Perfecto. Maravilloso.
Nos llevó un rato decidir cuál sería nuestro próximo paso. Le dimos vueltas a varias posibilidades bastante endebles de seguirle la pista a Victor y a Robert, y acabamos por descartarlas todas. El teléfono de Robert era un móvil, y, si bien la CIA podía rastrear ese tipo de cosas, nosotros desde luego que no. Aunque el domicilio de Robert apareciese en la guía de teléfonos, sabía que Victor no le habría permitido regresar allí. Y por mucho que Adrian y Lissa pudiesen localizar el aura de un manipulador del espíritu, tampoco podíamos dedicarnos a vagar por una ciudad y esperar encontrar algo.
No, con aquellos dos se nos había acabado la suerte. No había nada que hacer excepto regresar a la corte y enfrentarnos a cualquiera que fuese el castigo que nos aguardaba. La habíamos… yo la había cagado.
Con la puesta de sol cada vez más cerca —y viendo que entre nosotros ya no había ningún criminal que nos pudiera meter en un lío— nuestro grupo optó con desánimo por dirigirnos al Witching Hour para trazar el plan de nuestro viaje. A Lissa y a mí nos podrían reconocer allí dentro, pero un par de chicas que se habían escapado de juerga no formaban parte de la misma categoría que unas traidoras fugitivas. Decidimos probar suerte (y lo digo sin dobles sentidos) y quedarnos cerca de los guardianes en lugar de arriesgarnos a más ataques de los strigoi antes de poder largarnos de Las Vegas.
El Witching Hour no era distinto de los demás casinos en los que habíamos estado, a menos que supieses lo que andabas buscando. Los humanos allí le prestaban demasiada atención al atractivo del juego y al oropel como para fijarse en que muchos de los demás clientes eran altos, delgados y de piel pálida. ¿Y los dhampir? Los humanos no eran capaces de distinguir que no éramos como ellos. Los moroi y los dhampir sabíamos quién era qué gracias a un increíble sentido que poseíamos.
Había guardianes salpicados entre la multitud que charlaba, jaleaba y —en ocasiones— lloriqueaba. Con la demanda actual de guardianes, eran muy pocos los que se podía asignar a tiempo completo a un lugar como aquel. Afortunadamente, el número total se veía reforzado con los de los ricos y poderosos que iban allí a jugar. Unos exaltados moroi voceaban ante las máquinas tragaperras o la ruleta mientras que los guardianes, silenciosos y vigilantes, permanecían detrás de ellos sin dejar de observarlo todo. Ningún strigoi vendría por aquí.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Lissa casi en un grito sobre el ruido. Era la primera vez que alguno de nosotros decía algo desde que decidimos ir allí. Nos habíamos detenido cerca de unas mesas de blackjack, justo en el medio de todo el follón.
Suspiré. Había una oscuridad tal en mi estado de ánimo que no necesitaba siquiera de efecto secundario alguno del espíritu. «He perdido a Victor, he perdido a Victor». Las acusaciones que yo misma me hacía mentalmente eran como un bucle sin fin.
—Vamos a buscar la zona comercial y a sacar unos billetes para marcharnos de aquí —dije—. En función de cuánto tiempo tengamos que esperar hasta que podamos coger un vuelo, tal vez haya que volver a coger una habitación.
Los ojos de Adrian escrutaban todo cuanto sucedía a nuestro alrededor, y se detuvieron un instante más largo sobre una de las muchas barras de bar.
—Tampoco nos vamos a morir si nos quedamos a pasar un rato.
Salté.
—¿En serio? Después de todo lo que ha pasado, ¿eso es lo único que se te pasa por la cabeza?
Su cautivadora mirada se giró hacia mí y se convirtió en un ceño fruncido.
—Aquí tienen cámaras. Hay gente que te puede reconocer. Estaría bien conseguir pruebas tangibles de que estabas aquí y no en Alaska.
—Cierto —admití. Pensé que el típico aire displicente de Adrian estaba enmascarando su malestar. Además de enterarse de cuáles eran mis verdaderos motivos para venir hasta Las Vegas, también se había topado con unos strigoi, y con Dimitri entre ellos. Eso no constituía una experiencia agradable para ningún moroi—. Aunque no tenemos coartada para el momento en que sí estábamos en Alaska.
—Mientras Victor no se deje ver por aquí, nadie va a relacionarlo —la voz de Adrian se tornó amarga—. Lo cual demuestra lo realmente estúpidos que son todos.
—Nosotras ayudamos a encerrar a Victor —dijo Lissa—. Nadie pensará que estamos lo bastante locas como para ayudarle a salir.
Eddie, que guardaba silencio, me lanzó una mirada inequívoca.
—Decidido, entonces —dijo Adrian—. Que alguien vaya a reservar los billetes. Yo me voy a pedir una copa y a ponerme a prueba con alguna que otra partida. El universo me debe un poco de buena suerte.
—Yo voy a por los billetes —dijo Lissa mientras estudiaba un letrero que indicaba el camino hacia la piscina, los servicios y la zona comercial.
—Voy contigo —dijo Eddie. Mientras que un rato antes su expresión había sido acusatoria, ahora evitaba completamente mi mirada.
—Muy bien —dije, cruzándome de brazos—. Házmelo saber cuando hayáis terminado, e iremos a buscaros —le dije a Lissa para darle a entender que me lo transmitiese por el vínculo.
Convencido de su plena libertad, Adrian se marchó de cabeza al bar, y yo me fui detrás de él.
—Un Tom Collins —le dijo al moroi que había detrás de la barra. Era como si Adrian tuviese memorizada una enciclopedia de cócteles y se dedicase a ir probándolos uno por uno. Prácticamente nunca le veía beber lo mismo dos veces.
—¿Lo quiere cargado? —le preguntó el camarero, que vestía una impoluta camisa blanca y una pajarita negra, y apenas parecía mayor que yo.
Adrian puso cara de asco.
—No.
El camarero se encogió de hombros y se dio media vuelta para preparar el combinado. «Cargado» era el término que utilizaban los moroi para que se le añadiese un lingotazo de sangre a la bebida. Había un par de puertas detrás de la barra, que probablemente daban paso a los proveedores. Echando un vistazo a la barra, pude ver a moroi felices, entre risas, con sus bebidas teñidas de rojo. A algunos les gustaba la idea de ponerle un poco de sangre al alcohol, aunque la mayoría —como a Adrian, al parecer— no la probaba a no ser que fuese «directa de la fuente». Se suponía que el sabor no era el mismo.
Mientras esperábamos, un moroi de más edad que se encontraba junto a Adrian se nos quedó mirando e hizo un gesto de asentimiento en señal de aprobación.
—Está bien la que te has buscado —le dijo a Adrian—. Joven, pero eso es lo mejor —aquel tipo, que o bien se estaba tomando un vino tinto o bien una copa de sangre sin mezclar, hizo un gesto con la cabeza hacia el resto de la gente que se encontraba de pie en la barra—. La mayoría de esas están manoseadas y acabadas.
Seguí la dirección de su gesto, aunque no había ninguna necesidad. Intercaladas entre los humanos y los moroi había varias mujeres dhampir vestidas con mucho glamour en atuendos de terciopelo y seda que dejaban muy poco a la imaginación. La mayoría eran más mayores que yo; en los rostros de las que no lo eran había una mirada de hastío a pesar de sus insinuantes risas. Prostitutas de sangre. Mis ojos fulminaron al moroi.
—No te atrevas a hablar así de ellas, o te estampo la copa de vino en la cara.
El moroi puso cara de sorpresa y miró a Adrian.
—Guerrera.
—No te haces una idea —dijo Adrian. El camarero regresó con el Tom Collins—. Digamos que ha tenido un mal día.
El imbécil del moroi ni siquiera volvió a mirarme. Al parecer no se había tomado mi amenaza tan en serio como debería.
—Digamos que aquí todo el mundo está teniendo un mal día. ¿No has oído las noticias?
El aspecto de Adrian era divertido y relajado mientras se tomaba su copa a pequeños sorbos, pero al tenerlo junto a mí, sentí cómo se ponía en tensión.
—¿Qué noticias?
—Victor Dashkov. Ese tío que secuestró a la chica de los Dragomir y andaba conspirando contra la reina, ¿sabes? Se ha escapado.
Adrian arqueó las cejas.
—¿Escapado? Eso es una locura. Creía que estaba metido en algún sitio de máxima seguridad.
—Lo estaba. En realidad, nadie sabe lo que ha pasado. Se supone que hay humanos implicados… y luego la historia se vuelve muy rara.
—¿Cómo de rara? —pregunté.
Adrian me pasó un brazo por la cintura, algo que yo sospeché que se trataba de una manera silenciosa de decirme que le dejase hablar a él. Lo que yo no me veía capaz de saber era si aquello se debía a que él creía que era el comportamiento «apropiado» en una prostituta de sangre, o a que le preocupaba de que le diese un puñetazo a aquel tipo.
—Uno de los guardianes estaba metido en el ajo, aunque asegura que le estaban controlando. Pero también dice que, casualmente, lo tiene todo envuelto en una neblina y que no recuerda demasiado. Me lo han contado algunos miembros de la realeza que están colaborando en la investigación.
Adrian soltó una carcajada y dio un buen trago a su bebida.
—Ya te digo si es oportuno. Pues a mí me suena a que eso lo ha hecho alguien de dentro. Victor tiene que tener un montón de pasta. Qué fácil, sobornar a uno de los guardias. Eso es lo que yo creo que ha pasado.
En el tono de voz de Adrian había una suavidad muy agradable, y, cuando en el rostro del otro tío surgió una sonrisita de estar ligeramente colocado, me di cuenta de que Adrian había recurrido a un poco de coerción.
—Seguro que estás en lo cierto.
—Deberías contárselo a tus amigos de la realeza —añadió Adrian—. Un trabajo desde dentro.
El tipo asintió entusiasmado.
—Lo haré.
Adrian aguantó la mirada unos instantes más y, finalmente, bajó los ojos al Tom Collins. La mirada vidriosa desapareció del rostro del moroi, pero yo sabía que la orden que le había dado Adrian de que extendiese la versión del «trabajo desde dentro» permanecería intacta. Adrian se acabó de un trago el resto de su bebida y dejó la copa vacía en la barra. Estaba a punto de ir a decir algo más cuando otra cosa llamó su atención desde el otro lado de la sala. El moroi también reparó en ello, y yo seguí la dirección de sus miradas para ver qué los tenía tan embobados.
Gruñí. Mujeres, por supuesto. Al principio pensé que eran dhampir, ya que era mi raza la que parecía copar la mayor parte de las chicas monas de por allí, pero una segunda mirada con mayor detenimiento reveló una sorpresa: las mujeres eran moroi. Moroi showgirls, para ser más exactos. Había varias de ellas, ataviadas en vestidos similares, cortos, escotados y de lentejuelas, solo que cada una lo llevaba en un color distinto: cobre, azul eléctrico… En el pelo lucían plumas y el brillo de cristales de estrás, y al pasar entre el gentío boquiabierto mostraban una sonrisa y se reían, hermosas y atractivas de un modo distinto al de mi raza.
Y tampoco era tanta sorpresa. Solía fijarme con más frecuencia en los moroi que se comían con los ojos a las chicas dhampir tan solo porque yo era una de ellas. Sin embargo, y como era natural, los hombres moroi se sentían atraídos y se encaprichaban de sus propias mujeres. Ese era el modo en que sobrevivía su especie, y por mucho que a los moroi les gustase tontear con las dhampir, casi siempre acababan por irse con las de su propia raza.
Aquellas chicas eran altas y elegantes, y su aspecto tan brillante y descarado me hizo pensar que debían ir de camino a una actuación. Ya podía imaginarme el resplandeciente despliegue de dotes para el baile que ofrecerían. Yo podía apreciarlo, pero estaba claro que Adrian lo apreciaba más a juzgar por sus ojos como platos. Le di un codazo.
—¡Eh, tú!
La última de las chicas desapareció entre el gentío del casino en dirección a una puerta que decía «TEATRO», tal y como había sospechado. Adrian volvió a mirarme y puso una sonrisa descarada.
—No hay nada de malo en mirar —me dio unas palmaditas en el hombro.
El moroi a su lado hizo un gesto de asentimiento: estaba de acuerdo.
—Es posible que me apunte a un show esta noche —removía su bebida—. Todo este asunto de Dashkov y el desastre de los Dragomir… hace que me ponga triste por el pobre Eric. Era buena gente.
Le miré con una expresión de duda.
—¿Conocías al padre de Li… a Eric Dragomir?
—Desde luego —el moroi hizo una señal para que le sirvieran otra de lo mismo—. Hace muchos años que soy el encargado de este local. Se pasaba aquí todo el tiempo. Créeme, él sí que apreciaba a esas chicas.
—Estás mintiendo —dije con serenidad—. Adoraba a su mujer.
Había visto juntos a los padres de Lissa, y, aun siendo pequeña, pude darme cuenta de lo locamente enamorados que estaban.
—No estoy diciendo que hiciera nada con ellas. Como ha dicho tu novio, mirar no tiene nada de malo. Sin embargo, mucha gente sabía que al príncipe Dragomir le gustaba divertirse allá donde iba, en especial si había compañía femenina —el moroi suspiró y levantó su copa—. Qué maldita lástima lo que le pasó. Ojalá agarren a ese malnacido de Dashkov y así deje en paz a la pequeña de Eric.
No me gustaron las insinuaciones de aquel tío al respecto del padre de Lissa, y me alegré de que ella no se encontrase por allí. Lo que me inquietaba era que no hacía mucho que nos habíamos enterado de que el hermano de Lissa, Andre, también había sido una especie de fiestero que se dedicaba a engañar y a romper corazones. ¿Sería cosa de familia un asunto así? Lo que había hecho Andre no estaba bien, pero había una diferencia enorme entre las aventuras de un adolescente y las de un hombre casado. No me gustaba admitirlo, pero incluso los tíos más enamorados seguían echándole un ojo a otras mujeres sin ponerles los cuernos. Adrian era la prueba. Aun así, no me pareció que a Lissa le fuese a gustar la idea de que su padre anduviese tonteando con otras mujeres. La verdad sobre Andre ya había sido lo bastante dura, y no quería que hubiera nada que hiciese añicos la imagen angelical de los recuerdos que ella tenía de sus padres.
Lancé a Adrian una mirada que decía que seguir escuchando a aquel tipo acabaría por convertirse en una tangana. No quería quedarme allí plantada por si Lissa venía a buscarnos. Adrian, siempre más astuto de lo que parecía, me sonrió.
—Muy bien, querida mía, ¿ponemos a prueba nuestra suerte? Algo me dice que vas a dar la campanada… como siempre.
Lo atravesé con la mirada.
—Listillo.
Adrian me guiñó un ojo y se puso en pie.
—Encantado de hablar contigo —le dijo al moroi.
—Lo mismo te digo —respondió el hombre. El sometimiento de la coerción se estaba desvaneciendo—. Deberías vestirla mejor, ya sabes.
—No tengo ningún interés en ponerle ropa —le contestó mientras me apartaba de allí.
—Cuidadito —le advertí entre dientes— o podrías ser tú el que acabe con la copa estampada en la cara.
—Interpreto un papel, mi pequeña dhampir, un papel que garantice que no te metes en líos —nos detuvimos cerca de la sala de póquer del casino, y los ojos de Adrian me pegaron un repaso de la cabeza a los pies—. Sin embargo, ese tío tenía razón con lo de la ropa.
Apreté los dientes.
—No me puedo creer que haya dicho todo eso sobre el padre de Lissa.
—Los cotilleos y los rumores no se acaban nunca, y tú, precisamente, deberías saberlo mejor que nadie. Da igual que hayas muerto. Además, esa conversación iba en realidad en nuestro beneficio, y con eso quiero decir que iba en tu beneficio. Es probable que alguien más se esté planteando ya la teoría del trabajo hecho desde dentro. Si ese tío puede ayudar a moverla un poco más, será una garantía de que a nadie se le ocurra que el guardián más peligroso del mundo pudiera estar implicado.
—Supongo —a la fuerza, controlé mi temperamento. Yo siempre había sido de fácil provocación, y ahora sabía a ciencia cierta que los fragmentos de oscuridad que había ido recibiendo de Lissa en las últimas veinticuatro horas estaban empeorando las cosas, tal y como yo me temía. Cambié de tema, y me dirigí a un terreno firme—. Te estás portando bastante bien ahora, teniendo en cuenta lo enfadado que andabas antes.
—No estoy en absoluto tan feliz, pero he estado pensando.
—Oh, ¿te importaría ilustrarme?
—Aquí no. Ya hablaremos más adelante. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.
—¿Como encubrir un delito y largarnos de esta ciudad sin sufrir un ataque de los strigoi?
—No. Como que yo gane un dinero.
—¿Estás loco? —jamás era una buena idea hacerle esa pregunta a Adrian—. Nos acabamos de escapar de una banda de monstruos sedientos de sangre, ¿y el juego es lo único en lo que eres capaz de pensar?
—El hecho de estar vivos significa que tenemos la obligación de vivir —argumentó—. En especial si, de todas formas, disponemos del tiempo.
—A ti no te hace falta más dinero.
—Me hará, si mi padre me echa. Además, se trata de disfrutar del juego.
Enseguida me di cuenta de que con aquello de «disfrutar del juego», Adrian se refería a «hacer trampas», y eso siempre que considerases que la utilización del espíritu era hacer trampas. Gracias a la gran capacidad mental asociada al espíritu, a sus manipuladores se les daba muy bien interpretar a la gente. Victor tenía razón. Adrian soltaba bromas y no dejaba de pedir copas, pero yo notaba que estaba prestando minuciosa atención a los demás. Y, aunque tenía el cuidado de no decir nada de manera explícita, sus expresiones hablaban por él: seguro de sí mismo, impredecible, enfadado. Sin palabras, seguía siendo capaz de proyectar la coerción y marcarse faroles con los demás jugadores.
—Vuelvo enseguida —le dije al sentir la llamada de Lissa.
Despreocupado, me dijo adiós con la mano. Viendo que había algunos guardianes en la sala, yo tampoco me preocupé por su integridad. Lo que sí me preocupaba era que se diese la circunstancia de que algún miembro de seguridad del casino se diera cuenta de su coerción y nos echaran de allí a todos. Los manipuladores del espíritu eran quienes la ejercían con mayor fuerza, pero todos los vampiros contaban con ella hasta cierto punto. Su utilización se consideraba inmoral, de manera que estaba prohibida entre los moroi: un casino tendría poderosas razones para mantenerse alerta ante su uso.
La zona comercial resultó estar muy cerca de la sala de póquer, y encontré a Lissa y a Eddie con rapidez.
—¿Qué me tienes que contar? —pregunté mientras caminábamos de regreso.
—Tenemos un vuelo por la mañana —dijo Lissa. Vaciló—. Podíamos habernos ido esta noche, pero…
No hacía falta que finalizara la frase. Después de lo que habíamos pasado aquel día, ninguno de nosotros deseaba arriesgarse lo más mínimo a tener un encuentro con los strigoi. Para llegar al aeropuerto nos habría bastado un viaje en taxi, pero aun así, eso suponía tener que arriesgarnos a salir ahí fuera en la oscuridad.
Hice un gesto negativo con la cabeza y los conduje hacia la sala de póquer.
—Habéis hecho bien. Ahora tenemos tiempo por delante… ¿Quieres coger una habitación y dormir un poco?
—No —se estremeció, y sentí el temor en ella—. No me quiero apartar del gentío. Y me da algo de miedo lo que soñaría…
Adrian quizá fuera capaz de actuar como si le diesen igual los strigoi, pero aquellos rostros seguían persiguiendo a Lissa en su cabeza, en especial el de Dimitri.
—Bueno —dije con la esperanza de lograr que se sintiera mejor—. Quedarnos despiertos nos ayudará a recuperar el horario de la corte, y también puedes ver cómo los de seguridad del casino echan a Adrian a la calle.
Tal y como había esperado, ver a Adrian hacer trampas con el espíritu sí que distrajo a Lissa, tanto que incluso se interesó por probarlo ella misma. Genial. Le insistí para que participase en juegos menos arriesgados y le hice un resumen de cómo Adrian le había metido en la cabeza a aquel moroi de la barra la idea del trabajo hecho desde dentro. Y omití la parte sobre su padre. Como por arte de magia, la noche transcurrió sin incidentes —ni con strigoi ni con los de seguridad— e incluso hubo un par de personas que reconocieron a Lissa, lo cual ayudaría con nuestra coartada. Eddie no me dirigió la palabra en toda la noche.
Salimos del Witching Hour por la mañana. Ninguno de nosotros estaba contento después de haber perdido a Victor o después del ataque, pero el casino nos había calmado un poco a todos, al menos hasta que llegamos al aeropuerto. En el casino nos vimos inundados de noticias del mundo de los moroi, aislados del de los humanos, pero mientras esperábamos la salida de nuestro vuelo, no pudimos evitar ver la televisión, que parecía estar por todas partes.
Los titulares de la noche previa los copaba un asesinato en masa que había tenido lugar en el Luxor, un suceso que no había dejado ninguna prueba a la policía. A la mayoría de los guardias de seguridad del casino implicados les habían roto el cuello para matarlos, y no se habían hallado más cuerpos. Me imaginé que Dimitri habría lanzado al exterior los cuerpos de sus compinches, donde el sol los habría convertido en cenizas. Mientras tanto, el propio Dimitri se había escabullido sin dejar testigos de ninguna clase. Ni siquiera las cámaras habían grabado nada, cosa que no me sorprendía. Si yo era capaz de deshabilitar el sistema de vigilancia de una prisión, Dimitri sin duda podía conseguirlo en un hotel humano.
Cualquier mejoría que hubiésemos logrado en nuestro estado de ánimo se desvaneció al instante, y no hablamos mucho más. Me mantuve al margen de la mente de Lissa, ya que no me hacía ninguna falta que la tristeza de sus pensamientos amplificase mi propia depresión.
Habíamos reservado un vuelo directo a Filadelfia, y cogeríamos otro vuelo corto de regreso al aeropuerto cercano a la corte. A qué nos enfrentaríamos allí…, bueno, tal vez esa fuese la menor de nuestras preocupaciones.
No veía ningún peligro de que los strigoi abordasen nuestro avión en pleno día y, sin ningún prisionero al que vigilar, me abandoné a un sueño que me hacía mucha falta. No recordaba la última vez que me lo había echado en todo aquel viaje. Dormí profundamente, pero mis sueños estuvieron dominados por el hecho de que había dejado escapar a uno de los criminales moroi más peligrosos, había permitido que un strigoi se largase y había provocado la muerte de un buen número de humanos. Ninguno de mis amigos era responsable. Todo aquel desastre recaía sobre mí.