amigas y quería enseñarles esto.
El guardián arqueó una ceja mientras nos examinaba a Lissa y a mí. Hizo un leve gesto de asentimiento.
—Princesa Dragomir. Guardián Hathaway —al parecer, nuestras reputaciones nos precedían. Era la primera vez que alguien se dirigía a mí por mi nuevo estatus. Me sorprendió y me hizo sentir un poco culpable por traicionar al grupo del cual me acababa de convertir en miembro.
—Este es Don —nos contó Mia—. Don, la princesa tiene que pedirte un favor —dijo y lanzó a Lissa una mirada significativa.
Lissa respiró hondo, y yo sentí cómo el ardor de la magia de la coerción atravesaba el vínculo mientras ella concentraba su mirada en él.
—Don —dijo con firmeza—, danos las llaves y los códigos de las salas de archivo del sótano. Y asegúrate de que están apagadas las cámaras de esas zonas.
Don frunció el ceño.
—¿Y por qué iba yo a…? —la mirada de Lissa no se apartaba de la suya, y pude ver cómo la coerción se apoderaba de él. Se suavizó el gesto en su cara para adoptar una expresión de conformidad, y se me escapó un suspiro de alivio. Había mucha gente con la fuerza suficiente como para resistirse a la coerción, en particular a la de un moroi normal. La de Lissa era mucho más fuerte a causa del espíritu, aunque nunca se sabía si alguien era capaz de romperla.
—Por supuesto —dijo poniéndose en pie. Abrió un cajón de la mesa y entregó a Mia un juego de llaves que ella me pasó a mí de inmediato—. El código es 4312578.
Lo memoricé, y él nos hizo un gesto para que atravesáramos la omnipotente puerta. Tras ella, había pasillos que se extendían en todas direcciones. Nos indicó uno a nuestra derecha.
—Por aquí. Girad a la izquierda al llegar al final, bajad dos tramos de escaleras y es la puerta de la derecha.
Mia me miró para cerciorarse de que lo había entendido. Asentí, y se volvió de nuevo hacia él.
—Ahora, asegúrate de que la vigilancia está desconectada.
—Llévanos hasta allí —ordenó Lissa.
Don no se pudo resistir a su mandato, y ella y Mia le siguieron para dejarme a solas. Aquella parte del plan dependía de mí por entero, y me apresuré a recorrer el pasillo. Por muy poco personal que hubiera en las instalaciones, aún me podía topar con alguien, y no dispondría de coerción para ayudarme a convencer a nadie y evitarme un problema.
Las indicaciones de Don eran exactas, pero tampoco estaba preparada para lo que encontré cuando introduje el código y me metí en la sala sellada. Hileras e hileras de archivadores a lo largo de una sala inmensa. No veía el final. Los cajones se amontonaban en cinco alturas; la tenue luz fluorescente y el silencio estremecedor le daban un aire espeluznante, fantasmal. Toda la información de los guardianes anterior a la era digital. Quién sabía hasta cuándo se remontarían aquellos archivos. ¿A la Edad Media en Europa? Me sentí de repente intimidada y me pregunté si sería capaz de conseguirlo.
Me dirigí al primer archivador a mi izquierda y me alivió ver que estaba etiquetado. «AA1» era lo que decía. Debajo estaba el «AA2», y así de manera consecutiva. Cielo santo. Iba a tener que recorrer unos cuantos armarios antes siquiera de dejar atrás la «A». Daba las gracias por que el sistema de organización fuese tan simple como un orden alfabético, pero ahora comprendía por qué aquellos archivadores no se acababan nunca. Tuve que recorrer más de tres cuartas partes de la sala para llegar a la «T», y no encontré el expediente de la prisión Tarasov hasta que llegué al cajón «TA27».
Se me escapó un grito ahogado. La carpeta era gruesa, estaba llena de todo tipo de documentos. Había unas cuantas páginas sobre la historia de la prisión y sus patrones de traslado, así como planos de las plantas de cada una de sus instalaciones. No me lo podía creer. Tanta información… pero ¿qué sería lo que me haría falta? ¿Qué sería útil? La respuesta me vino enseguida: todo. Cerré el cajón y me metí la carpeta debajo del brazo. Perfecto. Era la hora de salir de allí.
Me di media vuelta y me dirigí a la salida a paso ligero. Ahora que tenía lo que necesitaba, sentía la presión de la necesidad de escapar. Ya casi había llegado cuando oí un leve clic y se abrió la puerta. Me quedé paralizada cuando entró un dhampir al que no reconocí. Él también se quedó de piedra, claramente sorprendido, e interpreté como un bendito golpe de suerte que no me hubiera sujetado de inmediato contra la pared y me hubiese interrogado.
—Tú eres Rose Hathaway —dijo. Por el amor de Dios, ¿es que no quedaba nadie que no supiese quién era yo?
Me puse tensa, sin saber qué me podría esperar a continuación, pero hablé como si el hecho de encontrarnos fuese lo más lógico del mundo.
—Eso parece. ¿Y quién eres tú?
—Mikhail Tanner —dijo, aún sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Un recado —dije con aire jovial. Señalé la carpeta—. A por algo que necesita el guardián que está de servicio aquí abajo.
—Estás mintiendo —me dijo—. Yo soy el guardián de servicio en el archivo. Si alguien necesitase algo, me habrían enviado a mí a buscarlo.
Mierda. Hablando de los planes mejor trazados que fracasan… Sin embargo, mientras estaba allí, se me ocurrió algo extraño. Su aspecto no me resultaba familiar en absoluto: pelo castaño y rizado, estatura media, cerca de cumplir los treinta. Bastante guapo, la verdad. Pero su nombre… había algo en su nombre…
—La señorita Karp —dije en un grito ahogado—. Tú eres el que… tú estabas liado con la señorita Karp.
Se puso en tensión, y sus ojos azules se entrecerraron cautelosos.
—¿Qué sabes tú de eso?
Tragué saliva. Lo que yo había hecho —o intentado hacer por Dimitri— no era la primera vez que pasaba.
—Tú la amabas. Te marchaste a matarla después de que ella… después de que ella se transformase.
La señorita Karp formaba parte de nuestro profesorado hacía algunos años. Su elemento era el espíritu, y cuando sus efectos comenzaron a trastornar su mente, hizo lo único que podía para salvarla: convertirse en un strigoi. Mikhail, su amante, había hecho lo único que él creía saber que pondría fin a aquel estado de maldad: buscarla y matarla. Me di cuenta de que estaba cara a cara con el protagonista de una historia de amor tan dramática como la mía propia.
—Pero jamás la encontraste —dije en voz baja—, ¿verdad?
Se tomó un instante largo para responder mientras sus ojos me observaban fijamente. Me pregunté en qué estaría pensando. ¿En ella? ¿En su propio dolor? ¿Me estaba analizando?
—No —dijo por fin—. Tuve que dejarlo. Los guardianes me necesitaban más.
Hablaba de aquel modo tan calmado y bajo control que los guardianes dominaban a la perfección, pero lo que vi en sus ojos fue dolor, una pena que yo comprendía mejor que bien. Vacilé antes de lanzarme a la única posibilidad que tenía de que no me cogiesen y acabar encerrada en una celda.
—Lo sé…, sé que tienes todos los motivos del mundo para sacarme de aquí a rastras y entregarme. Deberías hacerlo. Es lo que se supone que harás… lo que yo haría, también. Pero la cosa es que esto… —volví a señalar la carpeta—. Verás, es que estoy intentando hacer más o menos lo mismo que tú. Estoy intentando salvar a alguien.
Guardó silencio. Es probable que se imaginase a quién me refería y asumiese que «salvar» significaba «matar». Si sabía quién era yo, sabría quién había sido mi mentor. Eran pocos los que conocían mi relación sentimental con Dimitri, pero el hecho de que yo me preocupase por él habría sido algo previsible.
—Es inútil, lo sabes —dijo Mikhail finalmente. Esta vez, la voz le tembló un poco—. Yo lo intenté… hice un gran esfuerzo por encontrarla. Pero cuando desaparecen… cuando no quieren que los encuentres… —negó con la cabeza—. No hay nada que podamos hacer. Entiendo el motivo por el que quieres hacerlo. Créeme que te entiendo, pero es imposible. Nunca le encontrarás si él no quiere que lo hagas.
Me pregunté hasta dónde podría contarle a Mikhail, cuánto debía contarle. Entonces me percaté de que, si en este mundo había alguien más que entendiese por lo que yo estaba pasando, tenía que ser aquel hombre. Además, tampoco es que tuviera muchas opciones allí.
—La cosa es que me parece que puedo encontrarlo —dije lentamente—. Él me está buscando a mí.
—¿Qué? —las cejas de Mikhail se arquearon—. ¿Y cómo lo sabes?
—Porque… digamos que él me lo dice en las cartas que me envía.
De inmediato regresó la expresión del soldado aguerrido.
—Si lo sabes, si puedes encontrarlo…, deberías buscar refuerzos para matarlo.
Di un respingo ante aquellas palabras y volví a sentir temor ante lo que tenía que decirle a continuación.
—¿Me creerías si te digo que hay una forma de salvarle?
—Te refieres a destruirlo.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No…, me refiero a salvarle de verdad. Una forma de devolverlo a su estado original.
—No —dijo Mikhail rápidamente—. Eso es imposible.
—Puede que no lo sea. Conozco a alguien que lo hizo, alguien que volvió a transformar a un strigoi —vale, aquello era una mentirijilla, porque no conocía realmente a aquella persona, pero tampoco me iba a meter en la cadena de «conozco a alguien que conoce a alguien que…».
—Eso es imposible —repitió Mikhail—. Los strigoi están muertos. No muertos. Lo mismo da.
—¿Y si hubiera una posibilidad? —le dije—. ¿Y si pudiera lograrse? ¿Y si la señorita Karp, si Sonya, pudiera volver a ser una moroi? —tal cosa implicaría también que volviera a estar loca, pero ese era un detalle menor para después.
Me pareció que pasaba una eternidad sin que me respondiera, y mi ansiedad crecía. Lissa no podía ejercer la coerción de manera ilimitada, y yo le había dicho a Mia que sería rápida. Si no salía de allí a toda prisa, el plan entero se vendría abajo. No obstante, al mirarle, podía ver cómo le fallaba la careta. Tanto tiempo después, seguía amando a su Sonya.
—Si lo que estás diciendo es cierto, que yo no me lo creo, entonces me voy contigo.
Ah, no. Eso sí que no formaba parte del plan.
—No puedes —le dije enseguida—. Ya cuento con gente en ello —otra mentirijilla—. Añadir a más podría estropear las cosas. No lo estoy haciendo sola —le dije, adelantándome a lo que me imaginé que sería su siguiente argumento—. Si de verdad quieres ayudarme, si de verdad te quieres arriesgar a traerla de vuelta, tienes que dejarme marchar.
—No puede ser cierto de ninguna de las maneras —repitió, pero en su voz había dudas, y me aproveché de ello.
—¿Eres capaz de correr ese riesgo?
Más silencio. Estaba empezando a sudar. Mikhail cerró los ojos un instante y respiró hondo. Acto seguido, dio un paso a un lado y señaló la puerta.
—Vete.
Casi me desmayo de alivio, y de inmediato agarré el pomo.
—Gracias. Muchísimas gracias.
—Podría meterme en un montón de problemas por esto —dijo con aire cansado—. Y aun así no lo creo posible.
—Pero esperas que lo sea —no necesitaba una respuesta por su parte para saber que tenía razón. Abrí la puerta pero, antes de cruzar el umbral, me detuve y le miré. La expresión de su cara había dejado de ocultar la pena y el dolor que sentía—. Si lo decías en serio…, si quieres ayudar…, podría haber una posibilidad de que lo hagas.
Otra pieza del puzle acababa de encajarse sola, otra forma que tendríamos de conseguirlo. Le conté lo que necesitaba de él y me sorprendió lo rápido que accedió. Comprendí que sin duda era como yo. Ambos sabíamos que la idea de traer de regreso a un strigoi era imposible… y aun así teníamos unas ganas terribles de creer que podía lograrse.
Después de eso, me volví a deslizar sola escaleras arriba. Don no estaba en su puesto, y me pregunté qué habrían hecho con él Lissa y Mia. No me quedé a descubrirlo, y me dirigí al exterior, a un pequeño jardín que habían establecido como punto de encuentro. Mia y Lissa ya me estaban esperando, dándose paseos. Una vez libre de la distracción de la ansiedad, me abrí al vínculo y sentí la agitación de Lissa.
—Gracias a Dios —dijo cuando me vio—. Pensábamos que te habían pillado.
—Bueno… es una larga historia —una historia con la que no iba a molestar a nadie—. Tengo lo que necesitaba. Y… la verdad, creo que he conseguido mucho más. Creo que podemos hacerlo.
Mia me lanzó una mirada que era al tiempo sarcástica y melancólica.
—Os lo juro, ojalá supiera en qué andáis metidas.
Hice un gesto negativo con la cabeza mientras las tres nos alejábamos de allí.
—No —le respondí—. Yo no estoy tan segura de que quieras.