Poco quedaba que Mikhail y yo nos pudiésemos decir el uno al otro después de aquello. No quería que él se metiese en ningún lío por lo que había hecho, así que permití que me llevase lejos del edificio de los guardianes en silencio. Pude ver entonces que el cielo clareaba por el este. El sol estaba a punto de salir, lo cual marcaba la mitad de nuestro horario nocturno. Me introduje brevemente en la cabeza de Lissa e interpreté que la Vigilia Funeraria ya había llegado a su fin: iba de camino de regreso a su habitación, aún preocupada por mí e irritada por que Christian hubiese aparecido con Mia.
Seguí el ejemplo de Lissa y me pregunté si el sueño amortiguaría el dolor tan agudo que Dimitri me había dejado en el corazón. Probablemente no. Aun así, le di a Mikhail las gracias por su ayuda y por el riesgo que había corrido. Él se limitó a asentir, como si no hubiera nada que agradecerle. Era exactamente lo que le habría gustado que yo hiciese por él si nuestros papeles hubiesen estado invertidos y si hubiese sido la señorita Karp quien estuviera entre rejas.
De vuelta en mi cama, caí profundamente dormida, pero tuve un sueño muy agitado. Una y otra vez, oía a Dimitri diciéndome que ya no podía quererme. Me golpeaba por dentro sin parar y me hacía añicos el corazón. En un momento dado, aquellos golpes fueron algo más que una ensoñación. Oí golpes de verdad. Alguien estaba aporreando mi puerta, y, lentamente, salí a rastras de mis horribles sueños.
Llegué hasta la puerta con los ojos somnolientos, y me encontré a Adrian. La escena era casi un reflejo de la noche anterior, cuando se había pasado para invitarme a la Vigilia Funeraria, solo que esta vez su expresión era mucho más seria. Por un instante, pensé que se había enterado de mi visita a Dimitri, o que tal vez se hubiese metido en algún lío mucho mayor de lo que habíamos pensado por colar a la mitad de sus amistades en un funeral secreto.
—Adrian… Es un poco temprano para ti… —eché un vistazo al reloj y descubrí que, en realidad, me había quedado durmiendo hasta muy tarde.
—No es temprano en absoluto —me confirmó él, que mantenía el rostro serio—. Están pasando muchas cosas. Tenía que venir a contarte la noticia antes de que te enterases por otro lado.
—¿Qué noticia?
—El veredicto del Consejo. Por fin han aprobado esa moción tan importante que estaban debatiendo. Esa para la que te llamaron a declarar.
—Espera. ¿Han terminado? —recordé lo que había dicho Mikhail, que había cierto tema misterioso que tenía ocupado al Consejo. Si habían acabado ya, entonces podrían pasar a otra cosa… digamos, como declarar oficialmente dhampir a Dimitri de nuevo—. Es una noticia fantástica —y si aquello de verdad estaba relacionado con que Tatiana me hubiese llamado para describir mis habilidades, ¿en serio habría una oportunidad de que me nombrasen guardián de Lissa? ¿De verdad podría haberlo impuesto la reina? Se había mostrado muy amistosa anoche.
Adrian me miró con una expresión que jamás había visto en él: pena.
—No tienes ni idea, ¿no?
—¿Ni idea de qué?
—Rose… —apoyó con suavidad una mano en mi hombro—. El Consejo acaba de aprobar un decreto que rebaja la edad de los guardianes a los dieciséis. Los dhampir se graduarán después de su segundo año en la academia, y acto seguido saldrán al exterior con sus asignaciones.
—¿Qué? —sin duda lo había oído mal.
—Tú ya sabes el pánico que sienten por su protección y por no tener suficientes guardianes, ¿verdad? —suspiró—. Esta es su solución para incrementar vuestros efectivos.
—¡Pero si son demasiado jóvenes! —grité—. ¿Cómo puede alguien pensar que con dieciséis años se está listo para salir ahí fuera y combatir?
—Bueno —dijo Adrian—, porque tú testificaste que así es.
Me quedé boquiabierta, y todo se detuvo a mi alrededor. Tú testificaste que así es… No. No podía ser posible.
Adrian me tiró ligeramente del brazo con la intención de arrancarme de mi estupor.
—Vamos, aún están terminando. Han hecho el anuncio en una sesión abierta, y hay quienes están… un poco alterados.
—Por supuesto, ya te digo.
No me lo tuvo que decir dos veces. De inmediato me iba detrás de él, pero reparé en que estaba en pijama. Me cambié volando y me cepillé el pelo sin poder creerme aún lo que me acababa de contar. Los preparativos me llevaron cinco minutos, y salimos por la puerta. Adrian no era de una condición especialmente atlética, pero mantuvo un buen paso mientras nos dirigíamos hacia el salón del Consejo.
—¿Cómo ha pasado? —le pregunté—. No decías en serio eso…, lo de que yo he influido, ¿no? —pretendía que mis palabras sonasen como una exigencia, pero el tono con el que las pronuncié fue más bien de súplica.
Se encendió un cigarrillo sin perder el paso, y ni me molesté en reprenderle.
—Según parece, hace tiempo que el tema se debatía con fuerza. La votación ha sido por un margen mínimo. Los que lo defienden sabían que tenían que presentar unas pruebas muy buenas para imponerse, y tú fuiste su gran baza: una dhampir adolescente cepillándose a strigoi a diestro y siniestro antes de su graduación.
—No tanto tiempo —mascullé con una furia que prendía en mí. ¿Dieciséis? ¿Iban en serio? Era absurdo. El hecho de que me hubiesen utilizado para apoyar aquel decreto sin que yo fuera consciente de ello me revolvía el estómago. Menuda tonta había sido al pensar que aquella gente pasaba por alto mis indisciplinas y que simplemente me paseaba para alabarme. Me habían utilizado. Tatiana me había utilizado.
Cuando llegamos, el salón del Consejo era un caos tan grande como Adrian había dado a entender. Cierto, yo no tenía demasiada experiencia en aquel tipo de encuentros, pero estaba bastante segura de que no era normal que la gente se encontrase de pie formando grupos pequeños y gritándose los unos a los otros. Era probable que el heraldo del Consejo por lo general tampoco tuviese que gritar hasta quedarse ronco para llamar al orden a la multitud.
El único remanso de calma era la propia Tatiana, sentada con paciencia en su sitio, en el centro de la mesa, tal y como dictaba el protocolo del Consejo. Parecía muy complacida consigo misma. El resto de sus colegas había perdido todo sentido del decoro y se encontraba de pie, como el público asistente, discutiendo entre sí o con cualquier otro que estuviese dispuesto a entrar al trapo. Observé aquello de una pieza, sin saber qué hacer en todo aquel desorden.
—¿Qué ha votado cada uno? —pregunté.
Adrian estudió a los miembros del Consejo y los fue repasando con los dedos.
—Szelsky, Ozzera, Badica, Dashkov, Conta y Drozdov han estado en contra.
—¿Ozzera? —pregunté sorprendida. No conocía muy bien a la princesa Ozzera, Evette, pero siempre me había parecido bastante estirada y desagradable. Sentía ahora por ella un renovado respeto.
Adrian hizo un gesto con la barbilla en dirección hacia donde se encontraba Tasha soltando un furioso discurso a un grupo grande de gente, con los ojos encendidos y braceando como una descosida.
—A Evette la han persuadido algunos miembros de su familia.
Aquello también me hizo sonreír, pero solo por un segundo. Era bueno que se reconociese a Tasha y a Christian entre los miembros de su familia, pero lo importante de nuestro problema seguía sin resolver. El resto de los nombres lo deduje yo sola.
—Entonces… el príncipe Ivashkov ha votado a favor —dije, y Adrian se encogió de hombros a modo de disculpa en nombre de su familia—. Lazar, Zecklos, Tarus y Voda —no era en absoluto una sorpresa que la familia Voda votase a favor de tener más protección teniendo en cuenta el reciente asesinato de uno de sus miembros. A Priscilla no la habían enterrado aún, siquiera, y estaba muy claro que el nuevo príncipe Voda, Alexander, no sabía muy bien qué hacer con su repentina promoción. Miré a Adrian con mucha atención—. Eso son solo cinco votos contra seis… oh —me percaté—. Mierda. El voto de calidad de la reina.
El sistema de votación de los moroi estaba establecido con doce miembros, uno por cada familia, además del rey o la reina que se hallase en el trono. Cierto, eso significaba que, por lo general, había un grupo que contaba con dos votos, ya que era rara la vez que el monarca votaba en contra de su familia. Había sucedido en alguna ocasión. Al margen de eso, el sistema debería haber contado con trece votos, evitando así los empates. Solo que… no hacía mucho había surgido un problema. En el Consejo ya no había ningún Dragomir, lo cual suponía que se podían dar empates. En ese extraño caso, la ley de los moroi dictaba que el voto del monarca valía doble. Tenía entendido que aquello siempre había generado controversias, y, al mismo tiempo, tampoco se podía hacer gran cosa al respecto. Los empates en el Consejo implicarían que nunca se podría decidir nada, y, dado que los monarcas eran electos, muchos depositaban su confianza en que actuarían en el mayor de los beneficios para los moroi.
—El voto de Tatiana ha sido el sexto —dije yo— y eso ha desequilibrado la balanza.
Miré alrededor y vi enfado en los rostros de los miembros de las familias que habían votado contra el decreto. Al parecer, no todo el mundo pensaba que Tatiana hubiese actuado en el mayor de los beneficios para los moroi.
El vínculo delató la presencia de Lissa, de manera que su llegada unos instantes después no fue una sorpresa. La noticia se había extendido con rapidez, aunque ella no conocía aún los detalles más precisos. Adrian y yo le hicimos un gesto con la mano para que se acercase. Ella estaba tan estupefacta como nosotros.
—¿Cómo han podido hacer algo así? —preguntó.
—Porque tienen demasiado miedo de que alguien los obligue a aprender a defenderse. El grupo de Tasha estaba haciendo ya demasiado ruido.
Lissa negó con la cabeza.
—No, no es solo eso. Quiero decir que ¿cómo es que estaban siquiera reunidos en sesión? Deberíamos estar de luto por lo que sucedió el otro día, y de manera pública, toda la corte, no solo una parte secreta de ella. ¡Es que ha muerto uno de los miembros del Consejo, incluso! ¿Acaso no se podían haber esperado al funeral? —dentro de su mente, pude ver las imágenes de aquella noche aciaga, cuando Priscilla había muerto justo delante de los ojos de Lissa.
—Pero sustituirlo ha sido bien fácil —dijo una voz nueva. Christian se había unido a nosotros. Lissa se apartó unos pasos de él, todavía enfadada por lo de Mia—. Y, es más, se trata del momento perfecto. Los que querían esto tenían que aprovechar su oportunidad. Cada vez que se produce un gran enfrentamiento con los strigoi, a todo el mundo le entra el pánico. El miedo hará que mucha gente se sume, y, de haber algún miembro del Consejo que estuviese indeciso antes de esto, es probable que ese combate les haya hecho decidirse.
Aquel argumento era bastante inteligente por parte de Christian, y Lissa se quedó impresionada a pesar de la turbulencia de sus sentimientos en aquel instante. El heraldo del Consejo por fin consiguió hacerse oír sobre los gritos del público. Me pregunté si se habría guardado silencio de haber sido la propia Tatiana quien se hubiera puesto a darles gritos para que se callasen. Pero no. Probablemente, aquello se encontraba por debajo de su dignidad. Allí seguía ella sentada con calma, como si nada extraño estuviese pasando.
No obstante, tuvo que pasar un rato para que todo el mundo se calmase y tomara asiento. Mis amigos y yo nos apresuramos a hacernos con los primeros sitios que encontramos. Una vez establecidas por fin la paz y la tranquilidad, el heraldo con aspecto hastiado le cedió la palabra a la reina.
Con una grandiosa sonrisa destinada a la asamblea, se dirigió a ella con su más imperiosa voz.
—Nos gustaría agradecer a todo el mundo que haya venido hoy y haya expresado sus… opiniones. Soy consciente de que algunos no se sienten aún seguros ante esta decisión, si bien se ha seguido hoy aquí la legislación moroi, unas leyes vigentes desde hace siglos. Pronto celebraremos otra sesión con el objeto de escuchar todo cuanto tengan ustedes que decir de manera ordenada —algo me decía que aquello era un brindis al sol. La gente podría hablar cuanto quisiera; ella no escucharía—. Esta decisión, este veredicto, beneficiará a los moroi. Nuestros guardianes son ya tan excelentes… —hizo un gesto condescendiente de asentimiento hacia los guardianes de la ceremonia, de pie a lo largo de las paredes de la sala. Sus rostros eran típicamente neutrales, pero me imaginaba que, igual que yo, era probable que quisieran partirle la cara a la mitad del Consejo—, son tan excelentes que, de hecho, forman a sus aprendices de modo que estén listos para defendernos a una edad temprana. Todos nosotros nos encontraremos más a salvo de tragedias como la que nos ha sucedido recientemente.
Bajó la cabeza un momento, en lo que se suponía que había de ser un gesto de dolor. Recordé cuando anoche se atragantó al respecto de Priscilla. ¿Había sido teatro? ¿Era la muerte de su mejor amiga una forma oportuna para Tatiana de llevar adelante sus planes? Seguro… seguro que no era tan fría. La reina levantó el rostro y prosiguió.
—Y de nuevo, nos alegrará escuchar cómo dejan ustedes constancia de sus opiniones, aunque según nuestras leyes, esta cuestión ya está resuelta. Las demás sesiones habrán de aguardar hasta que haya transcurrido un periodo de luto adecuado por los desafortunados difuntos.
Su tono y su lenguaje corporal indicaban que aquello era sin ninguna duda el final de la discusión. Entonces, una voz impertinente rompió el silencio en la sala.
Mi voz.
—Bueno, es que yo casi preferiría dejar constancia de mi opinión ahora.
Dentro de mi cabeza, Lissa me gritaba: ¡Siéntate, siéntate! Pero ya me encontraba de pie y avanzando hacia la mesa del Consejo. Me detuve a una distancia respetuosa, suficiente para que se fijasen en mí, pero no como para que los guardianes se abalanzasen sobre mí. Ah, y sí, se fijaron en mí. El heraldo se puso rojo de ira ante mi indisciplina.
—¡Está fuera de lugar, y es una violación de todos los protocolos del Consejo! Siéntese ahora mismo antes de que la expulsen de la sala —dijo y lanzó una mirada a los guardianes, como si esperase que saliesen a la carga en aquel preciso instante. No se movió ninguno de ellos. O bien no me consideraban una amenaza o bien se preguntaban qué iría a hacer yo. Yo me estaba preguntando lo mismo.
Con un leve y delicado gesto de la mano, Tatiana indicó al heraldo que se retirase.
—Me atrevo a decir que hoy se ha roto tantas veces el protocolo, que un incidente más no marcará una gran diferencia —me miraba fijamente, con una sonrisa amable, una sonrisa que se diría que pretendía hacernos parecer amigas—. Además, la guardián Hathaway es uno de nuestros activos más valiosos. Siempre me interesa conocer lo que tiene que decir.
¿De verdad le interesaba? Era el momento de descubrirlo. Dirigí mis palabras al Consejo.
—Esto que acaban de aprobar ustedes es total y absolutamente demencial —consideré un gran logro por mi parte el no haber dicho ningún taco, porque tenía en mente una serie de adjetivos que encajaban mucho mejor—. ¿Cómo pueden ustedes quedarse ahí sentados pensando que está bien enviar ahí fuera a chavales de dieciséis años a poner sus vidas en peligro?
—Solo son dos años de diferencia —dijo el príncipe Tarus—. Tampoco es que estemos enviando a niños de diez años.
—Dos años es mucho —pensé un momento en la época en que yo tenía dieciséis. ¿Qué había pasado en aquellos dos años? Había huido con Lissa, había visto morir a mis amigos, había recorrido el mundo, me había enamorado…—. En dos años se puede vivir toda una vida. Y si quieren que nos sigamos colocando en la línea de fuego, algo que la mayoría hacemos encantados cuando nos graduamos, entonces nos deben ustedes esos dos años.
Esta vez, me volví para mirar al público. Las reacciones parecían encontradas. Algunos estaban claramente de acuerdo conmigo y asentían. Otros tenían el aspecto de que nada en el mundo les haría cambiar de opinión acerca de que el decreto era justo. Otros no me miraban a los ojos… ¿Les habría hecho cambiar de opinión? ¿Estaban indecisos? ¿Avergonzados por su propio egoísmo? Tal vez ellos fuesen la clave.
—Créame, me encantaría ver cómo su gente disfruta de la juventud —era Nathan Ivashkov quien hablaba—, pero, ahora mismo, no disponemos de tal opción. Los strigoi nos acechan. Todos los días perdemos más moroi y más guardianes, y lo detendríamos con enviar ahí fuera más efectivos. Sinceramente, al esperar esos dos años lo que estamos haciendo es malgastar la capacidad de los dhampir. Este plan protegerá a ambas razas.
—¡Hará que la mía se extinga más rápido! —dije. Me percaté de que me iba a poner a dar gritos si perdía el control, y respiré hondo antes de continuar—. No estarán listos. No habrán tenido todo el entrenamiento que necesitan.
Y aquí fue cuando Tatiana en persona hizo su jugada maestra.
—Sin embargo, y según lo reconoció usted misma, usted sí que estuvo preparada siendo muy joven aún. Mató a más strigoi antes de cumplir los dieciocho que algunos guardianes en toda su vida.
La miré con los ojos entrecerrados.
—Yo —le dije con frialdad— tuve un instructor excelente. Un instructor al que ustedes tienen encerrado ahora mismo. Si quieren que hablemos de desperdiciar capacidades, echen un vistazo en sus calabozos.
Se produjo un leve revuelo entre el público, y aquella cara de Tatiana en plan «somos amiguitas» se enfrió un poco.
—Hoy no estamos debatiendo esa cuestión. Hablamos de incrementar nuestra protección. Tengo entendido que ha comentado usted recientemente que el número de guardianes es reducido —mis propias palabras, pronunciadas la noche anterior, utilizadas en mi contra—. Hay que proveer sus filas. Usted, y muchos de sus compañeros, ha demostrado que es capaz de defendernos.
—¡Somos la excepción! —sonaba pretencioso, pero era la verdad—. No todos los novicios alcanzan este nivel.
Un fulgor peligroso brilló en su mirada, y su voz recobró el tono suave y aterciopelado.
—Muy bien. Tal vez lo que necesitemos sea una mayor excelencia en el entrenamiento. Quizá debamos enviarla a usted a St. Vladimir o a cualquier otra academia de manera que disponga usted de la posibilidad de mejorar la educación de sus jóvenes colegas. Tengo entendido que pronto se le va a asignar como destino un puesto administrativo permanente aquí, en la corte. Si desea colaborar en la obtención de un resultado exitoso de este decreto, podemos cambiar ese destino y nombrarla instructora. Tal vez eso acelerase su retorno a una asignación como guardaespaldas.
Entonces fui yo quien le lanzó a ella una sonrisa peligrosa.
—Ni se le ocurra —le advertí— intentar amenazarme, sobornarme o chantajearme. Jamás. Las consecuencias no serían de su agrado.
Tal vez fuese demasiado lejos con aquello. La gente entre el público intercambiaba miradas de asombro. Algunos tenían una expresión de desagrado, como si no se pudiese esperar nada mejor de mí. Reconocí a algunos de aquellos moroi, los mismos a los que oía cuchichear sobre mi relación con Adrian y hablar de cómo lo odiaba también la reina. Sospeché que también había algunos miembros de la realeza de la ceremonia de la noche previa. Habían visto cómo Tatiana me sacaba fuera, y pensaban sin duda que mi arrebato y mi impertinencia de hoy era una forma de venganza.
Los moroi no fueron los únicos que reaccionaron. Con independencia de que compartiesen mi opinión o no, algunos guardianes dieron un paso al frente. Yo me aseguré de permanecer exactamente donde estaba, y eso, junto con la ausencia de miedo por parte de Tatiana, los mantuvo a raya.
—Esta conversación nos está empezando a parecer aburrida —dijo Tatiana, esta vez en uso del plural mayestático—. Podrá seguir hablando, y hacerlo de la manera apropiada, cuando celebremos nuestra próxima reunión y abramos el turno de palabra a los comentarios. Por el momento, le guste o no, esta resolución ha sido aprobada. Es ley.
¡Te está dejando escapar! La voz de Lissa había vuelto a mi cabeza. Da marcha atrás en esto antes de que hagas algo que te meta en un verdadero lío. Ya lo discutirás luego.
Resultaba irónico, porque había estado a punto de explotar y de dejar salir toda la ira que llevaba dentro. Las palabras de Lissa me habían parado, pero no por lo que me decían. Fue la propia Lissa. Cuando Adrian y yo comentamos un rato antes los resultados, ya me había parecido que en aquella lógica fallaba algo.
—La votación no ha sido justa —afirmé—. No ha sido legal.
—¿Ahora es usted abogada, señorita Hathaway? —la reina se estaba divirtiendo, y el hecho de haber omitido mi título de guardián al dirigirse a mí era una ostensible falta de respeto—. Si se refiere al voto de calidad del monarca en el Consejo, le podemos asegurar que se trata de una ley de los moroi que lleva siglos aplicándose en tales circunstancias —dirigió una mirada hacia los miembros del Consejo, ninguno de los cuales había formulado protesta alguna. Ni siquiera los que habían votado en su contra podían encontrarle ningún fallo a su argumento.
—Sí, claro, pero es que no ha votado todo el Consejo —dije—. Hace algunos años que tiene un asiento vacío en el Consejo, y ya no lo está —me volví y señalé hacia el lugar donde se encontraban sentados mis amigos—. Vasilisa Dragomir ya tiene dieciocho años y puede ocupar el lugar que le corresponde a su familia —en todo aquel caos, su cumpleaños había pasado desapercibido, incluso para mí.
Todos los ojos de la sala se volvieron hacia Lissa, algo que a ella no le gustó nada. Sin embargo, estaba acostumbrada a ser el centro de las miradas; sabía lo que se esperaba de un miembro de la realeza, cómo se debía mostrar y cómo comportarse. Así, en lugar de encogerse, irguió la espalda allí sentada y miró al frente con una expresión de calma regia que decía que se hallaba en situación de caminar hasta aquella mesa en aquel instante y reclamar su derecho de nacimiento. Ya fuese tan solo por su actitud magnífica o tal vez por algo de carisma infundido por el espíritu, resultaba prácticamente imposible apartar los ojos de ella. Su belleza se mostraba con aquella luminosidad habitual en Lissa, y, por toda la sala, muchos de los rostros expresaban la misma admiración hacia ella que ya había observado por toda la corte. La transformación de Dimitri seguía siendo un enigma, pero quienes creían en que había sucedido ya la consideraban una especie de santa. Gracias al nombre de su familia, a sus misteriosos poderes, y ahora también gracias a la supuesta capacidad para revertir a un strigoi, estaba adquiriendo una talla descomunal a los ojos de mucha gente.
Con aire de suficiencia, volví a mirar a Tatiana.
—¿No son los dieciocho años la edad legal para votar? —«Jaque mate, zorra».
—Sí —dijo ella con desenfado—, si los Dragomir tuviesen quórum.
Yo no diría exactamente que mi clamorosa victoria se hubiera hecho añicos en ese momento, pero desde luego que perdió gran parte de su lustre.
—¿Tuviesen qué?
—Quórum. Por ley, para que un apellido moroi tenga voto en el Consejo, ha de ser una familia. Ella no la tiene, es el único miembro.
Me quedé mirándola con incredulidad.
—¿Qué? ¿Está diciendo que ha de tener un hijo para poder votar?
Tatiana torció el gesto.
—Ahora mismo no, por supuesto. Algún día, estoy segura de que sí. Para que una familia tenga derecho al voto, debe contar al menos con dos miembros, uno de los cuales tiene que haber cumplido los dieciocho años. De nuevo, es una de las leyes de los moroi, una ley que lleva siglos escrita en los libros.
Algunos intercambiaban miradas de asombro y de confusión. Estaba claro que se trataba de una ley no demasiado conocida entre la gente. Por supuesto que aquella situación —un linaje real reducido a una sola persona— tampoco se había producido de manera reciente en la historia, si es que había ocurrido alguna vez siquiera.
—Es cierto —dijo Ariana Szelsky a regañadientes—. Yo la he leído.
Vale, en ese momento exacto fue cuando mi clamorosa victoria se hizo añicos. Confiaba en la familia Szelsky, y Ariana era la hermana mayor del tío al que protegía mi madre. Además, tenía mucho de ratón de biblioteca, y, al ver que había votado en contra del cambio de edad de los guardianes, me pareció poco probable que ofreciese aquella ratificación de no ser cierta.
Sin más armas disponibles, recurrí a las viejas costumbres.
—Esa ley —le dije a Tatiana— es una puta mierda como una casa.
Entonces sí. El público rompió en un griterío de estupefacción, y Tatiana abandonó toda pretensión de cordialidad a la que se hubiera estado aferrando. Se adelantó a cualquier tipo de orden que hubiese podido dar el heraldo.
—¡Llévensela de aquí! —gritó. Aun con el creciente ruido, su voz resonó con claridad por toda la sala—. ¡No toleraremos un comportamiento tan vulgar!
Los guardianes se me echaron encima en un abrir y cerrar de ojos. La verdad, dada la frecuencia con la que me estaban sacando a rastras de los sitios últimamente, casi podía decir que había en ello una cómoda familiaridad. No opuse resistencia a los guardianes mientras me llevaban hacia la puerta, pero tampoco permití que me echasen sin decir unas palabras de despedida.
—¡Podías haber cambiado la ley del quórum de haber querido, tú, puta mojigata! —le contesté a gritos—. ¡Estás tergiversando la ley porque eres una egoísta y porque tienes miedo! Estás cometiendo el mayor error de tu vida. ¡Lo vas a lamentar! Espera y verás…, ¡vas a desear no haberlo hecho nunca!
No sé si alguien llegó a oír mi perorata porque, para aquel entonces, el salón había regresado al caos en el que estaba cuando yo entré. Los guardianes —tres de ellos— no me soltaron hasta que llegamos al exterior. Una vez me liberaron, los cuatro nos quedamos allí de pie por unos incómodos instantes.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté. Intenté apartar la ira de mi tono de voz. Seguía furiosa y desquiciada, pero tampoco era culpa de aquellos tíos—. ¿Me vais a encerrar?
Teniendo en cuenta que eso me llevaría de regreso junto a Dimitri, casi habría sido un premio.
—Solo nos han pedido que te sacásemos de allí —señaló uno de los guardianes—. Nadie nos ha dicho qué hacer contigo después.
Otro guardián, mayor y canoso aunque de aspecto aún intimidatorio, me miró con expresión sarcástica.
—Yo que tú me largaría mientras pudiese, antes de que tengan una verdadera oportunidad de castigarte.
—Tampoco es que no te vayan a encontrar si de verdad quieren hacerlo —añadió el primer guardián.
Con aquello, los tres se dirigieron de vuelta al interior y me dejaron confundida y enfadada. Tenía aún el cuerpo revolucionado como para una pelea, y llena de la frustración que experimentaba siempre que me enfrentaba a una situación en la que me sentía impotente. Tanto grito para nada. No había conseguido nada.
—¿Rose?
Abandoné mi revoltijo de emotividad y alcé la vista al edificio. El guardián más mayor no había entrado, y permanecía en la puerta. Su semblante era estoico, pero habría jurado que vi un centelleo en sus ojos.
—Por si te sirve de algo —me dijo—, creo que has estado fantástica ahí dentro.
No tenía muchas ganas de sonreír, pero me traicionaron los labios.
—Gracias.
Bueno, tal vez hubiese logrado algo.