Después de aquello, no tenía ganas de ver a nadie. Me marché a mi habitación caminando tan rápido como pude y sin apenas reparar en los obstáculos ni en la gente con quien me cruzaba. Las palabras de Dimitri resonaban en mi cabeza una y otra vez: El amor se apaga. El mío ya lo ha hecho. En cierto modo, eso era lo peor que me podía haber dicho. Que no se me malinterprete: lo demás tampoco resultaba sencillo. El que me dijese que me iba a evitar y que haría como si nuestra relación del pasado no hubiera existido también me hacía sentir fatal. Aun así, y por mucho que doliera, aquello llevaba implícita la minúscula esperanza de que todavía quedase la chispa de algún sentimiento entre nosotros. De que aún me quisiera.
Pero… el amor se apaga.
Aquello era algo completamente distinto. Significaba que lo que habíamos tenido se extinguiría, palidecería hasta deshacerse, y se lo llevaría el viento como se llevaría unas hojas secas. Pensar en ello me produjo un fuerte dolor en el pecho y en el estómago, y me hice un ovillo en la cama, envuelta en mis propios brazos como si aquello fuese capaz de amortiguar el dolor. No podía aceptar lo que Dimitri había dicho. No podía aceptar que, de algún modo, su amor por mí hubiera desaparecido después de aquella odisea.
Deseaba quedarme en mi habitación todo el día, acurrucada en la oscuridad de mis sábanas. Se me olvidó la conversación con Sydney y mis anteriores preocupaciones acerca del padre de Lissa. Incluso me mantuve al margen de la propia Lissa, que tenía que hacer algunos recados aquel día y, de vez en cuando, me enviaba algún mensaje a través del vínculo: ¿Te vienes conmigo?
Al ver que no me ponía en contacto con ella, se empezó a preocupar. Me temí de repente que —ella o cualquier otra persona— pudiera venir a buscarme a mi cuarto, así que decidí marcharme. No iba a ningún sitio en particular, solo tenía que seguir en movimiento. Me paseé por la corte y exploré lugares que no había visto nunca. Todo estaba más lleno de estatuas y de fuentes de lo que me había fijado. De todas formas, su belleza era algo que a mí se me escapaba, y el paseo me dejó exhausta cuando regresé a mi habitación, horas después. Bueno… al menos había esquivado el tener que hablar con nadie.
¿O no? Era tarde, pasada mi hora habitual de acostarme, cuando sonaron unos nudillos en la puerta. Me pensé si abrir o no. ¿Quién vendría a aquellas horas? ¿Deseaba algo de distracción, o prefería conservar mi soledad? No tenía ni idea de quién podía ser, excepto que no era Lissa. Dios. Hasta donde me podía imaginar, era Hans, que venía a pedirme cuentas de por qué no había aparecido hoy a cumplir con mi turno de trabajo. Después de mucho pensar (y de mucha persistencia de los nudillos), decidí abrir.
Era Adrian.
—Mi pequeña dhampir —me dijo con una leve sonrisa de cansancio—. Parece que has visto un fantasma.
No exactamente un fantasma. Creedme, sé reconocer un fantasma cuando lo veo.
—Es que… es que no esperaba verte después de lo de esta mañana…
Entró y se sentó en mi cama, y me alegró ver que se había arreglado tras nuestra charla anterior. Llevaba ropa limpia, y su peinado había vuelto a su habitual perfección. Aún percibía el persistente aroma de los cigarrillos de clavo, pero, después de lo que yo le había hecho pasar, tenía derecho a dedicarse a sus vicios.
—Sí, la verdad es que yo tampoco esperaba pasarme —admitió—. Pero… tú me has dejado pensando en algo.
Me senté a su lado, a una cierta distancia.
—¿En nosotros?
—No, en Lissa.
—Ah —había acusado a Dimitri de ser un egoísta, pero ahí estaba yo, asumiendo con toda naturalidad que su amor por mí era lo único que podía haber traído a Adrian hasta allí.
Sus ojos verdes se tornaron pensativos.
—No he dejado de pensar en lo que me has contado sobre su padre, y tenías razón. Me refiero a lo del juego. Él habría tenido dinero para pagar cualquier deuda. No tendría por qué haberlo mantenido en secreto. Así que fui y le pregunté a mi madre.
—¿Qué? —exclamé—. Se supone que nadie debe saber eso…
—Que sí, que sí, ya me imaginaba que tu información sería alto secreto. No te preocupes. Le conté que cuando estuvimos en Las Vegas oímos cómo alguien lo contaba… contar que el padre de Lissa ingresaba dinero en secreto.
—¿Qué te ha dicho ella?
—Lo mismo que dije yo. Bueno, la verdad es que ella me ha soltado antes una buena. Me ha dicho que Eric Dragomir era un buen hombre y que no debería extender rumores sobre alguien que está muerto. Me ha sugerido que tal vez tuviese algún problema con el juego, pero que de ser así, la gente no se debería fijar en eso con todas las cosas magníficas que hizo. Después de la Vigilia Funeraria, creo que tiene miedo de que cause más numeritos en público.
—Tiene razón. Sobre Eric —le dije. Tal vez alguien hubiera robado aquellos informes como parte de algún tipo de campaña de desprestigio. Había que reconocer que no tenía sentido dedicarse a extender rumores sobre personas fallecidas, pero quizá hubiese alguien con ganas de manchar la reputación de los Dragomir e impedir cualquier posibilidad de que se modificase la ley de voto por Lissa, ¿no? Estaba a punto de decir eso cuando Adrian me interrumpió con algo todavía más chocante.
—Y entonces nos ha oído mi padre, que va y dice: «Es probable que estuviera manteniendo a una amante. Tienes razón, querida, era un hombre agradable, pero le gustaba flirtear. Y apreciaba a las damas» —Adrian elevó la mirada al techo—. Es una cita literal: «apreciaba a las damas». Pero qué idiota es mi padre. Suena como si tuviera el doble de edad.
Agarré a Adrian por el brazo sin darme cuenta.
—¿Qué ha dicho después de eso?
Adrian se encogió de hombros, pero dejó mi mano donde estaba.
—Nada. Mi madre se ha enfadado y le ha dicho a él lo mismo que me acababa de decir a mí: que era una crueldad difundir historias que nadie podía demostrar.
—¿Crees que es cierto? ¿Crees que el padre de Lissa tenía una amante? ¿Era eso lo que estaba pagando?
—No sé, pequeña dhampir. ¿Sinceramente? Mi padre es de los que se tragan cualquier rumor que se le cruce. O de los que se los inventan. Quiero decir que sabemos que al padre de Lissa le iba la juerga. A partir de ahí, es fácil sacar conclusiones. Es probable que tuviese algún trapo sucio. Qué demonios, todos lo tenemos. Tal vez quienquiera que se haya llevado esos archivos solo piense en explotar eso.
Le conté mi teoría al respecto de que lo utilizasen contra Lissa.
—O —le dije— quizá se los haya llevado alguien que la apoya, para que no salga todo a la luz.
Adrian asintió.
—De cualquier forma, no creo que Lissa esté en peligro de muerte.
Comenzó a levantarse, y yo tiré de él para retenerlo.
—Adrian, espera… yo… —tragué saliva—. Quería pedirte disculpas. La forma en que te he estado tratando, lo que he estado haciendo… no ha sido justo contigo. Lo siento.
Apartó la mirada de mí y clavó los ojos en el suelo.
—No puedes evitar sentir lo que sientes.
—La cuestión es que… no sé qué siento. Y suena estúpido, pero es la verdad. Me importa Dimitri. Fue una idiotez pensar que no me afectaría que él volviese, pero es ahora cuando me doy cuenta… —El amor se apaga. El mío ya lo ha hecho—. Ahora me doy cuenta de que todo se ha acabado con él. No estoy diciendo que resulte fácil superarlo. Llevará su tiempo, y nos estaría mintiendo a los dos si dijese lo contrario.
—Lógico —dijo Adrian.
—¿Lo es?
Me miró con un brillo de diversión en los ojos.
—Sí, mi pequeña dhampir, a veces eres lógica. Sigue.
—Pues… lo que te decía… tengo que cerrar la herida que deja él. Pero desde luego que tú me importas… incluso creo que te quiero un poco —con aquello conseguí una leve sonrisa—. Quiero volver a intentarlo. De verdad que sí. Me gusta tenerte en mi vida, aunque antes me precipitase demasiado con ciertas cosas. No tienes ninguna razón para querer seguir conmigo después de la manera en que te he pisoteado, pero si tú quieres que volvamos a estar juntos, entonces yo también quiero.
Me estudió durante un largo rato, y se me cortó la respiración. Acababa de hablar muy en serio: él tenía todo el derecho del mundo a poner fin a lo nuestro… y aun así, me aterrorizaba la idea de que lo hiciese.
Finalmente, me atrajo hacia él y se dejó caer de espaldas en la cama.
—Rose, tengo toda clase de razones para querer estar contigo. No he sido capaz de alejarme de ti desde la primera vez que te vi en el refugio de la estación de esquí.
Me situé más cerca de Adrian en la cama y presioné la cabeza contra su pecho.
—Podemos hacer que esto funcione. Sé que podemos. Y si la cago otra vez, me puedes dejar.
—Ojalá fuera tan fácil —se rio—. Se te olvida que tengo una personalidad adictiva. Estoy enganchado a ti. No sé por qué, pero pienso que me podrías hacer todo tipo de maldades y seguiría volviendo a ti. Me basta con que seas sincera, ¿vale? Que me digas lo que sientes; y si sientes algo por Dimitri que te tiene confundida, dímelo. Lo arreglaremos.
Quería decirle que —con independencia de mis sentimientos— no tenía nada de lo que preocuparse porque Dimitri ya me había rechazado unas cuantas veces. Podría perseguirle cuanto se me antojase, que no serviría para nada. El amor se apaga. Aún escocían aquellas palabras, y no podía soportar darle voz a aquel dolor. Sin embargo, mientras Adrian me abrazaba y yo pensaba en lo comprensivo que se mostraba él con todo esto, una parte herida de mi ser reconoció que lo contrario también era cierto: el amor crece. Y yo lo intentaría con él. De verdad que lo haría.
Suspiré.
—A ti no se te supone tanta sabiduría. Se supone que eres superficial, irracional y… y…
Me besó en la frente.
—¿Y?
—Mmm… absurdo.
—Absurdo, puedo con eso. Y lo demás… solo en ocasiones especiales.
Estábamos entonces agarrados y muy juntos, y ladeé la cabeza para estudiarlo, la altura de sus pómulos y el pelo despeinado con tanto arte que le daban un aire impresionante. Recordé las palabras de su madre, que por mucho que quisiéramos nosotros, acabaríamos separándonos. Tal vez esa fuera a ser en adelante la historia de mi vida: perder siempre a los hombres a los que amaba.
Tiré de él hacia mí y besé sus labios con una fuerza que incluso me cogió a mí por sorpresa. Si algo había aprendido sobre la vida y sobre el amor, era que se trataba de dos cosas muy frágiles que se podían acabar en cualquier instante. La precaución era esencial, pero no a costa de desperdiciar tu vida. Y decidí que no la iba a desperdiciar en aquel momento.
Mis manos ya estaban tirando de la camisa de Adrian antes de que aquella idea hubiera terminado de cobrar forma. Él no lo cuestionó ni vaciló a la hora de quitarme a mí la ropa en respuesta. Podía tener sus ratos profundos y comprensivos, pero seguía siendo… bueno, Adrian. Vivía su vida en el momento presente, haciendo lo que deseaba sin darle muchas vueltas. Y hacía mucho tiempo que me deseaba a mí.
Y estas cosas se le daban también de maravilla, que fue el motivo por el cual mi ropa voló más rápido que la suya. Sentía sus labios calientes y deseosos contra mi piel, pero él se manejaba con cuidado de no permitir ni una sola vez que sus colmillos rozasen mi piel. Yo era un poco menos delicada, y hasta me sorprendí cuando le clavé las uñas en la piel desnuda de su espalda. Sus labios descendieron y trazaron la línea de mi clavícula al tiempo que me quitaba el sujetador con una sola y diestra mano.
Me quedé un poco alucinada ante la reacción de mi cuerpo cuando nos peleamos por ser el primero en quitarle los vaqueros al otro. Me había convencido a mí misma de que jamás volvería a probar el sexo después de Dimitri, pero ¿en aquel instante? Puf, lo deseaba. Tal vez fuese una reacción psicológica al rechazo de Dimitri. Tal vez fuese el impulso de vivir el momento. Tal vez fuese amor por Adrian. O tal vez solo fuese lujuria.
Fuera lo que fuese, me dejaba indefensa entre sus manos y sus labios, que parecían decididos a explorar cada rincón de mi cuerpo. El único instante en que hizo una pausa fue una vez toda mi ropa hubo desaparecido por fin y me tumbé desnuda con él. Él también estaba prácticamente desnudo, pero es que no me había dado tiempo aún de llegar a sus boxers (que eran de seda, porque, sinceramente, ¿qué otra cosa podía llevar Adrian?). Me cogió la cara entre sus manos, con unos ojos llenos de intensidad y de deseo… y con un poco de asombro.
—Dime, Rose Hathaway, ¿qué eres? ¿Eres real? Eres un sueño dentro de un sueño. Me da miedo que tocarte me vaya a hacer despertar. Y que desaparezcas —me dijo, y reconocí algo de ese trance poético en el que a veces caía, esos instantes que me obligaban a preguntarme si estaría sufriendo una leve demencia inducida por el espíritu.
—Tócame y descúbrelo —le dije al atraerlo hacia mí.
No volvió a vacilar. Voló la última de sus prendas, y todo mi cuerpo entró en calor con el tacto de su piel y la manera en que sus manos se deslizaban por mí. Las necesidades de mi cuerpo estaban anulando rápidamente cualquier lógica y razón. No había ningún pensamiento, solo nosotros dos y el feroz apremio que nos unía. Yo no era más que una ardiente necesidad, un deseo, una sensación y…
—Oh, mierda.
Sonó como si farfullase, porque nos estábamos besando, y nuestros labios buscaban ávidos los labios del otro. Con los reflejos propios de un guardián, conseguí separarme de él por los pelos, justo cuando nuestras caderas comenzaban a juntarse. Perder el contacto con él me resultó horrible, y más lo fue para él. Estaba perplejo y se limitaba a mirarme sorprendido mientras yo me apartaba más de él a rastras y por fin me las arreglaba para sentarme en la cama.
—Pero qué… ¿Qué pasa? ¿Has cambiado de opinión?
—Antes necesitamos protección —le dije—. ¿Tienes condones?
Se quedó procesando aquello durante unos segundos y suspiró.
—Rose, solo a ti se te ocurriría escoger este momento para acordarte de eso.
Tenía su parte de razón, mi don de la oportunidad daba verdadero asco. Aun así, aquello era mejor que haberse acordado después. A pesar del desenfrenado deseo de mi cuerpo —que ahí seguía, créeme—, de pronto vi la sorprendente y nítida imagen de Karolina, la hermana de Dimitri. La había conocido en Siberia, y tenía una niña de unos seis meses. La cría era adorable, como todos los bebés, pero por Dios, cuánto trabajo daba. Karolina tenía un empleo de camarera y, nada más llegar a casa del trabajo, toda su atención se centraba en la niña. Cuando estaba fuera, era la madre de Dimitri quien cuidaba de ella, y la cría siempre necesitaba algo: comer, cambiarla, rescatarla porque se estaba ahogando con algún objeto pequeño. Su hermana Sonya también estaba entonces a punto de tener un bebé, y, tal como se quedaron las cosas allí con su hermana pequeña, Viktoria, no me sorprendería enterarme más pronto que tarde de que estaba embarazada. Unos cambios enormes en la vida provocados por pequeños descuidos.
Así que yo estaba bastante segura de que no deseaba un bebé en mi vida, no tan joven. Con Dimitri no había sido una preocupación gracias a la infertilidad de los dhampir. ¿Con Adrian? Era un problema, tanto como el hecho de que por muy raras que fuesen las enfermedades entre nuestras dos razas, yo no era la primera chica con la que estaba Adrian. Ni la segunda. O la tercera…
—Bueno, ¿tienes o no? —le pregunté con impaciencia. El hecho de que me hubiera puesto en modo responsable no significaba que tuviese menos ganas de sexo.
—Sí —dijo Adrian incorporándose también—, en mi habitación.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Su habitación estaba lejos, allá en la zona moroi de la corte.
Se deslizó para acercarse y me mordisqueó el lóbulo de la oreja.
—Las probabilidades de que pase algo malo son muy bajas.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, contra él. Me envolvió las caderas con sus manos y acarició mi piel.
—¿Acaso eres médico? —le pregunté.
Se le escapó una risa suave, y sus labios me besaron justo detrás de la oreja.
—No. Solo soy alguien dispuesto a correr el riesgo. No irás a decirme que no quieres esto.
Me aparté de él lo suficiente para poder mirarle a los ojos. Tenía razón. Yo quería aquello. Mucho, muchísimo. Y la parte de mí —que era casi toda yo— que ardía de lujuria estaba intentando ganarme para su causa. Las probabilidades ciertamente serían bajas, ¿no? ¿No había gente que se pasaba toda la vida intentando quedarse embarazada y no podía? Mi deseo tenía un buen argumentario, así que me resultó algo sorprendente que ganase mi lógica.
—Yo no puedo correr el riesgo —dije.
Adrian me observó con detenimiento y, al final, asintió.
—Muy bien. Otra vez será. Esta noche seremos… responsables.
—¿Eso es todo cuanto vas a decir?
Frunció el ceño.
—¿Qué más iba a decir? Has dicho que no.
—Pero… podías haber utilizado la coerción conmigo.
Se quedó de una verdadera pieza.
—¿Quieres que utilice la coerción contigo?
—No, por supuesto que no. Es que se me acaba de ocurrir que…, bueno, que podías haberlo hecho.
Adrian tomó mi rostro entre las manos.
—Rose, puedo hacer trampas a las cartas y comprar alcohol para menores, pero nunca, nunca te obligaría a hacer algo que tú no quieres. Esto no, desde luego…
Sus palabras se quedaron en el aire porque presioné mi cuerpo contra el suyo y empecé a besarle otra vez. Debió de ser la sorpresa lo que evitó que él hiciese algo de manera inmediata, pero no tardó en apartarme con cara de estar haciéndolo muy a su pesar.
—Mi pequeña dhampir —me dijo con sequedad—, si quieres ser responsable, esta no es una buena forma de lograrlo.
—Tampoco tenemos que dejarlo ya, y podemos seguir siendo responsables.
—Todas esas historias son…
Se frenó de golpe cuando me aparté el pelo y le ofrecí el cuello. Me las arreglé para girarle levemente de forma que pudiese verle los ojos, pero no le dije nada. No hacía falta. La invitación era obvia.
—Rose… —me dijo con aire indeciso, aunque pude verle el deseo en la cara.
Beber sangre no era lo mismo que el sexo, pero sí un deseo que tenían todos los vampiros, y hacerlo mientras se estaba excitado sexualmente —eso había oído yo— era una experiencia alucinante. También era un tabú, y casi nunca se hacía, o eso decía la gente. De ahí había surgido la expresión «prostituta de sangre», de los dhampir que ofrecían su sangre durante el sexo. La simple idea de un dhampir que ofreciese su sangre ya se consideraba una vergüenza, pero yo ya lo había hecho: con Lissa, cuando necesitó alimentarse, y con Dimitri, cuando era un strigoi. Y había sido glorioso.
Lo volvió a intentar, esta vez con una voz más decidida.
—Rose, ¿sabes lo que me estás pidiendo?
—Sí —respondí con firmeza. Le pasé un dedo con dulzura por los labios y lo introduje en su boca para tocarle los colmillos. Le devolví sus propias palabras—. No irás a decirme que no quieres esto.
Desde luego que lo quería. En un suspiro tenía sus labios en el cuello, y sus colmillos me perforaban la piel. Solté un grito ante el dolor repentino, un grito que se convirtió en un quejido cuando me invadieron las endorfinas que venían de la mano de todo mordisco de un vampiro. Me consumí en un gozo exquisito. Tiró de mí con fuerza contra él mientras bebía, casi en su regazo, presionando mi espalda contra su pecho. Tenía una lejana consciencia de cómo sus manos volvían a recorrer mi cuerpo, de sus labios en mi garganta. Sobre todo, lo que sabía era que me sumergía en un dulzor extático, puro. El subidón perfecto.
Cuando se apartó de mí fue como si perdiera una parte de mi ser. Como si me quedase incompleta. Confundida, en la necesidad de que volviera, estiré el brazo hacia él. Adrian apartó mi mano con delicadeza, sonriendo mientras se relamía los labios.
—Cuidado, pequeña dhampir. He ido un poco más lejos de lo que debería. A lo mejor te crecen alas y sales volando ahora mismo.
La verdad es que no me pareció mala idea. Sin embargo, unos instantes después se amortiguó la parte más intensa y alocada del colocón, y volví en mí. Aún me sentía maravillosamente bien y algo mareada; las endorfinas habían saciado el deseo de mi cuerpo. Mi cerebro volvía a funcionar poco a poco y permitió que algún pensamiento (más o menos) coherente atravesara aquella neblina de felicidad. Cuando Adrian se convenció de que estaba lo bastante sobria, se relajó y se tumbó en la cama. Me uní a él un instante más tarde y me acurruqué a su lado. Él parecía tan contento como yo.
—Esto —murmuró— ha sido el mejor «no sexo» del mundo.
Mi única respuesta fue una sonrisa somnolienta. Era tarde, y cuanto más me bajaba el chute de endorfinas, más sopor sentía. Una minúscula parte de mí me decía que, por mucho que yo hubiera deseado aquello y por mucho que me importase Adrian, todo aquel acto había estado mal. No lo había hecho por las razones apropiadas, y, en cambio, me había dejado llevar por mi dolor y mi confusión.
El resto de mi ser decidió que eso no era verdad, y la molesta vocecilla pronto acabó desvaneciéndose por agotamiento. Me quedé dormida apoyada en Adrian, y disfruté de la mejor noche de sueño que había tenido en mucho tiempo.
No me sorprendió del todo que pudiera levantarme, ducharme, vestirme e incluso secarme el pelo sin que Adrian se despertase. Mis amigos y yo nos habíamos tirado muchas mañanas intentando sacarle a rastras de la cama. Sobrio o con resaca, Adrian dormía como un tronco.
Dediqué al pelo más atención que en mucho tiempo. La marca delatora del mordisco de un vampiro aún estaba reciente en mi cuello, de modo que me dejé el pelo suelto y me preocupé de peinármelo hacia un lado, de manera que los mechones largos y ondulados cayesen tupidos sobre la zona del mordisco. Satisfecha con el camuflaje de la herida, pensé en qué hacer a continuación. En una hora, aproximadamente, el Consejo iba a escuchar los argumentos de los grupos con ideas diferentes al respecto del decreto de la edad, la participación de los moroi en los combates y el voto de los Dragomir. Si me dejaban entrar en la sala, no tenía ninguna intención de perderme los debates sobre los temas más candentes que afectaban a nuestro mundo en esos momentos.
No obstante, no quería despertar a Adrian. Estaba enrollado en mis sábanas y dormía tranquilo. Si le despertaba, me sentiría obligada a esperar a que se arreglase. A través del vínculo, percibí a Lissa sentada a solas en la mesa de una cafetería. Quería verla y desayunar, así que decidí que Adrian podía apañárselas solo. Le dejé una nota diciéndole dónde estaba, que la puerta se quedaría cerrada con un simple tirón cuando él saliese, y me despedí con un montón de besos y abrazos.
Sin embargo, cuando estaba a medio camino de la cafetería, sentí algo que envió al traste mis planes para el desayuno. Christian estaba sentado con Lissa.
—Bueno, bueno —murmuré. Con todo lo demás que estaba pasando, no había prestado excesiva atención al aspecto personal de su vida. No me sorprendía demasiado verlos juntos después de lo que había sucedido en la nave industrial, aunque las emociones de Lissa me decían que no se había producido una reconciliación sentimental… todavía. Se trataba de un incómodo intento de mantener la amistad, una oportunidad de superar sus celos y desconfianzas constantes.
Nada más lejos de mis intenciones que entrometerme en las obras del amor. Conocía otro lugar cerca del complejo de edificios de los guardianes donde también tenían café y donuts. Aquel sitio valdría siempre que nadie se acordase de que técnicamente aún me encontraba en periodo de prueba y que había montado una escena en uno de los salones de la realeza.
Las perspectivas al respecto no eran buenas.
Aun así, decidí probar, y me fui para allá observando con desconfianza el cielo cubierto de nubes. La lluvia no ayudaría nada a mi estado de ánimo. Cuando llegué a la cafetería, descubrí que no tenía por qué preocuparme de que alguien se fijase en mí. Había una atracción mayor: Dimitri.
Había salido con su servicio de vigilancia personal, y, aunque me alegraba de que disfrutase de una cierta libertad, aún me enfurecía esa actitud como si hiciera falta que lo vigilasen muy de cerca. Al menos esa mañana no había un público multitudinario. Los que habían ido a desayunar no podían evitar mirarle, pero eran pocos los que quedaban. Esta vez había cinco guardianes con él, lo que suponía una reducción significativa. Era una buena señal. Se hallaba sentado él solo a una mesa, con un café y un donut glaseado delante ante sí. Estaba leyendo una novela de bolsillo que me jugaría la vida a que era un western.
Nadie se sentaba con él; su escolta se limitaba a mantener un perímetro de protección: un par de ellos cerca de las paredes, uno en la entrada y otros dos en las mesas cercanas. Aquel nivel de seguridad parecía no tener sentido. Dimitri andaba por completo absorto en el libro, ajeno a los guardianes y a los espectadores ocasionales, o simplemente estaba interpretando una buena pose de indiferencia. Parecía del todo inofensivo, pero me volvieron a la cabeza las palabras de Adrian: ¿quedaba en él algo de strigoi? ¿Algo oscuro? El propio Dimitri afirmaba llevar dentro aún algo que le impediría volver a querer a alguien de verdad.
Él y yo siempre nos habíamos presentido el uno al otro de manera extraordinaria. Siempre era capaz de encontrarle en una habitación repleta de gente, y, a pesar de su preocupación con el libro, alzó la mirada cuando me dirigí a la barra de la cafetería. Nuestros ojos se toparon por un milisegundo. Su semblante era inexpresivo… y aun así, me dio la sensación de que estaba esperando algo.
A mí, me percaté sorprendida. A pesar de todo, a pesar de nuestra discusión en la iglesia… aún pensaba que le perseguiría y le daría alguna señal de mi amor. ¿Por qué? ¿Esperaba que fuese tan irracional? O es que… ¿sería posible que quisiera que me acercase a él?
Bueno, fuera cual fuese la razón, decidí que no se lo concedería. Ya me había hecho daño demasiadas veces. Me había dicho que me alejase y, si aquello formaba parte de alguna maniobra rebuscada para jugar con mis sentimientos, yo no iba a participar. Le lancé una mirada altiva y le di claramente la espalda al acercarme a la barra. Pedí un té Chai y un pepito de chocolate. Me lo pensé un momento y pedí un segundo pepito: tenía la impresión de que iba a ser uno de esos días.
Mi idea inicial era la de desayunar en la terraza de fuera, pero al mirar por los ventanales tintados, pude distinguir con dificultad las siluetas de las gotas de lluvia que caían sobre los cristales. Mierda. Me pensé un instante aguantar el mal tiempo y largarme a otro sitio con mi desayuno, pero decidí que no iba a dejar que Dimitri me ahuyentase. Busqué una mesa lejos de la suya y me encaminé hacia ella esforzándome todo lo que podía por no mirarle y hacer como si no estuviera.
—Eh, Rose, ¿vas a asistir hoy al Consejo?
Me detuve en seco. Era uno de los guardianes de Dimitri quien había hablado al tiempo que me dirigía una amigable sonrisa. No me acordaba de cómo se llamaba, pero siempre que me había cruzado con él me había parecido agradable. No quería ser maleducada, de manera que le respondí a regañadientes, aunque eso supusiera quedarme cerca de Dimitri.
—Sí —le dije, asegurándome de que mi atención se centraba únicamente en el guardián—. Solo estaba pillando algo de comer antes de ir.
—¿Y te van a dejar entrar? —preguntó otro de los guardianes. También sonreía. Por un segundo, creí que se estaban riendo de mi último arrebato, pero no… no era eso. En sus rostros había aprobación.
—Esa es una magnífica pregunta —reconocí. Le di un bocado al pepito de chocolate—, pero me imagino que habrá que probar. Y también voy a intentar portarme bien.
El primer guardián se partió de risa.
—Espero que no, desde luego. Esa banda se merece todos los dolores de cabeza que les puedas dar por culpa de esa ley tan estúpida de la edad —dijo, y los demás guardianes asintieron.
—¿Qué ley de la edad? —preguntó Dimitri.
Aunque no quería hacerlo, dirigí la mirada hacia él. Como siempre, me dejó sin aliento. «Para ya, Rose —me reprendí—. Estás cabreada con él, ¿recuerdas? Y ya has escogido a Adrian».
—El decreto por el que la realeza cree que enviar a un dhampir de dieciséis años a luchar contra los strigoi es lo mismo que enviar a uno de dieciocho —le dije. Di otro bocado.
Dimitri levantó la cabeza tan de golpe que casi me atraganto con el chocolate.
—¿Quién va a ir a luchar contra los strigoi con dieciséis años? —sus guardianes se pusieron en tensión, pero no fueron más allá.
Me llevó un momento pasar el bocado de pepito y, cuando por fin pude hablar, casi me dio miedo hacerlo.
—De eso va el decreto. Los dhampir se graduarán ahora con dieciséis años.
—¿Cuándo ha sido eso? —preguntó Dimitri.
—El otro día. ¿Es que no te lo ha contado nadie? —miré a los demás guardianes. Uno de ellos se encogió de hombros. Me dio la impresión de que aunque creyesen que Dimitri era de verdad un dhampir, no estaban preparados para ponerse a charlar con él. Su único contacto con alguien aparte de mí sería con Lissa y con sus interrogadores.
—No —Dimitri arrugó la frente mientras valoraba la noticia.
Me comí en silencio el pepito de chocolate con la esperanza de que eso le empujase a seguir hablando. Y así fue.
—Es una locura —dijo—. Dejando la cuestión moral a un lado, no estarán preparados tan jóvenes. Es un suicidio.
—Lo sé. Tasha ya ofreció un buen argumento en su contra. Y yo también lo hice.
Dimitri me miró con cara de suspicacia al respecto de aquello último, en especial cuando se sonrieron dos de sus guardianes.
—¿Fue una votación ajustada? —preguntó. Se dirigía a mí al estilo de un interrogatorio, de ese modo tan serio y concentrado tan propio de él como guardián. Aquello era mucho mejor que la depresión, decidí. También era mucho mejor que cuando me decía que me alejase de él.
—Muy ajustada. Si Lissa hubiera podido votar, no lo habrían aprobado.
—Ya —dijo mientras jugaba con el borde de su taza de café—. El quórum.
—¿Sabes de qué va? —le pregunté, sorprendida.
—Es una antigua ley moroi.
—Eso he oído.
—¿Qué intentará hacer la oposición? ¿Va a tratar de que el Consejo cambie de opinión, o de conseguir para Lissa el voto de los Dragomir?
—Ambas cosas, y alguna más.
Hizo un gesto negativo con la cabeza y se pasó unos mechones de pelo por detrás de la oreja.
—No pueden hacer eso. Tienen que escoger un camino y dedicarle todos sus esfuerzos. Lissa es la opción más inteligente. El Consejo necesita el regreso de los Dragomir; he visto cómo la mira la gente cuando me exhiben —sus palabras estaban teñidas del más leve deje de amargura, lo que indicaba cómo se sentía al respecto de aquello. Acto seguido, volvió a centrarse en el tema—. No resultaría complicado recabar apoyos para eso… siempre que no dividan sus fuerzas.
Empecé mi segundo pepito de chocolate y se me olvidó mi anterior resolución de no hacerle caso a Dimitri. No quería distraerle del tema. Aquello era lo primero que conseguía traer de vuelta a sus ojos aquel brillo ardiente, lo único en lo que él parecía tener interés…, bueno, aparte de jurar devoción eterna a Lissa y pedirme que me mantuviese al margen de su vida. Me gustaba este Dimitri.
Era el mismo Dimitri de tanto tiempo atrás. Aquel Dimitri fiero dispuesto a arriesgar su vida por lo que estaba bien. Casi deseé que regresase el Dimitri distante, exasperante, el que me pedía que me alejase de él, porque verle ahora me traía demasiados recuerdos por no mencionar la atracción que yo creía haber mitigado. Ahora, con tanta pasión en él, me parecía más atractivo que nunca; aquella era la misma intensidad que le envolvía cuando entrenábamos el combate, incluso cuando nos acostamos. Era así como se suponía que había de ser Dimitri: poderoso y al mando. Me alegraba y, sin embargo…, verle de aquella manera que tanto amaba solo hacía que me doliese mucho más en el corazón. Lo había perdido.
Si Dimitri se imaginaba mis sentimientos, no lo demostró. Me miró directamente a los ojos y, como siempre, me sentí envuelta en la fuerza de una mirada tan poderosa.
—La próxima vez que veas a Tasha, ¿le dirás que venga a verme? Tenemos que hablar de esto.
—Así que Tasha puede ser tu amiga pero yo no, ¿eh? —aquellas palabras afiladas salieron de mis labios antes de que pudiese impedirlo. Me sonrojé, avergonzada por mi lapsus delante de los demás guardianes. Podría decirse que Dimitri tampoco deseaba tener público. Levantó la vista hacia el guardián que se había dirigido a mí en primera instancia.
—¿Hay alguna forma de que podamos tener algo de intimidad?
Sus escoltas cruzaron varias miradas y, acto seguido y prácticamente al unísono, retrocedieron unos pasos. No era una distancia considerable, y aún mantenían el perímetro alrededor de Dimitri, pero bastaba para que no oyesen nuestra conversación entera. Dimitri se volvió hacia mí. Me senté.
—Tasha y tú os encontráis en situaciones completamente distintas. No hay ningún peligro con ella en mi vida. Contigo sí lo hay.
—Y, aun así —dije, apartándome el pelo con un golpe airado— parece que no hay ningún problema si formo parte de tu vida cuando te conviene… como, digamos, para hacerte recaditos o pasar mensajes.
—La verdad, tampoco parece que tú me necesites a mí en tu vida —afirmó con sequedad y una leve inclinación de la cabeza hacia mi hombro derecho.
Necesité un momento para comprender lo que había sucedido. Al apartarme el pelo, había dejado el cuello a la vista… y también la mordedura. Intenté no sonrojarme de nuevo, consciente de que no tenía nada de lo que avergonzarme. Me eché el pelo hacia atrás.
—No es asunto tuyo —siseé con la esperanza de que no lo hubieran oído los demás guardianes.
—Exacto —sonó triunfal—. Porque tienes que vivir tu propia vida, muy lejos de mí.
—Por Dios bendito —exclamé—. ¿Por qué no dejas ya el…?
Alcé la mirada de su rostro porque, de repente, un ejército se cernía sobre nosotros.
Vale, digamos que no era exactamente un ejército, pero bien podría haberlo sido. Estábamos Dimitri y yo solos con sus escoltas y, un segundo después, la cafetería era un hervidero de guardianes. Y no solo guardianes. Llevaban el uniforme negro y blanco típico de los guardianes en las ocasiones formales, pero un pequeño botón rojo en el cuello de la camisa los identificaba como guardianes asignados de manera específica al servicio de la reina. Allí tenía que haber por lo menos veinte de ellos.
Eran letales, mortíferos, lo mejor de lo mejor. A lo largo de la historia, los asesinos que habían atacado a los monarcas se habían visto reducidos por la guardia real. Eran la muerte personificada, y ahora, todos ellos nos tenían rodeados. Dimitri y yo nos pusimos en pie de un salto, sin tener muy claro qué estaba sucediendo, pero con la certeza de que aquella amenaza iba dirigida contra nosotros. Estábamos separados por la mesa y las sillas, pero aun así nos colocamos de inmediato en la posición de combate propia de las situaciones en que estás rodeado por el enemigo: espalda con espalda.
Los guardianes que vigilaban a Dimitri vestían ropa ordinaria, y se quedaron algo perplejos al ver a sus compañeros, aunque, con la eficiencia propia de su profesión, se unieron al avance de la guardia real. Se acabaron las sonrisas y las bromas. Quería lanzarme delante de Dimitri, pero resultaba bastante complicado en aquella situación.
—Tienes que venir con nosotros ahora mismo —dijo uno de los guardias de la reina—. Si te resistes, te llevaremos a la fuerza.
—¡Dejadle en paz! —grité mirándolos uno a uno a la cara. Aquella ira oscura estalló en mi interior. ¿Cómo podían seguir sin creer? ¿Por qué continuaban instigándole?—. ¡Él no ha hecho nada! ¿Por qué no aceptáis de una vez que ahora es de verdad un dhampir?
El hombre que había hablado arqueó una ceja.
—No estaba hablando con él.
—¿Habéis… habéis venido a por mí? —le pregunté. Intenté recordar qué otro numerito podía haber causado últimamente. Valoré la disparatada idea de que la reina hubiese descubierto que había pasado la noche con Adrian y estuviera muy cabreada al respecto, pero aquello no sería suficiente como para que enviase a la guardia de palacio a buscarme… ¿o sí? ¿De verdad me había pasado tanto de la raya con mis rarezas?
—¿Por qué motivo? —exigió saber Dimitri. Aquel cuerpo alto y maravilloso que tenía, ese mismo que tan sensual podía ser a veces, se encontraba ahora tenso y amenazador.
El hombre mantuvo los ojos clavados en mí.
—No me obligues a repetirlo: acompáñanos sin oponer resistencia, o te obligaremos nosotros —en sus manos brilló el destello de unas esposas.
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¡Es una locura! ¡Yo no voy a ninguna parte hasta que me digáis cómo coño ha…!
Fue en aquel instante cuando al parecer decidieron que no iba a acompañarlos sin oponer resistencia. Dos de los guardias reales se lanzaron a por mí, y, aunque en teoría trabajábamos para el mismo bando, mi instinto entró en acción. Yo allí no entendía nada excepto que no me iban a sacar a rastras como a una especie de criminal peligroso. Cogí la silla en la que había estado sentada, se la tiré a uno de los guardianes y le lancé un puñetazo al otro. Fue un golpe un poco pobre cuya efectividad quedó más reducida si cabe porque el otro era más alto que yo. Aquella diferencia de altura me permitió esquivar su siguiente intento de agarrarme y, cuando le solté una dura patada hacia las piernas, un gruñido me indicó que había acertado de lleno.
Oí unos cuantos chillidos. Los empleados de la cafetería se escondieron detrás de la barra como si esperasen que sacásemos armas automáticas. Los demás clientes que se encontraban allí desayunando salieron despavoridos de sus mesas y en su descuido tiraron al suelo platos y comida. Corrieron hacia las salidas, que estaban bloqueadas por más guardianes aún. Aquello provocó más gritos, aunque las salidas estuvieran bloqueadas por mi culpa.
Entre tanto, otros guardianes se unían a la refriega. Aunque conseguí conectar un par de buenos puñetazos sabía que su superioridad en número resultaba abrumadora. Un guardián me aferró del brazo e intentó ponerme las esposas. Se detuvo cuando otro par de manos me agarró por el otro lado y tiró de mí para liberarme.
Dimitri.
—No la toques —rugió.
En su voz había un tono que me habría atemorizado de haber ido dirigido a mí. Me empujó detrás de él y colocó su cuerpo delante en una posición protectora, con mi espalda contra la mesa. Los guardianes caían sobre nosotros procedentes de todas las direcciones, y Dimitri comenzó a despacharlos con la misma elegancia letal que antaño hiciera que la gente dijese que era un dios. No mató a ninguno de ellos, pero se aseguró de que quedaban fuera de combate. Si a alguno se le había pasado por la cabeza que su odisea como strigoi o su encierro en una celda habían mermado sus habilidades para el combate, entonces había cometido un terrible error. Dimitri era una fuerza de la naturaleza, y se las arregló para conseguir lo inverosímil y además impedírmelo cada vez que yo intentaba unirme a la pelea. La guardia real podría ser lo mejor de lo mejor, pero Dimitri… digamos que mi antiguo instructor y amante formaba una categoría por sí solo. Sus habilidades de combate superaban a las de cualquiera, y las estaba utilizando todas en mi defensa.
—Quédate detrás —me ordenó—. No te van a poner una mano encima.
Al principio me quedé anonadada por su comportamiento protector… aunque odiaba mantenerme al margen en una pelea. Verle luchar de nuevo era también fascinante. Hacía que pareciese algo bello y letal al mismo tiempo. Era en sí todo un ejército, ese guerrero que protegía a sus seres queridos y provocaba terror en sus enemigos…
Y entonces me percaté de algo horrible.
—¡Alto! —grité de repente—. ¡Iré! ¡Iré con vosotros!
Nadie me oyó al principio, estaban demasiado enzarzados en la pelea. Los guardianes seguían intentando ganarle la espalda a hurtadillas a Dimitri, pero era como si él los presintiese y les tiraba sillas o cualquier otra cosa que se pudiera agenciar… sin dejar de arrear patadas y puñetazos a los que se lanzaban de frente. ¿Quién sabe? Quizá hubiera sido capaz de derrotar él solo a todo un ejército.
Pero yo no se lo podía permitir.
Zarandeé el brazo de Dimitri.
—¡Para! —le grité—. ¡No pelees más!
—Rose…
—¡Que pares!
Estaba bastante segura de no haber gritado tan fuerte jamás en mi vida. Resonó por la cafetería. A mí me pareció que resonó por toda la corte.
Aquello no hizo exactamente que todo el mundo se detuviera, pero muchos de los guardianes bajaron el ritmo. Algunos de los empleados de la cafetería, acobardados, asomaron la cabeza por encima de la barra y nos miraron. Dimitri seguía en movimiento, seguía preparado para frenar a cualquiera, y casi tuve que tirarme contra él para que me hiciese caso.
—Para —esta vez, mi voz fue un susurro. Entre todos nosotros se había hecho un incómodo silencio—. Deja la pelea. Me voy a ir con ellos.
—No. No voy a dejar que te lleven.
—Tienes que hacerlo —le supliqué.
Jadeaba con fuerza, cada parte de su ser armada y preparada para el ataque. Nuestras miradas se encontraron, y fue como si un millar de mensajes fluyese entre nosotros mientras aquella antigua energía crepitaba en el ambiente. Yo solo esperaba que él recibiese el mensaje correcto.
Uno de los guardianes avanzó con indecisión, para lo cual tuvo que rodear el cuerpo inconsciente de uno de sus compañeros, y la tensión volvió a saltar en Dimitri. Fue a bloquearle el paso al guardián y a defenderme de nuevo, pero esta vez me interpuse yo entre ellos y cogí la mano de Dimitri sin dejar de mirarle a los ojos. Su piel estaba templada… y cómo agradecí su tacto contra la mía.
—Por favor, déjalo ya.
Vi entonces que por fin entendía lo que le estaba intentando decir. La gente aún le tenía miedo. Nadie sabía qué era. Lissa había dicho que verle actuar con calma y con normalidad aplacaría los temores, pero ¿esto? ¿Que dejase fuera de combate a todo un ejército de guardianes? Aquello no le daría puntos por buen comportamiento. Según lo veía yo, ya era demasiado tarde después de esto, pero tenía que intentar controlar los daños. No podía permitir que le volviesen a encerrar, no por mi culpa.
Me miró, y me dio la sensación de que era él ahora quien me enviaba su mensaje: que aún seguiría luchando por mí, que lucharía hasta caer rendido con tal de evitar que me capturasen.
Le dije que no con un gesto de la cabeza y le apreté la mano en señal de despedida. Sus dedos eran justo como los recordaba, largos y elegantes, con callos provocados por los años de entrenamiento. Le solté y me giré para quedar frente al tipo que había hablado en primer lugar. Asumí que sería algo así como el jefe.
Le mostré las manos y avancé despacio.
—Iré sin oponer resistencia, pero por favor… no le volváis a encerrar. Solo ha pensado… ha pensado que yo estaba en un aprieto.
La cuestión fue que, cuando me pusieron las esposas en las muñecas, yo también empecé a pensar que estaba en un aprieto. Mientras los guardianes se ayudaban los unos a los otros a ponerse en pie, su mando respiró profundamente y se dispuso a anunciar lo que había estado intentando decir desde que entró. Tragué saliva, a la espera de oír el nombre de Victor.
—Rose Hathaway, quedas arrestada por alta traición.
Pues no era lo que yo me imaginaba. Con la esperanza de que mi sumisión me hubiese hecho ganar puntos, pregunté:
—¿Qué alta traición?
—El asesinato de Su Majestad, la reina Tatiana.