TRECE

—No puedes ni de coña —dije en voz alta para nadie.

—No, no puedes —le dijo Lissa con una expresión en la cara que se encontraba a la altura de mi propia incredulidad—. Sé que has estado aprendiendo a luchar con el fuego, pero tú no has clavado ninguna estaca.

La expresión de Christian era firme.

—Sí lo he hecho… un poco. Y puedo aprender más. Mia tiene aquí algunos amigos guardianes que le han estado enseñando técnicas de combate cuerpo a cuerpo, y yo he aprendido algo de eso.

La mención de que él y Mia trabajasen juntos no hizo mucho para mejorar la opinión de Lissa.

—¡Si apenas llevas aquí una semana! Haces que suene como si llevases años entrenando con un maestro.

—Es mejor que nada —dijo él—. ¿Y dónde más vas a aprender si no? ¿Con Rose?

La indignación y la incredulidad de Lissa se redujeron un poco.

—No —reconoció ella—. Jamás. De hecho, Rose me alejaría a rastras si me sorprendiese haciéndolo.

Ya te digo si lo haría. Es más, a pesar de todos los obstáculos y del personal que me lo impedía, me sentía tentada de salir para allá en aquel preciso instante.

—Esta es tu oportunidad, entonces —dijo él. Su voz adquirió un tono irónico—. Mira, ya sé que las cosas no van… genial entre nosotros, pero eso es del todo irrelevante si vas a aprender esto. Dile a Tatiana que quieres llevarme a mí a Lehigh. No le va a gustar, pero te lo permitirá. Te enseñaré lo que sé durante nuestro tiempo libre. Después, cuando regresemos, te llevaré con Mia y con sus amigos.

Lissa frunció el ceño.

—Si Rose se enterase…

—Por eso vamos a empezar cuando te encuentres lejos de la corte. Ella estará demasiado lejos como para hacer nada.

Por el amor de Dios. Yo sí que les iba a dar unas lecciones de combate, empezando por un buen puñetazo en la cara a Christian.

—¿Y cuando volvamos? —preguntó Lissa—. Lo descubrirá. Con el vínculo es inevitable.

Christian se encogió de hombros.

—Si sigue destinada a los trabajos de paisajismo, nos podremos salir con la nuestra. Quiero decir que lo sabrá, pero no podrá interferir. Mucho.

—Podría no ser suficiente —dijo Lissa con un suspiro—. Rose tenía razón en eso. No puedo esperar ser capaz de aprender en unas pocas semanas lo que a ella le ha llevado años.

¿Semanas? ¿Ese era su calendario de cara a esto?

—Debes intentarlo —dijo él, casi amable. Casi.

—¿Por qué tienes tanto interés en esto? —le preguntó una Lissa suspicaz—. ¿Por qué te importa tanto traer de regreso a Dimitri? A ver, sé que te caía bien, pero está claro que tus motivos no son los mismos que los de Rose.

—Era un buen tío —dijo Christian—. Y si hay una forma de volver a transformarlo en dhampir, ya te digo, eso sería increíble. Pero es más que eso… se trata de algo más que él. Si hubiera una forma de salvar a todos los strigoi, eso cambiaría nuestro mundo. No es que no me mole prenderles fuego después de que hayan venido a cargarse al que pillaran por delante, pero ¿y si pudiéramos evitar sus ataques en primera instancia? Esa es la clave para salvarnos. Todos nosotros.

Lissa se quedó sin habla por un instante. Christian se había expresado de manera apasionada e irradiaba una esperanza que ella no se había imaginado. Resultaba… conmovedor.

Él aprovechó su silencio.

—Además, no sabemos qué podrías conseguir sin ninguna guía, y a mí me gustaría reducir las posibilidades de que logres que te maten, porque por mucho que hasta la propia Rose lo quiera negar, yo sé que vas a seguir insistiendo en ello.

Lissa volvió a guardar silencio, evaluando la situación. Escuché sus pensamientos, y no me gustó nada hacia dónde se dirigían.

—Nos vamos a las seis —dijo por fin—. ¿Puedes encontrarte conmigo abajo a las cinco y media? —Tatiana no daría saltos de alegría cuando se enterase de la nueva elección de acompañante, pero Lissa se sentía bastante segura de poder convencerla rápidamente por la mañana.

Él asintió.

—Allí estaré.

De vuelta en mi habitación, estaba totalmente horrorizada. Lissa iba a intentar aprender a atacar a un strigoi con una estaca —a mis espaldas— e iba a contar con la ayuda de Christian. Aquellos dos se habían estado gruñendo el uno al otro desde el momento de su ruptura. Debería haberme sentido halagada por el hecho de que esconderse de mí los estuviese uniendo de nuevo, pero no era así. Estaba cabreada.

Valoré mis opciones. Los edificios en los que dormíamos Lissa y yo no tenían aquellos mostradores de seguridad de las residencias de la academia para vigilar el toque de queda, pero el personal aquí había recibido la instrucción de comunicar a la oficina de los guardianes si yo me relacionaba demasiado. Hans también me había indicado que me mantuviese apartada de Lissa hasta nueva orden. Lo evalué todo por un momento, pensando que tal vez mereciese la pena que Hans me sacase a rastras de la habitación de Lissa, pero acabé por pensar en un plan alternativo. Era tarde, aunque no demasiado tarde, y salí de mi cuarto camino de la puerta de al lado. Llamé y esperé que mi vecina estuviese aún despierta.

Era una dhampir de mi edad, recién graduada en otro instituto. Yo no tenía móvil, pero sí la había visto a ella hablando por uno un rato antes aquel día. Abrió la puerta un instante después y, por suerte, no parecía que estuviera en la cama.

—Hola —dijo comprensiblemente sorprendida.

—¿Qué tal? Oye, ¿puedo enviar un sms desde tu móvil?

No quería apropiarme de su teléfono con una conversación, y, además, Lissa podría colgarme por las buenas. Mi vecina se encogió de hombros, se metió en la habitación y regresó con el móvil. Me sabía el número de Lissa de memoria, así que le envié la siguiente nota: «Sé lo que vais a hacer, y es una MALA idea. Os voy a dar una paliza a los dos cuando os encuentre».

Le devolví el móvil a su dueña.

—Gracias. Si alguien responde, ¿podrías avisarme?

Me dijo que lo haría, pero no me esperaba ningún sms en respuesta. Recibí mi mensaje por otra vía. Regresé a la habitación y a la mente de Lissa, y tuve la suerte de llegar cuando sonaba su teléfono. Christian se había marchado, y Lissa leyó mi mensaje con una sonrisa compungida. La respuesta llegó por el vínculo. Sabía que la estaba observando.

Lo siento, Rose. Es un riesgo que tendré que correr. Voy a hacerlo.

No paré de dar vueltas aquella noche, todavía enfadada con lo que Christian y Lissa estaban intentando hacer.

No creí haberme llegado a dormir siquiera, pero cuando Adrian vino a mí en un sueño, me quedó claro que el agotamiento de mi cuerpo había derrotado a la agitación de mis pensamientos.

—¿Las Vegas? —pregunté.

Los sueños de Adrian siempre transcurrían en lugares diversos de su elección.

Aquella noche nos encontrábamos en el Strip, muy cerca del sitio donde Eddie y yo nos habíamos reencontrado con Lissa y con él en el MGM Grand. Los colores vivos de las luces y los neones de los hoteles y restaurantes brillaban en la oscuridad, aunque todo el escenario guardaba un inquietante silencio en comparación con la realidad. Adrian no había trasladado los coches ni el gentío del lugar real. Era una ciudad fantasma.

Me sonrió y se apoyó en un poste cubierto de carteles que anunciaban conciertos y servicios de acompañantes.

—Es que no tuvimos una verdadera oportunidad de disfrutarla cuando estuvimos allí.

—Cierto —yo me encontraba de pie a poco más de un metro de distancia. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta, junto con mi nazar. Al parecer, Adrian había decidido no vestirme él aquella noche, lo cual le agradecía. Podía haber acabado como una de esas showgirls moroi, con plumas y lentejuelas—. Creía que me andabas evitando.

No estaba completamente segura de cómo se encontraba nuestra relación, a pesar de su aire frívolo en el Witching Hour.

Soltó un gruñido.

—La elección no ha sido mía, mi pequeña dhampir. Esos guardianes están haciendo todo lo que pueden por mantenerte aislada. Bueno, más o menos.

—Christian hoy se las ha arreglado para colarse y charlar conmigo —dije con la esperanza de evitar la cuestión que Adrian debía de tener en mente: que yo había puesto vidas en peligro para salvar a mi exnovio—. Va a intentar enseñar a Lissa a clavarle una estaca a un strigoi.

Aguardé a que Adrian se uniese a mi indignación, pero su aspecto era tan relajado y sardónico como de costumbre.

—No me sorprende que Lissa vaya a intentarlo. Lo que sí me sorprende es que él esté verdaderamente interesado en ayudarla con una idea tan alocada.

—Digamos que es lo bastante alocada como para que le resulte atractiva… y, al parecer, eso puede ser más fuerte que el odio que se profesan el uno al otro en los últimos tiempos.

Adrian ladeó la cabeza e hizo que parte del pelo le cayese sobre los ojos. Un edificio con palmeras azules de neón le iluminaba la cara de un modo inquietante mientras él me lanzaba una mirada significativa.

—Venga, Rose, los dos sabemos por qué lo está haciendo.

—¿Porque cree que su grupo de actividades extraescolares con Jill y con Mia le otorga la cualificación suficiente como para enseñar eso?

—Porque le da una excusa para estar con ella… sin que parezca que él fue el primero en ceder. De ese modo puede conservar su apariencia varonil.

Me moví un poco para que la luz del anuncio gigantesco de unas máquinas tragaperras no me diera de lleno en los ojos.

—Eso es absurdo. En especial la parte de que Christian sea varonil.

—Los tíos hacemos cosas absurdas por amor —Adrian se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos—. ¿Sabes cuánto me apetece uno de estos ahora mismo? Y, sin embargo, sufro. Todo por ti.

—No te pongas romántico conmigo —le advertí en un intento por ocultar mi sonrisa—. No tenemos tiempo para eso, no cuando mi mejor amiga quiere irse a cazar monstruos.

—Sí, pero ¿cómo le va a encontrar? Eso es ya un problema —no hacía falta que Adrian me explicase aquel «le».

—Cierto —reconocí.

—Y, de todas formas, tampoco ha sido capaz de hechizar la estaca, de modo que, hasta que lo haga, ni todas las llaves de kung-fu del mundo juntas valdrían para nada.

—Los guardianes no hacemos kung-fu. ¿Y cómo sabías tú lo de la estaca?

—Me ha pedido ayuda un par de veces —me explicó.

—Mmm… Eso no lo sabía.

—Bueno, digamos que has estado un poco liada. Ni siquiera le has dedicado un solo pensamiento a tu pobre y suspirante novio.

Con tantas tareas, no había pasado demasiado tiempo metida en la cabeza de Lissa, lo justo para ver que estaba bien.

—Oye, yo te habría traído a archivar conmigo cualquier día de estos —con lo mucho que me temía que Adrian estuviera enfadado conmigo después de lo de Las Vegas y, sin embargo, ahí estaba él, tranquilo y bromista. Demasiado tranquilo, tal vez. Quería que se centrase en nuestro problema inmediato—. ¿Qué opinas sobre Lissa y los amuletos? ¿Le falta mucho para conseguirlo?

Adrian jugueteaba distraído con los cigarrillos, y sentí la tentación de decirle que adelante, que se fumase uno. Aquel era su sueño, al fin y al cabo.

—No lo tengo muy claro. Yo no me he adaptado a los amuletos del mismo modo que ella. Es muy extraño lo de tener ahí metidos todos los demás elementos… hace que resulte difícil manipular el espíritu.

—¿Es que al final la estás ayudando? —le pregunté, suspicaz.

Le hizo gracia, e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Tú qué crees?

Vacilé.

—Pues… no lo sé. Tú la ayudas con la mayoría de las cosas relacionadas con el espíritu. Pero si la ayudases con esto, eso significaría…

—¿Ayudar a Dimitri?

Asentí sin confiar en mi capacidad para explicarme al respecto.

—No —dijo Adrian por fin—. No la estoy ayudando, simplemente porque no sé cómo.

Suspiré aliviada.

—De verdad que lo siento —le dije—. Todo esto…, mentirte al respecto de dónde me encontraba y de lo que estaba haciendo. Estuvo mal. Y no entiendo… Verás, no comprendo por qué te estás portando tan bien conmigo.

—¿Debería tratarte mal? —me guiñó un ojo—. ¿Es ese rollo lo que te pone?

—¡No! Por supuesto que no, pero es que estabas tan enfadado cuando viniste a Las Vegas y descubriste lo que estaba pasando que pensé que… No sé. Pensé que me odiabas.

La diversión se desvaneció de los rasgos de su rostro. Se acercó a mí y me puso las manos sobre los hombros con una brutal seriedad en la mirada del verde oscuro de sus ojos.

—Rose, nada en este mundo puede hacer que te odie.

—¿Ni siquiera que intente traer de vuelta a mi ex de entre los muertos?

Adrian me sujetó e incluso en un sueño percibí el olor de su piel y su colonia.

—Claro. Te seré sincero. Si Belikov anduviese por aquí ahora mismo, tan vivo como antes, habría algún problema que otro. No quiero pensar lo que pasaría con nosotros si… Bueno, es algo en lo que no merece la pena perder el tiempo. Él no está aquí.

—Yo sigo queriendo… sigo queriendo que lo nuestro funcione —dije con aire dócil—. Y lo intentaría, aunque él volviese. Es solo que me resulta muy difícil desprenderme de alguien que me importa.

—Lo sé. Hiciste lo que hiciste por amor. No puedo enfadarme contigo por eso. Fue una estupidez, pero así es el amor. ¿Te haces tú alguna idea de lo que yo haría por ti? ¿Por mantenerte a salvo?

—Adrian… —no podía mirarle a los ojos. De repente me sentí indigna de confianza. Qué fácil resultaba subestimarle. Lo único que pude hacer fue recostar la cabeza contra su pecho y dejar que me envolviese en sus brazos—. Lo siento.

—Siente el haberme mentido —me dijo, y me besó en la frente—. No sientas haberle querido. Eso forma parte de ti, una parte de la que te tienes que desprender, sí, pero aun así es algo que te ha hecho ser quien eres.

Una parte de la que te tienes que desprender

Adrian tenía razón, y eso sí que era algo que daba mucho miedo admitir. Tuve mi oportunidad. Me la había jugado por salvar a Dimitri, y había fallado. Lissa no llegaría a ninguna parte con la estaca, lo cual significaba que yo tenía que considerar a Dimitri del mismo modo en que lo consideraba todo el mundo: estaba muerto. Tenía que pasar página.

—Mierda —mascullé.

—¿Qué? —me preguntó Adrian.

—Que odio cuando tú eres el sensato de los dos. Eso me toca a mí.

—Rose —me dijo en un convincente esfuerzo por mantener un tono serio de voz—, se me ocurren muchas palabras para describirte, y «sexy» y «maciza» están de las primeras. ¿Sabes qué término no aparece en esa lista? «Sensata».

Me reí.

—Muy bien, vale. Entonces a mí me toca ser la menos loca de los dos.

Se quedó pensativo.

—Eso lo puedo aceptar.

Alcé mis labios hasta los suyos, y, aunque seguía habiendo aspectos que se tambaleaban en nuestra relación, no había la menor incertidumbre en la forma en que nos besábamos. Las sensaciones de un beso en un sueño eran exactamente las mismas que en la vida real. El calor surgía de entre nosotros, y sentía que un escalofrío me recorría todo el cuerpo.

Me soltó las manos y me rodeó con el brazo por la cintura, aproximándonos más. Me di cuenta de que era el momento de empezar a creer en lo que no dejaba de decir. La vida continuaba, sin duda. Quizá hubiera perdido a Dimitri, pero podría tener algo con Adrian, al menos hasta que mi trabajo me alejase de allí. Y eso, por supuesto, asumiendo que alguna vez lograse uno. Diantre, si Hans me dejaba aquí en un trabajo de oficina y Adrian seguía con su conducta indolente, podríamos estar juntos para siempre.

Adrian y yo nos besamos durante un largo rato, cada vez más presionados el uno contra el otro. Al final, fui yo quien detuvo aquello. Si mantenías relaciones sexuales en un sueño, ¿significaba eso que de verdad lo habías hecho? No lo sabía, y desde luego que tampoco lo iba a descubrir. Todavía no estaba preparada para eso.

Di un paso atrás, y Adrian captó la indirecta.

—Ven a buscarme cuando te den un poco de libertad.

—Pronto, esperemos —le dije—. Los guardianes no pueden tenerme castigada para siempre.

Adrian parecía algo escéptico, pero dejó que el sueño se desvaneciese sin hacer ningún comentario más. Regresé a mi cama y a mis propios sueños.

Lo único que me impidió interceptar a Lissa y a Christian cuando se encontraron temprano al día siguiente en el vestíbulo del edificio de ella fue que Hans me puso a mí a trabajar todavía más temprano. Me colocó en tareas de papeleo —en los sótanos, muy irónico— y me dejó allí archivando y dándole vueltas a Lissa y a Christian mientras los veía a través del vínculo. El hecho de ser capaz de ordenar alfabéticamente y de espiar al mismo tiempo lo interpreté como una prueba de mis habilidades multitarea.

Sin embargo, mis observaciones se vieron interrumpidas cuando oí una voz que me decía:

—No esperaba volver a encontrarte aquí.

Salí de los pensamientos de Lissa y levanté la mirada de mi papeleo. Mikhail se encontraba de pie ante mí. Dadas las complicaciones que se habían producido a consecuencia del incidente con Victor, casi se me había olvidado la implicación de Mikhail en nuestra «escapada». Dejé los archivos y le ofrecí una leve sonrisa.

—Sí, qué caprichoso es el destino, ¿eh? Ahora sí que me quieren por aquí.

—Desde luego. Te has metido en un buen lío, según me han dicho.

Mi sonrisa se convirtió en una mueca.

—Qué me vas a contar —eché un vistazo a mi alrededor, aunque sabía que estábamos solos—. Tú no has tenido ninguno, ¿verdad?

Lo negó con la cabeza.

—Nadie sabe lo que hice.

—Bien —al menos alguien había escapado indemne de aquella debacle. Mi sentimiento de culpa no habría sido capaz de asimilar que a él también le hubiesen cogido.

Mikhail se arrodilló para que sus ojos quedasen a la altura de los míos, y apoyó los brazos en la mesa ante la cual me sentaba yo.

—¿Lo lograste? ¿Mereció la pena?

—Es muy difícil responder a esa pregunta —le dije, y él arqueó una ceja—. Sucedieron algunas cosas… no demasiado buenas, pero sí que descubrimos lo que queríamos saber… Bueno, o creemos que lo descubrimos.

Contuvo el aliento.

—¿Cómo revertir a un strigoi?

—Eso creo. Si nuestro informante nos estaba diciendo la verdad, entonces sí. Pero, aunque así fuera…, digamos que no es tan fácil de hacer. Es casi imposible, para ser sinceros.

—¿De qué se trata?

Tuve mis dudas. Mikhail nos había ayudado, pero no formaba parte de mi círculo de confianza. No obstante, incluso ahora, veía aquella mirada angustiada en sus ojos, esa mirada que ya había visto antes. El dolor de perder a su amada que aún le atormentaba, y que probablemente lo hiciese para siempre. ¿Estaría haciéndole más mal que bien al contarle lo que había descubierto? ¿Le haría más daño todavía aquella efímera esperanza?

Finalmente, me decidí a contárselo. Aunque él se lo contase a otros —y no creía que lo fuese a hacer— la mayoría se reiría de él de todas formas. No habría daños por ese lado. El verdadero problema sería que le hablase a alguien de Victor y de Robert, aunque tampoco me hacía falta hablarle de su implicación en el tema. Al contrario que a Christian, a Mikhail no parecía habérsele ocurrido que aquella huida de la cárcel que tanto ruido estaba armando en las noticias de los moroi la hubieran podido lograr los adolescentes a los que él ayudó a escabullirse. Era probable que Mikhail no tuviese atención para nada que no implicase salvar a su Sonya.

—Hace falta un manipulador del espíritu —le expliqué—. Uno con una estaca hechizada con espíritu, y después, él… o ella… tiene que clavársela al strigoi en el corazón.

—El espíritu… —aquel elemento resultaba aún desconocido para la mayoría de los moroi y de los dhampir, pero no para él—. Igual que Sonya. Sé que se supone que el espíritu hace que sean más seductores… pero te juro que a ella jamás le hizo falta. Ya era muy hermosa de por sí —como siempre, la cara de Mikhail adoptó aquella misma mirada que se le ponía con cada mención de la señorita Karp. Nunca le había visto verdaderamente feliz desde que le conocí, y pensé que, si alguna vez sonreía de manera natural, sería bastante atractivo. Pareció sentirse avergonzado de repente por aquel lapsus romántico, y regresó a la seriedad—. ¿Y qué manipulador del espíritu sería capaz de atacar a un strigoi con una estaca?

—Ninguno —dije de pleno—. Lissa Dragomir y Adrian Ivashkov son los dos únicos que yo conozco… bueno, aparte de Avery Lazar —estaba dejando a Oksana y a Robert al margen de aquello—, y ninguno de ellos tiene capacidad para hacerlo, tú lo sabes igual que yo. Y Adrian no tiene el menor interés, de todas formas.

Mikhail era avispado, y captó lo que yo no había dicho.

—¿Y Lissa sí?

—Sí —le reconocí—. Pero le llevaría años aprender a hacerlo, si no más. Y ella es la última de su linaje, no se le puede poner en peligro de esa manera.

Comprendió la verdad que había en mis palabras, y no pude evitar compartir su dolor y su decepción. Igual que yo, él había depositado mucha fe en aquel esfuerzo desesperado por reunirse con su amor perdido. Acababa de afirmar que era posible… y, sin embargo, imposible. Creo que habría sido mucho más fácil para los dos si nos hubiéramos enterado de que todo era un bulo.

Suspiró y se puso en pie.

—Bueno…, te agradezco que lo hayas intentado. Siento que te castiguen, después de no haber conseguido nada.

Me encogí de hombros.

—Está bien. Ha merecido la pena.

—Eso espero… —la expresión de su rostro se volvió dubitativa—. Espero que termine pronto y que no afecte a nada más.

—¿Afectar a qué? —le pregunté bruscamente al reparar en el tono de su voz.

—Pues… mira, a veces, los guardianes que desobedecen se enfrentan a castigos muy largos.

—Ah. Esto —se refería a mi miedo constante a verme encerrada con un trabajo de oficina. Traté de fingir que me lo tomaba a la ligera y no mostrar lo mucho que me asustaba esa posibilidad—. Estoy convencida de que Hans iba de farol. En serio, ¿de verdad iba a obligarme a hacer esto para siempre solo porque me escapé y…?

Me detuve, y me quedé con la boca abierta mientras un brillo cómplice refulgía en los ojos de Mikhail. Mucho tiempo atrás había oído que intentó seguirle la pista a la señorita Karp, pero los problemas logísticos de aquello no se me habían ocurrido hasta aquel preciso instante. Nadie le habría dado el visto bueno a su búsqueda. Tendría que haberse marchado por su cuenta, rompiendo los protocolos, y regresar a hurtadillas cuando se rindió y dejó de buscarla. Se habría metido exactamente en los mismos problemas que yo por desaparecer en combate.

—¿Es por eso…? —tragué saliva—. ¿Es por eso por lo que… por lo que ahora trabajas aquí abajo, en los sótanos?

Mikhail no respondió a mi pregunta. En cambio, bajó la mirada con una ligera sonrisa y señaló mis montones de papeles.

—La F va antes que la L —dijo antes de dar media vuelta y marcharse.

—Mierda —mascullé al mirar hacia abajo. Tenía razón. Al parecer no se me daba tan bien lo de ordenar alfabéticamente mientras vigilaba a Lissa. Aun así, en cuanto me quedé sola, aquello no me impidió volver a meterme en su cabeza. Quería saber qué estaba haciendo… y no quería pensar en cómo, probablemente, cuanto había hecho podía considerarse peor que los actos de Mikhail ante los ojos de los guardianes. O en que un castigo similar, o peor, pudiese estar aguardándome.

Lissa y Christian se encontraban en un hotel cerca del campus de Lehigh. El mediodía de los vampiros implicaba que era de noche para una universidad humana. La visita de Lissa no empezaría hasta su mañana siguiente, lo cual significaba que ella tendría que aguardar en el hotel e intentar adaptarse a un horario humano.

Los «nuevos» guardianes de Lissa, Serena y Grant, se hallaban con ella, además de tres extras que la reina había enviado también. Tatiana había permitido ir a Christian, y no se había opuesto tanto como había temido Lissa, ni mucho menos, algo que me hizo volver a plantearme si la reina era realmente tan horrible como yo siempre había creído. Priscilla Voda, una consejera personal de la reina que nos caía bien tanto a Lissa como a mí, también acompañaba a Lissa mientras ella visitaba la universidad. Dos de los guardianes adicionales se quedaban con Priscilla; el tercero, con Christian. Cenaron todos en grupo y se retiraron a sus habitaciones. Serena estaba de hecho con Lissa en el interior de su suite, mientras que Grant permanecía fuera, en la puerta. Sentí una punzada al ver todo aquello. Una guardia en pareja… Eso era para lo que yo había sido entrenada, lo que había estado esperando toda mi vida poder hacer por Lissa.

Serena era el ejemplo perfecto de la actitud distante de un guardián, estando allí sin estar mientras Lissa colgaba parte de su ropa. Unos nudillos en la puerta pusieron en acción a Serena de inmediato. Estaca en mano, se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas y observó por la mirilla. No pude evitar admirar su velocidad de reacción, aunque una parte de mí jamás creería que hubiese nadie capaz de proteger a Lissa como yo.

—Atrás —le dijo a Lissa.

Un instante después, la tensión de Serena disminuyó un ápice, y abrió la puerta. Allí estaba Grant, con Christian a su lado.

—Viene a verte —dijo Grant, como si no resultase obvio.

Lissa asintió.

—Sí, claro. Pasa.

Cuando Grant retrocedió, Christian entró y sonrió a Lissa de manera significativa, con un leve gesto con la barbilla hacia Serena.

—Oye, mmm, ¿te importaría dejarnos un poco de intimidad? —en cuanto aquellas palabras salieron de los labios de Lissa, sus mejillas adquirieron un tono rosa brillante—. Quiero decir que… solo… solo tenemos que hablar de algunas cosas, nada más.

Serena mantuvo una expresión casi neutra, pero estaba claro que pensaba que iban a hacer algo más que hablar. Las típicas parejas de adolescentes no solían ser la comidilla dentro del mundo de los moroi, pero Lissa, con toda su notoriedad, atraía algo más de atención sobre sus asuntos sentimentales. Serena ya sabría que Christian y ella habían salido y lo habían dejado. Y por lo que veía, ahora volvían a estar juntos. El hecho de que Lissa le hubiera invitado a hacer aquel viaje sin duda lo sugería.

La guardián miró a su alrededor con cautela. El equilibrio entre la protección y la intimidad era siempre una cuestión delicada entre los moroi y los guardianes, y las habitaciones de hotel como aquella lo complicaban todavía más. Si estuviesen llevando un horario de vampiros, con todo el mundo durmiendo durante las horas de luz, no me cabía ninguna duda de que Serena se habría salido al pasillo con Grant. Pero estaba oscuro en el exterior, e incluso una ventana de un quinto piso podía ser un problema con los strigoi. No le hacía ninguna gracia dejar sola a su nueva protegida.

La suite de Lissa contaba con un salón grande y una zona de trabajo, además del dormitorio al que se accedía por una doble puerta acristalada y translúcida. Serena les hizo un gesto con la barbilla.

—¿Y si me quedo ahí dentro? —una idea muy inteligente. Les dejaba intimidad pero seguía estando muy cerca. Entonces, se percató de las implicaciones, y fue ella quien se ruborizó—. Quiero decir… a menos que vosotros queráis pasar dentro, y yo…

—No —exclamó Lissa, cada vez más avergonzada—. Así está bien. Nosotros nos quedamos aquí. Solo vamos a hablar.

No tuve muy claro a quién iba más dirigido aquello, si a su guardián o a Christian. Serena asintió y desapareció en el interior del dormitorio con un libro, lo que para mí supuso un inquietante recuerdo de Dimitri. Cerró la puerta. Lissa no estaba muy segura de cuánto se oiría desde dentro, así que encendió la televisión.

—Dios, ha sido penoso —protestó.

Christian, apoyado contra la pared, no parecía tener el más mínimo problema. No le iban en absoluto las formalidades, pero se había puesto un traje con anterioridad, para cenar, y aún lo llevaba puesto. Le quedaba muy bien, por mucho que él siempre se quejase.

—¿Por qué?

—Pues porque cree que vamos a… cree que vamos a… bueno, ya sabes.

—¿Y? ¿Dónde está el problema?

Lissa elevó la mirada al techo.

—Tú eres un tío. Pues claro que a ti te da igual.

—Oye, que tampoco es que nunca «hayamos». Además, mejor será que piense eso a que se entere de la verdad.

La referencia a su vida sexual pasada despertó una serie de sentimientos encontrados —vergüenza, ira, anhelo—, pero Lissa impidió que se le notase.

—Muy bien. Acabemos con esto. Mañana es un día importante, y ya tenemos el sueño lo bastante alterado. ¿Por dónde empezamos? ¿Quieres que coja la estaca?

—No hace falta todavía. Primero deberíamos practicar algunos movimientos defensivos —se puso recto, se dirigió hacia el centro de la estancia, y quitó una mesa de en medio.

Juro que, de no ser por el contexto, ver cómo aquellos dos intentaban por su cuenta un entrenamiento de combate habría resultado tronchante.

—Vale —dijo él—. Tú ya sabes cómo se da un puñetazo.

—¿Qué? ¡Desde luego que no!

Christian frunció el ceño.

—Pero si tumbaste a Reed Lazar. Rose me lo ha contado algo así como un millón de veces. Jamás la he visto tan orgullosa de algo.

—Le he dado un solo puñetazo a una persona en toda mi vida —señaló ella—. Y Rose me estaba guiando. No sé si podría hacerlo de nuevo.

Christian asintió con aspecto contrariado, no por las habilidades de Lissa, sino por la forma de ser impaciente que tenía y porque deseaba entrar de lleno en el meollo de las técnicas de combate. Sin embargo, demostró ser un profesor de una sorprendente paciencia al repasar el maravilloso arte de los puñetazos y los golpes. Muchos de sus movimientos eran en realidad cosas que había aprendido de mí.

Había sido un alumno bastante aceptable. ¿Que si llegaba a la altura de un guardián? No. Y por una distancia enorme. ¿Y Lissa? Era lista y muy competente, pero no tenía mimbres de luchadora, por muchas que fuesen sus ganas de ayudar con aquello. El golpe a Reed Lazar había sido maravilloso, aunque no daba la impresión de que fuese a convertirse jamás en algo que le resultase natural. Por fortuna, Christian comenzó con un simple esquivar y vigilar a tu oponente. Lissa acababa de empezar con aquello, pero parecía muy prometedora. Se diría que Christian lo atribuía a sus dotes de instructor, pero yo siempre he pensado que los manipuladores del espíritu poseen una especie de instinto sobrenatural al respecto de lo que los demás van a hacer a continuación. Sin embargo, dudaba mucho que aquello funcionase con los strigoi.

Tras dedicarle un pequeño rato a aquello, Christian regresó al ataque, y ahí fue donde se torcieron las cosas.

La naturaleza gentil, sanadora, de Lissa no cuadraba con aquella parte, y se negaba a atacar de verdad con todas sus fuerzas, por temor a hacerle daño. Cuando él se percató de lo que estaba sucediendo, su temperamento cortante empezó a asomar en la cabeza.

—¡Vamos! ¡No te contengas!

—No lo hago —protestó ella al tiempo que le soltaba un puñetazo al pecho que se quedó muy lejos de hacerle inmutarse.

Christian se pasó los dedos por el pelo en un gesto de irritación.

—¡Sí que lo haces! Te he visto llamar a la puerta con más fuerza de la que me pegas a mí.

—Esa comparación es absurda.

—Y —añadió él— no me estás apuntando a la cara.

—¡Porque no te quiero dejar una marca!

—Pues al ritmo que vamos no veo ningún peligro de que eso suceda —masculló él—. Además, tú me lo puedes curar de inmediato.

Me divertía verlos discutir, pero no me gustó la facilidad con la que Christian alentó a Lissa para que utilizase el espíritu. No me había quitado de encima aún mi sentimiento de culpa por los daños a largo plazo que podía haber causado la huida de la cárcel.

Christian alargó la mano hacia delante, cogió a Lissa por la muñeca y la atrajo hacia sí de un tirón. Le cerró los dedos con la otra mano y, a continuación, le mostró lentamente cómo soltar un puñetazo hacia arriba tirando del puño de Lissa hacia su cara. Estaba más centrado en mostrarle la técnica y el desplazamiento, así que solo hizo que le rozase.

—¿Lo ves? Arco ascendente. El impacto tiene que ser justo ahí. No te preocupes por no hacerme daño.

—No es tan fácil…

Su protesta se desvaneció y, de repente, fue como si los dos se diesen cuenta de la situación en la que se encontraban. Apenas había ninguna separación entre ellos, y los dedos de Christian aún rodeaban la muñeca de Lissa. A través de la piel de ella, transmitían una sensación cálida y una corriente eléctrica por todo el resto de su cuerpo. El aire entre ambos parecía denso y pesado, como si los hubiese envuelto y empujase al uno contra el otro. A decir de los ojos muy abiertos de Christian y de su repentina inspiración de aire, estaba dispuesta a apostar que él estaba sufriendo una reacción similar al verse tan próximo al cuerpo de Lissa.

Al volver en sí, le soltó la mano de forma abrupta y retrocedió.

—Bueno —dijo con aire tosco, aunque aún alterado por la proximidad—. Supongo que no ibas en serio con lo de ayudar a Rose.

Así lo consiguió. A pesar de la tensión sexual, aquel comentario prendió la ira en Lissa. Apretó el puño y cogió a Christian totalmente desprevenido cuando le soltó el brazo y le atizó en toda la cara. No tuvo la elegancia del puñetazo de Reed, pero sí que le dio duro a Christian. Por desgracia, perdió el equilibrio en la maniobra y se cayó de bruces sobre él. Los dos se fueron juntos al suelo y tiraron una mesilla y una lámpara que había cerca. La lámpara se golpeó contra la esquina de la mesa y se rompió.

Entre tanto, Lissa había aterrizado sobre Christian. Los brazos de él la habían rodeado de manera instintiva y, si la separación entre ambos antes había sido mínima, ahora era inexistente. Se quedaron mirándose a los ojos, y el corazón de Lissa latía con fuerza en su pecho. La tentadora sensación eléctrica volvía a crepitar entre ellos y, para ella, todo el mundo parecía quedar concentrado en los labios de Christian. Tanto ella como yo nos preguntamos más tarde si se habrían llegado a besar, pero, justo en ese momento, Serena irrumpió desde el dormitorio.

Se encontraba en estado de máxima alerta como guardián, el cuerpo tenso y preparado para enfrentarse a un ejército de strigoi con su estaca en la mano. Se detuvo con un patinazo cuando vio la escena que tenía ante sí: lo que parecía ser un interludio amoroso. Hay que reconocer que era un poco extraño, con la lámpara rota y la marca roja e hinchada en la cara de Christian. La situación fue bastante violenta para todos, y el modo de ataque de Serena se transformó en un estado de confusión.

—Oh —dijo con aire inseguro—. Lo siento.

Lissa se vio inmersa en una sensación de bochorno, y también en un odio hacía sí misma por haberse visto tan afectada por Christian. Se apartó de manera apresurada, se sentó erguida y, en su estado de nervios, sintió la necesidad de dejar claro que allí no estaba pasando nada que tuviese el más mínimo carácter romántico.

—Esto… esto no es lo que parece —tartamudeó ella, que miraba a cualquier parte menos a Christian, que se estaba poniendo en pie y parecía tan avergonzado como Lissa—. Nos estábamos peleando. Quiero decir, practicando las peleas. Quiero aprender a defenderme de los strigoi. Y a atacarlos. Y a clavarles una estaca. Christian me está ayudando, más o menos, eso es todo —en su forma de divagar había algo encantador, y me recordó a Jill de un modo muy tierno.

Serena se relajó a ojos vistas, y aunque dominaba ese arte de poner cara de póquer en el que todos los guardianes éramos unos maestros, resultaba obvio que se estaba divirtiendo.

—Bueno —dijo ella—, pues no parece que se os esté dando demasiado bien.

Christian se indignó mientras se palpaba la mejilla.

—¡Oye, eso lo dirás tú! Esto se lo he enseñado yo.

Serena seguía pensando que todo aquello era algo divertido, pero un brillo de seriedad, pensativo, comenzaba a formarse en sus ojos.

—Eso tiene más pinta de suerte que de cualquier otra cosa —vaciló, como si estuviese a punto de tomar una decisión muy importante. Y dijo por fin—: Mirad, chicos, si vais en serio con esto, entonces tenéis que aprender a hacerlo de la manera correcta. Yo os enseñaré.

Ni de coña.

Presentía que me encontraba a punto de escaparme de la corte y llegar hasta Lehigh haciendo autostop con la intención de enseñarles cómo es un puñetazo de verdad —y Serena sería mi ejemplo— cuando algo me apartó de golpe de Lissa y me trajo de regreso a mi propia realidad. Hans.

Ya tenía yo un saludo sarcástico en los labios, pero no me dio ni siquiera la oportunidad.

—Olvídate del archivo y sígueme. Has sido convocada.

—¿Que he sido qué? —absolutamente inesperado—. ¿Convocada dónde?

Su expresión era muy grave.

—Ante la reina.