La última vez que Tatiana había querido gritarme, se había limitado a llevarme a uno de sus salones privados. El ambiente había sido muy raro, como si fuésemos a tomar el té, con la excepción de que la gente no se suele gritar cuando queda a tomar el té. No tenía ninguna razón para pensar que aquella vez sería diferente… hasta que me percaté de que la escolta me conducía al complejo de edificios oficiales más importante de la corte, el lugar donde se llevaba a cabo toda la actividad gubernamental de la realeza. Mierda. Aquello era mucho más serio de lo que yo había pensado.
Y desde luego, cuando por fin me condujeron al interior de la sala en que me aguardaba Tatiana… pues bueno, casi me detuve en seco y no pude entrar. Un leve toque en la espalda por parte de uno de los guardianes me hizo seguir avanzando. Aquel lugar estaba atestado.
No sabía con seguridad en qué sala me encontraba. Los moroi tenían una genuina sala del trono para su monarca, pero no me pareció que fuese aquella. Esta sala, no obstante, también tenía una decoración recargada que transmitía un aire de realeza antigua, con unas molduras talladas minuciosamente con motivos florales y candelabros dorados y relucientes en las paredes. Tenían incluso sus velas encendidas, también, cuya luz se reflejaba en las decoraciones metálicas de la sala. Todo relucía, y me sentí como si me hubiera colado a trompicones en un espectáculo.
Y, la verdad, bien podría haberlo hecho, porque tras un instante de observación, me percaté de dónde me hallaba. Los presentes en la sala se encontraban divididos. Doce de ellos estaban sentados a una larga mesa sobre una tarima en el lugar claramente pensado para ser el foco de atención de la sala. La propia Tatiana estaba sentada en el centro de la mesa, con seis moroi a un lado y cinco al otro. La otra parte de la sala estaba dispuesta de manera simple, con hileras de sillas —aun así intrincadas y tapizadas en satén— llenas también de moroi. El público.
La pista me la dieron quienes se sentaban a ambos lados de Tatiana. Eran moroi mayores que, no obstante, poseían un porte regio. Once moroi en representación de las once familias reales. Lissa no había cumplido aún los dieciocho —aunque estaba a punto, recordé con un sobresalto—, así que no tenía un puesto allí. Había alguien sentado en lugar de Priscilla Voda. Me hallaba ante el Consejo, los príncipes y las princesas del mundo de los moroi. El miembro de más edad de cada familia ostentaba el título y ocupaba un puesto de consejero junto a Tatiana. A veces, el más mayor renunciaba al puesto y se lo cedía a alguien que la familia consideraba más capacitado, pero el elegido casi siempre había cumplido ya por lo menos los cuarenta y cinco años. El Consejo elegía al rey o la reina de los moroi, cargo que ocupaba hasta su muerte o hasta su retiro. En raras ocasiones, con el suficiente respaldo de las familias reales, el monarca podía ser depuesto a la fuerza.
Cada príncipe o princesa de aquel órgano recibía a su vez el consejo de un concilio familiar, y, al volver a observar al público, reconocí grupos familiares que se sentaban juntos: los Ivashkov, los Lazar, los Badica… Los de las últimas filas parecían ser observadores. Tasha y Adrian se encontraban juntos, sentados, y yo sabía a ciencia cierta que no formaban parte del Consejo Real ni de los concilios familiares. Aun así, verlos allí me tranquilizó un poco.
Permanecí cerca de la entrada de la sala, cambiando inquieta mi postura de un pie al otro, preguntándome qué sería lo que me aguardaba. No es que me hubiese ganado una humillación pública, al parecer me la había ganado delante de los moroi más importantes del mundo. Maravilloso.
Un moroi desgarbado con el pelo irregular y canoso salió al frente por uno de los laterales de la larga mesa y se aclaró la garganta. Se hizo el silencio en la sala.
—Se abre la sesión del Consejo Real Moroi —declaró—. Preside su alteza real Tatiana Marina Ivashkov.
Hizo una ligera reverencia en dirección a la reina y se retiró con discreción a uno de los lados de la sala, de pie cerca de unos guardianes que formaban a lo largo de la pared como si fuesen parte de la decoración.
Tatiana siempre iba elegante en todas las fiestas en que yo la había visto, pero, para un acto formal como aquel, daba la verdadera imagen representativa de una reina. Llevaba un vestido azul marino de seda de manga larga y, sobre el complejo trenzado de su pelo, una corona resplandeciente de brillantes azules y transparentes. En un concurso de belleza habría dicho enseguida que aquellas piedras eran de estrás. En ella, ni por un segundo puse en cuestión que se trataba de diamantes y zafiros.
—Muchas gracias —dijo ella. También hacía uso de su voz más regia, atronadora e impresionante, que llenaba la sala—. Continuaremos con las conversaciones que iniciamos ayer.
Un momento… ¿qué? ¿Que ya habían estado hablando el día anterior sobre mí? Entonces me di cuenta de que me había rodeado el cuerpo con los brazos en una especie de pose protectora, y de inmediato los bajé. No quería parecer débil, fuera lo que fuese lo que me tenían reservado.
—Hoy escucharemos el testimonio de un guardián recién nombrado —la atenta mirada de Tatiana cayó sobre mí. Y lo hizo la de toda la sala—. Rosemarie Hathaway, ¿sería tan amable de salir al frente?
Lo hice, y mantuve la cabeza alta y una pose de confianza. No sabía dónde situarme exactamente, así que escogí el centro de la sala, justo enfrente de Tatiana. Si me iban a obligar a comparecer en público, ya me podía haber soplado alguien que me pusiera el uniforme blanco y negro de los guardianes. De perdidos al río. No daría ninguna muestra de temor, ni siquiera en vaqueros y camiseta. Le hice la pequeña reverencia de rigor y miré directamente a sus ojos, preparada para lo que se avecinase.
—¿Podría enunciar su nombre, por favor? —me preguntó.
Ya lo había hecho ella por mí, pero aun así dije:
—Rosemarie Hathaway.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho.
—¿Cuánto hace que cumplió los dieciocho?
—Algunos meses.
Aguardó unos instantes para dejar que aquello calase, como si se tratara de una información importante.
—Señorita Hathaway, tenemos entendido que más o menos en aquella época usted abandonó la Academia St. Vladimir. ¿Es correcto?
¿De eso iba todo aquello? ¿No iba del viaje a Las Vegas con Lissa?
—Sí —dije sin ofrecer ninguna información adicional. Dios mío. Esperaba que no se metiese en lo de Dimitri. Ella no debería estar en absoluto al tanto de mi relación con él, pero una nunca sabía qué tipo de información se podía extender por aquí.
—Se marchó a Rusia a cazar strigoi.
—Sí.
—¿A modo de venganza personal después del ataque a St. Vladimir?
—Mmm… sí.
Nadie dijo nada, pero mi respuesta causó sin duda un revuelo en la sala. La gente se movía inquieta y miraba a los que tenían a su alrededor. Los strigoi siempre inspiraban temor, y el hecho de que alguien se dedicase de forma activa a buscarlos era aún una idea novedosa entre nosotros. Extrañamente, Tatiana pareció muy complacida ante mi confirmación. ¿Acaso iba a utilizarse como otra arma en mi contra?
—Daremos por sentado, entonces —prosiguió—, que es usted de los que creen en los ataques directos contra los strigoi, ¿no?
—Sí.
—Muchos han reaccionado de diferentes maneras al terrible ataque a St. Vladimir —dijo—. Usted no es el único dhampir que quería contraatacar a los strigoi, aunque sí que era sin duda la más joven.
Jamás supe de otros que hubieran salido a hacer patrullas de vigilancia…, bueno, aparte de algunos dhampir insensatos en Rusia. Si esa era la versión de la historia de mi viaje que ella estaba dispuesta a creer, por mí genial.
—Tenemos informes tanto de guardianes como de alquimistas de Rusia que dicen que tuvo usted éxito —aquella era la primera vez que oía una mención en público de los alquimistas, aunque resultaba lógico que fuesen un tema común en el Consejo—. ¿Puede decirme a cuántos mató?
—Pues… —la miraba fijamente, sorprendida—. No estoy segura, Majestad. Por lo menos… —me estrujé el cerebro—, a siete —pudieron ser más. Eso pensaba ella también.
—Esa estimación podría resultar algo modesta si la comparamos con lo que dicen nuestras fuentes —apuntó con grandilocuencia—. De todos modos, no deja de ser una cifra impresionante. ¿Llevó usted a cabo esas muertes en solitario?
—A veces sí. Otras veces tuve ayuda. Hubo… otros dhampir con los que trabajé en alguna que otra situación —si nos ponemos estrictos, también tuve ayuda strigoi, pero aquello no lo iba a mencionar.
—¿Eran de una edad similar a la suya?
—Sí.
Tatiana no dijo nada más y, como si le hubieran dado pie, tomó la palabra una mujer que había a su lado. Si no me equivocaba, era la princesa Conta.
—¿Cuándo mató usted a su primer strigoi?
Fruncí el ceño.
—El pasado mes de diciembre.
—¿Y tenía usted diecisiete años?
—Sí.
—¿Llevó usted a cabo esa muerte en solitario?
—Bueno… en su mayoría. Un par de amigos me ayudaron con la distracción —esperaba que no me presionasen en busca de más detalles. Maté a mi primer strigoi cuando murió Mason, y, aparte de los sucesos relacionados con Dimitri, aquel recuerdo era lo que más me atormentaba.
Sin embargo, la princesa Conta no quería mucho más detalle. Tanto ella como los demás —que pronto se unieron al interrogatorio— querían saber principalmente acerca de las muertes de los strigoi que había causado. Mostraban un leve interés en averiguar cuándo me habían ayudado otros dhampir, pero no quisieron entrar en si había tenido ayuda de los moroi. Hicieron también una glosa de mi expediente disciplinario, lo cual me pareció desconcertante. Mencionaron asimismo el resto de mis detalles académicos: mis excepcionales notas en combate; que ya me encontraba entre los mejores cuando Lissa y yo nos escapamos en nuestro segundo año de instituto, y la rapidez con que había conseguido recuperar el tiempo perdido y volver a estar en lo alto de mi clase (al menos en lo que al combate se refiere). Comentaron igualmente que yo siempre había protegido a Lissa mientras nos encontramos las dos solas en el mundo exterior, y concluyeron con las excepcionales notas que saqué en la prueba final.
—Gracias, guardián Hathaway. Puede retirarse.
El tono de autorización para que me fuese que había en la voz de Tatiana no dejaba lugar a dudas. Me quería fuera de allí. Me faltó tiempo para obedecer, hacer otra reverencia y apresurarme a salir de allí. Al marcharme lancé un vistazo rápido a Tasha y a Adrian, y la voz de la reina volvió a resonar cuando salí por la puerta.
—Con esto concluye nuestra sesión de hoy. Nos volveremos a reunir mañana.
No me sorprendió que Adrian me alcanzase unos minutos después. Hans no me había ordenado volver y ponerme a trabajar después de la sesión, y yo decidí interpretarlo como que tenía libertad.
—Muy bien —le dije mientras deslizaba mi mano en la suya—. Ilústrame con tu sabiduría política sobre la realeza. ¿De qué iba todo eso?
—Ni idea. Aquí yo soy el último que se dedica a hacer preguntas sobre cuestiones políticas —me dijo—. Ni siquiera voy a esos actos, pero Tasha se ha topado conmigo en el último instante y me ha pedido que fuera con ella. Me imagino que le habían chivado que tú estarías allí, pero estaba igual de perpleja.
Ninguno de los dos había dicho nada, aunque me di cuenta de que le estaba llevando hacia uno de los edificios que albergaban una zona comercial: tiendas, restaurantes, etcétera. De repente me moría de hambre.
—Me ha dado la impresión de que esto forma parte de algo de lo que ya han estado hablando. Ha mencionado su última sesión.
—Fue a puerta cerrada, como la de mañana. Nadie sabe qué están debatiendo.
—¿Y por qué convertir esta en pública? —no me parecía justo que la reina y el Consejo pudiesen decidir qué compartían con el resto y qué no. Todo debería haber sido público.
Adrian frunció el ceño.
—Es probable que sea porque vayan a celebrar pronto una votación, y eso sí será público. Si tu testimonio tiene algún papel en ello, el Consejo tal vez quisiera asegurarse de que algunos moroi lo presenciasen, para que todo el mundo entienda el sentido de la decisión cuando esta se produzca —hizo una pausa—. Pero ¿qué sé yo? No soy un político.
—Hace que suene como si ya estuviese decidido —me quejé—. ¿Para qué votar siquiera? ¿Y por qué iba yo a tener algo que ver con el gobierno?
Adrian abrió la puerta de una pequeña cafetería donde servían almuerzos ligeros: hamburguesas y sándwiches. Él había crecido yendo a restaurantes con clase y con menús de gourmet. En mi opinión, él prefería aquello, pero también sabía que a mí no me gustaba ser siempre el centro de las miradas o que me recordasen que estaba con alguien de la realeza que pertenecía a una familia de la élite. Agradecí que fuese consciente de que aquel día me apetecía algo más común.
No obstante, el hecho de estar juntos nos granjeó unas pocas miradas y cuchicheos por parte de los clientes de la cafetería. Ya habíamos sido fuente de especulaciones en el instituto, pero ¿y en la corte? Allí éramos una atracción de primera. La imagen era algo importante, y la mayoría de las relaciones dhampir-moroi se llevaban en secreto. El hecho de que nosotros fuéramos tan abiertos —en especial teniendo en cuenta los contactos de Adrian— resultaba sorprendente y escandaloso, y la gente no siempre se mostraba discreta en sus reacciones. Yo había oído todo tipo de cosas desde mi regreso a la corte. Una mujer me había llamado desvergonzada; otra se había dedicado a especular en voz alta acerca de por qué Tatiana no se había «ocupado de mí» sin más.
Por fortuna, la mayor parte de nuestro público aquel día se contentaba con mirar, lo cual hacía que resultase más sencillo no prestarles atención. En la frente de Adrian había una arruga pensativa mientras estábamos allí sentados en una mesa.
—Tal vez estén votando que al final seas el guardián de Lissa.
Me sentía tan estupefacta que no pude decir nada durante varios segundos, y de repente vino la camarera. Conseguí por fin tartamudear mi pedido y me quedé mirando a Adrian con los ojos como platos.
—¿En serio? —la sesión había consistido en un examen de mis aptitudes, al fin y al cabo. Tenía sentido. Excepto que…—. No. El Consejo no se molestaría en celebrar sesiones para la asignación de un guardián —mis esperanzas se vinieron abajo.
Adrian se encogió de hombros en señal de reconocimiento.
—Es cierto, pero esta no es una asignación cualquiera de un guardián. Lissa es la última de su linaje. Todo el mundo tiene un interés especial en ella, incluida mi tía. Ponerle a alguien como tú, que eres tan… —le lancé una mirada de advertencia mientras él se afanaba en encontrar una palabra—, tan controvertida, podría molestar a alguna gente.
—Y por eso me querían a mí allí, para que describiese cuanto he hecho, para que los convenciese en persona de mi competencia —no había terminado de pronunciar aquellas palabras y ni siquiera me atrevía a creérmelas. Demasiado bueno para ser cierto—. Es que no soy capaz de imaginármelo viendo los problemas tan graves en los que parece que me he metido con los guardianes.
—No lo sé —dijo él—. Es una suposición. ¿Quién sabe? Tal vez piensen de verdad que lo de Las Vegas no fue más que una travesura inofensiva —había un deje de amargura en su tono de voz al hablar de aquello—. Y ya te dije que la tía Tatiana te estaba empezando a aceptar. Tal vez ahora te quiera a ti como guardián de Lissa pero necesite hacer algún tipo de exhibición pública para justificarlo.
Aquella idea resultaba asombrosa.
—Pero si yo consigo ir con Lissa, ¿qué vas a hacer tú? ¿Te vas a convertir en alguien respetable y vas a venir también a la universidad?
—No lo sé —dijo con una expresión pensativa en sus ojos verdes mientras probaba su bebida a pequeños sorbos—. Tal vez lo haga.
Aquello también resultaba inesperado, y me trajo de nuevo a la mente mi conversación con su madre. ¿Y si yo fuese el guardián de Lissa en la universidad y él estuviese con nosotras durante los cuatro años siguientes? Estaba bastante segura de que Daniella pensaba que romperíamos aquel mismo verano. Y yo también lo pensé… y me sorprendía el alivio que sentía ante la posibilidad de estar con él. Dimitri me había dejado el corazón lleno de dolor y de anhelos, pero quería tener a Adrian en mi vida.
Le sonreí y puse la mano sobre la suya.
—No estoy segura de lo que haría si fueses alguien respetable.
Se llevó mi mano a los labios y la besó.
—Se me ocurren algunas sugerencias —me dijo.
No sé si fueron sus palabras o si fue la sensación de sus labios sobre mi piel lo que me produjo un escalofrío por todo el cuerpo. Estaba a punto de preguntarle cuáles eran aquellas sugerencias cuando nuestro interludio quedó interrumpido… por Hans.
—Hathaway —dijo con una ceja arqueada mientras nos miraba desde arriba—. Tú y yo tenemos ideas muy diferentes de lo que es un «castigo».
Tenía su parte de razón. En mi mente, un castigo implicaba cosas sencillas como unos latigazos o que te matasen de hambre. No archivar papeles.
Sin embargo, respondí:
—No me dijo que regresara después de ver a la reina.
Me miró con cara de exasperación.
—Tampoco te dije que te largases a jugar con tus amiguitos. Vamos. De vuelta al sótano.
—¡Es que me van a traer un sándwich de beicon!
—Ya tendrás tu descanso para comer dentro de otro par de horas, igual que el resto de nosotros.
Intenté reprimir mi indignación. No es que me hubieran estado dando mendrugos de pan y agua durante mis turnos de trabajo, pero la comida no sabía mucho mejor. Justo en ese momento, la camarera apareció con nuestro pedido. Agarré el sándwich antes incluso de que la mujer dejase los platos en la mesa y lo envolví con una servilleta de papel.
—¿Puedo cogerlo para llevar?
—Si eres capaz de comértelo antes de que volvamos —su voz sonaba escéptica al ver lo cerca que estábamos del sótano. Subestimaba claramente mi capacidad para consumir alimentos.
A pesar de la expresión desaprobatoria de Hans, le di a Adrian un beso de despedida y le miré con una cara que le decía que tal vez continuásemos con aquella conversación. Él me ofreció una sonrisa alegre de complicidad que solo vi por un segundo antes de que Hans me ordenase salir. Fiel a mis predicciones, conseguí tragarme el sándwich antes de llegar de regreso al edificio de los guardianes, aunque me pasase la siguiente media hora entre náuseas.
Mi hora del almuerzo era casi la de la cena para Lissa en el mundo de los humanos. De regreso a mi triste castigo, me animé un poco gracias a la alegría de llegar hasta ella a través de nuestro vínculo. Se había pasado todo el día en su visita por el campus de Lehigh, que había resultado ser todo cuanto ella esperaba que fuese. Le había encantado todo aquello: los edificios tan bellos, los jardines, las residencias… y, en especial, las clases. Un vistazo al catálogo de asignaturas le abría todo un universo de materias que ni siquiera el programa de educación avanzada de St. Vladimir nos había ofrecido. Quería ver y hacer todo cuanto la institución tenía que ofrecerle.
Y, aunque ella deseaba que yo estuviese allí, no dejaba de sentir la emoción de que fuese su cumpleaños. Priscilla le había regalado unas joyas muy recargadas y le había prometido una cena elegante aquella noche. Aquel no era exactamente el tipo de celebración que esperaba Lissa, pero la excitación ante su decimoctavo cumpleaños seguía resultando embriagadora, en especial al echar un vistazo a la universidad de ensueño a la que pronto asistiría.
Lo confieso, sentí una punzada de envidia. A pesar de la teoría de Adrian al respecto de por qué me había mandado llamar la reina, yo sabía —igual que lo sabía Lissa— que mis probabilidades de ir con ella a la universidad eran prácticamente nulas. Una mezquina parte de mí era incapaz de entender por tanto cómo Lissa podía andar tan emocionada cuando yo no iba a estar con ella. Qué infantil por mi parte, ya lo sé.
No obstante, tampoco tuve demasiado tiempo para permanecer enfurruñada, porque, una vez finalizada la visita, el séquito de Lissa regresó al hotel. Priscilla les había dicho que disponían aproximadamente de una hora para arreglarse antes de salir a cenar, y, para Lissa, eso suponía otro rato de entrenamiento de combate. Mi sensación de amargura se convirtió de inmediato en airada.
Las cosas empeoraron cuando me enteré de que poco antes, aquel día, Serena le había hablado a Grant del deseo de Lissa y de Christian de aprender a defenderse. Al parecer, él también había pensado que se trataba de una buena idea. Menuda sorpresa. Lissa contaba con dos guardianes liberales. ¿Es que no le podían haber asignado a alguien aburrido, alguien de la vieja escuela que se quedase horrorizado ante la idea de que los moroi siquiera pensaran en enfrentarse a un strigoi?
De modo que, mientras yo me quedaba allí sentada, impotente e incapaz de hacer entrar en razón a ninguno de los dos, Lissa y Christian tenían ahora dos instructores. Aquello no solo suponía una mayor cantidad de oportunidades para aprender, también significaba que Serena contaba ahora con un compañero competente con quien escenificar ciertos movimientos. Grant y ella los mostraban mientras Christian y Lissa observaban con los ojos muy abiertos.
Por fortuna (bueno, para Lissa no), ambas nos percatamos enseguida de algo. Los guardianes no conocían la verdadera razón por la cual Lissa estaba interesada en luchar. No tenían la menor idea —¿cómo iban a tenerla?— de que quería dar caza y clavarle una estaca a un strigoi con la frágil esperanza de devolverlo a la vida. Pensaban que solo quería aprender lo más básico de la defensa, algo que a ellos les parecía muy sensato. Y eso fue lo que le enseñaron.
Grant y Serena también pusieron a Lissa y a Christian a practicar el uno con el otro. Sospeché que había un par de razones para hacerlo. Una era que ni Lissa ni Christian tenían los conocimientos como para hacerse demasiado daño. La segunda era que los guardianes lo encontraban divertido.
Para Lissa y para Christian no era tan divertido. Aún había tanta tensión entre ellos, tanto sexual como agresiva, que les molestaba estar en un contacto tan próximo. Grant y Serena impidieron que los dos moroi continuasen lanzándose puñetazos a la cara, pero los movimientos más simples al esquivarse solían implicar el roce entre ellos, unos dedos que se deslizaban por la piel del otro en el fragor de la pelea. De vez en cuando, los guardianes hacían que alguno interpretase el papel de un strigoi, situando a Lissa o a Christian a la ofensiva. Aquello fue hasta cierto punto bien recibido por los dos moroi; al fin y a la postre, lo que ellos querían aprender eran los ataques directos.
Sin embargo, cuando Christian —que hacía de strigoi— se lanzó a por Lissa y la empujó contra la pared, a ella dejó de parecerle tan buena idea lo de aprender a atacar. La maniobra acabó con el uno presionado contra el otro, con los brazos de Christian sujetando los de ella. Lissa podía olerle, sentirle, y se sintió abrumada por la fantasía de que él la abrazase allí mismo y la besase.
—Creo que vosotros dos deberíais volver a los fundamentos defensivos —dijo Grant, que interrumpió las traidoras sensaciones de Lissa. Su voz sonó como si le preocupase más que se hicieran daño el uno al otro que la posibilidad de que se enrollasen allí mismo.
Lissa y Christian necesitaron de un instante para reparar siquiera en las palabras de Grant, y no digamos ya para separarse el uno del otro. Cuando lo hicieron, ambos evitaron mirarse y regresaron al sofá. Los guardianes iniciaron otra serie de ejemplos de cómo esquivar a un atacante. Lissa y Christian habían visto aquello tantas veces que ya se sabían la lección de memoria, y su anterior atracción dio paso a la frustración.
Lissa era demasiado correcta como para decir nada, pero, tras un cuarto de hora de Serena y Grant mostrando cómo desprenderse de alguien que pretende alcanzarte, Christian habló por fin.
—¿Cómo te cargas a un strigoi con una estaca?
Serena se quedó de piedra ante las palabras de Christian.
—¿Has dicho «cargarte con una estaca»?
En lugar de sorprenderse, Grant se carcajeó.
—No creo que eso sea algo de lo que tú debas preocuparte. Lo que tienes que hacer es centrarte en cómo te alejas de un strigoi, y no en cómo acercarte.
Lissa y Christian intercambiaron una mirada inquieta.
—Ya he ayudado antes a matar a un strigoi —señaló Christian—. Utilicé el fuego en el ataque a la academia. ¿Me estás diciendo que eso no está bien? ¿Que no debería haberlo hecho?
Serena y Grant intercambiaron entonces una mirada. «Ajá», pensé. Aquellos dos no eran tan liberales como había creído. Lo afrontaban desde un punto de vista defensivo, no ofensivo.
—Por supuesto que deberías —dijo Grant por fin—. Lo que hiciste fue increíble. Y ¿en una situación similar? Desde luego que no querrías verte indefenso, pero esa es justo la cuestión, que dispones de tu fuego. Si tuvieras que luchar contra un strigoi, la magia sería la senda que tendrías que seguir. Tú ya sabes cómo utilizarla, y te mantendrá a salvo, lejos de su alcance.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Lissa—. Yo no dispongo de ningún tipo de magia de ese tipo.
—Tú jamás te acercarás lo bastante a un strigoi como para que eso sea un problema —dijo Serena con agresividad—. Nosotros no lo permitiremos.
—Además —añadió Grant con aire divertido—, tampoco es que nos dediquemos a ir por ahí repartiendo estacas —hubiera dado cualquier cosa por que fuesen a echar un vistazo a la maleta de Lissa en aquel preciso instante.
Lissa se mordió la lengua y no quiso volver a mirar a Christian por temor a delatar sus intenciones. Las cosas no estaban saliendo conforme a su alocado plan. Christian volvió a tomar el mando.
—¿Podríais escenificarlo, al menos? —preguntó en un intento muy logrado por parecer alguien que solo quiere ver algo increíble y emocionante—. ¿Es difícil hacerlo? Parece que todo cuanto hay que hacer es apuntar y golpear.
Grant soltó un bufido.
—Para nada. Consiste en un poco más que eso.
Lissa se incorporó y juntó las manos mientras le seguía el paso a Christian.
—Bueno, no os preocupéis por lo de enseñarnos a hacerlo. Solo mostrádnoslo.
—Eso, veámoslo —dijo Christian y se movió inquieto junto a Lissa. Al hacerlo, sus brazos se rozaron, y los dos se apartaron de inmediato.
—Esto no es un juego —dijo Grant. Sin embargo, se dirigió hacia su abrigo y sacó su estaca. Serena se quedó mirándolo con cara de incredulidad.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —le preguntó—. ¿Clavarme la estaca a mí?
Él soltó una de sus ligeras carcajadas y se dedicó a buscar con la mirada atenta por toda la habitación.
—Por supuesto que no. Ah, aquí lo tenemos.
Se dirigió hasta una pequeña butaca en la que había un cojín decorativo. Lo alzó y comprobó su volumen. Era gordo y estaba apretado con alguna especie de relleno denso. Volvió hacia Lissa y le pidió que se pusiera en pie. Para perplejidad de todos, le entregó su estaca.
Grant bloqueó el cuerpo en una posición rígida, agarró con fuerza el cojín entre las manos y extendió los brazos al frente, a poco más de medio metro.
—Adelante —dijo él—. Apunta y golpéalo.
—¿Estás loco? —preguntó Serena.
—No te preocupes —le contestó—. La princesa Voda se puede permitir pagar algunos desperfectos. Quiero demostrar que tengo razón. Ataca el cojín.
Lissa vaciló tan solo unos instantes más. Se llenó de una excitación que parecía tener una intensidad desacostumbrada en ella. Sabía las ganas que tenía de aprender a hacer aquello, pero aquel deseo era en apariencia mayor que antes. Apretó los dientes, dio un paso al frente e intentó clavar la estaca con mucha torpeza en el cojín. Estaba siendo precavida —temía herir a Grant— pero no había de qué preocuparse. Él ni se inmutó, y todo cuanto Lissa consiguió con la estaca fue un leve enganchón superficial en la tela. Lo intentó algunas veces más, aunque no logró ir mucho más allá.
—¿Eso es todo cuanto eres capaz de hacer? —dijo Christian, muy en su papel.
Lissa lo atravesó con la mirada y le entregó la estaca.
—Hazlo mejor tú.
Christian se levantó, y la sonrisa maliciosa se le borró de la cara al estudiar con mirada crítica el cojín conforme se planteaba el golpe. Mientras se lo pensaba, Lissa observó la escena y vio la diversión en los ojos de los guardianes. Incluso Serena se había relajado. Estaban demostrando que tenían razón, que no era tan sencillo aprender a clavar una estaca. Yo estaba encantada, y mi opinión sobre ellos subió por entero.
Christian soltó por fin su golpe. Sí que llegó a perforar la tela, pero el cojín y su relleno fueron demasiado para que los atravesase. Y, de nuevo, Grant no se movió lo más mínimo. Después de unos cuantos intentos fallidos, Christian volvió a sentarse y le devolvió la estaca. Tenía su gracia ver cómo se rebajaba un poco su actitud de gallito. Hasta Lissa lo disfrutó a pesar de la frustración que ella misma sentía por lo difícil que se estaba volviendo aquello.
—El relleno ofrece demasiada resistencia —se quejó Christian.
Grant le entregó su estaca a Serena.
—Qué, ¿acaso crees que va a ser más fácil atravesar el cuerpo de un strigoi? ¿Con los músculos y las costillas de por medio?
Una vez más, Grant se colocó en posición, y, sin vacilar, Serena atacó con la estaca. La punta apareció por el otro lado del cojín y se detuvo justo delante del pecho de Grant mientras unos pequeños fragmentos suaves de relleno caían lentamente al suelo. La guardián la extrajo de golpe y se la entregó a Grant como si hubiera sido la cosa más sencilla del mundo.
Tanto Christian como Lissa miraban boquiabiertos.
—Déjame probar otra vez —dijo él.
Para cuando Priscilla los llamó para ir a cenar, no quedaba un solo cojín intacto en aquella habitación del hotel. Menuda sorpresita que se iba a llevar cuando viera la factura. Lissa y Christian blandían la estaca mientras los guardianes miraban con aire de superioridad, seguros de que su mensaje había quedado claro. Clavarle una estaca a un strigoi no era fácil.
Lissa lo estaba comprendiendo por fin. Se dio cuenta de que en ciertos aspectos, atravesar un cojín —o a un strigoi— no tenía por qué estar relacionado con el hecho de entender su funcionamiento. Desde luego que sí, ella me había oído a mí hablar de cómo alinear el golpe hacia arriba para llegar al corazón y eludir las costillas, pero allí había algo más que simples conocimientos. Gran parte de aquello era cuestión de fuerza, una fuerza que ella aún no tenía. Serena, por muy menuda que pareciese su complexión, había pasado años musculándose y era capaz de atravesar prácticamente cualquier cosa con aquella estaca. Una clase de una hora no otorgaría a Lissa ese tipo de fuerza, y eso era justo lo que ella le estaba cuchicheando a Christian cuando el grupo se marchaba a cenar.
—¿Es que ya te estás rindiendo? —preguntó él en una voz igualmente baja mientras circulaban en el asiento de atrás de un todoterreno. Grant, Serena y un tercer guardián iban también con ellos, aunque andaban enfrascados en su propia conversación.
—¡No! —exclamó Lissa en un siseo—. Es que tengo que… no sé, entrenar antes de poder hacerlo.
—¿Algo así como ponerte a hacer pesas?
—No lo sé —los demás seguían hablando entre sí, pero el tema de conversación de Lissa era demasiado peligroso como para que se arriesgara a que la oyesen. Se inclinó hacia Christian y de nuevo se puso nerviosa por la alteración que le producían su proximidad y su familiaridad. Tragó saliva, intentó mantener el rostro impasible y se ciñó al tema—. Pero desde luego que no soy lo bastante fuerte. Es físicamente imposible.
—Pues suena como si te estuvieses rindiendo.
—¡Oye! Tú tampoco atravesaste ninguno de los cojines.
Christian se sonrojó ligeramente.
—Casi atravieso el verde.
—¡Pero si apenas has dejado una marca!
—Solo necesito un poco más de práctica.
—Tú no tienes que hacer nada —le contestó cortante y haciendo un esfuerzo por mantener la voz baja en su ira—. Esta no es tu guerra. Es la mía.
—Oye, tú —saltó él con unos ojos que brillaban como dos diamantes de color azul claro—. Estás loca si crees que voy a dejar que te vayas y arriesgarme a…
Se detuvo en seco y se mordió el labio, como si su sola voluntad no bastase para impedir que siguiese hablando. Lissa le miró fijamente, y los dos empezaron a preguntarse cómo habría finalizado la frase. ¿A qué no estaba dispuesto a arriesgarse? ¿A que ella se pusiese en peligro? Eso era lo que yo imaginaba.
Aun sin decir palabra, la expresión de Christian hablaba por los codos. A través de los ojos de Lissa, vi cómo él se empapaba de cada uno de sus rasgos e intentaba ocultar sus emociones. Finalmente, él se apartó de golpe y rompió aquel aire de intimidad entre ellos, situándose tan lejos de ella como pudo.
—Muy bien. Haz lo que te dé la gana. No me importa.
Ninguno dijo nada más después de aquello, y, dado que era mi hora de comer, regresé a mi propia realidad y agradecí un descanso del trabajo de archivo… hasta que Hans me informó de que tenía que seguir trabajando.
—¡Venga ya! ¿No es la hora de comer? Tenéis que darme la comida —exclamé—. Esto es pasarse de cruel. Al menos, echadme unos mendrugos de pan.
—La comida ya te la he dado. O, más bien, te la has dado tú sola cuando devoraste ese sándwich. Fuiste tú quien quiso entonces el descanso para comer. Ahora sigue trabajando.
Estampé ambos puños contra las interminables pilas de papeles que tenía ante mí.
—¿Puedo al menos hacer otra cosa? ¿Pintar edificios? ¿Cargar con pedruscos?
—Me temo que no —una sonrisa curvó las comisuras de sus labios—. Tenemos un montón de trabajo de archivo por hacer.
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo me vais a tener castigada?
Hans se encogió de hombros.
—Hasta que alguien me diga que pare.
Volvió a dejarme a solas, y me recosté en mi silla haciendo un obligado esfuerzo por no volcar de un golpe la mesa que tenía delante. Pensé que por un momento me haría sentir mejor, pero también supondría tener que hacer de nuevo todo el trabajo que ya había hecho. Solté un suspiro y regresé a mi tarea.
Lissa ya estaba cenando cuando volví a sintonizar con ella. Le habrían dicho que era por su cumpleaños, pero en realidad no era más que una conversación sobre cuestiones de la realeza con Priscilla. Decidí que aquella no era forma de pasar su cumpleaños. Tendría que compensárselo en cuanto consiguiese algo de libertad. Montaríamos una verdadera fiesta, y así tendría oportunidad de darle mi regalo: unas botas de cuero maravillosas que Adrian me había ayudado a adquirir cuando estábamos en la academia.
Habría sido más interesante meterse en la cabeza de Christian, pero, dado que esa no era una opción, regresé a la mía propia y me dediqué a reflexionar sobre mi anterior conversación con Adrian. ¿Iba a tener algún final este castigo? ¿Nos pondría juntas por fin a Lissa y mí algún real decreto, a pesar de la habitual política de los guardianes?
Intentar darle respuesta a aquello era como estar en la rueda de un hámster. Mucho trabajo. Ningún avance. Eso sí, se me pasó la conversación de la cena y, antes de que me diese cuenta, el grupo de Lissa se estaba levantando de la mesa y dirigiéndose hacia la puerta del restaurante. Estaba oscuro en el exterior, y Lissa no pudo evitar sentir la extrañeza de llevar un horario humano. En la academia o en la corte, aquello sería el mediodía. En cambio, ellos se marcharían ahora de regreso al hotel para meterse en la cama. Bueno, probablemente no lo hiciesen de inmediato. No me cabía la menor duda de que si Christian y Lissa eran capaces de superar su actual enfado, se pondrían otra vez a destripar cojines. Por muchas ganas que yo tuviese de que aquellos dos volvieran a salir juntos, no podía evitar pensar que separados corrían mucho menos peligro.
O tal vez no.
El grupo se había quedado de charla en el restaurante mucho más allá de la hora habitual de la cena, de modo que el aparcamiento estaba casi vacío cuando lo atravesaron. No es que los guardianes hubieran aparcado exactamente al fondo, pero tampoco se encontraban cerca de la entrada principal. Sin embargo, habían acertado al aparcar justo al lado de una de las farolas que iluminaban el aparcamiento.
Excepto que ahora no estaba encendida. Habían roto la bombilla.
Grant y el guardián de Priscilla lo advirtieron de inmediato. Aquel era el tipo de pequeños detalles que estábamos entrenados para detectar: cualquier cosa inusual, que pudiese haber cambiado. En un abrir y cerrar de ojos, ambos habían sacado las estacas y rodeaban a los moroi. Bastaron unos segundos para que Serena y el guardián asignado a Christian hicieran lo mismo. Esa era otra de las cosas para las que estábamos entrenados. En guardia. Reacciona. Sigue a tus compañeros.
Fueron muy rápidos. Todos ellos. Pero dio igual.
Porque, de repente, había strigoi por todas partes.
No estoy del todo segura de dónde surgieron. Tal vez se encontrasen detrás de los coches o en los límites del aparcamiento. De haber tenido una vista aérea de la situación o de haber estado allí en persona con mi «alarma» de las náuseas, hubiese podido hacerme una mejor idea de todo, pero observaba la escena a través de los ojos de Lissa, y los guardianes se estaban desviviendo para interponerse entre ella y los strigoi que, en lo que a ella se refería, parecían haber surgido de la nada. La mayor parte de lo que sucedió fue para Lissa una imagen borrosa. Sus guardaespaldas la empujaban de aquí para allá, intentando mantenerla a salvo mientras los rostros blanquecinos de ojos rojos surgían por todas partes. Lo vio todo a través de una neblina cargada de terror.
Sin embargo, no tardamos mucho en ver morir a gente. Serena, con la misma fuerza y velocidad que había exhibido en la habitación del hotel, clavó limpiamente su estaca en el corazón de un strigoi. Acto seguido, en respuesta, una strigoi saltó sobre el guardián de Priscilla y le rompió el cuello. Lissa tenía una remota consciencia de cómo la tenía rodeada el brazo de Christian, que la presionaba contra el todoterreno y la protegía con su propio cuerpo. Los guardianes restantes formaron también un perímetro de protección de la mejor manera que pudieron, pero los distrajeron. Su círculo flaqueaba… y se debilitaban.
Los strigoi mataron a los guardianes uno por uno. No fue por falta de capacidad de los guardianes: simplemente, los superaban en número. Una strigoi le destrozó la garganta de un mordisco a Grant. Serena recibió un fuerte golpe de revés que la lanzó contra el asfalto, aterrizó boca abajo y se quedó inmóvil. Y, horror de los horrores, tampoco parecían tener intención de perdonar a los moroi. Lissa —que se empujaba con tanta fuerza contra el todoterreno que se podía haber fundido con él— vio con los ojos muy abiertos cómo un strigoi le rajaba el cuello a Priscilla con rapidez y eficiencia y se detenía a beber de su sangre. La mujer moroi ni siquiera tuvo tiempo de poner cara de sorpresa, pero, al menos, no habría sufrido. Las endorfinas amortiguaban el dolor mientras le extraían la sangre y la vida de su cuerpo.
Las emociones de Lissa se convirtieron en algo que iba más allá de temor, algo que difícilmente podía parecerse a ninguna otra cosa. Se encontraba en estado de shock. Anestesiada. Y, con una fría y dura certeza, supo que se aproximaba su muerte y la aceptó. Su mano encontró la de Christian, la apretó con fuerza y, volviéndose hacia él, obtuvo un leve consuelo al saber que lo último que vería en la vida sería el bello y cristalino azul de sus ojos. A decir de la expresión del rostro de Christian, sus pensamientos discurrían por sendas similares. En sus ojos había afecto, afecto y amor y…
Un asombro total y absoluto.
Sus ojos muy abiertos se fijaban en algo que había justo detrás de Lissa, y, en aquel preciso instante, una mano la agarró por el hombro y le dio media vuelta de golpe. «Se acabó —susurró una vocecita en su interior—. Esto es mi muerte».
Entonces comprendió el asombro de Christian.
Tenía delante a Dimitri.
Igual que yo, ella tenía esa irreal sensación de que se trataba de Dimitri pero sin ser Dimitri. Eran tantos los rasgos que seguían siendo iguales… y aun así eran muchos los que resultaban diferentes. Lissa intentó decir algo, cualquier cosa, pero, por más que las palabras se formasen en sus labios, se veía incapaz de pronunciarlas.
A su espalda se inflamó de repente un calor intenso, y una luz brillante iluminó los pálidos rasgos de Dimitri. Ni a Lissa ni a mí nos hizo falta ver a Christian para saber que había generado una bola de fuego con su magia. O bien el impacto de ver a Dimitri, o bien el temor por Lissa habían espoleado a Christian para que entrase en acción. Dimitri entrecerró ligeramente los ojos ante aquella luz, pero una sonrisa cruel le retorció los labios, y la mano que descansaba sobre el hombro de Lissa se deslizó hasta su cuello.
—Apaga eso —dijo—. Apágalo o ella muere.
Lissa recuperó por fin la voz, aun con la falta de aire.
—No le hagas caso —dijo en un grito ahogado—. Nos va a matar a los dos de todas formas.
Sin embargo, el calor disminuyó detrás de ella. Las sombras volvieron a caer sobre la faz de Dimitri. Christian no quería ponerla en peligro, aunque sabía que ella tenía razón. No parecía importar ya.
—La verdad —dijo Dimitri con un tono agradable en medio de aquella escena tan desalentadora— es que preferiría que los dos siguierais vivos. Al menos durante un poco más de tiempo.
Sentí cómo Lissa fruncía el ceño, y no me hubiera sorprendido que Christian lo hubiese hecho también a juzgar por la confusión en su voz. Ni siquiera fue capaz de hacer un comentario cortante. Solo pudo hacer la pregunta obvia:
—¿Por qué?
Los ojos de Dimitri refulgieron.
—Porque os necesito como cebo para Rose.