Mi prueba final era un recuerdo vago.
Viendo cómo constituía la parte más importante de mi formación en St. Vladimir, cabría pensar que lo recordaría todo con un nivel de detalle perfecto, cristalino. Y sin embargo, mis pensamientos previos se habían hecho más o menos realidad. ¿Cómo podía aquella prueba estar a la altura de lo que ya había vivido? ¿Cómo se iba a poder comparar aquel paripé de lucha con una turba de strigoi que se lanzaba al ataque contra nuestra escuela? Había tenido que soportar unas situaciones sobrecogedoras, sin saber si mis seres queridos estaban vivos o muertos. ¿Cómo iba a tener miedo de un combate de mentira con un instructor del instituto después de haberme enfrentado a Dimitri? Si ya era letal como dhampir, era peor como strigoi.
No es que quisiera tomarme la prueba final a la ligera. Era algo muy serio. Siempre había novicios que la suspendían, y yo me negaba a ser uno de ellos. Me atacaron por todas partes, guardianes que ya defendían a los moroi de los strigoi desde antes de que yo naciese. El terreno no era llano, y eso lo complicaba todo. Habían llenado el campo de artilugios y de obstáculos, vigas y escalones que ponían a prueba mi equilibrio, incluido un puente que supuso un doloroso recuerdo de la última noche que vi a Dimitri, cuando lo empujé tras haberle clavado una estaca de plata en el corazón, una estaca que se desprendió en su caída libre al río que había debajo.
El puente del campo de deporte era algo distinto del sólido puente de madera sobre el que nos enfrentamos Dimitri y yo en Siberia. Este era una senda destartalada y mal construida de tablones colgados de unas barandillas de cuerda como único soporte. A cada paso, todo el puente temblaba y se balanceaba, y unos agujeros en los maderos me mostraban los lugares en los que los compañeros que me precedían habían descubierto, por desgracia para ellos, sus puntos más frágiles. Es probable que la prueba que me asignaron en el puente fuese la peor de todas. Mi objetivo era alejar a un «moroi» de un grupo de «strigoi» que lo perseguía. Mi moroi lo interpretaba Daniel, un guardián nuevo que había llegado a la escuela con algunos otros para reemplazar a los que habían muerto durante el ataque. No lo conocía muy bien, pero para aquel ejercicio, se estaba comportando de manera dócil e indefensa, incluso con un poco de miedo, tal y como haría cualquier moroi al que yo estuviera defendiendo.
Se resistió un poco a la hora de poner un pie en el puente, e hice uso de mi voz más calmada y persuasiva para lograr que por fin fuese delante de mí. Al parecer estaban valorando la capacidad de trato con la gente además de las habilidades para el combate. Yo sabía que a nuestra espalda, no muy lejos de nosotros, se acercaban los guardianes que hacían de strigoi.
Daniel apretó el paso, y yo le seguí de cerca sin dejar de tranquilizarlo mientras todos mis sentidos permanecían alerta. El puente sufrió una sacudida tremenda, lo cual me dijo con un sobresalto que nuestros perseguidores se nos habían unido. Miré hacia atrás y vi que tres «strigoi» venían detrás de nosotros. Aquellos guardianes que los interpretaban estaban haciendo un trabajo increíble: se movían con la destreza y la velocidad con que lo haría un strigoi. Si no avanzábamos, se nos echarían encima.
—Lo estás haciendo genial —le dije a Daniel. Me costaba mantener el tono apropiado de voz. Gritar a los moroi podía hacerles entrar en estado de shock. Demasiada amabilidad les haría creer que aquello no iba en serio—. Y sé que puedes ir más rápido. Tenemos que mantener la distancia con ellos, y se están acercando. Sé que puedes, vamos.
Debí de aprobar la parte de la prueba correspondiente a la persuasión, porque Daniel aceleró el paso sin duda; no tanto como para igualar el de nuestros perseguidores, pero aquello era un comienzo. El puente volvió a sufrir una buena sacudida. Daniel dio un grito muy convincente y se quedó paralizado, sujeto con fuerza a las cuerdas de ambos lados. Vi que delante de él había otro guardián-strigoi, esperando en el extremo opuesto del puente. Creí recordar que se llamaba Randall, otro de los instructores nuevos. Estaba emparedada entre el grupo perseguidor y él, pero Randall permaneció inmóvil, esperando en el primer tablón del puente para poder sacudirlo y ponérnoslo más difícil todavía.
—Sigue avanzando —le presioné mientras le daba vueltas a la cabeza—. Puedes hacerlo.
—¡Es que hay un strigoi ahí delante! Estamos atrapados —exclamó Daniel.
—No te preocupes. Yo me encargo de él. Muévete.
Mi voz sonó tajante esta vez, y Daniel avanzó a duras penas, empujado por mi orden. Los siguientes instantes requerían una sincronización perfecta por mi parte. Tenía que vigilar a los «strigoi» a ambos lados y mantener a Daniel en movimiento, sin dejar de prestar atención a la zona del puente en la que nos encontrábamos. Cuando ya habíamos cruzado prácticamente tres cuartas partes, le susurré:
—¡Agáchate, al suelo a cuatro patas ahora! ¡Rápido!
Me obedeció, y se detuvo. Yo me arrodillé de inmediato y seguí hablándole en voz baja.
—Ahora voy a gritarte. Tú no me hagas caso —acto seguido, en voz alta para que lo oyesen los que venían detrás de nosotros, exclamé—: Pero ¿qué haces? ¡No podemos pararnos!
Daniel no se inmutó, y volví a hablarle en susurros.
—Bien. ¿Ves ahí, las cuerdas que unen la base con la barandilla? Agárrate a ellas. Hazlo tan fuerte como puedas, y no te sueltes pase lo que pase. Si es necesario, enróllatelas en las manos. ¡Ahora!
Obedeció. El tiempo corría, y no malgasté un instante más. En un solo movimiento, aún agachada, me di la vuelta y le asesté un tajo a las cuerdas con un cuchillo que me habían dado junto con mi estaca. La hoja estaba bien afilada, gracias a Dios. Los guardianes responsables de las pruebas no se andaban con juegos. Las cuerdas no se separaron a la primera, pero las corté tan rápido que ninguno de los «strigoi» a ambos lados tuvo tiempo de reaccionar.
Las cuerdas se soltaron justo cuando le estaba recordando a Daniel que se agarrase bien. Las dos mitades del puente se balancearon hacia sus respectivos andamios de madera, empujadas por el peso de la gente que había encima. Al menos la nuestra lo hizo. Daniel y yo nos habíamos preparado, pero los tres que nos perseguían no lo estaban. Dos cayeron. El otro se las arregló para sujetarse por los pelos a un tablón, y se resbaló un poco antes de agarrarse con firmeza. La caída real era de unos dos metros, pero me habían dicho que la considerase de unos quince, una altura que nos mataría a Daniel y a mí si nos íbamos abajo.
Contra todo pronóstico, él seguía aferrado a la cuerda. Yo también estaba colgada, y una vez que la cuerda y los tablones quedaron lisos contra la pared del andamio de madera, comencé a trepar como si se tratase de una escala. No me resultó sencillo trepar por encima de Daniel, pero lo hice, y tuve otra oportunidad de recordarle que se sujetara. Randall, que nos esperaba por delante, no se había caído. Tenía los pies en el puente cuando lo corté, y le había sorprendido lo suficiente como para hacerle perder el equilibrio. Se había recuperado con rapidez y ahora se tambaleaba trepando por las cuerdas e intentando ascender a la plataforma. Él estaba mucho más cerca de esta que yo, pero conseguí agarrarle la pierna y detenerlo. Tiré de él hacia mí. Se mantuvo aferrado al puente y forcejeamos. Sabía que con toda probabilidad no lograría que se soltase, pero sí que pude acercarme cada vez más. Finalmente, solté el cuchillo que aún tenía en la mano y me las arreglé para sacar la estaca del cinto, algo que puso muy a prueba mi equilibrio. La desgarbada postura de Randall dejó a tiro su corazón, y lo aproveché.
Para la prueba final nos daban una estaca con la punta redonda, una que no penetrase en la piel pero que se pudiera utilizar con la fuerza suficiente como para convencer a nuestros adversarios de que sabíamos lo que estábamos haciendo. La posición en que yo la alineé fue perfecta, y Randall, que lo admitió como un golpe que habría sido mortal, se soltó y cayó del puente.
Aquello me dejó con la dolorosa tarea de convencer a Daniel de que trepase. Le llevó su tiempo, pero era un comportamiento que no habría desentonado con la conducta de un moroi asustado. Yo estaba agradecida solo con que no hubiese decidido que un moroi de verdad se habría soltado y se habría caído.
Después de aquella prueba vinieron otras muchas, pero seguí haciéndoles frente sin bajar el ritmo ni dejar que me afectase el cansancio. Entré en «modo de combate», los sentidos concentrados en instintos básicos: lucha, esquiva, mata.
Y mientras estaba concentrada en aquello, debía seguir innovando y no relajarme. De otro modo, no habría sido capaz de reaccionar a una sorpresa como la del puente. Lidié con todo sin dejar de plantar batalla y sin ningún pensamiento que fuese más allá de cumplir con las tareas que tenía ante mí. Intenté no pensar en mis instructores como en gente que conocía. Los traté como a strigoi. No me anduve con miramientos.
Cuando por fin se acabó, prácticamente no me di ni cuenta. Estaba allí, de pie en medio del campo sin que vinieran más atacantes a por mí. Estaba sola. Poco a poco, fui siendo más consciente de los detalles del mundo a mi alrededor. La multitud que vitoreaba en las gradas. Algunos instructores que se hacían gestos de asentimiento los unos a los otros mientras se iban reuniendo. El martilleo de mi propio corazón.
No me percaté de que se había acabado hasta que una sonriente Alberta me tiró del brazo. El examen que había estado esperando toda mi vida había terminado en lo que me parecía un abrir y cerrar de ojos.
—Vamos —me dijo pasándome el brazo por encima del hombro y dirigiéndome hacia la salida—. Lo que necesitas es un poco de agua y sentarte.
Aturdida, dejé que me condujese fuera del campo alrededor del cual la gente seguía celebrándolo y gritando mi nombre. A nuestra espalda, oí que alguien decía que tenían que hacer una pausa y reparar el puente. Me llevó de regreso a la zona de espera y me hizo sentarme en un banco. Alguien más se sentó a mi lado y me dio una botella de agua. Levanté la mirada y vi a mi madre. En su rostro había una expresión que no había visto nunca: un orgullo puro y radiante.
—¿Ya está? —pregunté por fin.
Volvió a sorprenderme con una carcajada de auténtica diversión.
—¿Ya está? —repitió—. Rose, has estado ahí fuera casi una hora. Has pasado ese examen de manera espectacular, tal vez la mejor prueba final que haya visto este instituto.
—¿De verdad? Es que me ha parecido… —«fácil» no era la palabra exacta—. Lo tengo todo un poco borroso, eso es todo.
Mi madre me apretó la mano.
—Has estado increíble. Estoy muy, muy orgullosa de ti.
Fue entonces cuando de verdad fui consciente de todo, y sentí que una sonrisa se apoderaba de mis labios.
—¿Y ahora qué? —le pregunté.
—Ahora te conviertes en guardián.
Ya me han tatuado unas cuantas veces, pero ninguno de esos casos se aproximó al ceremonial por todo lo alto de cuando conseguí mi marca de la promesa. Antes, ya había conseguido marcas molnija por los strigoi que había matado en circunstancias trágicas e inesperadas: enfrentándome a ellos en Spokane, en el ataque al instituto y el rescate… Sucesos que eran motivo de luto, no de celebración. Después de haber matado a todos aquellos strigoi, se puede decir que habíamos perdido la cuenta, y, aunque los que tatuaban a los guardianes seguían intentando registrar cada baja individual causada, se decidieron por hacerme una marca con forma de estrella que era un modo muy elegante de reconocer que, en efecto, habíamos perdido la cuenta.
El tatuaje no es un procedimiento rápido, aunque el que te hagas sea pequeño, y toda mi promoción tenía que hacérselo. La ceremonia tuvo lugar en lo que solía ser el comedor de la academia, una sala que se las apañaron para transformar de manera notable en algo tan grandioso y rebuscado como lo que te encontrarías en la corte real. Los espectadores —amigos, familiares, guardianes— abarrotaban la estancia mientras Alberta iba llamándonos por nuestros nombres de uno en uno y leía nuestras notas según nos aproximábamos al tatuador. Las notas eran importantes. Las harían públicas, y, junto con nuestras calificaciones académicas globales, influirían en la asignación de nuestros destinos. Los moroi podían exigir que sus guardianes alcanzasen ciertas notas. Lissa me había solicitado a mí, por supuesto, pero podría ser que ni las mejores notas del mundo compensasen tantas manchas de comportamiento en mi expediente.
No obstante, no había moroi en esta ceremonia aparte de los pocos que habían sido invitados por los recién graduados. Todos los demás asistentes eran dhampir: o bien guardianes, o bien a punto de serlo como yo. Los invitados se sentaban al fondo, y los guardianes adultos más hacia delante. Mis compañeros y yo permanecimos en pie todo el rato, tal vez como una especie de última prueba de resistencia.
Me daba igual. Me había cambiado la ropa sucia y estropeada y me había puesto unos simples pantalones de vestir y un jersey, un atuendo con el que parecía arreglada al tiempo que mantenía un aire solemne. Fue la decisión correcta, porque el ambiente en la sala estaba cargado de tensión, todas las caras eran una mezcla de alegría por nuestro éxito y de preocupación, también, ante nuestro nuevo y mortal papel en el mundo. Con un brillo en los ojos, observaba cómo iban llamando a mis compañeros, sorprendida e impresionada con algunas de las notas.
Eddie Castile, un buen amigo, obtuvo una nota especialmente alta en protección individual del moroi. No pude contener una sonrisa al ver cómo le tatuaban su marca a Eddie.
—Me pregunto cómo pasaría a su moroi por el puente —murmuré en voz baja. Eddie tenía muchos recursos.
A mi lado, otra amiga mía —Meredith— me miró con expresión confundida.
—¿A qué te refieres? —su voz era igualmente baja.
—Cuando te perseguían en el puente con el moroi. El mío fue Daniel —seguía confundida, así que me expliqué—. Sí, cuando te salen los strigoi por ambos lados.
—Yo crucé el puente —susurró—. Pero lo hice sola, mientras me perseguían. Tuve que llevar a un moroi por un laberinto.
Una mirada fulminante de un compañero que se encontraba cerca nos hizo callar, y oculté el gesto fruncido del ceño. Tal vez no era la única que había hecho la prueba con la cabeza en las nubes. Los recuerdos de Meredith estaban hechos un lío.
A continuación de mi nombre, escuché algún grito ahogado cuando Alberta leyó mi nota. Tenía la más alta con diferencia. La verdad es que me alegré de que no leyese también las notas académicas, porque se habrían llevado por delante buena parte de la gloria del resto de mi actuación. Siempre me ha ido bien en clase de combate, pero en Matemáticas e Historia…, bueno, esas dejaban algo que desear, debido más que nada a que parecía estar siempre dejando y retomando las clases.
Llevaba el pelo recogido en un moño bien tenso, con todos y cada uno de los mechones que quedaban sueltos sujetos con horquillas para que nada estorbase el trabajo del tatuador. Me incliné para ofrecerle un buen ángulo de visión y oí cómo daba un gruñido de sorpresa. Con la nuca llena de marcas, tendría que ser muy hábil. Por lo general, un guardián nuevo suponía un lienzo en blanco. No obstante, aquel tío era bueno, y se las arregló para situar con cuidado la marca de la promesa justo en el centro de la parte de atrás de mi cuello. Aquella marca tenía el aspecto de una «S» alargada, estirada y con los extremos rizados. La encajó entre las marcas molnija, como si las rodease en un abrazo. El proceso era doloroso, pero mantuve el rostro inexpresivo y me negué a hacer ningún gesto. Me enseñaron el resultado final en un espejo antes de cubrirlo con un vendaje para que curase sin infectarse.
Acto seguido, volví a unirme al resto de mis compañeros y observé cómo recibían los demás sus tatuajes. Eso supuso permanecer de pie otras dos horas, pero no me importó. Aún me daba vueltas en la cabeza todo cuanto había sucedido ese día. Era un guardián. Un guardián de verdad, como Dios manda. Y ese pensamiento acarreaba ciertas preguntas. ¿Qué pasaría ahora? ¿Serían mis notas lo suficientemente buenas como para eliminar el expediente de mi mal comportamiento? ¿Sería el guardián de Lissa? ¿Y qué pasaba con Victor? ¿Qué pasaba con Dimitri?
Me moví inquieta en el sitio cuando cayó sobre mí todo el peso de la ceremonia de graduación. No se trataba de Dimitri y de Victor. Se trataba de mí, del resto de mi vida. Se acabó el instituto. Ya no tendría profesores siguiendo todos y cada uno de mis movimientos y corrigiéndome cuando cometiese errores. Todas las decisiones dependerían de mí cuando me encontrase ahí fuera protegiendo a alguien. Los moroi y los dhampir más jóvenes me mirarían ahora como a una autoridad. Y ya no dispondría del lujo de estar entrenándome en el combate un minuto y quedarme de relax en mi cuarto al siguiente. Ya no habría más clases como tales. Estaría de servicio todo el tiempo. La idea resultaba desalentadora; la presión, casi demasiado grande. Siempre había identificado la graduación con la libertad, y ya no estaba tan segura de aquello. ¿Qué nueva forma adoptaría ahora mi vida? ¿Quién lo decidiría? ¿Y cómo iba a llegar hasta Victor si me asignaban la protección de alguien que no fuese Lissa?
Al otro lado de la sala, localicé a Lissa entre el público. En sus ojos ardía un orgullo a la altura del de mi madre, y sonrió cuando nuestras miradas se encontraron.
Cambia esa expresión de la cara —me reprendió a través del vínculo—. No deberías tener ese aspecto tan preocupado, hoy no. Tienes que celebrarlo.
Yo sabía que tenía razón. Era capaz de enfrentarme a lo que se avecinaba. Mis preocupaciones, que eran muchas, podían esperar un día más, en especial porque el exaltado estado anímico de mis familiares y amigos me obligaría a celebrarlo. Abe, con esa influencia de la que siempre parecía hacer gala, había reservado una pequeña sala de banquetes y me había montado una fiesta que se diría más propia de una puesta de largo de la realeza que de la graduación de una humilde y temeraria dhampir como yo.
Antes de eso, me volví a cambiar. La ropa de fiesta parecía más apropiada que el atuendo formal de la ceremonia molnija. Me puse un vestido ajustado de manga corta en color verde esmeralda y, aunque no iba a juego, me colgué mi nazar del cuello, aquel colgante pequeño con apariencia de un ojo circundado de diferentes tonos de azul. En Turquía, lugar de procedencia de Abe, se creía que ofrecía protección. Él se lo dio a mi madre hace años, y ella, a su vez, me lo había dado a mí.
Una vez maquillada y cepillados los enredos del pelo para llevar sueltos los mechones largos, oscuros y ondulados (porque el vendaje del cuello desde luego que no iba lo más mínimo con el vestido), no tenía el menor aspecto de ser alguien capaz de enfrentarse a un monstruo, ni siquiera capaz de dar un puñetazo. No…, eso no era del todo cierto, según pude apreciar un instante después. Me miraba en el espejo y me quedé sorprendida al ver la expresión de angustia en mis ojos marrones. Lo que allí había era dolor. Un dolor y un sentimiento de pérdida que ni el más bonito de los vestidos ni el mejor maquillaje lograban ocultar.
Hice caso omiso y me marché a la fiesta, aunque me topé con Adrian en cuanto puse un pie fuera de mi edificio. Sin mediar palabra, me tomó en sus brazos y me ahogó en un beso. Me pilló totalmente desprevenida. Muy lógico. Las criaturas no muertas no me sorprendían, pero un moroi frívolo de la realeza sí que era capaz.
Y menudo beso fue, tal que casi me sentí culpable por entregarme así. Tenía mis serias dudas al empezar a salir con Adrian, pero muchas de ellas fueron desapareciendo con el paso del tiempo. Después de tanto verle flirtear de manera descarada y no tomarse nada en serio, jamás me hubiera esperado semejante dedicación por su parte a nuestra relación. Tampoco me había esperado encontrarme con que crecían mis sentimientos hacia él, lo que parecía contradictorio teniendo en cuenta que seguía enamorada de Dimitri y que estaba pergeñando lo imposible con tal de salvarlo.
Me reí cuando Adrian me soltó. Cerca, unos moroi más jóvenes se habían parado a mirarnos. Que los moroi saliesen con dhampir a nuestras edades no era algo tan raro, pero ¿una dhampir tan notoria que se liase con el sobrino nieto de la reina? Eso sí que se salía de lo normal allí, en especial cuando era de sobra conocido cuánto me odiaba la reina Tatiana. Apenas hubo testigos en mi último encuentro con ella, cuando se puso a chillarme para que me apartase de Adrian, pero eso es algo que siempre acaba por saberse.
—¿Disfrutando del espectáculo? —pregunté a nuestros voyeurs. Al darse cuenta de que los habíamos pillado, los chavales moroi se apresuraron a seguir su camino. Me volví hacia Adrian y sonreí—. ¿A qué ha venido eso? ¿No ha sido un beso demasiado ostentoso para dármelo en público?
—Eso —dijo con mucha pompa— ha sido tu recompensa por toda la cera que has dado en la prueba final —hizo una pausa—. Y también por lo buena que estás con ese vestido.
Le puse una sonrisa irónica.
—Así que recompensa, ¿eh? El novio de Meredith le ha regalado unos pendientes de diamantes.
Me tomó de la mano y se encogió de hombros con aire despreocupado conforme nos poníamos en marcha camino de la fiesta.
—¿Quieres diamantes? Pues yo te regalo diamantes. Te cubriré de diamantes. Qué demonios, te haré un camisón de diamantes, aunque será brevísimo.
—Vale, me parece que me quedo con el beso —le dije al imaginarme a Adrian vistiéndome como a una modelo de bañadores. O a una bailarina de barra americana. Aquella referencia a las joyas me trajo de repente un recuerdo no deseado. Cuando Dimitri me tuvo prisionera en Siberia, también me cubrió de joyas para que me mostrase complaciente y dispuesta a sus mordeduras.
—Sabía que tenías mala leche —prosiguió Adrian. Una cálida ráfaga de viento veraniego le despeinó ese cabello castaño suyo que con tanto mimo se cuidaba todos los días y, con la mano libre, se lo volvió a colocar sin prestarle mucha atención—, pero es que no me había dado cuenta de cuánta tienes hasta que te he visto cepillarte a los guardianes ahí fuera.
—¿Significa eso que me vas a tratar mejor? —le tomé el pelo.
—Yo ya te trato bien —dijo con aire altanero—. ¿Sabes las ganas que tengo de fumarme un cigarrillo ahora mismo? Pero no. Sufro con valentía la abstinencia de nicotina… y todo por ti. Sin embargo, pienso que haberte visto ahí me servirá para tener un poco más de cuidado cuando esté contigo. Y ese loco que tienes por padre también va a conseguir que sea precavido.
Solté un quejido al recordar que Adrian y Abe se habían sentado juntos.
—Señor. ¿De verdad tenías que ponerte de charla con él?
—Oye, que es un tío genial. Un poco inestable, pero genial. Nos llevamos muy bien —Adrian abrió la puerta del edificio al que nos dirigíamos—. Y él también tiene mala leche, a su manera. Es decir, a cualquier otro tío que llevase puesta una bufanda de ese modo lo echarían de la academia de tanto partirse de él. Pero a Abe no. Él los zurraría casi tan fuerte como tú. De hecho… —la voz de Adrian se tornó nerviosa.
Le miré con expresión de sorpresa.
—De hecho, ¿qué?
—Bueno… Abe me ha dicho que le caigo bien. Eso sí, también me ha dejado claro lo que va a hacer si alguna vez te hago daño o si te hago algo malo —Adrian hizo una mueca—. Es más, me ha descrito lo que me haría con todo lujo de detalle. Después, así como si nada, se ha puesto a hablar de cualquier cosa con una sonrisa. Ese tío me cae bien, pero da miedo.
—¡Se está pasando! —me detuve antes de entrar en la fiesta. A través de la puerta se oía el zumbido de las conversaciones. Al parecer éramos los últimos en llegar, y me imaginé que eso significaría hacer una entrada triunfal digna de la invitada de honor—. No tiene ningún derecho de amenazar a mis novios. Tengo dieciocho años. Soy una adulta y no necesito que me ayude. Soy capaz de amenazar a mis novios yo solita.
Mi indignación le resultó divertida a Adrian, que me dedicó una sonrisa remolona.
—Estoy de acuerdo contigo, pero eso no significa que no vaya a tomarme en serio su «consejo». Soy demasiado guapo como para arriesgar la cara.
Sin duda que lo era, pero eso no me impidió hacer un gesto negativo de exasperación con la cabeza. Llevé la mano al pomo de la puerta, aunque Adrian me apartó de ella.
—Espera —dijo.
Volvió a cogerme en sus brazos, y nuestros labios volvieron a encontrarse en un tórrido beso. Mi cuerpo presionaba contra el suyo, y me vi confusa ante mis propios sentimientos y la consciencia de que estaba llegando a un punto en el que tal vez quisiera algo más que simples besos.
—Muy bien —dijo Adrian cuando por fin nos separamos—. Ahora, ya podemos entrar.
Tenía el mismo tono despreocupado de voz, pero en el verde oscuro de sus ojos vi el despertar de la pasión. No era la única que se estaba pensando lo de pasar a algo más que los besos. Hasta el momento, habíamos evitado hablar de sexo, y la verdad es que él se había portado muy bien al no presionarme. Creo que Adrian sabía que no estaba preparada después de Dimitri, pero en momentos como este, podía ver lo difícil que le resultaba contenerse.
Aquello hizo que se ablandase algo en mi interior y, de puntillas, volví a besarle.
—¿A qué ha venido eso? —me preguntó unos instantes después.
Sonreí.
—Es tu recompensa.
Cuando por fin entramos en la fiesta, todo el mundo en la sala me recibió con una aclamación y sonrisas de orgullo. Mucho tiempo atrás, me habría sentado de maravilla ser el centro de atención. Aquel deseo había perdido algo de fuerza, pero aun así puse una expresión de seguridad en mí misma y acepté los halagos de mis seres queridos con la barbilla bien alta y con alegría. Levanté las manos en un gesto triunfal y conseguí más aplausos y signos de aprobación.
El recuerdo de mi fiesta es casi tan vago como el de la prueba final. Nunca te das cuenta de verdad de a cuánta gente le importas hasta que aparecen todos para apoyarte. Me hizo sentir humilde y casi me puso un poco llorosa. No obstante, eso me lo reservé para mí. No se me ocurriría ponerme a llorar en mi propia fiesta de celebración.
Todo el mundo quería hablar conmigo, y me sorprendía y halagaba cada vez que alguien nuevo se me aproximaba. No me pasaba muy a menudo eso de tener en el mismo sitio a todas las personas a las que más quería, y me sentí inquieta al reparar en que tal vez aquella oportunidad no se repitiese nunca.
—Bueno, por fin has conseguido que te den licencia para matar. Ya era hora.
Me volví y me encontré con los divertidos ojos de Christian Ozzera, antaño una molestia que se había convertido en un buen amigo. Tan bueno, de hecho, que en el fervor de mi alegría fui hacia él y le di un abrazo, algo que claramente no se esperaba. Aquel día me estaba dedicando a sorprender a todo el mundo.
—Bueno, bueno —dijo mientras retrocedía y se ruborizaba—. Tampoco es que me extrañe, eres la única tía que se pone como loca ante la idea de matar. No quiero ni imaginarme lo que pasa cuando Ivashkov y tú os quedáis a solas.
—Oye, mira quién fue a hablar. Estás que no te aguantas las ganas de salir ahí fuera tú solo.
Christian se encogió de hombros a modo de asentimiento. Se trataba de una regla generalizada en nuestro mundo: los guardianes protegían a los moroi. Los moroi no combatían. Sin embargo, tras los recientes ataques de los strigoi, algunos moroi —aunque ni mucho menos la mayoría— habían comenzado a aducir que había llegado el momento de que los moroi dieran un paso al frente y empezasen a ayudar a los guardianes. Los que dominaban el fuego, como Christian, resultaban especialmente valiosos porque una de las mejores maneras de matar a un strigoi —junto con clavarle una estaca y la decapitación— era quemarlo. La proposición de enseñar a los moroi a luchar se encontraba actualmente —y con toda la intención— paralizada en manos del gobierno moroi, pero eso no había impedido que algunos practicasen en secreto. Christian era uno de ellos. Miré a su lado y pestañeé de asombro. Había alguien con él, alguien en quien yo apenas había reparado.
Jill Mastrano se mantenía a su lado como una sombra. Novata moroi —bueno, ya casi de segundo año—, Jill se había destapado como alguien que también quería pelear. Se había convertido en algo así como la alumna de Christian.
—Eh, Jill —le dije con una afectuosa sonrisa—, muchas gracias por venir.
Jill se ruborizó. Estaba decidida a aprender a defenderse, pero se ponía nerviosa en presencia de otros, en particular delante de «celebridades» como yo, e irse por las ramas era su reacción nerviosa.
—Tenía que venir —dijo quitándose de la cara el pelo, largo y castaño. Como siempre, era una maraña de rizos—. Quiero decir que ha sido genial lo que has hecho. En el examen final. Todo el mundo ha alucinado. He oído decir a uno de los guardianes que nunca habían visto algo parecido, así que, cuando Christian me ha preguntado si quería venir, pues, por supuesto que tenía que venir. ¡Ay! —sus ojos verdes se abrieron como platos—. Si ni siquiera te he dado la enhorabuena. Perdona. Enhorabuena.
Junto a ella, Christian hacía un esfuerzo por mantenerse serio. Yo no lo intenté, y le di otro abrazo a ella entre risas. Me encontraba en grave peligro de ponerme un poco tonta y cariñosa. Si seguía por ese camino, lo más probable es que me revocaran el nombramiento de guardián duro de roer.
—Gracias. ¿Estáis listos ya vosotros dos para enfrentaros a un ejército de strigoi?
—Pronto lo estaremos —dijo Christian—, aunque es posible que necesitemos tus refuerzos.
Él era tan consciente como yo de que los strigoi estaban muy fuera de su alcance. Su magia con el fuego me había servido de gran ayuda, pero ¿él solo? Eso sería otra historia. Jill y él estaban aprendiendo a utilizar la magia como arma de ataque, y yo, siempre que tenía algo de tiempo entre clases, les enseñaba algunos movimientos de lucha.
La expresión del rostro de Jill se vino un poco abajo.
—Se acabará cuando Christian se vaya.
Me volví hacia él. No era una sorpresa que se marchara. Todos nos marchábamos.
—¿Qué vas a hacer con tu vida? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Ir a la corte con el resto de vosotros. La tía Tasha dice que vamos a tener una «charla» sobre mi futuro —hizo una mueca. Fueran sus planes los que fuesen, parecía que no coincidían con los de Tasha. La mayor parte de los moroi de la realeza irían a universidades elitistas. No estaba muy segura de lo que Christian tenía en mente.
La práctica habitual de los nuevos guardianes tras la graduación era dirigirse a la corte real moroi en busca de orientación y para recibir una asignación de destino. Se suponía que todos nos marcharíamos en un par de días. Siguiendo la mirada de Christian, vi a su tía al otro lado de la sala, y que el Señor nos asistiese, porque estaba hablando con Abe.
Tasha Ozzera no había cumplido aún los treinta, y tenía el mismo pelo negro brillante y los mismos ojos de color azul claro que Christian. La belleza de su rostro, sin embargo, tenía la mácula de una terrible cicatriz en un lado, consecuencia de las heridas infligidas por los propios padres de Christian. Dimitri se había convertido en un strigoi contra su voluntad, pero los Ozzera habían escogido convertirse con toda la intención, en busca de la inmortalidad. Resultaba paradójico que eso fuera lo que les costara la vida cuando los guardianes les dieron caza. Tasha se había encargado de Christian —cuando no estaba en el instituto— y era uno de los principales líderes del movimiento que apoyaba a los moroi que querían combatir contra los strigoi.
Con cicatriz o sin ella, yo la admiraba y seguía pensando que era hermosa. A decir de la pose de mi díscolo padre, estaba claro que él también lo pensaba. Le sirvió a Tasha una copa de champán y dijo algo que la hizo reír. Ella se inclinó hacia delante, como si le estuviera contando un secreto, y se rio en respuesta. Me quedé boquiabierta. Incluso desde aquella distancia, resultaba obvio que estaban tonteando.
—Cielo santo —dije con un escalofrío y me apresuré a volverme hacia Christian y Jill.
Christian parecía dividido entre la suficiencia ante mi incomodidad y su propia inquietud al ver que un mafioso le tiraba los tejos a una mujer a la que consideraba como su madre. Su expresión se suavizó un instante después, cuando se volvió de nuevo hacia Jill y continuó con nuestra conversación.
—Venga, tú no me necesitas —le dijo—. Aquí encontrarás a otros. Verás como tienes tu propio club de fans antes de que te des cuenta.
Me vi sonriendo de nuevo, pero mi sensación agradable se hizo añicos de repente por una bocanada de celos. No eran míos, sin embargo, sino de Lissa, y procedían del vínculo. Sorprendida, me di la vuelta y la localicé al otro lado de la sala, matando a Christian con la mirada mientras él hablaba con Jill.
Tal vez haya que mencionar que Lissa y Christian antes salían juntos. Habían estado profundamente enamorados, y, la verdad, más o menos seguían estándolo. Por desgracia, los sucesos recientes habían ejercido demasiada presión sobre su relación, y Christian había roto con ella. Él la quería, pero había perdido su confianza en ella. Lissa se descontroló cuando otra moroi que dominaba el espíritu, llamada Avery Lazar, intentó someterla. Al final conseguimos detener a Avery, y en aquel instante se encontraba encerrada en un psiquiátrico según mis últimas noticias. Ahora, Christian conocía los motivos de la horrible conducta de Lissa, pero el daño ya estaba hecho. En un principio, Lissa se había deprimido, pero su tristeza se había convertido ahora en ira.
Aseguraba que no quería tener nada que ver con él, aunque el vínculo la delataba. Siempre sentía celos de cualquier chica con la que él hablase, y en especial de Jill, con quien Christian pasaba mucho tiempo últimamente. Yo sabía a ciencia cierta que no había nada romántico entre ellos. Jill lo idolatraba como a un maestro sabio, pero nada más. De estar colada por alguien, ese era Adrian, que siempre la trataba como a una hermana pequeña. La verdad es que más o menos lo hacíamos todos.
Christian siguió la dirección de mi mirada, y su expresión se endureció. Al darse cuenta de que había llamado su atención, Lissa se dio la vuelta de inmediato y se puso a hablar con el primer tío que encontró, un dhampir bien parecido que iba a mi clase. Activó ese encanto del tonteo para el que tanta facilidad tenían quienes dominaban el espíritu y enseguida estaban los dos riendo y charlando de un modo similar al de Abe y Tasha. Mi fiesta se había convertido en una ronda de citas rápidas.
Christian se volvió hacia mí.
—Bueno, parece que no le faltan opciones para mantenerse ocupada.
Elevé la mirada al cielo. Lissa no era la única que estaba celosa. Del mismo modo que ella se enfadaba cuando él quedaba con otras chicas, Christian se ponía quisquilloso cuando ella hablaba con otros tíos. Resultaba exasperante. En lugar de reconocer que aún sentían algo el uno por el otro y arreglar las cosas, aquellos dos idiotas no dejaban de mostrarse más y más hostiles entre ellos.
—¿Dejarás de hacer esto algún día e intentarás de verdad hablar con ella como una persona racional? —me quejé.
—Sin duda —dijo con amargura—. El día en que ella empiece a comportarse como una persona racional.
—Dios mío. Vais a conseguir los dos que me arranque a tirones el pelo de la cabeza.
—Será desperdiciar un pelo precioso —dijo Christian—. Ella ya ha dejado su postura perfectamente clara.
Comencé a protestar y a decirle lo estúpido que era, pero él no tenía la menor intención de quedarse a escuchar una perorata que ya le había soltado una docena de veces.
—Vámonos, Jill —dijo—. Rose tiene que saludar a un montón de gente.
Se alejó a toda prisa, y yo casi estaba por ir a darle un pescozón para que recobrase algo de sensatez cuando oí una voz nueva.
—¿Cuándo vas a solucionar esto? —Tasha se encontraba a mi lado, meneando la cabeza ante la retirada de Christian—. Esos dos tienen que volver a estar juntos.
—Yo lo sé. Tú lo sabes. Pero no parece que a ellos se les meta en la cabeza.
—Muy bien, pues será mejor que te pongas a ello —me dijo—. Si Christian se va a la universidad al otro extremo del país, ya será demasiado tarde —al mencionar que Christian se iría a la universidad, el tono de su voz se volvió seco y exasperado.
Lissa iba a ir a Lehigh, una universidad cerca de la corte, por un acuerdo con Tatiana. Podría ir a una universidad más grande que las habituales a las que iban los moroi, a cambio de dedicarle un tiempo a la corte y al aprendizaje de los asuntos de la realeza.
—Lo sé —dije con exasperación—. Pero ¿por qué soy precisamente yo quien tiene que solucionarlo?
Tasha sonrió.
—Porque tú eres la única lo bastante convincente como para hacerles entrar en razón.
Decidí pasar por alto la insolencia de Tasha, sobre todo porque el hecho de que estuviese hablando conmigo significaba que no estaba hablando con Abe. Miré al otro extremo de la sala y, de repente, me puse en tensión. Ahora estaba hablando con mi madre. Entre el ruido me llegaban algunos fragmentos de su conversación.
—Janine —decía él con mucho encanto—, por ti no ha pasado un solo día. Podrías ser la hermana de Rose. ¿Te acuerdas de aquella noche en Capadocia?
A mi madre se le escapó una risa floja. Jamás la había visto hacer eso. Decidí que no quería volver a verlo nunca.
—Claro que sí. Y me acuerdo de lo dispuesto que estabas a ayudarme cuando se me rompió el tirante del vestido.
—Cielo santo —dije yo—. A este no hay quien lo pare.
Tasha pareció confundida hasta que vio a qué me refería.
—¿Abe? La verdad es que es encantador.
Solté un gruñido.
—Discúlpame.
Me dirigí hacia mis padres. Aceptaba que una vez mantuvieron un romance —cuyo resultado fue mi concepción—, pero no significaba que quisiera ver cómo lo revivían. Estaban comentando sus recuerdos de un paseo por la playa cuando llegué hasta ellos. De inmediato, tiré del brazo de Abe para apartarlo. Estaba demasiado encima de ella.
—Oye, ¿puedo hablar contigo? —le pregunté.
Pareció sorprendido, pero se encogió de hombros.
—Desde luego —dirigió una sonrisa muy significativa a mi madre—. Luego seguimos hablando.
—¿Es que aquí no hay ninguna mujer a salvo? —le pregunté mientras me lo llevaba aparte.
—¿De qué estás hablando?
Nos detuvimos junto a la ponchera.
—¡Estás tonteando con todas las mujeres que hay en la sala!
Mi reprimenda no le desconcertó.
—Bueno… es que hay tantas mujeres encantadoras por aquí que… ¿Es eso de lo que querías hablar conmigo?
—¡No! Quería hablar contigo sobre lo de amenazar a mi novio. Tú no tienes derecho a hacerlo.
Sus cejas oscuras se arquearon.
—¿El qué? ¿Eso? Si no ha sido nada. Solo un padre que se preocupa por su hija.
—La mayoría de los padres no amenazan con destripar a los novios de sus hijas.
—Eso no es cierto. Y tampoco es lo que le he dicho. Es mucho peor —reconoció. Suspiré. Parecía encantado con mi exasperación—. Piensa en ello como en un regalo de graduación. Estoy orgulloso de ti. Todo el mundo sabía que eras buena, pero nadie sabía que fueras tan buena —me guiñó un ojo—. Desde luego no se esperaban que te cargaras sus cosas.
—¿Qué cosas?
—El puente.
Fruncí el ceño.
—He tenido que hacerlo. Ha sido la manera más eficiente. Dios, menuda cabronada de prueba. ¿Y cómo lo han hecho los demás? No se les ocurriría entrar en un cuerpo a cuerpo en medio de esa cosa, ¿no?
Abe lo negó con la cabeza, disfrutando de cada segundo de aquella situación en la que sabía más que yo.
—Nadie más ha tenido que pasar por eso.
—Te aseguro que sí. Todos pasamos las mismas pruebas.
—Tú no. Cuando planificaron el examen, los guardianes decidieron que tú requerías algo… extra. Algo especial. Al fin y al cabo, tú ya has estado ahí fuera, luchando en el mundo real.
—¿Qué? —el volumen de mi voz llamó la atención de algunas personas a nuestro alrededor. Bajé el tono, y las anteriores palabras de Meredith me volvieron a la mente—. ¡Eso no es justo!
Él no parecía preocupado.
—Tú estás por encima de los demás. No habría sido justo pedirte que hicieras cosas sencillas.
Me había enfrentado a un montón de situaciones increíbles en mi vida, pero aquello sí que era el colmo.
—Así que, en cambio, me han obligado a pasar por esa locura de prueba del puente, ¿no? Y, si les ha sorprendido que lo corte, ¿qué demonios esperaban que hiciese? ¿De qué otro modo se suponía que iba a sobrevivir a eso?
—Mmm —distraído, se daba unos golpecitos en la barbilla—. Sinceramente, no creo que lo supiesen.
—Por el amor de Dios. Esto es increíble.
—¿Por qué te enfadas tanto? Has aprobado.
—Porque me han puesto en una situación de la que ni siquiera ellos sabían cómo salir —le miré con ojos de sospecha—. ¿Y cómo te has enterado tú? Esto es cosa de los guardianes.
Su rostro adoptó una expresión que no me gustaba en absoluto.
—Ah, bueno, es que estaba anoche con tu madre y…
—Ya, vale, para el carro —le interrumpí—. No quiero enterarme de lo que estabais haciendo anoche mi madre y tú. Creo que eso sería peor que lo del puente.
Sonrió.
—Ambas cosas son del pasado, así que no tienes por qué preocuparte. Disfruta de tu éxito.
—Lo intentaré. Tú, limítate a no hacerme más favores con Adrian, ¿vale? Quiero decir que me alegro de que hayas venido a apoyarme, pero con eso ya es más que suficiente.
Abe me dirigió una mirada ladina y me recordó que debajo de aquella fanfarronería había sin duda un tipo astuto y peligroso.
—No tuviste el menor inconveniente a la hora de pedirme que te hiciera un favor cuando volviste de Rusia.
Hice una mueca. Tenía razón, a la vista de cómo se las había apañado para colar un mensaje en una prisión de máxima seguridad. Aunque al final todo se quedase en nada, no había dejado de anotarse algún que otro punto.
—Vale —reconocí—. Eso estuvo bastante bien. Y estoy agradecida. Todavía no sé cómo lo conseguiste —de pronto, como ese sueño que recuerdas al día siguiente, me acordé de la idea que había tenido justo antes de la prueba final. Bajé la voz—. Tú no llegaste a entrar allí, ¿verdad?
Soltó un bufido.
—Por supuesto que no. Yo no pondría un pie en ese lugar. Me limité a utilizar mis contactos.
—¿Dónde está ese sitio? —pregunté con la esperanza de no sonar interesada.
No se lo tragó.
—¿Por qué quieres saberlo?
—¡Porque tengo curiosidad! Los delincuentes siempre desaparecen sin dejar rastro cuando los condenan. Ahora soy un guardián, y no sé absolutamente nada de nuestro sistema penitenciario. ¿Hay solo una cárcel, o hay muchas?
Abe no respondió de inmediato. Me estaba estudiando con detenimiento. En lo suyo, sospechaba de los motivos ocultos de todo el mundo. Como hija suya, es probable que yo fuese sospechosa por partida doble. Lo llevaba en los genes.
Debió de subestimar mi potencial como candidata a hacer una insensatez, porque terminó por decir:
—Hay más de una. Victor está en una de las peores. Se llama Tarasov.
—¿Dónde está?
—¿Ahora mismo? —se lo pensó—. En Alaska, creo.
—¿Qué quieres decir con «ahora mismo»?
—Se traslada durante el año. Ahora mismo está en Alaska. Más adelante estará en Argentina —me sonrió con una expresión taimada, como si se estuviera preguntando cuán astuta era yo—. ¿Te imaginas por qué?
—No…, espera. Por el sol —encajaba a la perfección—. En esta época del año, las horas de luz en Alaska son casi ininterrumpidas… y la oscuridad en invierno.
Creo que estaba más orgulloso de que me hubiera percatado de eso que de mi examen final.
—Cualquier preso que intentase escapar las pasaría canutas —a pleno sol, ningún fugitivo moroi llegaría muy lejos—. De todas formas, tampoco es que haya nadie capaz de escapar con esas medidas de seguridad —intenté no hacer el menor caso del mal presagio que parecía aquello.
—Pues entonces parece que se la habrán llevado muy al norte de Alaska —dije con la esperanza de sonsacarle el lugar exacto de manera indirecta—. Así consigues más horas de luz.
Se carcajeó.
—Eso no te lo puedo contar ni siquiera yo. Es una información que los guardianes cuidan con mucho celo, en lo más profundo de su cuartel general.
Me quedé helada. El cuartel general.
Por muy observador que acostumbrase a ser Abe, no se percató de mi reacción. Observaba algo al otro lado de la sala.
—¿Es esa Renee Szelsky? Vaya, vaya…, sí que se ha puesto mona con el paso de los años.
De mala gana, le hice un gesto de desprecio con la mano, en gran medida porque quería dedicarme a aquel plan que tenía en mente, y porque Renee tampoco era alguien a quien conociese muy bien, por lo que me resultaba menos vergonzoso que él le tirara los tejos.
—Pues no dejes que sea yo quien te lo impida. Ve a atrapar más mujeres en tu tela de araña.
Abe no necesitó que le dieran ningún empujoncito. Sola, dejé que mi cerebro se pusiera a darle vueltas y a preguntarme si aquel planteamiento que iba cobrando forma tenía alguna posibilidad de éxito. Sus palabras habían sido la chispa de un nuevo plan en mi cabeza, y no era mucho más alocado que el resto de mis planes. Al otro lado de la sala, volví a encontrarme con la mirada de Lissa. Con Christian fuera de plano, su estado de ánimo había mejorado. Se lo estaba pasando bien, con la emoción de las aventuras que nos aguardaban ahora que éramos libres y salíamos al mundo. Mi mente regresó de manera fugaz a la inquietud que había sentido antes aquel día. Tal vez ahora fuésemos libres, pero la realidad nos alcanzaría muy pronto. El tiempo corría. Dimitri aguardaba, vigilando. Por un instante me pregunté si seguiría recibiendo sus cartas semanales ahora que me marchaba de la academia.
Sonreí a Lissa y me sentí un poco mal por ir a aguarle su buen estado de ánimo en cuanto le dijese que ahora tal vez dispondríamos de una oportunidad muy real de llegar hasta Victor Dashkov.