VEINTICUATRO

El moroi sonrió.

—Haces que suene como si fuera algo malo.

Torcí el gesto y volví a echar un vistazo dentro de la bolsa del ordenador. Esta vez lo miré con otros ojos.

—¿Qué está pasando aquí?

—Yo soy el mensajero. Me limito a hacer recados para el señor Mazur.

—¿Es esa la manera políticamente correcta de decir que espías para él?, ¿que te dedicas a descubrir los secretos sucios de la gente para que él los pueda utilizar contra ellos y seguir jugando a lo suyo? —Abe parecía saberlo todo de todo el mundo, en especial dentro del entorno político de la realeza. ¿De qué manera iba a conseguirlo sin tener ojos y oídos en todas partes, como por ejemplo en la corte? Hasta donde yo sabía, había hecho que me pusieran micrófonos en la habitación.

—Espiar suena muy feo —me fijé en que el tío no lo había negado—. Además, paga muy bien, es un buen jefe —hecho su trabajo, me dio la espalda para marcharse, pero me lanzó una última advertencia—. Como te he dicho, el tiempo es vital. Lee esa nota en cuanto puedas.

Casi se me ocurrió tirársela a la cara. Estaba acostumbrándome a la idea de ser la hija de Abe, pero eso no significaba que quisiera que me liase en una de sus disparatadas confabulaciones. Una bolsa con material informático no era un buen augurio.

No obstante, me apresuré a llevármela a mi habitación y vacié el contenido sobre la cama. Había unas hojas de papel, y la primera de ellas era una carta mecanografiada.

Rose:

Espero que Tad haya podido entregarte esto a tiempo, y espero que no te hayas portado demasiado mal con él. Hago esto en nombre de alguien que quiere hablar contigo sobre un asunto urgente. Sin embargo, se trata de una conversación que nadie más debe oír. El portátil y el módem vía satélite que hay en la bolsa te permitirán mantener una charla privada, siempre y cuando tú te encuentres en un lugar privado. He incluido las instrucciones para configurarlo paso a paso. El encuentro se producirá a las 7 a. m.

No había ningún nombre al final, pero tampoco lo necesitaba. Dejé la carta y me quedé mirando la maraña de cables. Quedaba menos de una hora para las siete.

—Venga ya, viejo —exclamé.

En defensa de Abe, hay que decir que los papeles adjuntos contenían indicaciones muy básicas que no requerían de la intervención de un ingeniero informático. El único problema consistía en que eran muchas; detallaban dónde iba cada cable, con qué contraseña entrar, cómo configurar el módem y cosas por el estilo. Me pensé por un instante no hacer caso de nada de aquello. Sin embargo, que alguien como Abe utilizara la palabra «urgente» me convenció de que tal vez no debería darme tanta prisa por desestimar aquello.

De manera que me preparé para hacer alguna que otra acrobacia técnica y me puse a seguir sus instrucciones. Me llevó casi todo el tiempo de que disponía, pero conseguí enganchar el módem y la cámara y acceder al programa de seguridad que me permitiría realizar una videoconferencia con el contacto misterioso de Abe. Terminé con unos pocos minutos de margen y esperé observando la ventana negra en el centro de la pantalla y preguntándome en qué me habría metido.

A las siete en punto, la ventana cobró vida, y surgió un rostro conocido… e inesperado.

—¿Sydney? —pregunté sorprendida.

El vídeo se entrecortaba ligeramente, igual que con la mayoría de las conexiones a Internet, pero ahí estaba el rostro de mi (más o menos) amiga Sydney Sage, que me devolvía la sonrisa. La suya era un tanto inexpresiva, pero eso era típico en ella.

—Buenos días —me dijo mientras sofocaba un bostezo. Por el estado de su media melena rubia, era probable que acabase de salir de la cama. Aun con aquella baja resolución, el tatuaje de la flor dorada resplandecía en su mejilla. Todos los alquimistas llevaban el mismo tatuaje, que estaba hecho con tinta y con sangre moroi, y dotaba al portador de la buena salud y la longevidad de estos. También incluía una pequeña dosis de coerción para evitar que la sociedad secreta de los alquimistas revelase nada indebido acerca de los vampiros.

—Noches —le dije—, no días.

—Podemos dedicarnos a discutir sobre vuestro retorcido y condenado horario en cualquier otro momento —me dijo—. Ese no es el motivo por el que estoy aquí.

—¿Para qué estás aquí? —le pregunté, aún sorprendida de verla. Los alquimistas hacían su trabajo casi a regañadientes y, aunque a Sydney yo le caía mejor que a la mayoría de los moroi y los dhampir, tampoco era de las que hacían llamadas (o videollamadas) de cortesía—. Espera…, no puedes estar en Rusia. No si para ti es por la mañana… —intenté recordar el cambio horario. Sí, para los humanos allí, el sol debía de estar oculto, o a punto de ponerse ahora mismo.

—He regresado a la madre patria —dijo fingiendo un cierto aire de grandeza—. He conseguido un nuevo destino en Nueva Orleans.

—Vaya, eso es genial —Sydney odiaba estar destinada en Rusia, pero a mí me había dado la impresión de que se quedaría allí hasta que terminase su trabajo como alquimista—. ¿Cómo lo has conseguido?

Su ligera sonrisa se convirtió en una cara de incomodidad.

—Bueno, digamos que Abe, mmm, pues me hizo algo así como un favor. Lo hizo posible.

—¿Hiciste un trato con él? —Sydney sí que debía de odiar Rusia, y las influencias de Abe sí que debían de llegar bien lejos si era capaz de influir en una organización de humanos—. ¿Qué le diste tú a cambio? ¿Tu alma? —gastarle una broma como aquella a alguien tan religioso como ella no había sido apropiado. Por supuesto, yo creía que ella pensaba que los moroi y los dhampir devoraban las almas, así que tal vez mi comentario no fuera tan desencaminado.

—Esa es la cuestión —dijo—, que fue uno de esos acuerdos en plan «ya te lo diré yo cuando necesite que tú me hagas un favor a mí».

—Pardilla.

—Oye —saltó ella—, que no tengo por qué hacer esto. Al hablar contigo, es a ti en realidad a quien le estoy haciendo el favor.

—Y ¿por qué estás hablando conmigo, exactamente? —quería preguntarle más acerca de su pacto abierto con el mismísimo diablo, pero me imaginé que eso provocaría una desconexión.

Suspiró y se quitó parte del pelo de la cara.

—Tengo que preguntarte algo, y te juro que no me voy a chivar… Solo necesito saber la verdad para que no sigamos perdiendo el tiempo con una cuestión.

—Muy bien… —«Por favor, que no me pregunte por Victor», recé.

—¿Te has colado últimamente en algún sitio?

Maldición. Mantuve una cara de una absoluta neutralidad.

—¿Qué quieres decir?

—Hace poco que nos han robado ciertos informes a los alquimistas —se explicó. Su expresión era muy seria ahora—. Y todo el mundo está como loco intentando descubrir quién lo ha hecho… y por qué.

Mentalmente, solté un suspiro de alivio. Muy bien, aquello no iba de Tarasov. Gracias a Dios, había un delito del que yo no era la culpable. Entonces me percaté de todo lo que sus palabras implicaban. Me quedé estupefacta.

—Espera, a vosotros os roban, ¿y es de mí de quien sospecháis? Creía que yo no estaba en vuestra lista de criaturas malignas.

—Ningún dhampir se libra de aparecer en mi lista de criaturas malignas —me dijo, con su media sonrisa de regreso, aunque no era capaz de decir si estaba de broma o no. Se desvaneció a toda prisa, y dejó bien clara la importancia que tenía aquello para ella—. Y, créeme, de haber alguien capaz de colarse en nuestros archivos, podrías ser tú. No es fácil, prácticamente imposible.

—Mmm… ¿gracias? —no tenía muy claro si me debía sentir halagada o no.

—Por supuesto —prosiguió con tono de burla—, solo se llevaron informes en papel, lo cual es estúpido. Hoy en día todo tiene ya una copia de respaldo digital, así que no estoy segura de por qué se habrán dedicado a escarbar en unos archivadores antediluvianos.

Yo podía darle unas cuantas razones del porqué, pero era más importante conocer el motivo por el que yo era su sospechosa número uno.

—Es una estupidez. ¿Y por qué piensas que yo lo haría?

—Por lo que han robado: información acerca de un moroi llamado Eric Dragomir.

—¿Un… qué?

—Está entre tus amistades, ¿no? Su hija, quiero decir.

—Sí… —casi me había quedado sin habla. Casi—. ¿Tenéis informes sobre los moroi?

—Tenemos informes acerca de todo —dijo con orgullo—. El caso es que cuando me puse a pensar en quién cometería un delito así y además estaría interesado en un Dragomir…, bueno, tu nombre me vino a la cabeza.

—Yo no he sido. He hecho muchas cosas, pero no esa. Ni siquiera sabía que teníais ese tipo de informes.

Sydney me miraba con cara de suspicacia.

—¡Es la verdad! —añadí.

—Como te acabo de decir, no te voy a delatar. En serio, Rose. Solo quiero saberlo para poder decirle a la gente que deje de perder el tiempo siguiendo ciertas pistas —su suficiencia se moderó—. Y, bueno, si fuiste tú…, tengo que desviar la atención de ti. Se lo he prometido a Abe.

—No sé qué hace falta para que me creas, ¡yo no he sido! Pero sí que quiero saber quién lo ha hecho. ¿Qué se han llevado? ¿Todo lo que teníais sobre él?

Se mordió la lengua. El hecho de que le debiese un favor a Abe podría significar que ella llegase a actuar a espaldas de su propia gente, pero, por lo visto, el alcance de su traición tenía sus límites.

—¡Vamos! Si tenéis copias digitales, tenéis que saber qué se han llevado. Estamos hablando de Lissa —se me ocurrió una idea—. ¿Podrías enviarme una copia?

—No —dijo de inmediato—. En absoluto.

—Entonces, por favor…, ¡dame solo una pista de lo que buscaban! Lissa es mi mejor amiga. No puedo permitir que le pase nada.

Me preparé para una negativa. Sydney no parecía muy afable. ¿Tendría amigos? ¿Sería capaz de entender cómo me sentía?

—Información sobre su vida, principalmente —me dijo por fin—. Algo sobre su historia y nuestros operativos de vigilancia.

—¿Vigil…? —lo dejé estar, después de decidir que no quería saber más de lo que me correspondía al respecto de que los alquimistas nos espiasen—. ¿Algo más?

—Informes financieros —frunció el ceño—. En especial, sobre unas grandes cantidades que ingresaba en una cuenta corriente de Las Vegas. Unos ingresos que intentó ocultar todo lo que pudo.

—¿Las Vegas? Acabo de volver de allí… —tampoco es que aquello importase.

—Lo sé —me dijo—. He visto algunas escenas de tu escapada en las grabaciones de seguridad del Witching Hour. El hecho de que te largases de esa manera fue en parte lo que me hizo sospechar de ti. Parecía encajar —vaciló—. El tío con el que estabas…, el moroi alto con el pelo oscuro…, ¿es tu novio?

—Mmm, sí.

Le costó un rato y un gran esfuerzo reconocer su siguiente afirmación.

—Es mono.

—¿Para una malvada criatura de la noche?

—Por supuesto —vaciló de nuevo—. ¿Es cierto que os fuisteis para casaros?

—¿Qué? ¡No! ¿Es que también os llegan a vosotros esas historias? —negué con la cabeza, casi riéndome por lo ridículo que era todo aquello, pero consciente de que había de volver sobre los hechos—. De manera que Eric tenía una cuenta en Las Vegas en la que iba depositando dinero, ¿no?

—No era suya. Estaba a nombre de una mujer.

—¿Qué mujer?

—Ninguna…, bueno, ninguna a la que le podamos seguir la pista. Estaba inscrita con el típico «Jane Doe».

—Qué original —mascullé—. ¿Por qué haría tal cosa?

—No lo sabemos. En realidad, no nos importa. Solo queremos saber quién ha entrado y se ha llevado nuestros papeles.

—Lo único que yo sé de eso es que no he sido yo —le dije, y al ver cómo me estudiaba su mirada, levanté las manos—. ¡Vamos! Si hubiese querido saber algo de él, le habría preguntado a Lissa, sin más. O habría robado nuestros propios informes.

Transcurrieron unos segundos de silencio.

—Muy bien. Te creo —me dijo.

—¿En serio?

—¿Es que no quieres que te crea?

—No, es que convencerte ha sido más fácil de lo que pensaba —dije, y Sydney suspiró—. Quiero saber más sobre esos informes —le dije decidida—. Quiero saber quién es Jane Doe. Si pudieras conseguirme más documentos…

Sydney me dijo que no con la cabeza.

—De eso nada. Aquí es donde te cierro el grifo. Tú ya sabes demasiado. Abe quería que te mantuviese apartada del problema, y ya lo he hecho. He cumplido con mi parte.

—No creo que Abe vaya a dejar que te escapes tan fácilmente. No si tu acuerdo con él fue tan abierto.

No lo reconoció, pero la expresión de sus ojos marrones me hizo pensar que estaba de acuerdo.

—Buenas noches, Rose. O días. O lo que sea.

—Espera, es que…

La pantalla se quedó en negro.

—Mierda —mascullé y cerré el portátil con más fuerza de la que debía.

Cada fragmento de la conversación había resultado impactante, empezando por la propia Sydney para acabar con que alguien hubiese robado unos informes de los alquimistas sobre el padre de Lissa. ¿Por qué se preocuparía alguien por un hombre que ya estaba muerto? ¿Y por qué robar siquiera los informes? ¿Para enterarse de algo? ¿O para intentar ocultar algo? Si esta última opción era cierta, entonces Sydney tenía razón en que el esfuerzo había sido en vano.

Volví a repasarlo todo mentalmente mientras me preparaba para irme a la cama, observando mi imagen en el espejo al cepillarme los dientes. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué hacer eso? ¿Y quién? No necesitaba de más intrigas en mi vida, pero había que tomarse muy en serio cualquier cosa que implicase a Lissa. Por desgracia, enseguida me quedó claro que esa noche no descubriría nada, y me quedé dormida dándole vueltas a todas aquellas preguntas en la cabeza.

A la mañana siguiente me desperté con una sensación algo menos abrumadora, aunque aún necesitaba respuestas. Me debatí al respecto de si hablar con Lissa o no sobre el tema del que me había enterado, y por fin decidí que debía hacerlo. Si alguien andaba recopilando información sobre su padre, ella tenía el derecho de saberlo, y, además, aquello no tenía nada que ver con los rumores sobre sus…

Un pensamiento me asaltó en pleno proceso de frotarme el champú en la cabeza. Anoche estaba demasiado cansada y sorprendida como para hilar juntas las piezas. Aquel tipo del Witching Hour nos había contado que el padre de Lissa iba mucho por allí. Ahora resultaba que los informes de Sydney decían que ingresaba importantes sumas de dinero en una cuenta de Las Vegas. ¿Una coincidencia? Tal vez. Pero, conforme pasaba el tiempo, estaba empezando a dejar de creer en las coincidencias.

Una vez presentable, salí camino de la zona de la corte donde se alojaba Lissa… pero no llegué muy lejos. Adrian me estaba esperando en el piso de abajo, en el vestíbulo de mi edificio, repanchingado en una butaca.

—Un poco temprano para ti, ¿no te parece? —bromeé al detenerme delante de él.

Esperaba una sonrisa por respuesta, pero Adrian no parecía demasiado alegre esa mañana. Es más, su aspecto era, digamos, desaliñado. No llevaba el pelo cuidado al detalle, como solía él, y la ropa —de inusual elegancia para esa hora del día— estaba arrugada. Lo envolvía el aroma de los cigarrillos de clavo.

—Es fácil llegar temprano cuando no has dormido mucho —respondió él—. Me he quedado despierto casi toda la noche, esperando a alguien.

—¿Esperando a…? Oh, Dios —la fiesta. Se me había olvidado por completo la fiesta a la que su madre me había invitado. Abe y Sydney me habían distraído—. Adrian, cuánto lo siento.

Hizo un gesto de indiferencia y no me tocó cuando me senté en el brazo de su butaca.

—Olvídalo. La verdad es que debería dejar de sorprenderme. Estoy empezando a darme cuenta de que me he estado engañando a mí mismo.

—No, no, si iba a ir, pero entonces, no te vas a creer lo que…

—Ahórratelo, por favor —su voz era de hastío, los ojos enrojecidos—. No es necesario. Mi madre me dijo que te vio en el interrogatorio de Dimitri.

Fruncí el ceño.

—Pero ese no es el motivo por el que me he perdido la fiesta. Había un tío…

—Esa no es la cuestión, Rose. La cuestión es que sí que sacaste tiempo para eso… y para ir a verlo a su celda, si lo que he oído es cierto. Sin embargo, no te pudiste tomar la molestia de aparecer en algo que dijiste que harías conmigo…, ni siquiera de enviarme un mensaje. Eso era todo cuanto tenías que hacer: decirme que no podías venir. Me he tirado una hora esperándote en casa de mis padres, hasta que he tirado la toalla.

Iba a empezar a decirle que él se podía haber puesto en contacto conmigo, pero, honestamente, ¿por qué tendría que hacerlo? No era su responsabilidad. Fui yo quien le dijo a Daniella que me encontraría con él allí. Había sido culpa mía por no aparecer.

—Adrian, lo siento —le cogí la mano, pero él no apretó la mía—. De verdad, quería ir, pero…

—No —me volvió a interrumpir—. Desde que regresó Dimitri…, no, borra eso. Desde que te obsesionaste con transformarle, te has mostrado indecisa conmigo. Da igual lo que haya pasado entre nosotros, tú jamás te has entregado a nuestra relación. Quería creer lo que tú me dijiste, creí que estabas preparada… pero no lo estabas.

En mis labios se formó una protesta, aunque la reprimí una vez más. Tenía razón. Dije que le daría una oportunidad sincera al hecho de salir con él, e incluso me había dejado caer en el cómodo papel de ser su novia, solo que durante todo el tiempo… Todo el tiempo, una parte de mí se moría por culpa de Dimitri. Yo también me había dado cuenta, pero había seguido viviendo dos vidas separadas. Me vino a la cabeza una extraña sensación de revivir el pasado con Mason. Había llevado la misma doble vida con él, y él había muerto por ello. Estaba hecha un lío. No entendía mi propio corazón.

—Lo siento —volví a decirle—, de verdad quiero que tengamos algo… —aquellas palabras me sonaron penosas incluso a mí. Adrian me miró con una sonrisa de complicidad.

—No me lo creo. Ni tú tampoco —se puso en pie y se pasó la mano por el pelo, aunque no consiguiera mucho con ello—. Si de verdad quieres estar conmigo, esta vez tienes que ir en serio.

Odiaba verle tan desolado. Y, en especial, odiaba ser la causa. Le seguí hasta la puerta.

—Adrian, espera. Sigamos hablando.

—Ahora no, mi pequeña dhampir. Necesito echarme un rato. Ahora mismo no tengo la cabeza para seguir jugando a esto.

Podía haberme ido detrás de él. Podía haberme abalanzado sobre él y tirarle al suelo, pero no habría merecido la pena… porque no contaba con respuestas que ofrecerle. Tenía razón en todo, y yo no tenía ningún derecho a obligarle a hablar mientras no fuese capaz de aclarar mi propia confusión. Además, considerando el estado en que se encontraba, dudaba mucho que cualquier conversación hubiera sido productiva.

No obstante, cuando empezaba a salir del edificio, no pude evitar pronunciar mis siguientes palabras.

—Antes de que te vayas, y entiendo los motivos por los que debes hacerlo, hay algo que me gustaría pedirte. Algo que no tiene que ver con nosotros. Afecta a… Lissa.

Aquello hizo que se detuviese lentamente.

—Siempre favores —con un suspiro de hastío, volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro—. Que sea rápido.

—Alguien se ha metido en los archivos de los alquimistas y les ha robado información sobre el padre de Lissa. Una parte no eran más que cosas corrientes sobre su vida, pero había ciertos documentos sobre unos ingresos secretos que hacía en una cuenta corriente de Las Vegas. Una cuenta a nombre de una mujer.

Adrian aguardó unos instantes.

—¿Y?

—Y estoy intentando descubrir por qué alguien haría algo así. No quiero que nadie ande husmeando acerca de su familia. ¿Se te ocurre alguna idea de qué podría estar haciendo su padre?

—Ya oíste al tío del casino. Su padre iba mucho por allí. Tal vez tuviese deudas de juego y estuviera pagando a algún usurero.

—Siempre ha habido dinero en la familia de Lissa —señalé—. No podría haber llegado a deber tanto. Y, ¿por qué le importaría a nadie esa información lo bastante como para robarla?

Adrian alzó las manos.

—No lo sé. Eso es todo lo que se me ocurre, al menos a esta hora de la mañana. No tengo las neuronas para intrigas. Aun así, no soy capaz de imaginarme que nada de esto pueda suponer una amenaza para Lissa.

Asentí decepcionada.

—Vale. Gracias.

Siguió su camino, y observé cómo se marchaba. Lissa vivía cerca de él, y yo no quería que Adrian pensase que le estaba siguiendo. Una vez hubo puesto la suficiente distancia entre nosotros, salí también al exterior y me encaminé en la misma dirección. El débil sonido de las campanas me hizo detenerme. Vacilé, sin tener muy claro de repente hacia dónde ir.

Quería hablar con Lissa y contarle lo que me había dicho Sydney. Para variar, ella estaba sola; era la oportunidad perfecta. Y, aun así… las campanas. Era domingo por la mañana. La misa estaba a punto de comenzar en la iglesia de la corte. Tuve una corazonada al respecto de algo, y, a pesar de todo cuanto había sucedido —incluido lo de Adrian— tenía que ver si estaba en lo cierto.

De modo que salí corriendo hacia la iglesia, en dirección contraria al edificio de Lissa. Cuando llegué, las puertas estaban cerradas, pero había otros rezagados que intentaban pasar sin hacer ruido. Entré con ellos y me detuve para orientarme. El ambiente estaba cargado con nubes de incienso y, procedente del sol, me costó un momento que la vista se me acostumbrase a la luz de las velas. Dado que aquella iglesia era gigantesca al lado de la capilla de St. Vladimir, congregaba a mucha más gente de la que estaba acostumbrada a ver en misa. La mayoría de los bancos estaban repletos.

Pero no todos ellos.

Se había confirmado mi corazonada. Dimitri se encontraba sentado en uno de los últimos bancos. Unos cuantos guardianes se sentaban cerca de él, por supuesto, pero eso era todo. Aun atestada la iglesia, nadie más se había sentado en su banco. Reece le había preguntado a Dimitri el día antes si entraría en la iglesia, y él había ido un paso más lejos diciendo incluso que asistiría al servicio dominical.

El sacerdote ya había comenzado a hablar, así que me desplacé hasta el banco de Dimitri con el menor ruido posible. No obstante, el silencio fue lo de menos, porque aun así atraje bastante atención de la gente que había cerca y se quedaba sorprendida de ver que me sentaba al lado del strigoi convertido en dhampir. Las miradas me seguían, y se iniciaron varias conversaciones en murmullos.

Los guardianes habían dejado algo de espacio cerca de Dimitri, y, cuando me senté a su lado, la expresión de su rostro fue al mismo tiempo de sorpresa y de que aquello no le sorprendía tanto.

—No lo hagas —me dijo en un susurro—. No empieces, aquí no.

—Ni se me ocurriría, camarada —le respondí en voz baja—. He venido por el bien de mi alma, eso es todo.

No hacía falta que dijese una palabra para trasladarme sus dudas de que me encontrara allí por motivos religiosos. No obstante, permanecí en silencio durante todo el servicio. Hasta yo tenía mis límites. Pasados varios minutos, se relajó un poco la tensión en el cuerpo de Dimitri. Cuando me uní a él se había puesto en guardia, pero debió de acabar por decidir que me portaría bien. Su atención se apartó de mí, se centró en los cantos y en las oraciones, y yo hice todo lo que pude para observarle sin resultar muy obvia.

Dimitri solía ir a la capilla de la academia porque le daba paz. Él siempre me decía que, aunque las muertes que causaba destruían el mal en el mundo, aun así sentía la necesidad de ir a meditar sobre su vida y buscar el perdón de sus pecados. Al verle ahora, comprendí que aquello era más cierto que nunca.

Su expresión era de una belleza exquisita. Estaba tan acostumbrada a verle ocultar las emociones, que resultaba un poco sorprendente que de pronto hubiese tantas en su rostro. Se hallaba absorto en las palabras del sacerdote, sus maravillosas facciones completamente concentradas, y me percaté entonces de que estaba aplicándose a sí mismo todo cuanto el sacerdote decía acerca del pecado. Dimitri estaba reviviendo todas las cosas horribles que había hecho como strigoi. Por la desesperación de su rostro, se diría que el propio Dimitri en persona era el responsable de todos los pecados del mundo de los que hablaba el sacerdote.

Por un segundo creí haber visto también esperanza en la expresión de su cara, apenas una chispa entremezclada con la culpa y el dolor. No, me di cuenta de que no. No era esperanza. La esperanza implica que uno crea tener una oportunidad de alcanzar algo. Lo que vi en Dimitri era anhelo. Añoranza. El deseo de que al estar allí, en aquel lugar sagrado, y escuchar los mensajes que se ofrecían pudiera encontrar la redención de lo que había hecho. Y, sin embargo…, al mismo tiempo, estaba claro que no lo creía posible. Lo quería, pero, en lo que a él se refería, nunca iba a conseguirlo.

Me dolía ver aquello en él. No sabía cómo reaccionar ante una actitud tan sombría. Dimitri pensaba que no había esperanza para él. ¿Y yo? Yo no era capaz de imaginar un mundo sin esperanza.

Tampoco me habría imaginado nunca que citaría algo aprendido en la iglesia, pero, cuando el resto de la gente se puso en pie para ir a recibir la comunión, me encontré diciéndole a Dimitri:

—Si se supone que Dios puede perdonarte, ¿no te parece un poco egoísta por tu parte que no te perdones tú?

—¿Cuánto tiempo llevas esperando para soltarme esa frase?

—La verdad es que se me acaba de ocurrir. No está mal, ¿eh? Seguro que pensabas que no estaba prestando atención.

—Y no lo hacías. Nunca lo haces. Me estabas mirando a mí.

Interesante. Para saber que le estaba mirando, ¿no tendría Dimitri que haber estado mirándome a mí mirándole a él? Para quedarse pasmada.

—No has respondido a mi pregunta.

No apartaba los ojos de la fila de la comunión mientras preparaba su respuesta.

—Es irrelevante. No tengo que perdonarme yo aunque Dios lo haga. Y no estoy seguro de que lo hiciese.

—Ese cura acaba de decir que Dios lo haría. Ha dicho que Dios lo perdona todo. ¿Le estás llamando mentiroso? Yo diría que eso es bastante sacrílego.

Dimitri dejó escapar un gruñido. Jamás pensé que me divertiría martirizándole, pero la mirada de frustración que había en su rostro no se debía a su pesar más íntimo. Era a causa de mi impertinencia. Había visto esa expresión más de cien veces en él, y su familiaridad me alentó, por mucho que suene a locura.

—Rose, aquí la sacrílega eres tú, que estás tergiversando la fe de esta gente en tu propia conveniencia. Tú nunca has creído en nada de esto, y sigues sin creer.

—Creo que los muertos pueden volver a la vida —dije muy seria—. La prueba está sentada aquí, a mi lado. Si eso es cierto, me parece que perdonarte a ti mismo no es un salto mucho más grande.

Se endureció su expresión y, de estar rezando por algo en aquel instante, sería por que se acelerase el transcurso de la comunión de forma que pudiese salir de allí y alejarse de mí. Los dos sabíamos que tenía que aguantar hasta el final del servicio: si se iba corriendo, aquello le haría parecer un strigoi.

—No sabes de lo que estás hablando —me dijo.

—¿Que no? —siseé, inclinándome un poco más hacia él.

Lo había hecho para darle énfasis a mi argumento, pero todo lo que conseguí (para mí, al menos) fue tener una mejor panorámica de la forma en que la luz de las velas se reflejaba en su cabello, y lo alto y esbelto que era su físico. Al parecer, alguien había decidido que era seguro permitir que se afeitase, lo que dejaba su rostro suave y exponía sus facciones perfectas, maravillosas.

—Sé perfectamente de lo que hablo —continué, en un esfuerzo por no hacer caso al modo en que me afectaba su presencia—. Sé muy bien por lo que has pasado. Sé que has hecho cosas terribles… Las he visto. Pero eso es el pasado. Estaba fuera de tu control, y tampoco es que lo vayas a volver a hacer.

Adoptó una expresión extraña, angustiada.

—¿Cómo lo sabes? Tal vez el monstruo no se haya ido. Tal vez haya aún algo de strigoi acechando en mi interior.

—¡Pues entonces tienes que derrotarlo continuando con tu vida! Y no por medio de tu caballerosa promesa de proteger a Lissa. Tienes que volver a vivir. Tienes que abrirte a la gente que te quiere. Ningún strigoi haría eso. Así es como te salvarás.

—No puedo hacer que la gente me quiera —masculló—. Yo soy incapaz de corresponder y de querer a nadie.

—¡Tal vez deberías intentarlo en lugar de seguir compadeciéndote de ti mismo!

—No es tan fácil.

—Jod… —me contuve por los pelos y evité soltar una palabrota en la iglesia—. ¡Nada de lo que hemos hecho nosotros ha sido fácil, jamás! Nuestra vida antes del ataque no era sencilla, ¡y salimos airosos de aquello! Conseguiremos superar esto también. Juntos podemos superar cualquier cosa. Da igual que deposites tu fe en este lugar. No me importa. Lo que importa es que pongas tu fe en nosotros.

—No hay un «nosotros». Eso ya te lo he dicho.

—Y tú ya sabes que a mí no se me da muy bien lo de escuchar.

Manteníamos nuestras voces a un volumen contenido, pero me daba la sensación de que nuestro lenguaje corporal indicaba a las claras que estábamos discutiendo. Los demás asistentes andaban demasiado distraídos como para darse cuenta, pero los guardianes de Dimitri nos estudiaban con mucho detenimiento. De nuevo, me volví a recordar a mí misma lo que tanto Lissa como Mikhail me habían dicho. Provocar la ira de Dimitri en público no le iba a hacer ningún favor. El problema era que aún estaba por decir una sola cosa que no provocase su ira.

—Ojalá no hubieras venido hasta aquí —me dijo por fin—. De verdad, es mejor que nos mantengamos separados.

—Pues es gracioso, porque habría jurado que fuiste tú quien dijo una vez que nuestro destino era estar juntos.

—Quiero que te mantengas lejos de mí —dijo, ignorando mi comentario—. No quiero que sigas intentando traer de vuelta unos sentimientos que ya han desaparecido. Eso sí que es el pasado. Nada de aquello va a volver a suceder. Jamás. Lo mejor para nosotros es que nos comportemos como si no nos conociésemos. Es mejor para ti.

Los sentimientos compasivos y afectuosos que había despertado en mi interior se revolucionaron… hasta alcanzar la furia.

—¡Si me vas a decir lo que puedo o no puedo hacer —rugí en un tono de voz tan bajo como pude—, ten al menos el valor de decírmelo a la cara!

Se volvió tan rápido que bien podía haber sido aún un strigoi. Su expresión estaba cargada de… ¿de qué? No era aquella depresión de antes. Tampoco era ira, exactamente, aunque ira sí que había un poco. Había algo más… una mezcla de desesperación, frustración y, tal vez, incluso temor. Y todo ello potenciado por el dolor, como si estuviese sufriendo un martirio terrible y extremo.

—No te quiero aquí —me dijo con unos ojos que refulgían. Sus palabras me hacían daño, pero había algo en ellas que me emocionaba, igual que había hecho su agitación previa ante la ligereza de mis comentarios. Aquel no era el strigoi frío y calculador. Aquel no era el hombre derrotado en su celda. Aquel era mi instructor de antaño, mi amante, aquel que atacaba todo en la vida con intensidad y con pasión—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Tienes que mantenerte lejos de mí.

—Pero tú no me vas a hacer daño, eso lo sé.

—Ya te he hecho daño. ¿Por qué no eres capaz de entender eso? ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Me dijiste… Antes de marcharte me dijiste que me querías —me temblaba la voz—. ¿Cómo puedes renunciar a eso?

—¡Porque ya es demasiado tarde! ¡Y porque es más fácil que estar recordando lo que te hice!

Había flaqueado su autocontrol, y su voz resonó en la parte de atrás de la iglesia. El sacerdote y los que recibían la comunión no se percataron, pero sin duda habíamos llamado la atención de quienes se encontraban en la mitad posterior del templo. Algunos de los guardianes se pusieron en tensión, y, de nuevo, me tuve que repetir la advertencia a mí misma. Por muy furiosa que me sintiese con Dimitri, por muy traicionada que me sintiera por que él me hubiese dado la espalda… no podía generar el riesgo de que los demás pensasen que era peligroso. Dimitri no tenía ninguna pinta de ir a romperle a nadie el cuello, pero estaba claramente enfadado, y cualquiera podría confundir su frustración y su dolor con algo más siniestro.

Le di la espalda en un intento de calmar mi torbellino de emociones. Cuando volví el rostro hacia él, nuestras miradas se engarzaron, y entre nosotros se produjo el fulgor de una intensa corriente eléctrica. Dimitri podría evitarlo todo cuanto él quisiese, aunque aquella conexión —aquel profundo instinto de nuestras almas— aún estaba ahí. Quería estar en contacto con él, pero no solo con aquel roce de mi pierna, sino con todo. Deseaba cogerlo entre mis brazos y sujetarlo contra mí para transmitirle la seguridad de que juntos podríamos lograr cualquier cosa. Sin darme cuenta siquiera, llevé la mano hacia él en busca del contacto que necesitaba. Dio un respingo como si yo fuese una serpiente, y todos sus guardianes se dispusieron de inmediato, preparados ante lo que él pudiese hacer.

Sin embargo, no hizo nada. Nada excepto mirarme con un semblante que me heló la sangre, como si yo fuese algo extraño, algo malo.

—Rose, por favor, para. Por favor, aléjate —Dimitri estaba haciendo un esfuerzo enorme por mantener la calma.

Me puse en pie de golpe, ahora tan frustrada y llena de ira como él. Me daba la sensación de que si me quedaba allí, ambos saltaríamos. Y murmuré en voz baja:

—Esto no ha acabado. No voy a perder la fe en ti.

—Yo ya he perdido la fe en ti —me respondió en un tono igualmente bajo—. El amor se apaga. El mío ya lo ha hecho.

Me quedé mirándole con incredulidad. En todo aquel tiempo, él nunca se había expresado de esa manera. Sus protestas se habían referido siempre a un bien superior, al remordimiento que sentía por haber sido un monstruo o a cómo le había marcado para el amor. Yo ya he perdido la fe en ti. El amor se apaga. El mío ya lo ha hecho.

Sentí el golpe de aquellas palabras con tanta fuerza como si me hubiese abofeteado, y retrocedí. Algo cambió en sus facciones, tal vez como si supiese lo mucho que me había herido. No me quedé para comprobarlo, sino que me abrí camino por el pasillo y salí corriendo por las puertas del fondo con el temor de que, si me quedaba un solo segundo más, todo el mundo en la iglesia me vería llorar.