En el estado de pánico en que estaba mi mente en ese instante, levantarme y salir corriendo a pie hasta Lehigh —a pesar de los muchos kilómetros de distancia— me pareció un plan absolutamente sólido. Un segundo después, supe que aquello me superaba. Y me superaba por mucho, muchísimo.
Al levantarme de golpe de la silla y salir corriendo de la habitación, me acordé de forma súbita de Alberta. La había visto entrar en acción en St. Vladimir y sabía que se podía hacer cargo de cualquier situación. En aquel punto de nuestra relación, era capaz de responder a cualquier tipo de amenaza que yo le presentase. Los guardianes de la corte me seguían pareciendo unos extraños. ¿A quién podía acudir? ¿A Hans? ¿El tío que me odiaba? No me creería, no como lo harían Alberta o mi madre. Descarté todas aquellas preocupaciones mientras corría por los pasillos vacíos. Daba igual. Yo haría que Hans me creyese. Ya encontraría a alguien a quien pudiera convencer. Alguien capaz de sacar a Lissa y a Christian de aquello.
«Solo tú puedes —susurraba una voz en mi cabeza—. Es a ti a quien quiere Dimitri».
También hice caso omiso de aquel pensamiento, en gran medida porque, en mi distracción, me choqué contra alguien que doblaba la esquina.
Solté un grito amortiguado que sonó como algo así como «umpf» cuando me estampé de morros contra el pecho de otra persona. Alcé la mirada. Mikhail. Me habría sentido aliviada, pero iba demasiado cargada de adrenalina y de preocupación. Lo agarré por la manga y empecé a tirar de él hacia las escaleras.
—¡Vamos! ¡Tenemos que buscar ayuda!
Mikhail permaneció en el sitio, sin inmutarse ante mis tirones. Frunció el ceño con una expresión de calma en la cara.
—¿De qué estás hablando?
—¡Lissa! Lissa y Christian. Se los han llevado los strigoi… Dimitri. Podemos encontrarlos. Yo puedo encontrarlos, pero tenemos que darnos prisa.
La confusión de Mikhail crecía.
—Rose…, ¿cuánto llevas aquí abajo?
No tenía tiempo para aquello. Le dejé y subí volando las escaleras. Un instante después oí sus pasos detrás de mí. Cuando llegué a la oficina principal, me esperaba que alguien me reprendiese por abandonar mi castigo, pero… nadie parecía reparar en mí siquiera.
La oficina era un caos. Los guardianes corrían por todas partes, llamadas de teléfono y voces que se elevaban hasta niveles frenéticos. Lo sabían, me percaté. Ya lo sabían.
—¡Hans! —le llamé abriéndome paso entre la gente. Se encontraba en el otro extremo de la sala y acababa de colgar una llamada en el móvil—. Hans, yo sé dónde están, dónde se han llevado los strigoi a Lissa y a Christian.
—Hathaway, ahora no tengo tiempo para tus… —entonces flaqueó la mala cara que me estaba poniendo—. Es ese vínculo que tienes.
Yo le miraba perpleja. Estaba preparada para que me despachase por ser una molestia, preparada para una larga discusión con tal de convencerle. Me apresuré a asentir.
—Lo he visto. He visto todo lo que ha pasado —entonces fui yo quien frunció el ceño—. ¿Cómo es que ya lo sabéis?
—Serena —dijo él con expresión desolada.
—Serena está muerta…
Me lo negó con la cabeza.
—No, aún no. Aunque por teléfono desde luego sonaba como si lo estuviera. Sea lo que sea lo que ha sucedido, lo ha dado todo por hacer esa llamada. Tenemos alquimistas en camino para recogerla y… para hacer limpieza.
Repasé lo que había sucedido y recordé que a Serena la habían estampado contra el asfalto. Había sido un golpe muy fuerte, y, al ver que no se movía, di por sentado lo peor. Aun cuando hubiese sobrevivido —y al parecer lo había hecho— apenas era capaz de hacerme una imagen mental de ella sacando el móvil a rastras del bolsillo con las manos ensangrentadas…
«Por favor, por favor, que siga viva», pensé sin estar muy segura de a quién le estaba rezando.
—Vamos —dijo Hans—. Te necesitamos. Ya se están formando equipos.
He aquí otra sorpresa. No me había esperado que contase conmigo tan rápido. Sentí un renovado respeto por Hans. Podría comportarse como un capullo, pero era un líder. Cuando veía un activo, lo utilizaba. Con un rápido movimiento, se apresuró a salir por la puerta con varios guardianes detrás de él. Me costó seguir el paso de su mayor zancada, y vi que Mikhail venía también.
—Estáis preparando un rescate —le dije a Hans—. Es algo… excepcional —tuve la duda, incluso, de pronunciar aquellas palabras. Desde luego que no quería oponerme a aquello, pero los rescates de los moroi no eran habituales. Cuando los strigoi se los llevaban, se les solía dar por muertos. El rescate que habíamos llevado a cabo tras el ataque a la academia había sido una rareza, algo que requirió una enorme capacidad de persuasión.
Hans me miró con expresión sarcástica.
—También lo es la princesa Dragomir.
Lissa era muy valiosa para mí, su valor superaba el de cualquier otra cosa en el mundo. Para los moroi, caí en la cuenta, ella también era muy valiosa. A la mayoría de los moroi se les daba por muertos cuando los capturaban los strigoi, pero ella no era la mayoría. Era la última de su linaje, la última de una de las doce familias ancestrales. Perderla no sería un golpe sin más para la cultura de los moroi. Sería un presagio, una señal de que los strigoi estaban derrotándonos de verdad. Por ella, los guardianes se arriesgarían a una misión de rescate.
Es más, al parecer estaban dispuestos a arriesgar un montón de cosas. Cuando alcanzamos los garajes donde se guardaban los vehículos de la corte, vi cómo llegaban cantidades ingentes de guardianes, y con ellos varios moroi. Reconocí a algunos. Tasha Ozzera se encontraba entre ellos, e, igual que en su caso, el elemento que dominaban los demás moroi era el fuego. Si algo habíamos aprendido, era lo valiosos que resultaban en un combate. Podría decirse que, en aquel momento, la controversia al respecto de que los moroi peleasen había quedado aparcada, y me sorprendió la rapidez con la que se había reunido el grupo. La mirada de Tasha se cruzó con la mía, su rostro serio y afectado. No me dijo nada. Ni falta que hacía.
Hans daba órdenes a voces, dividía a la gente en grupos y por vehículos. Hice acopio de todo el autocontrol que fui capaz de reunir y aguardé con paciencia cerca de él. Mi naturaleza inquieta me impulsaba a interrumpirle y exigirle saber en qué podía ayudar yo. Ya llegaría hasta mí, me tranquilizaba por dentro. Me tenía un papel reservado; solo debía esperar.
Mi autocontrol también estaba a prueba con Lissa. Después de que Dimitri se los hubiera llevado a los dos, yo había salido de su mente. No podía regresar, todavía no. No podía soportar verlos, ver a Dimitri. Ya sabía que tendría que hacerlo en cuanto empezase a indicar el camino a los guardianes, pero me aguanté por el momento. Sabía que Lissa estaba viva. Eso era cuanto importaba hasta entonces.
Aun así, me encontraba tan inmersa y llena de tensión que casi me doy media vuelta estaca en mano cuando alguien me tocó el brazo.
—Adrian… —suspiré—. ¿Qué haces tú aquí?
Permaneció frente a mí, mirando desde su altura, y su mano me acarició con suavidad la mejilla. Solo había visto un par de veces una mirada tan seria y adusta como aquella en su rostro, y, como de costumbre, no me gustó. Adrian era una de esas personas que siempre deberían estar sonriendo.
—En cuanto me he enterado de las noticias, he sabido que estarías aquí.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—Ha pasado hace como… no sé, ¿diez minutos? —el paso del tiempo se me había vuelto difuso—. ¿Cómo ha podido enterarse todo el mundo tan rápido?
—Lo han transmitido por radio por toda la corte nada más saberlo. Cuentan con un sistema de alerta instantánea. Es más, tienen a la reina en una especie de confinamiento.
—¿Qué? ¿Por qué? —aquello me resultaba en cierto modo molesto. Tatiana no era quien estaba en peligro—. ¿Por qué gastar recursos con ella?
Un guardián cercano me lanzó una mirada bastante crítica al oír aquello.
Adrian se encogió de hombros.
—¿Un ataque strigoi a una distancia relativamente corta? Eso se lo toman como una amenaza de seguridad bastante seria para nosotros.
La palabra clave era «relativamente». Lehigh estaba a una hora y media de la corte. Los guardianes se encontraban siempre alerta, aunque con cada segundo que transcurría deseaba que, además de estar alerta, se moviesen más rápido. De no haber aparecido Adrian, estaba bastante segura de que habría perdido la paciencia y le habría dicho a Hans que se diera prisa.
—Es Dimitri —dije en voz baja. No las tenía todas conmigo al respecto de si debería contarle aquello a alguien más—. Es él quien se los ha llevado. Los está utilizando para atraerme a mí hacia allí.
El semblante de Adrian se ensombreció aún más.
—Rose, no puedes… —dejó la frase a medias, pero yo ya sabía lo que me quería decir.
—¿Tengo elección? —exclamé—. Debo ir. Es mi mejor amiga, y yo soy la única que puede llevar a los guardianes hasta ellos.
—Es una trampa.
—Lo sé. Y él sabe que lo sé.
—¿Qué vas a hacer? —de nuevo, sabía exactamente a qué se refería Adrian.
Bajé la mirada a la estaca que había desenfundado de manera inconsciente.
—Lo que tengo que hacer. Tengo que… tengo que matarle.
—Bien —dijo Adrian con una oleada de alivio en sus facciones—. Me alegro.
Por alguna razón, aquello me irritó.
—Dios —le solté—. ¿Tantas ganas tienes de librarte de la competencia?
La expresión de Adrian se mantenía seria.
—No. Es solo que sé que, mientras él esté vivo… o bueno, algo parecido a vivo, tú estás en peligro. Y eso no lo puedo soportar. No puedo aguantar saber que es tu vida lo que está en el aire. Y lo está, Rose. Jamás estarás a salvo hasta que él haya desaparecido. Yo quiero que estés a salvo. Necesito que estés a salvo. No puedo… no puedo permitir que te pase nada.
Mi brote de ira se desvaneció tan rápido como había surgido.
—Oh, Adrian, cuánto lo siento…
Dejé que me cogiese entre sus brazos. Apoyé la cabeza en su pecho, sentí los latidos de su corazón y la suavidad de su camisa, y me permití un efímero instante de consuelo. En aquel lugar y en aquel momento, solo deseaba hundirme en sus brazos. No quería sentirme consumida por aquellos miedos: miedo por Lissa y miedo de Dimitri. Me quedé helada cuando reparé en algo de forma súbita. Pasara lo que pasase, aquella noche perdería a uno de los dos. Si rescatábamos a Lissa, Dimitri moriría. Si él sobrevivía, sería ella quien moriría. Aquel cuento no tenía un final feliz, nada podría evitar que mi corazón acabase hecho añicos.
Adrian me rozó la frente con los labios y descendió hacia mi boca.
—Ten cuidado, Rose. Pase lo que pase, por favor, por favor, ten mucho cuidado. No puedo perderte.
No supe qué decir a aquello, cómo responder a tanto sentimiento que manaba de él a borbotones. Mi propia cabeza y mi propio corazón ya estaban repletos de tantos sentimientos encontrados que apenas me veía capaz de pensar de manera coherente. Lo que hice fue llevar mis labios hacia los suyos y besarle. En medio de tanta muerte aquella noche —las muertes que ya se habían producido y las que se producirían en breve— aquel beso me pareció más profundo que cualquier otro que él y yo nos hubiésemos dado nunca. Estaba vivo. Yo estaba viva, y así quería seguir. Deseaba traer a Lissa de vuelta, y deseaba regresar a los brazos de Adrian, a sus labios y a toda aquella vida…
—¡Hathaway! Cielo santo, ¿es que voy a tener que despegaros a manguerazo limpio?
Me separé de Adrian de forma abrupta y vi que Hans me estaba fulminando con la mirada. La mayoría de los todoterrenos se encontraban ya cargados. Era mi hora de actuar. Lancé a Adrian una mirada de despedida, y él forzó una leve sonrisa que se suponía que era una muestra de valor.
—Ten cuidado —repitió—. Tráelos de vuelta… y tráete a ti también.
Le hice un rápido gesto de asentimiento y seguí a un impaciente Hans al interior de uno de los todoterrenos. Me invadió la más extraña sensación de déjà vu cuando me deslicé al asiento de atrás. Aquello se parecía tanto a cuando Victor secuestró a Lissa, que casi me quedé de piedra. En aquel entonces me había subido también a un todoterreno negro similar y había guiado a los guardianes hacia el lugar en el que se encontraba Lissa. Solo que ese día fue Dimitri quien se sentó junto a mí, el maravilloso y valiente Dimitri al que conocí tanto tiempo atrás. Sin embargo, tenía aquellos recuerdos tan grabados en mi memoria que podía ver cada detalle: la manera en que se pasaba el pelo por detrás de las orejas, la agresiva mirada de sus ojos castaños mientras pisaba a fondo el acelerador para llegar cuanto antes hasta Lissa. Tenía una enorme determinación, siempre dispuesto a hacer lo correcto.
Este Dimitri —Dimitri el strigoi— tenía la misma determinación. Solo que de un modo muy distinto.
—¿Vas a poder hacer esto? —me preguntó Hans desde el asiento de delante. Una mano me agarró con suavidad el brazo, y me sorprendí al ver a Tasha a mi lado. Ni siquiera me había dado cuenta de que venía con nosotros—. Contamos contigo.
Asentí, en mi deseo de merecer su respeto. En la mejor costumbre de los guardianes, mantuve mis emociones aisladas de mi semblante en un intento por no sentir aquel conflicto entre los dos Dimitris, en un esfuerzo por no recordar que la noche en que fuimos tras la pista de Lissa y de Victor había sido la misma noche que caímos presa de un hechizo de lujuria…
—Ve hacia Lehigh —le dije con un tono de voz calmado. Ahora era un guardián—. Ya te indicaré cuando estemos más cerca.
Llevábamos tan solo unos veinte minutos de camino cuando sentí que el grupo de Lissa se detenía. Al parecer, Dimitri había escogido un escondite no demasiado lejos de la universidad, lo cual haría que nos resultase más fácil encontrarlos que si siguieran moviéndose. Por supuesto, tuve que recordarme a mí misma que Dimitri quería que lo encontrásemos. Consciente de que los guardianes que me acompañaban no necesitarían de mis indicaciones hasta que estuviésemos más cerca de Lehigh, me armé de valor y me metí en la cabeza de Lissa para ver qué estaba sucediendo.
Lissa y Christian no habían sufrido ningún daño ni ningún ataque, más allá de que los llevasen a tirones y empujones de un lado para otro. Estaban sentados en lo que parecía un pequeño almacén, un cuarto que nadie había utilizado en mucho tiempo. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo, hasta el punto de que resultaba difícil distinguir algunos de los objetos apilados en las desvencijadas estanterías. Herramientas, tal vez. Papel aquí y allá, y también alguna caja desperdigada. Una bombilla desprotegida era la única luz que iluminaba la estancia, y daba a todo aquello un aire desagradable y sucio.
Habían sentado a Lissa y a Christian en unas sillas de madera con el respaldo recto, con las manos atadas a la espalda con una cuerda. El déjà vu regresó por otro instante. Recordé el último invierno, cuando a mí también, junto con mis amigos, me tuvieron atada a una silla, retenida por los strigoi. Habían bebido la sangre de Eddie, y había muerto Mason…
«No. No pienses de esa manera, Rose. Lissa y Christian están vivos. Todavía no les ha pasado nada. No les va a pasar nada».
La mente de Lissa solo pensaba en el aquí y ahora, pero después de escarbar un poco pude ver el aspecto general que tenía el edificio tal y como ella lo vio cuando la introdujeron en él. Tenía pinta de ser una nave industrial —vieja, abandonada—, y eso la convertía en un sitio estupendo para que los strigoi se encerrasen con sus prisioneros.
En aquel lugar había cuatro strigoi, pero en lo que a Lissa se refería, solo uno importaba realmente. Dimitri. Comprendí su reacción. A mí me había resultado difícil verle como un strigoi. Irreal, incluso. En cierto modo me había adaptado, simplemente a causa de todo el tiempo que había pasado con él, pero aun así, incluso yo me sorprendía a veces al verlo de aquella manera. Lissa no había estado en absoluto preparada, y se encontraba en total estado de shock.
Aquel día, Dimitri llevaba el pelo castaño oscuro suelto alrededor del mentón, un look que me encantaba en él, y no dejaba de pasearse a buen ritmo, lo que provocaba que el guardapolvo revolotease a su alrededor. Gran parte del tiempo se encontraba de espaldas a Lissa y a Christian, y aquello hacía que a ella le resultase más perturbador: sin verle la cara, Lissa prácticamente podía creer que se trataba del Dimitri que ella siempre había conocido. Discutía con los otros tres mientras recorría arriba y abajo aquel espacio tan reducido e irradiaba agitación en unas oleadas casi palpables.
—Si de verdad van a venir los guardianes —gruñó una strigoi—, entonces deberíamos estar apostados ahí fuera.
Se trataba de una mujer alta, desgarbada y pelirroja con pinta de haber sido una moroi antes de haberse transformado. Su tono implicaba que ella no creía que hubiera guardianes en camino.
—Van a venir —dijo Dimitri en voz baja con aquel acento encantador que me dolía en el alma—. Sé que vienen.
—¡Entonces déjame salir ahí fuera y ser útil! —saltó ella—. No nos necesitas para que hagamos de niñeras de esos dos —su tono de voz era de rechazo. De menosprecio, incluso. Resultaba comprensible. En el universo de los vampiros, todo el mundo sabía que los moroi no combatían, y Lissa y Christian estaban firmemente atados.
—Tú no los conoces —dijo Dimitri—. Son peligrosos. Ni siquiera estoy seguro de que esta sea protección suficiente.
—¡Eso es absurdo!
En un movimiento acompasado, Dimitri se giró y la abofeteó con un golpe de revés que la envió un par de metros hacia atrás con los ojos muy abiertos, sorprendida y furiosa. Él retomó sus paseos como si nada hubiese sucedido.
—Te quedarás aquí y los vigilarás mientras yo te diga que lo hagas, ¿lo has entendido? —dijo él, y ella le lanzó una mirada asesina mientras se palpaba con tiento la cara, aunque no dijo nada. Dimitri miró a los demás—. Y vosotros os quedaréis también. Si los guardianes consiguen llegar hasta aquí dentro, seréis necesarios para algo más que las labores de custodia.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó otro strigoi de pelo oscuro que antaño podría haber sido humano, una rareza entre los strigoi—. ¿Cómo sabes que vendrán?
Los strigoi tenían una capacidad auditiva excepcional, pero en su discusión, Lissa encontró una fugaz ocasión de hablar con Christian sin que lo detectasen.
—¿Puedes quemar mi cuerda? —susurró en una voz apenas audible—. Igual que hiciste con Rose.
Christian frunció el ceño. Aquello fue lo que hizo él para liberarme cuando nos retuvieron a los dos. El dolor resultó insoportable, y me produjo ampollas en las muñecas y en las manos.
—Se darán cuenta —susurró él.
La conversación no prosiguió porque Dimitri se detuvo de golpe y se volvió hacia Lissa.
A ella se le escapó un grito ahogado ante aquel movimiento tan repentino. Se acercó muy veloz, se arrodilló delante de ella y miró en sus ojos. Lissa temblaba a pesar de estar esforzándose cuanto podía. Nunca había estado tan cerca de un strigoi, y el hecho de que fuese Dimitri lo empeoraba mucho. Era como si le quemasen los anillos rojos que rodeaban las pupilas de Dimitri. Sus colmillos tenían el aspecto de estar listos para un ataque.
Extendió la mano, la llevó al cuello de Lissa y le levantó la cabeza para que le pudiese mirar mejor a los ojos. Los dedos de Dimitri se hundían en su piel, no lo suficiente para ahogarla, pero sí para dejarle marcas después. Si es que había un después.
—Sé que los guardianes vendrán porque Rose está observando —dijo Dimitri—. ¿Verdad que sí, Rose? —relajó un poco su sujeción y recorrió con sus dedos la piel de la garganta de Lissa, con tanta suavidad… Sin embargo, estaba fuera de toda duda que sería capaz de partirle el cuello.
En ese momento fue como si me estuviera mirando a mí a los ojos. Al alma. Me sentí, incluso, como si me estuviera acariciando a mí el cuello. Sabía que era imposible. El vínculo era algo que existía entre Lissa y yo, y nadie más podía verlo. No obstante, justo en aquel momento, fue como si no existiese nadie más que él y yo. Fue como si no hubiese una Lissa entre nosotros.
—Estás ahí dentro, Rose —una media sonrisa despiadada se asomó por sus labios—. Y no vas a abandonar a ninguno de estos dos. Tampoco eres tan necia como para venir sola, ¿verdad que no? Antes, tal vez, sí lo habrías hecho… pero ahora ya no.
Salí de golpe de su cabeza, incapaz de quedarme mirando a aquellos ojos y ver cómo ellos me miraban fijamente a mí. Ya fuese por mi propio temor o como un reflejo del de Lissa, descubrí que me temblaba todo el cuerpo. Me obligué a pararlo e hice un esfuerzo por disminuir el ritmo acelerado de mi pulso. Tragué saliva y miré a mi alrededor para ver si alguien se había dado cuenta, pero allí todos estaban ocupados discutiendo la estrategia… excepto Tasha.
La calma de su mirada azul me estudiaba con un aire de preocupación en el rostro.
—¿Qué has visto?
Hice un gesto negativo con la cabeza, incapaz de mirarla a ella, tampoco.
—Una pesadilla —murmuré—. Mi peor pesadilla hecha realidad.