En qué se basa la pervivencia de las iglesias o ¿hasta cuándo durará este estado de cosas?

Abordemos por fin la cuestión favorita: ¿qué es lo que perece y qué es lo que queda? No faltan al respecto abundantes respuestas desde el interior de la iglesia. Un ejemplo: en los seminarios reina un ambiente de lo más divertido y es que, en último término, nadie puede vivir de puros «sacrificios», al menos no de los propios (sí que puede vivir, claro está, de las donaciones ajenas). Cuando se aproxima la sacra ordenación no sólo aumenta considerablemente la seriedad moral: también se intensifican los pasatiempos. En esa fase no faltan cuchicheos acerca de los aspirantes que compiten por el sacro cargo, y de vez en cuando se hace inevitable pronunciar algún juicio acerca de las luces de algunos de ellos. Una sentencia bien conocida en los círculos eclesiásticos alecciona ya a los aspirantes a futuros cargos en el seno de la dotación personal de un obispado: «La piedad caduca, la estulticia perdura». En favor de esa sentencia hablan las experiencias seculares habidas con los dignatarios espirituales. «Llevamos nuestro tesoro en vasos terrenales», opinaba ya el apóstol. Claro que cuando se trata no de un dignatario en concreto sino de la institución como tal, ya no hallamos ninguna máxima tan corroborada por la experiencia. El lema en ese caso es que la iglesia «piensa en dimensiones seculares». El clérigo habla entonces de «verdades intemporales» procedentes de la «Roma eterna». En esas floridas frases y en esas palabras nebulosas no se percibe, sin embargo, el principio básico que las inspira: el de la propia supervivencia. Eso pese a que éste sí que está respaldado por una experiencia profunda y validado por la historia. Ese principio reza: «El espíritu se ha desvanecido, pero queda el dinero». Los españoles, que entienden más de catolicismo que los alemanes, lo expresan con una vieja sentencia: el dinero es muy católico.

¿Qué pensaba Pablo? ¿Que los suyos llevaban su tesoro en vasos terrenales? Entretanto esos vasos resultan muy valiosos y quienes guardan el tesoro de la palabra hacen todo lo posible para que nadie destroce sus vasos. Pueden hundirse muchas cosas, puede incluso que las puertas del infierno destruyan el espíritu y que el pueblo creyente se disperse por los cuatro vientos, pero hay algo que debe permanecer a toda costa: la institución basada en distintos factores externos que actúan como seguro, tales como el privilegio y el dinero. Legitimarla y legitimarse a sí mismo a través de ella se ha convertido en el objetivo egocéntrico del clero. El ominoso «resto santo» no está, ni de lejos, representado por el «pobre, el paupérrimo puñado» de fieles residuales. Ese resto santo está constituido por dinero contante y sonante y defendido por legiones de eclesiásticos. Y con todo, las cifras no se indican en ningún «catecismo». Allí no se habla de dinero, sino de «la manifestación terrenal de la iglesia». Se omite decir que esa manifestación terrenal es la única en la que se hace presente la iglesia y que no hay nada más allende la misma. Se omite porque la verdad en este punto sólo iría en detrimento del negocio. Las condenas tronitonantes de la «sociedad del rendimiento» no tienen nada de sinceras: con trucos teológicos más que cuestionables se trata de rebajar el rendimiento ajeno silenciando el hecho de que los clérigos, vía impuestos eclesiásticos, no viven de otra cosa sino de lo que los otros rinden. ¿«Sociedad de consumo»? ¿Quién se aprovecha más de ella que la propia iglesia? ¿Qué otra institución rinde menos en relación con los cuantiosos beneficios que obtiene? ¿Acaso no pertenecen los clérigos, justamente ellos, a aquel estrato social que se distingue de todos «los de abajo» por su consumo más elevado, por sus necesidades más elevadas y por su pretendidos gustos superiores?

¿Qué es lo que la iglesia realmente se embolsa?

Hay un principio que rige la experiencia cotidiana: antes de que otra gente acceda a nuestro dinero tienen que haber hecho algo para ello. Es también obvio que previamente a su conversión en «dinero de la iglesia» ese dinero es algo nuestro. Antes, pues, de soltarlo sin más es preciso que la iglesia preste algún rendimiento por ello. Y después de que lo haya recibido ha de mostrar lo que ha hecho de él. Ese principio no tiene nada de malo pero se da el caso de que en la RFA, sin ir más lejos, un estado ornado con símbolos cristianos residuales, ese principio está por regla general fuera de uso. Las dos grandes iglesias cuentan aquí con un apoyo sustancial de las leyes y de la propia constitución. La Constitución de la República Federal (Art. 140) convierte a ambas iglesias en grupos privilegiados y les garantiza una financiación que no tiene par en el mundo. Es interesante que también los no alemanes sepan qué cosas son posibles por aquí. Hoy resultaría imposible que las iglesias hicieran pasar felizmente por el parlamento leyes como las aludidas. En la Dieta Federal (parlamento) no obtendrían ya la necesaria mayoría. Pero es que ya no necesitan respaldar democráticamente sus privilegios: pueden remitirse a acuerdos, algunos de los cuales se remontan a fechas de hace más de 200 años.

La separación entre la iglesia y el estado, que la actual constitución heredó de la de Weimar, ha sido prácticamente vaciada de sentido. Quien reflexione acerca de la situación fáctica en la RFA no llegará a la conclusión de que semejante separación esté realmente estipulada en la constitución o se haya hecho ya efectiva. ¿Será cuando menos posible modificar en algo esa «situación normal»? El juez administrativo G. Czermak escribe que la bibliografía relativa a la situación jurídica de las iglesias en el marco del derecho público está redactada en un 95% de los casos «por juristas que son, cuando menos, muy próximos a aquellas y que ello tiene sus correspondientes repercusiones en el plano de la jurisprudencia». Consecuencia de ello es que las posiciones opuestas se consideran sin más extraviadas o indignas de ser citadas. Y actualmente no hay «ningún otro ámbito jurídico tan amplio en el que la bibliografía y la praxis jurídica se hayan alejado de tal manera de la letra y del espíritu de las normas fundamentales como en el caso del derecho público eclesiástico».

Y los verdaderos responsables de que ello sea así no son otros sino aquellos juristas que preconizan la «catolización del derecho» (expresión del juez constitucional Helmut Simón).

En ese punto hay muchas cosas pendientes de una necesaria enmienda política. En el interim las iglesias siguen viviendo alegremente de nuestro dinero. Ellas no tienen, por supuesto, el más mínimo interés en que las cosas cambien. Es bien sabido que a la mayoría de los humanos les resulta muy difícil romper con lo que ya es habitual, con los tabúes, y ahondar en el trasfondo de esa cuestión de «la iglesia y nuestro dinero». La existencia de esa zapatilla de freno psicológica que dificulta la ruptura de tabúes es algo que la iglesia y el estado sopesan conscientemente en sus comunes cálculos. Los clérigos viven como el ratón en medio del queso. De qué viven y hasta qué punto viven bien es algo que se expondrá en los apartados que siguen.

¿Por qué pagar impuestos a la iglesia?

Cuando se aborda la cuestión de «la iglesia y el dinero» el tema de los impuestos eclesiásticos suele ser central. Es un tema conocido de todos, tanto si los pagan como si no (ya sería de desear que la gente tuviera el mismo grado de conocimiento respecto a los casos de concesión tácita de subvenciones a las iglesias por parte del gobierno federal, de los estados federados y de los municipios). El concepto de «impuestos eclesiásticos» desenmascara de por sí todo el sistema a cuyos propósitos sirve. El impuesto eclesiástico es un tributo forzoso, impuesto a todos los fieles de cada iglesia sin que éstos puedan hacer valer su derecho a contraprestaciones concretas. Un estado que, según la propia constitución (Art. 3, 3) está obligado a tratar a todos por igual, no sólo garantiza la aportación de un tributo por parte de los miembros de ciertas comunidades religiosas, sino que, más allá de sus obligaciones constitucionales, recauda él mismo ese tributo por medios de sus organismos fiscales («cobranza estatal»). Ningún otro grupo de intereses de la RFA goza, ni de lejos, de semejante trato privilegiado. El derecho al cobro de impuestos por parte de las dos grandes iglesias está anclado en la constitución (Art. 140). Los acuerdos estatales con cada iglesia, las leyes particulares de cada estado autónomo así como los decretos fiscales eclesiásticos acerca de las tasas impositivas dan después concreción al sistema fiscal eclesiástico.

Requisito de la obligación de pagar impuestos eclesiásticos es la pertenencia a una iglesia que cobre impuestos. El darse de baja en la misma implica asimismo el fin de esa obligación. La intensidad del vínculo personal con esa iglesia no juega el más mínimo papel. Lo que cuenta es la pertenencia formal. Ésta, a su vez, se fundamenta en el bautismo (cuando se era lactante). La cesación formal de la pertenencia —también la motivada por el consiguiente ahorro de impuestos— está aún bajo la amenaza de la excomunión, de modo que la relación con Dios va ligada, al menos en Alemania, al pago voluntario de cierto impuesto. Nuestros vecinos europeos, sean del Este o del Oeste, no salen de su asombro al oír cosas así: cosas inauditas, pero muy ciertas, pasan en las iglesias alemanas. Pues antes de que el Tribunal Constitucional consiguiera poner coto a las pretensiones de las iglesias, éstas no tenían el menor empacho en recaudar impuestos a las denominadas personas jurídicas, es decir, empresas y sociedades anónimas. En sí mismas no había la menor disposición a renunciar voluntariamente al cobro de impuestos a corporaciones económicas (no bautizadas) ni a exonerar del pago de los mismos a un musulmán casado con cristiana.

En ciertos cantones germanoparlantes de Suiza algunas personas jurídicas (industrias, bancos, etc) siguen pagando «impuestos eclesiásticos». Esos procedimientos suponen para la iglesia un sustancioso bocado adicional. Tan sólo en el cantón de Solothurn la iglesia evangélica reformada se embolsó en 1989 por ese concepto algo más de 600.000 francos suizos (unos 60 millones de Ptas). En total se estima que por esa vía unos 18 millones de francos (casi 1.800 millones de pesetas) van a parar a los bolsillos de las distintas iglesias suizas.

¿Han de aplicarse tarifas impositivas especiales para quienes ganen más?

El impuesto eclesiástico se calcula a partir de un determinado porcentaje aplicado a la deuda impositiva total de cada contribuyente (teniendo en cuenta, en la inmensa mayoría de los casos, el impuesto sobre la renta de las personas físicas). El porcentaje-tipo aplicado actualmente, por lo que respecta a la RFA, es de un 8 a un 9%. Antes de la reforma monetaria se elevaba a un 3 o un 4%. Quienes tienen ingresos muy cuantiosos pueden negociar a intervalos regulares tarifas especiales. Al magnate de la industria Krupp, verbigracia, se le concedió hace ya unos decenios una regulación especial, y otras figuras de gran prominencia social, como los próceres de la familia Hoesch, constituyeron en su momento un sedicente consejo económico asesor en asuntos eclesiásticos con la pretensión de intervenir en las decisiones que afecten al uso que la iglesia haga de las cantidades aportadas por sus miembros en concepto de impuestos. La gente más modesta no goza de esa suerte en sus relaciones con aquella institución y en cualquier caso han de pagar la totalidad del porcentaje. Cualquier aplazamiento o reducción depende exclusivamente de la voluntad de las iglesias, pues en este caso son ellas, y no el estado, los acreedores fiscales y también son ellas, consecuentemente, las que deciden, caso por caso, si cobran o dispensan de la deuda. La cobranza efectuada por el estado, a la que, como ya se dijo, no está obligado constitucionalmente, es resarcida por parte de las iglesias mediante la cesión de entre el 3 y el 4% de la suma total recaudada en concepto de impuestos eclesiásticos. El esfuerzo principal de esta cobranza lo repercute el estado sobre las espaldas de los patronos, quienes a la hora de pagar a sus asalariados deben retener los impuestos eclesiásticos exigibles en cada caso, sin que puedan exigir por esa tarea indemnización alguna. Ese procedimiento presupone desde luego que se inscriba en la tarjeta de impuestos la pertenencia a una u otra confesión. Ahora bien, esa obligación de expresar la adscripción confesional en las tarjetas de impuestos no es inobjetablemente constitucional.

Está muy claro, desde hace ya bastante tiempo, que la razón por la que la iglesia se aferra a que sea el Estado quien cargue con la cobranza de sus impuestos no estriba en que aquélla le supondría, en otro caso, costos administrativos más elevados. A la vista del nivel alcanzado hoy por los grandes centros de cálculo, los costos serían probablemente inferiores. Las experiencias aducibles a partir de los cantones suizos de Basel-Ciudad y Basel-Comarca muestran que la deducción de los impuestos eclesiásticos a partir de la cuenta corriente salta más a la vista, mientras que la misma es más inaparente cuando se refiere al salario bruto, donde aparece empequeñecida entre los otros impuestos y las deducciones sociales. Si se descontara directamente de la cuenta corriente, la tendencia a salirse de la iglesia aumentaría considerablemente, tanto más cuanto que el patrón tampoco tendría constancia de ella. Pero exponerse a perder fieles es lo último que podría permitirse una institución que se pirra por el dinero. De ahí que en la RFA esa institución persista en la escabrosa manera de cobrar sus impuestos a través del Estado. Y los «Länder» de la ex RDA han entrado en el mismo juego porque, en una especie de acto de piratería clerical, se les endilgó el mismo procedimiento federal. Aguardamos con la máxima expectación a ver si la querella constitucional presentada por los afectados tiene o no éxito: en definitiva, las cuestiones relativas a los impuestos eclesiásticos son de la competencia de cada «Land» (Estado Federado) y hasta el momento ninguno de esos cinco nuevos «Lander» ha hecho nada que permita deducir qué leyes adoptarán al respecto.

La vinculación del impuesto eclesiástico a la política fiscal conlleva naturalmente que toda reducción o elevación de impuestos repercuta también en aquel. De ese modo la iglesia se hace dependiente de las política fiscal y de rentas del Estado. Y también del crecimiento económico. Eso no la hace más libre, pero sí más adinerada. En el actual sistema impositivo, por lo demás, sólo una minoría de los miembros de las iglesias pagan sus impuestos a éstas. Los o las ciudadanas carentes de ingresos o con ingresos muy bajos están exentos del impuesto eclesiástico, así como los que perciben una renta social elevada. No es, pues, cierto que toda la grey contribuya al mantenimiento del personal empleado por cuenta de la iglesia y que las grandes confesiones presentes en la RFA sean completamente independientes de quienes perciben los ingresos más cuantiosos.

¿Las iglesias recaudan más o menos dinero año tras año?

Los consabidos lamentos eclesiásticos acerca de las mermas en la percepción de impuestos no tienen ninguna justificación: el monto de los impuestos eclesiásticos, según informó el Ministerio de Hacienda de la RFA el 1 de octubre de 1990 en respuesta a una interpelación parlamentaria de Los Verdes, viene aumentando según un promedio anual de un 7% desde el año 1970. Ese aumento es superior tanto a la tasa media de inflación como al aumento de la masa salarial. Que el promedio de aumento del salario medio de los trabajadores de la RFA, entre 1970 y 1990, haya sido de un 3,2% anual es una de las caras de este asunto. Que la masa recaudada en concepto de impuestos eclesiásticos haya aumentado en ese periodo según un promedio anual de 5,9% expresa la otra cara. Por lo que respecta a las iglesias evangélicas de los distintos «Lander» la tasa de aumento del impuesto eclesiástico personal asciende, entre los años de 1975 y 1985, a no menos de un 73,9%. En Berlín occidental llega incluso a un 103,9%. Si antes de 1945 las iglesias percibían entre dos y tres DM por cada feligrés, en 1963 la suma se elevaba ya a 45 DM. En 1986, cada miembro de una iglesia evangélica regional pagó promedialmente 231 DM en impuestos eclesiásticos. El aumento de los ingresos de las iglesias por ese concepto se elevó de 1984 a 1985 a un 14,46%. De éste año al 86, en un 5,69 %. En 1963 las dos grandes iglesias recaudaron un total de 2.400 millones de DM. En 1983 esa suma se elevaba ya a 9.330 millones de DM (unos 800.000 millones de Ptas) de DM y en 1990 han superado a buen seguro los 14.000 millones de DM (más de 1,2 billones de Ptas). La diócesis de Rottenburg-Stuttgart comenta exultante el «inesperado plus» de ese año y calcula que para 1991 se dará con seguridad un aumento de otro 6,5 %, incluso contando con posibles efectos negativos derivados de la «tendencia al debilitamiento de la coyuntura económica de los USA y de la Crisis del Golfo».

Ya es significativo que un contribuyente con ingresos medios tenga que meter sucesivamente la mano en su bolsillo y sacar entre 30.000 y 40.000 DM a lo largo de su vida activa para satisfacer el impuesto eclesiástico, equivalente a pasar casi un año entero de su vida trabajando para la iglesia. ¿No es, tal vez, un pago excesivo con respecto a los servicios que aquélla le presta? Ni siquiera las prestaciones de servicios especiales como los del casamiento o del entierro quedan por lo demás cubiertos mediante los varios millares de marcos pagados a lo largo de una vida: algo que nos debiera hacer pensar. En la RFA, los impuestos eclesiásticos equivalen en su totalidad a un tributo especial deducido a partir de la carga impositiva total. De ese modo repercute, año tras año, en el ajuste anual de la imposición personal a los asalariados y en las declaraciones fiscales de los demás. De esa manera, el estado sufre anualmente una merma de sus impuestos que asciende a más de tres mil millones de marcos y los alemanes se quedan tan conformes. No pocos de ellos experimentan como un alivio para su conciencia social el que el estado se ocupe de esa cobranza: quien paga automáticamente ha aportado ya su contribución para paliar las miserias cercanas y remotas y queda con ello eximido de otras acciones caritativas. Otros se quejan de cuando en cuando, sobre todo cuando llega la extraordinaria de Navidad (con sus correspondientes deducciones en favor de la iglesia), pero siguen pagando.

También los ciudadanos de los territorios de la antigua RDA han tenido que plegarse al sistema imperante en la RFA a partir del 1 de enero de 1991. La población de la antigua RDA habría acogido en 1991 el compromiso social de las iglesias con la misma satisfacción mostrada en la época anterior al viraje político, pero la primera iniciativa emprendida por las iglesias alemanas fue la de ampliar el sistema de recaudación del impuesto eclesiástico a los nuevos ciudadanos federales. La consecuencia, más que justificada, fue el número más que considerable de personas que causaron baja en la grey. Allí donde rige el dinero en sustitución del espíritu, las personas que tienen una cabeza pensante no pueden reaccionar de otro modo. Allí donde los políticos abandonan el campo en favor de los piratas, todo discurso sobre moral resulta un sarcasmo.

¿Qué subvenciones pretenden para sí las iglesias?

Las grandes iglesias no viven únicamente de sus propios impuestos. En la RFA obtienen asimismo dinero, en cuantía considerable, procedente de los impuestos generales. Eso es algo que ignora la mayoría de los que contribuyen a financiarlas por esa vía. Todos los contribuyentes federales de la RFA, independientemente de si pertenecen o no a una de las grandes iglesias, de si son cristianos o mahometanos, aportan algo a las subvenciones que su estado pone al servicio de ambas iglesias mayoritarias. Entre esas «prestaciones del Estado» hay que contar: la financiación, en todo el ámbito federal, de la enseñanza religiosa en las escuelas, que se lleva cada año unos 3.000 mil millones de marcos; la formación académica de la cantera eclesiástica en universidades y escuelas superiores (1.100 millones de DM); la subvención económica a favor de las escuelas universitarias eclesiásticas y de la Universidad de Eíchstátt; la promoción económica de la acción pastoral en el seno de la Bundeswehr (las fuerzas armadas federales), en la policía y el sistema penitenciario (130 millones de DM); los gastos para la conservación y restauración de monumentos (270 millones de DM); las subvenciones estatales destinadas a completar la remuneración de los sacerdotes; la exención de las iglesias de la contribución territorial, del impuesto por adquisiciones, del impuesto sobre donaciones y herencias así como el carácter deducible del impuesto eclesiástico.

El conjunto de las subvenciones antedichas arroja una cifra total de unos 7.000 millones de DM, a la cual han de sumarse aún las prestaciones provenientes de los municipios y cabezas de partido judicial, de la Oficina para la Procuración de Empleo y las provenientes de la Delegación Federal para el Empleo Civil. El informe oficial del Gobierno Federal sobre subvenciones relativo al año de 1980 mencionaba la cifra de 31.700 millones anuales vertidos en favor de las iglesias. En el de 1983, debido a la aplicación de otros criterios, se hablaba únicamente de 15.500 millones de DM.

Las «prestaciones del Estado» se basan en leyes, acuerdos y títulos jurídicos determinados que conceden a las iglesias el derecho a subvenciones especiales. Ese derecho se remonta en algunos aspectos a fechas de hace 150 años. La República de Weimar preveía en su constitución (Art. 138 I) su cancelación y consiguiente supresión de subvenciones, pero la República Federal, en contra del mandato de la propia constitución, no ha dado hasta el momento la más mínima señal de querer cancelar esas vetustas obligaciones. Eso significa que nuestro estado sigue obligando todavía a todos sus contribuyentes sin excepción a financiar actividades religiosas concebidas por y para las grandes iglesias. Es muy natural que éstas se guarden muy mucho de permitir siquiera que se ponga en discusión una fuente de ganancias tan segura.

Si el Estado de Renania-Palatinado pagaba en 1960 10 millones de DM en prestaciones del tipo antedicho, en 1966 éstas sumaban ya 13,3 millones. En 1968 se elevaron ya a 260 millones en total. En el presente año se elevarán, de seguro, al quíntuplo de esa última cifra. Tan sólo el Estado de Renania del Norte-Wesfalia abona a las iglesias, limitándonos ahora a las «obligaciones heredadas», la bonita suma de 350 millones de DM (el parlamento de ese mismo estado ha de conformarse con la décima parte de esa suma). Aparte de ello, Renania del Norte-Wesfalia exime a las iglesias de gravámenes en concepto de impuestos, contribuciones y tasas por una suma estimada en unos 150 millones de DM anuales. La suma de otras subvenciones, estimada en unos 500 millones de DM, se paga a partir de los recursos obtenidos por la tributación normal, de modo que la aportan cristianos y no cristianos, personas vinculadas confesionalmente y aconfesionales. Sin que él tenga la menor idea del asunto, cada contribuyente de este Land aportó en 1987 su cuota para financiar sumas como éstas: 7,8 millones de DM en concepto de «dotación a diócesis y archidiócesis», es decir, para subvenir al sustento de obispos y deanes. 25 millones destinados a la remuneración de unos 200 docentes de Teología y los gastos correspondientes de inversión y consumo. 292 millones de marcos destinados a la remuneración de los profesores de religión de las escuelas del Land, sin incluir las cantidades invertidas en gastos de material y mobiliario. En 1987, la sola iglesia Católica de Renania del Norte-Wesfalia recaudó otros 2.300 millones de DM a través del impuesto eclesiástico.

Acuerdos más recientes con las iglesias de ámbito estatal, verbigracia, el Concordato de la Baja Sajonia del año 1965, conllevan, como siempre, las viejas obligaciones de pago, como si parlamentos y gobiernos democráticamente legitimados no tuvieran otra cosa que hacer —otra cosa, se entiende, más amistosa cara a sus pueblos— que perpetuar por escrito el actual statu quo. Como si los representantes del pueblo de la época contemporánea no tuvieran otra opción que la de seguir sirviendo a los intereses de un grupo, el estamento clerical, cuya significación sufre continua merma cuantitativa, y hacerlo además guardando las mismas formas que, hace más de 200 años y bajo condiciones completamente distintas, se aceptaban como parte del derecho. Desde el año 1919 no se ha hecho ni un solo esfuerzo serio de ámbito panalemán para cumplir con uno de los mandatos de la constitución: el de la «supresión de subvenciones estatales a los particulares». El interés dominante va en sentido opuesto: en vez de «suprimir» se exige «garantizar» tales subvenciones, algo que haría imposible cualquier modificación futura. Los acuerdos concluidos con la iglesia en los últimos tiempos garantizan aquellas prestaciones en forma de rentas dinerarias. En ellos no se habla para nada de suprimir, y la iglesia puede proseguir con su vida de rentista. Y por cierto que no es mala vida la suya. Las subvenciones estatales continuarán a la orden del día mientras no haya nadie que exija e imponga el acabar con ellas.

¿Por qué razón habría que «indemnizar» a la iglesia?

¿Por qué tienen los distintos estados federados que aportar las antedichas prestaciones? ¿De dónde les viene ese embolado de obligaciones legales y contractuales? Les viene de que son ellos quienes apechugan con las consecuencias de la «secularización», aquella expropiación de bienes de la iglesia del año 1803. Ésa es la razón que justifica el que hayamos de seguir pagando «indemnizaciones» a la grandes iglesias. La iglesia era en otros tiempos la mayor propietaria en tierras de toda Alemania. Cuestión muy distinta es la de cómo accedió a posesiones tan descomunales: todavía no hay acerca de ello datos fiables, porque la historiografía general guarda al respecto un significativo silencio y los historiadores de la iglesia hacen bien en no escarbar demasiado.

El clero poseía en el s. XIII casi una cuarta parte de todo el suelo alemán. Ni siquiera la Reforma modificó gran cosa esa situación. Cierto es que a lo largo de la Guerra de los 30 Años fueron secularizadas, es decir, convertidas en propiedad de seglares, vastísimas extensiones de tierra de titularidad episcopal y monacal. Pero lo no expropiado era aún más que considerable. Los príncipes electores eclesiásticos de Colonia, Tréveris y Maguncia, así como los obispos de Worms y de Spira —todos ellos herederos y beneficiarios de posesiones acumuladas mediante la rapiña— sólo se sintieron amenazados en sus posesiones a comienzos del s. XIX. En 1801, el emperador Francisco II tuvo que ceder a Francia, en nombre del disuelto imperio, todas las tierras de la orilla izquierda del Rin. Los príncipes alemanes del Reich Alemán pusieron el grito en el cielo: exigían que por las pérdidas sufridas en la orilla izquierda se les compensase con tierras de la orilla derecha. Como masa compensatoria se ofrecían a la vista las fincas de la iglesia. La «Resolución Principal de la Delegación Imperial», adoptada en Ratisbona en 1803, fijó el 22 de febrero por escrito la secularización general de las iglesias del Reich. Todos los derechos de soberanía secular de las iglesias y sus bienes fueron confiscados en beneficio de los príncipes seculares. La secularización afectó a un territorio de unos 3.000 kms. cuadrados con más de 3 millones de habitantes, es decir, a los tres principados renanos de los príncipes electores eclesiásticos de Colonia, Tréveris y Maguncia, así como al principado-archidiócesis de Salzburgo juntamente con 18 principados episcopales, unas 80 abadías, cabildos directamente dependientes del Reich y unos 200 monasterios. Los señores seculares podían darse por contentos: Baviera obtuvo siete veces más de lo perdido; Prusia, un quíntuplo y Wurtenberg, un cuádruplo. La iglesia, claro está, mostró su descontento y sus pérdidas exigían expiación. De ahí que los príncipes quedasen obligados en adelante a velar por la dotación de las catedrales y por el pago de pensiones a los dignatarios religiosos. En el transcurso de los decenios siguientes esas obligaciones fueron concretadas en acuerdos expresamente concluidos con las iglesias, muchas de cuyas estipulaciones rigen hasta nuestros días. Cualquier entidad que se considere a sí misma como Estado alemán ha de pagar. El Estado monárquico pagó; lo hizo la República de Weimar y también lo siguen haciendo los actuales Länder. Mientras que la iglesia jamás resarció en lo más mínimo a ninguna de sus víctimas, ella misma se hace resarcir a lo largo de los siglos.

Apenas se entrevé el más mínimo indicio de cuestionamiento de esa situación, los lamentos eclesiásticos se elevan de tono. En diciembre de 1918 los obispos alemanes no tenían cosa más importante que hacer que la de protestar contra la amenaza de supresión de las prestaciones estatales y en medio de la miseria imperante en la postguerra recordaban enfáticamente su propio «expolio». A los párrocos les gusta hablar de renuncias y de sacrificios, pero su iglesia no se adelanta a los demás dando ejemplo. Se aferra a las antedichas y trasnochadas prestaciones como a una renta segura. Sus portavoces han conseguido presentarse como «víctimas».

Y todos, sin que se nos pregunte al respecto, seguimos pagando indemnizaciones al clero. La República Federal Alemana ha heredado esa carga en calidad de deudora única de la iglesia. Sírvanos de consuelo: al menos no tenemos que pagar indemnizaciones adicionales para compensar pérdidas sufridas por la iglesia en épocas aún más tempranas, como las infligidas por Carlos Martel (muerto en el año 741): ningún Land alemán se interpreta a sí mismo como heredero jurídico del carolingio. La expresión acuñada expresamente por los clérigos para exigir las prestaciones, la de «responsabilidad heredada», no surte efecto en ese caso.

¿Cuánto dinero procedente de los impuestos generales fluye del Ministerio de Defensa hacia las iglesias?

Una constatación previa: el ejército no tiene nada que reprochar a sus capellanes. Y es que lo que está en juego en la asistencia pastoral castrense es lo siguiente: «Confortar la conciencia de los soldados en relación con su actuación legítima en caso de guerra», tal como lo define la alta dirección militar ubicada en la Hardthóhe. Las conciencias confortadas pagan gustosas. Si su conducta queda justificada no sería justo que sus confortadores se consuman en la miseria. No atribule, pues, nuestra conciencia el hecho que nos sirve de punto de partida: tan sólo el personal eclesiástico activo en las fuerzas armadas de tierra se lleva anualmente 45 millones de marcos en concepto de salarios y sueldos. Esas percepciones básicas no incluyen todavía las indemnizaciones por rescisión o acabamiento de contrato, los gastos de traslado ni las dietas por viajes de servicio. Los dos obispos castrenses —evangélico, el uno, y católico, el otro— se embolsan complementos especiales. Sus sueldos se elevan en cada caso a unos 180.000 marcos anuales (algo más de 20 millones de ptas.). A ello hay que sumar ingresos camuflados como la compensación por los gastos de teléfono, el suministro de combustibles y lubricantes y el pago de la energía consumida en el desempeño de su cargo: electricidad, gas y gasoil. La adquisición y el mantenimiento de los vehículos oficiales de los capellanes castrenses costaron en 1988 más de 900.000 marcos. La «formación para la vida», enseñanza obligatoria para todos los reclutas (y por ello mismo anticonstitucional) e impartida por sacerdotes castrenses exigió gastos superiores a los 890.000 marcos. A la participación de los soldados en actividades religiosas especiales, tales como ejercicios espirituales, se destinaba casi un millón de marcos. La adquisición de escritos de carácter pastoral y la impresión de textos destinados a la actividad pastoral castrense le costó a la República Federal más de 400.000 marcos. Los libros de rezos y cánticos religiosos para soldados consumieron una suma semejante. Sumemos a ello 167.000 marcos para la adquisición de objetos y ropas de culto. El Ministerio Federal de Defensa no se limita a gastar dinero en carros de combate y en cohetes, sino que también lo hace en cirios de altar y vinos para la consagración. Y todo ello lo pagan también los que no tienen ninguna adscripción confesional y pese a que el estado, que según la propia constitución es neutral en cuestiones cosmovisionales, podría limitarse a permitir la asistencia pastoral castrense sin necesidad de «implantarla» y menos aún de financiarla al completo.

Que las cosas continuarán de inmediato como hasta ahora en la República Federal, eso es algo que se deduce con evidencia de la lectura de los «Estatutos papales para el ámbito de la jurisdicción de los obispos castrenses católicos de la Bundeswehr», que entraron en vigor el 1 de enero de 1990. Esos estatutos garantizan dinero, dependencias de servicio e iglesias a todos los obispos y capellanes que se dediquen a la acción pastoral entre soldados. Todo ello a costa del estado. A Juan Pablo II le asisten buenas razones para calificar de «digno, hermoso y noble» el servicio militar y de «muy positivo» el servicio de armas, tanto más cuanto que la paz sólo se obtendrá definitivamente en el Reino de Dios. Con esas declaraciones se muestra, también él, plenamente fiel a las tradiciones de su cargo.

Ahora bien, no todos ven las cosas así. La implantación de la acción pastoral castrense en los nuevos Länder de la ex RDA tropieza con serias dificultades por el lado de la iglesia evangélica. Se oyen voces procedentes de círculos de sacerdotes evangélicos que no muestran la menor inclinación a sustituir el ejército ideológicamente vinculado al socialismo, que pertenece ya al pasado, por otro dominado por la confortación clerical de las conciencias.

¿Han de pagar también la catedral de Colonia las ciudadanos aconfesionales?

Una persona puede considerar las iglesias como monumentos procedentes de épocas ya superadas, de épocas que desearíamos no retornen nunca más: como «sepulcros de Dios», para decirlo en palabras de Nietzsche. Ahora bien, esa opinión no le exime a uno de tener que aportar su contribución al mantenimiento de muchos museos eclesiásticos. Los ciudadanos de la RFA tienen que rascarse el bolsillo, año tras año, juntando así millones que, a través del presupuesto para la conservación de monumentos, van a parar al mantenimiento y a la renovación de iglesias cuyo uso como tales es todo menos eficiente. En el presupuesto de Baviera para el año 1986 figuraban partidas como las siguientes: para el mantenimiento de edificios eclesiásticos en posesión de la iglesia, 19,5 millones de marcos. Para el cumplimiento de obligaciones del estado en materia de construcción, 2 millones de marcos. Para el mantenimiento de las catedrales bávaras, 3,8 millones. Para el cumplimiento de los compromisos de construcción de diversos edificios eclesiásticos, 19,5 millones. El presupuesto de 1987 contemplaba un total de 59 millones de marcos destinados a distintos edificios eclesiásticos. Esa suma no contenía las subvenciones adicionales de municipios y de cabezas de partido.

Wesfalia-Renania del Norte destina casi un tercio de su presupuesto para la conservación de monumentos o edificaciones eclesiásticas. Desde el año de 1980 hasta hoy, tan sólo este Latid ha gastado más de 190 millones —procedentes de los impuestos generales— en el mantenimiento de iglesias. En Baviera, los gastos por este concepto casi se han doblado entre 1980 y 1988. El Estado Libre de Baviera ha de correr con los gastos que generan más de 1.300 edificios de carácter eclesiástico de cuyo mantenimiento o renovación es él el responsable o incluso propietario. La cuota eclesiástica de participación en los gastos se eleva aproximadamente a un 25% de la suma invertida por el estado. En esas circunstancias se comprende perfectamente que podamos hablar de un auténtico frenesí renovador en lo tocante a los edificios eclesiásticos. Los municipios aportan hasta un 100% de los costos generados por los campanarios, la renovación exterior e interior de las iglesias, por los relojes y los sistemas sonoros de las mismas. Los párrocos señalan con su mano y los políticos municipales urgen: no hay municipio que quiera ser tildado de miserable toda vez que el municipio vecino ya ha renovado. Baviera desembolsó 3,8 millones de marcos para la renovación interior de la catedral de Ratisbona mientras que la propia diócesis aportó sólo 766.000 marcos. Eso significa que una iglesia rica asume una quinta parte de los gastos generados por la renovación de su propia catedral y el erario público cuatro quintas partes. Los ejemplos de este tipo abundan. La renovación de la catedral de Fulda supondrá un dispendio global de 52 millones de marcos. ¿Cuánto quiere aportar la iglesia directamente concernida? ¿Cuánto tendrán que apoquinar indirectamente, vía impuestos generales, los ciudadanos aconfesionales aunque ese asunto no les concierna? En Frankfurt se sabe ya a ciencia cierta lo que se les viene encima: la restauración de la catedral imperial costará aproximadamente unos 28,5 millones de marcos. La iglesia católica está dispuesta a pagar escuetamente 3 millones. Eso supone un porcentaje irrisorio: el 11%.

La proporción entre la aportación procedente del propio bolsillo eclesiástico y la suma de subvenciones estatales se regula en Alemania según un principio bien acrisolado: las instancias no eclesiásticas asumen siempre la parte del león mientras que la iglesia trata siempre de reducir a un mínimo la aportación propia. El lobby clerical puede, también en este campo, presentar éxitos bien palpables, y así será mientras los contribuyentes federales no presenten la menor resistencia contra ese expolio de los caudales públicos.

¿Pagan los aconfesionales por los seminarios diocesanos y los ateos por la formación de teólogos?

Los costos derivados del pago del personal en la especialidad de Teología Evangélica de la Universidad de Hamburgo ascendieron a unos 2 millones de marcos en 1985. Los derivados del uso de materiales, a unos 163.000. Baviera gasta un promedio anual de 2 millones de marcos para «complementar los sueldos de los directores y educadores de los seminarios diocesanos para sacerdotes y adolescentes». A esa cifra hemos de sumar 320.000 marcos aportados para el mantenimiento de esos centros. Las nuevas construcciones en el recinto del seminario para sacerdotes de la diócesis de Augsburgo exigieron en 1985 y 1986 sendos desembolsos públicos de 2,5 millones de marcos. El seminario para sacerdotes de Múnich costó a los contribuyentes (incluidos los aconfesionales) más de 2 millones de marcos entre 1982 y 1983. El estado de Renania del Norte-Wesfalia no escatimó gastos en ese punto: la formación de futuros sacerdotes y de teólogos le supuso en 1987 la bonita suma de 25 millones de marcos.

Los dos casos más recientes de teólogos que fueron depuestos de sus cargos en Tubinga por haber contraído matrimonio dieron pie a que se desatara una animada discusión respecto a la financiación de las facultades universitarias de carácter confesional. El Ministro de Ciencia y Cultura de Baden-Würtemberg, el demócratacristiano Engler, quiere hacer que las iglesias participen en el futuro en esa financiación: no es cosa nimia el que los sueldos de los cuatro profesores que en los últimos años fueron ahuyentados de sus cátedras en la universidad de Tubinga a causa de litigios intraeclesiásticos le cuesten al erario público unos 500.000 marcos anuales. Su «suplencia» a costa del estado (es decir su sustitución por otros cuatro profesores) supone otra suma equivalente. Eso sin contar los gastos en material y en sueldos de personal subalterno.

El hecho de que las facultades de teología de las universidades bávaras (sin contar la de Eichstátt) tengan a su disposición 166 profesores y 166 plazas a ocupar por personal científico (lo que supone unos gastos de personal de 30,377 millones de marcos anuales) sólo se explica si partimos de la existencia de un lobby de gran eficacia. Los sindicatos no pueden aún, ni remotamente, exhibir éxitos mínimamente parecidos. Ellos no pueden tener a su disposición ni un solo ideólogo profesoral que perciba un sueldo por ocupar una cátedra en una «facultad sindical» propia aunque adscrita a una universidad estatal. Todavía es pues posible —¿por cuánto tiempo todavía?— vivir clericalmente sin contar con el pueblo.

Los costos que han de soportar los erarios de los distintos Lander (sin contar aún los de la ex RDA) derivados de la formación de sacerdotes y teólogos en las universidades y escuelas eclesiásticas superiores se estiman actualmente en más o menos mil millones de marcos al año. Una suma horrenda. Suma que resulta aún más macabra si se tiene en cuenta que representa aproximadamente el equivalente de lo que las iglesias invierten en asistencia social a partir de medios propios. En suma: aquí mil millones del erario para formar la cantera clerical y allí la misma suma destinada por las iglesias a su Caritas. A la vista de lo cual comprendemos hasta qué punto es infame el método —usado por lo demás con frecuencia— de difamar a los aconfesionales que se benefician de las instituciones asistenciales de las iglesias tildándolos de parásitos sociales. Por una parte, las iglesias únicamente destinan a fines caritativos de carácter público un porcentaje exiguo de los ingresos que obtienen gracias al impuesto eclesiástico. Por otra parte, los contribuyentes aconfesionales financian, a través de los impuestos estatales, la formación de sus sacerdotes, la enseñanza religiosa en las escuelas, la acción pastoral castrense y otras instituciones típicamente clericales. Si se ponen frente a frente las prestaciones sociales realizadas por la iglesia a favor de la sociedad y las subvenciones provenientes del erario público destinadas a asuntos clericales se hace patente una estridente desproporción, 1 respecto a 8, que redunda en desventaja de los aconfesionales. Quien se resista a creerlo debe abogar por que se deshaga paso a paso la madeja de subvenciones estatales y eclesiásticas. ¡Así verificará qué parte saca más provecho de la otra!

¿Qué es lo que la iglesia ha atesorado?

Tesoros en dinero y no en espíritu. No son pocos los que se resisten a escuchar cosas como ésta, pero los hechos muestran con inequívoca elocuencia hasta qué punto es correcto el principio básico que preside la conducta clerical. ¿Que las iglesias habrían tomado en arriendo la pobreza? ¡Nada de eso! Ni siquiera la han inventado. Quien mira atentamente a su alrededor y escruta con su mirada todos los rincones y recovecos podrá apercibirse de cuántas cosas han amontonado con su codicia acaparadora a lo largo de los siglos. Comprenderá por qué los profetas de la renuncia que fueron surgiendo a intervalos en la historia de la iglesia no hallaron oídos dispuestos a escucharlos. Donde hay dinero, donde se da la voluntad de adquirirlo, allí se acumula más y más dinero. Ese proceso es imparable. Los discursos para la galería acerca de sacrificios y renuncias que estos potentados arrancan penosamente de su conciencia cuando, un domingo tras otro, predican a los feligreses no son cosa que ellos tomen en serio ni que pueda tomarse en serio. El lenguaje veraz es el que expresan sus posesiones en bienes inmuebles y en acciones y no hace falta una gran dosis de buena voluntad para percibirlo con claridad.

¿A cuánto ascienden los bienes inmuebles de las iglesias?

Después del final de la dictadura hitleriana, la Catholica —representada por sus obispos— se presentaba a sí misma como una institución que salía, prácticamente en solitario, casi indemne de la bancarrota del Tercer Reich, es decir moralmente íntegra y casi exenta de culpa. La Alemania Occidental comenzaba a rezar de nuevo. En medio de aquel caos material y espiritual de los primeros años de la postguerra la iglesia católica consiguió, sin tener que acusarse a sí misma de culpa alguna, ofrecerse a la opinión pública, profundamente conturbada y confusa, como custodia de valores eternos (y por ello mismo indestructibles). En un abrir y cerrar de ojos los cambistas repararon sus mesas y reanudaron sus negocios como si allí no hubiera pasado nada.

El papa Pío XII se mostró aquí como abanderado de su grey. Y es que su propia peripecia espiritual, en 1945, rayaba en lo milagroso: el pontífice, como siempre, sabía ya desde el mismo comienzo cómo acabaría todo aquello. Y una vez más comenzó a pronunciar discursos señalando el camino a seguir que, entretanto, iba, eso sí, en dirección opuesta. No desperdició ni una sola palabra para comentar el asesinato de millones de judíos y menos aún acerca de su contribución personal o de su iglesia en la legitimación y afianzamiento del nacionalsocialismo. La dirección que ahora indicaba el superchaquetero fue determinante para todo el gremio católico: desde el año 1945 se da una auténtica riada de publicaciones católicas que se esfuerzan —en palabras del historiador H. Kühner— «por alejar de sí el más mínimo indicio de participación o de corresponsabilidad en lo ocurrido y por negar el valor, el peso, e incluso la misma calidad de esfuerzo cristiano por el conocimiento, a toda documentación objetiva, tildándola de hostil a la iglesia justamente porque se afanaba por servir a la verdad». Afán que no dejó de surtir su efecto en el ánimo de no pocos creyentes: todavía en junio de 1986 el canciller federal H. Kohl lamentaba el hecho de que «a uno de los antecesores del actual papa» se le hubiera hecho víctima de un trato injusto por boca de un escritor de lengua alemana. Se refería el canciller a Rolf Hochhuth y a su drama «El Vicario», cuya figura central era el «gran mudo», Pío XII. Sobre el trato injusto infligido a muchos hombres por los papas no hemos oído ni la más mínima palabra salida de la boca de un canciller que hablase en nombre del pueblo alemán.

Mientras todo eran ruinas allá donde se posase la mirada; mientras los muchos idearios «penúltimos» resultaban desenmascarados, sólo una única institución se presentaba inmaculada. He ahí una época resueltamente propicia para una sociedad que actúa como el «lobby» del cielo. Propicia y no sólo en sentido ideal. Propicia también en lo tocante al aspecto pecuniario de la empresa. Una iglesia que se presentaba como triunfalmente salvada y que predicaba verdades intemporales a cerebros y corazones famélicos resultaba intocable para los nuevos orantes. Las deudas de guerra debían pesar sobre los bolsillos de los demás. Esa iglesia ni siquiera se planteaba la cuestión del pago en concepto de reparaciones. Exigir algo así de una institución que se definía a sí misma como exenta de culpa hubiera provocado un sentimiento de escándalo. Semejante salvadora sólo puede cosechar gratitudes.

Hay algo más que hoy tiende a olvidarse: ya en los primeros años después de la II G. M. las iglesias gozaban nuevamente de un crédito (fiabilidad financiera) muy considerable y de un punto de partida ventajoso respecto a los demás y que se contabilizaba en dinero. Se repetía así la situación posterior a la I G. M., cuando el clero sacó tan buen partido de la inflación gracias a su capital en valores extranjeros invertidos en Alemania que se pudo permitir, entre otras cosas, fundar promedialmente doce o trece conventos mensuales entre los años de 1919 y 1930. Lo que se dio en llamar un «Nuevo Comienzo» y «Nueva Construcción», después de 1945, no constituyen otra cosa que esfuerzos de reconstrucción: las estructuras y relaciones de producción heredadas del pasado fueron literalmente reinstauradas, reconstruidas. La garantía del statu quo permitió a las iglesias vivir bien e incluso muy bien. La ventaja inicial con que ellas partían les facilitó ampliar sus monopolios y aprovechar óptimamente los procesos de concentración del poder económico. El patrimonio ideal y material amparado por ciertas garantías se convertía en una fuente de ingresos adicionales y éstos, a su vez, en una fuente de ampliación del patrimonio previo. No hay que ver nada de milagroso en el hecho de que todo ello condujera a una concentración, cada vez mayor, de capital político y económico en manos de las grandes confesiones. No, ello no tiene nada que ver con milagros ni con la ayuda generosa de la mano de Dios sino que es el resultado de procesos económicos producidos indefectiblemente al amparo de un estado supuestamente neutral en cuestiones ideológicas. «Al que tiene se le dará más todavía» (Mt 13, 12): una de las pocas expresiones de la Sagrada Escritura aplicable a lo que son las prácticas clericales.

Las iglesias no solamente consiguieron salvar del caos sus bienes raíces y sus terrenos. Lograron también que por la cesión de suelos, necesaria para la reconstrucción del país, se les resarciera en general con tierras aún más extensas. Sus propiedades en suelo cultivado (o arrendado), en zonas boscosas y en fincas urbanas no han sufrido merma aunque, por razones de rentabilidad, hayan alterado en varias ocasiones los tipos de su explotación económica. La riqueza global de la iglesia católica en tierras cultivables, según una estimación realizada en 1967, se eleva a unas 350.000 hectáreas, es decir, una superficie once veces más grande que el recinto total de la ciudad de Múnich. Un 77,5% de esa superficie estaba dada en arriendo, lo que le producía por entonces unas rentas de entre 45 y 50 millones de marcos anuales.

Las posesiones de las distintas iglesias luteranas regionales son comparativamente pequeñas, pero nada despreciables. En 1967 se elevaban a unas 70.000 hectáreas, es decir, una quinta parte de las católicas. En 1989 el plan de presupuestos de la iglesia católica de Berlín Occidental preveía, para la posición «rentas por bienes inmuebles», ingresos por valor de 771.000 marcos. Los réditos por intereses bancarios se elevaban ese mismo año a 3,5 millones de marcos. Según una notificación del año 1977 las iglesias evangélicas de la RDA —únicas latifundistas aparte del estado socialista— poseían unas 150.000 hectáreas de tierra. Después de la iglesia católica (como siempre), la iglesia evangélica es la mayor propietaria de tierras no estatal de Alemania. Comparemos: Hamburgo, Bremen y Berlín Occidental, las tres ciudades-estado alemanas, poseen entre las tres algo más de 160.000 hectáreas de tierras, una superficie bastante modesta teniendo en cuenta sus más de cuatro millones de habitantes.

Una buena parte del patrimonio eclesiástico se compone de edificios que sirven para el culto o para uso de sus oficiantes. Catedrales, iglesias, capillas y vicarías apenas tendrían, se repite machaconamente, «valor de mercado». Pero si se pusieran realmente en venta, ¿no hallarían compradores interesados? Ocurre simplemente que sus valores no figuran sobre el papel. Si la catedral de Colonia hallaría o no un comprador, eso es algo que habría que ver en la práctica. De una cosa podemos estar seguros: todas las casas parroquiales y comunitarias de cada localidad serían siempre perfectamente pignorables. Las estimaciones adelantadas por K. Martens en 1967, que cifraban entre 6.000 y 10.000 millones de marcos el patrimonio eclesiástico, son perfectamente realistas. El incremento de valor experimentado por ese patrimonio durante estos últimos años hace que hoy se le pueda estimar en unos 20.000 millones de marcos (1,6 billones de pesetas). Y las antedichas estimaciones no contienen aún el valor, realmente inestimable, pero que supera los miles de millones de marcos, de los tesoros artísticos de las iglesias. Y todavía habría que sumar el valor —centenares de miles de millones, seguramente— de las instituciones eclesiásticas de carácter «caritativo». A éstas se las cataloga gustosamente como no rentables, pero aunque los jardines de infancia y los asilos para ancianos no arrojen grandes beneficios económicos no se les puede considerar, a la hora de calcular el valor patrimonial general, como ceros a la izquierda.

Las iglesias se muestran tan insatisfechas con las rentas obtenidas de sus dominios agrícolas como lo están con los beneficios de sus actividades empresariales, pero a la chita callando, ellos acarrean hacia sus trojes. Ante la opinión pública, sin embargo, los clérigos declaran que sus propiedades forestales, sus viñas y pastizales —que en gran medida provienen de la E. M. y tienen un origen más que dudoso— no arrojan altos réditos. ¿Por qué no se desprenden sin más de todos aquellos terrenos clasificados como poco rentables? La información oficial al respecto es que en un momento dado se pueden usar como «prendas de cambio» cuando la iglesia «busca solares en situación adecuada para construir jardines de infancia o asilos». Los campesinos irritados por la actitud de la iglesia, que les imposibilita realizar la concentración parcelaria, lo tienen muy difícil a la vista de ese argumento. ¿Quién querría correr con la culpa de impedir la construcción de nuevos jardines de infancia por haber adquirido cabalmente una finca de la parroquia vecinal? La iglesia católica —en Baviera sigue siendo aún, a pesar de las amortizaciones, la mayor propietaria de tierras— viene comprando una y otra vez, a través de sus distintas fundaciones, las propiedades de campesinos endeudados.

¿No debe ya nadie hacer «donaciones» en favor de la iglesia?

Las recomendaciones clericales tienen su método y su tradición. El teólogo Salviano recomendaba ya en el s. V a los padres de buena posición dejar su patrimonio a la iglesia en concepto de «donación de sacrificio» antes que dejárselas a sus hijos, pues era mejor para éstos sufrir en este mundo que condenarse en el otro. A partir del año 321 la iglesia adquirió el derecho de obtener herencias. Ese derecho le supuso tal aportación de riqueza que apenas dos generaciones después el propio estado cristiano tuvo que promulgar leyes «contra la explotación de la pía credulidad, en especial la de las mujeres por parte del clero». A despecho de ello, las posesiones eclesiásticas crecieron desorbitadamente, pues las donaciones adquirieron las proporciones de una auténtica epidemia: la iglesia llegó a poseer durante cierto tiempo la tercera parte del suelo europeo.

Quien done un trozo de terreno a la iglesia para que ésta edifique sobre él un asilo de ancianos creerá seguramente haber hecho algo bueno en este mundo. Pero ¿a quién beneficia con ello? ¿A los otros, es decir, a los que obtuvieron la donación o a él mismo? Pues es cabalmente la «fe» la que sufre no poca violencia si la utilidad material o ideal juegan en este asunto el más mínimo papel. ¿Podremos descartar totalmente la posibilidad de que en un caso así el donante crea que será mejor atendido «en el más allá» que si no hubiera hecho la donación? La persona religiosa, dice Nietzsche, sólo piensa en sí misma. ¿Es además de antemano impensable y opuesto a toda experiencia humana que aquellos que nos inducen a realizar tales donaciones no se estén sirviendo del recurso de la «fe» para hacerse con el dinero y los bienes de los demás? Ni los donantes ni los receptores actúan de forma completamente desinteresada en este asunto. Los unos «creen» que con ello han atesorado tesoros en el cielo. Los otros «saben» que por lo pronto ya los han atesorado en la tierra. De aquellos en cuyo bien deberían redundar tales negocios se habla, si acaso, marginalmente. Es muy natural que ello sea así: ellos, los pobres, son intercambiables. El donante ha fallecido. La iglesia tiene ahora las tierras y los pobres están supeditados a la posibilidad de poder, al menos, usufructuarlo. En cualquier caso, nunca accederán a su propiedad. Se hallarán siempre en el papel de quienes reciben una limosna de la propiedad (de la iglesia). Tiene su importancia que no perdamos nunca de vista esas reglas básicas: serán válidas para cualquier momento y lugar donde se haga una donación en favor de la iglesia. Allá donde se obtienen regalos y se reciben herencias el dinero se acumula. Ya en 1940 el patrimonio bruto de los monasterios ascendía en Alemania a más de 608 millones de marcos del Reich. Y actualmente, estimaciones muy prudentes del patrimonio comunitario de los monasterios de la RFA lo elevan a la cifra de 3.000 mil millones de marcos. Se hace con ello ostensible que el obstáculo que representa el voto de pobreza válido para cada monje y cada monja particulares se ha salvado desplazando los bienes a la «comunidad» de monjes o de monjas.

Las participaciones de las iglesias en otras empresas de la RFA se conceptúan como «insignificantes». En apoyo de esa calificación, que sugiere algo inocuo, se menciona alguna que otra fábrica de cerveza cuya celebridad es puramente regional y que se supone pertenece a la iglesia. Pero esas alusiones dicen más de lo que quieren decir. El que en Passau haya una cervecería diocesana; que en Baviera haya una docena de cervecerías anejas a monasterios; que en el Mosela y en el Rin haya viñedos y lagares eclesiásticos; que determinados licores monacales se produzcan con el mismo gusto con el que se consumen; que los sorbos que se toman los peregrinos en ciertos lugares arrojen también sus buenos beneficios y que las iglesias regenten unos cuantos hoteles y restaurantes de su propiedad, todo ello redondea un cuadro idílico que refleja la situación global. Apenas hay nadie que se tome a mal el que la iglesia se gane de ese modo un modesto sobresueldo o que tome sus medidas para un mejor servicio en favor de los pobres del estado. Pero lo que no se puede perder de vista es que esas migajas caen de la mesa de una institución muy rica que ya ha obtenido y sigue obteniendo ganancias incomparablemente más abultadas en otros campos de la economía, verbigracia, mediante participaciones industriales y paquetes de acciones u obligaciones que ascienden a miles de millones de marcos. Los señores eclesiásticos no gustan de hablar acerca de esas participaciones más discretas y prácticamente nunca sacan a colación el hecho de que hay clérigos que ejercen de miembros o incluso de presidentes de consejos de administración de algunas empresas.

El estamento sacerdotal se resiste a mencionar las sumas procedentes de sus fundaciones pías y de los donativos. Sin embargo una única diócesis alemana cifra en 33 millones de marcos la suma recogida en concepto de donativos. El presidente de una iglesia regional realiza la constatación de que las sumas recogidas testamentariamente ascienden todavía a millones, pero que los magnates de la industria pesada del Rin ya no aportan a las fundaciones las elevadas sumas usuales en otros tiempos. ¿Quién sabe? El axioma popular de que uno no debe regalar su dinero a los borrachos, los jugadores o los curas porque eso sólo sirve para prolongar el problema no ha adquirido aún reconocimiento general.

¿Hay alguna alternativa realista al impuesto eclesiástico?

Continuamente están emergiendo propuestas para alterar el presente statu quo. En 1968 un canonista de Bonn, Hans Barion, propuso la «negativa a pagar» como alternativa al «abandono de la iglesia». El jesuita frankfurtés O. Von Nell Breuning se hizo cargo de esa propuesta sugiriendo que el estado debería en el futuro hacer depender la recaudación de aquel impuesto de la oposición o aceptación por parte del contribuyente, dejándole a éste la posibilidad de expresar del modo más informal su negativa o aquiescencia. De esta manera cada particular podría sustraerse a la cobranza por parte del estado sin tener por ello que abandonar la iglesia mediante una fórmula jurídica de declaración en toda regla. Y el por entonces presidente del Consejo de la iglesia Evangélica de Alemania, el obispo Scharf, se había manifestado ya, en 1967, contra la cobranza estatal como tal. Ninguna de las dos propuestas tuvo éxito. Ello estriba no solamente en la incurable buena conciencia de los clérigos, sino que tiene también mucho que ver con el miedo que toda modificación genera en los que se ven afectados por ella. Los clérigos, que viven en lo esencial del impuesto eclesiástico, sienten miedo existencial ante una modificación eventual, y a los denominados cristianos de a pie se les hace sentir miedo intencionadamente: si el sistema se modifica, sólo puede serlo a peor. Todo experimento realizado en un terreno tan escabroso ha de ir mal por fuerza. En realidad, si a todos se les informase honesta y detalladamente las cosas se verían de manera muy diferente.

Sugerencias para dar un vuelco a esta situación las hay más que sobradas. Los interesados sólo tendrían que echar un vistazo en torno suyo para percatarse de cómo se solventa este problema desde el punto de vista del derecho público eclesiástico en la casa común europea. En la propia RFA se presentó en 1972 un plan alternativo al sistema usual de financiación de la iglesia, el «Plan Herrmann». A ese modelo que sugería el pago por parte de todos los ciudadanos y ciudadanas de una tasa de solidaridad para gastos sociales se le dio rápidamente carpetazo en Alemania, pese a que otros países mostraron tener menos miedo a encarar el asunto por ese lado. Desde hace unos años ese modelo ha sido establecido (con algunas modificaciones) en dos países europeos. Mediante acuerdo con el gobierno español, en 1979, el Vaticano se comprometió con un modelo de financiación (o posiblemente lo eligió él mismo para evitar pérdidas aún mayores) que bastantes años después, en la RFA, ni siquiera fue considerado digno de discusión para resolver los propios problemas. Los contribuyentes españoles pueden señalar con una cruz en los formularios de su declaración de la renta si «quieren contribuir al sostenimiento económico de la Iglesia Católica» o entregar su aportación (de algo más del 0, 5% de la suma total de impuestos) a «otros objetivos de interés social». El 37% de los españoles decidieron aportar su tasa especial al sostenimiento de la iglesia. Esa cifra corresponde grosso modo al porcentaje de ciudadanos de ese país que asisten regularmente a la misa dominical.

El concordato entre la Santa Sede y la República Italiana, firmado el 18 de febrero de 1984, un concordato que debía revisar los Acuerdos de Letrán concluidos entre la primera y el régimen fascista de Mussolini en 1929, siguió un camino parecido. Es cierto que el mencionado concordato está aún salpicado de exigencias típicamente clericales contra las que vienen protestando desde entonces las mujeres y los hombres italianos, pero, a pesar de ello, también ese acuerdo —y sus estipulaciones adicionales— es mucho más moderno en el plano económico que los anticuados tratados a los que ha de atenerse todavía la RFA en vistas de que en este país no hay, al parecer, nadie dispuesto a modificar las cosas a fondo. En Italia sí que ha sido éste el caso, de forma que los contribuyentes pueden decidir personalmente quién debe percibir el dinero de los impuestos. El dinero de aquellos que no han expresado ninguna opción se reparte entre las opciones de quienes sí han expresado preferencias y de acuerdo con los porcentajes obtenidos por éstas. Quien no opta, paga cuando menos una parte de su dinero en beneficio de la iglesia. ¿Qué pasaría en nuestro país de existir una posibilidad semejante? Más de un contribuyente aprovecharía la oportunidad y daría preferencia a la inversión de su dinero en proyectos de protección del medio ambiente antes que en sueldos para sacristanes de una iglesia episcopal. ¿Dinero para proteger a los árboles amenazados antes que para financiar el papel de los boletines donde aparecen los decretos episcopales? ¿Dinero para mantener limpias las aguas freáticas y no para pagar el vino de las misas de campaña? Un país como la RFA, en el que la religión ha descendido hasta uno de los últimos lugares en la lista de necesidades y en el que la iglesia se ha convertido en una de las cosas más superfluas en la sociedad de la opulencia, sigue costeándose hoy en día la iglesia más cara del mundo.

En definitiva, ¿para qué necesitan todavía dinero las iglesias?

Quien haga un gesto de extrañeza al oír esta pregunta está mostrando con ello hasta qué punto sigue siendo víctima de su iglesia. Es evidente que a semejante víctima no le importa lo más mínimo el que las iglesias sigan adquiriendo bienes y dinero, cualquiera que sea la cuantía de lo que puedan adquirir y sean quienes sean las personas de quienes lo adquieran. Una auténtica víctima de la iglesia tampoco se interesa siquiera por lo que ésta haga con el dinero recogido. ¿Quién lo vuelve a gastar y quién no? ¿En qué lo gasta el clérigo (no el laico)? ¿Acaso lo gasta, como la víctima debería pensar, en «Caritas»? El Vaticano busca chivos expiatorios y el papa Wojtyla opina que «cuando la estructura moral de una nación se debilita, cuando decrece la conciencia de responsabilidad personal, entonces se abre la puerta a la justificación de toda clase de injusticias, de todo tipo de violencias y a la manipulación de la mayoría por una minoría». Seguro que el papa no aludía con esas palabras a su propia iglesia, a la minoría constituida por la capa clerical.

¿Quién vuelve a gastar el dinero de las iglesias?

En qué se emplean los miles de millones de marcos recogidos a través del impuesto eclesiástico es un asunto que aún dista mucho de estar clarificado. A los clérigos no les gusta que les miren sus cartas. Prefieren sacar provecho limitándose a hacer algunas insinuaciones. Por lo demás, al menos por lo que respecta a la iglesia católica, los recursos recaudados no se administran de manera democrática: el obispo pertinente es en cada caso quien tiene la última y decisiva palabra. Cubrir los puestos de los consejos diocesanos encargados del uso de las cantidades recaudadas de manera más democrática y con personas independientes y competentes, no con párrocos y obispos escogidos a la buenaventura, es algo que pertenece aún al ámbito de los sueños utópicos de muchos católicos. Otro tanto puede decirse del deseo de dejar de invertir en las proliferantes burocracias diocesanas y parroquiales y asentar otro orden de prioridades en los presupuestos eclesiásticos (el tercer mundo, p. ej.).

Hasta este momento la iglesia católica no se ha visto obligada a extraer consecuencias serias (y dolorosas) del principio que reza así: «Imposición fiscal sin representación popular equivale a tiranía». El desprecio de ese principio fue uno de los factores que llevó a la secesión de la América del Norte respecto a la corona británica. En las iglesias evangélicas, por el contrario, y en virtud de su constitución sinodal y presbiterial, se garantiza una participación «desde abajo». Como el sistema vigente en la RFA hace que los miles de millones fluyan de por sí hacia la iglesia sin que ésta tenga que recaudar mediante su propia actividad, ello estimula la independización de las burocracias en torno a los altos cargos de aquélla. El sistema federal favorece la concentración de poder en los altos cargos decisorios de la iglesia. En el catolicismo, esos cargos quedan reservados para los varones. Con la ayuda del capital acumulado mediante el impuesto eclesiástico es posible atajar mediante sanciones disciplinarias cualquier intento de «desviación» de la línea por parte de aquellos gremios subordinados y mantenidos en la dependencia económica (las parroquias), o por parte de personas particulares (los asalariados al servicio de la iglesia). La presión financiera viene siempre desde arriba. Eso es algo inmanente a un sistema en el que el dinero y la dominación van de la mano.

Hay muchas personas que siguen creyendo en la afirmación, una y otra vez repetida, de que la mayor parte de los impuestos eclesiásticos se dedican a objetivos sociales. Eso es falso y el derecho consuetudinario no debe hacerse valer en favor de las afirmaciones falsas. En realidad, entre el 60 y el 80% de aquellos ingresos se invierte en los sueldos de los párrocos y en los de otros empleados de la iglesia. El resto lo absorbe en su mayor parte la administración eclesiástica así como la construcción y renovación de las iglesias. Lo que queda para objetivos sociales públicos es relativamente escaso: en torno a un 8 % del dinero recaudado.

La iglesia evangélica Regional de Württenberg, que cuenta con recaudar unos 910 millones de DM en concepto de impuestos eclesiásticos, cifra en aproximadamente un 7,29% de su presupuesto anual para 1991 la cantidad destinada a beneficencia social (Obra Diacónica, ayuda familiar, centros de asesoramiento y centros de formación) y en un 4,74% los gastos personales que todo ello acarrea. El obispado de Essen indicaba una cifra del 8% destinado a Caritas y a otros servicios sociales para el año de 1981. La afirmación de que las iglesias gastan miles de millones de marcos en distintos servicios sociales no ha sido aún probada con hechos. Más bien parece cierto lo contrario: que la iglesia recibe miles de millones de marcos, deducidos del presupuesto ordinario del estado, para cubrir aquellos objetivos sociales. Eso es algo que muchos no pueden —o no deben— saber: los costos que generan aquellas escuelas, jardines de la infancia, hospitales y residencias de la tercera edad regentados por una u otra confesión se financian preferentemente con recursos públicos, salvo que su financiación no quede cubierta, por lo demás, con las cuotas satisfechas por los padres, con las pagadas por las cajas de enfermedad, etc. De esta manera, también aquellos ciudadanas o ciudadanos que hayan causado baja como miembros de las iglesias tienen que pasar por caja en favor de aquéllas. También ellos participan en la financiación de instituciones confesionales. Por cierto que una parte nada desdeñable de esa financiación encubierta sirve para que las iglesias, a través del adoctrinamiento ideológico (desde el púlpito y las cátedras de teología), discriminen a los no miembros o a quienes dejaron de serlo o para que desarrollen su labor misionera frente a ellos (o sus hijos). Unos cuantos millones de personas pagan de ese modo miles de millones de marcos para que se trabaje en pro de su propia conversión. No es asombroso que muchos estados se nieguen a aplicar el «modelo alemán», aunque no falten clérigos interesados que pongan gran celo en exponerles sus ventajas. Este modelo de recaudación del impuesto eclesiástico, contra lo que se afirma con obstinada insistencia, no hace libres a las iglesias. El dinero fomenta su bienestar… y su bulimia. Que la iglesia federal de Alemania sea la mejor del mundo es algo en lo que, seguramente, ni ella misma cree. Que se haya convertido en la más rica del mundo no equivale, nada más lejos de ello, a ser la elegida en sentido bíblico.

¿Acaso los funcionarios de la iglesia ven este asunto con otros ojos? En la zona occidental de la RFA, es decir en el territorio de la iglesia más rica del mundo, el número de sacerdotes descendió de 27.500, en 1965, a 18.900, en 1989. Un signo harto expresivo de cuál es la verdadera situación en una organización basada en el orden jerárquico. El servicio a la iglesia cuenta hoy con más varones de 70 o más años que de 30 años o menos. No hay perspectivas de que la cantera aumente. Mientras que en 1962 eran 777 los aspirantes a sacerdote que iniciaban los estudios de Teología, en 1989 ese número había descendido ya a 429. Consecuencia: una cuarta parte, más o menos, de las 12.400 parroquias alemanas carece ya de sacerdote propio. Aquí y allá, más de un sacerdote se ve obligado a hacer de funcionario pluriempleado y el ambiente que reina entre ellos es de lo más deplorable.

¿Sigue el rebaño las pasos de sus pastores? Las prestaciones en servicios ofrecidas por el personal eclesiástico hallan cada vez menos clientela. Una encuesta representativa efectuada por la Sociedad de Psicología Racional constató en 1990 que el 97% de los hombres y el 74% de las mujeres alemanas «no acudía prácticamente nunca» a la iglesia y que solo un 8% de los alemanes en general asistía cada domingo a la misa. A la pregunta de si acudirían con más frecuencia a los templos si éstos fueran «tal como los presenta la T. V.» (que últimamente difunde una tras otra series de curas y monjas), el 4% respondieron «sí» y el 96% con un «no». La presentación de las antedichas series con tema eclesiástico incidió positivamente en un 9% de los telespectadores; negativamente en un 5%. Un 86% no modificaron su opinión. En el año de 1986, en un 12,1% de los natalicios, al menos una de las partes se declaraba ya no adscrita a ninguna confesión. Únicamente el 10% de los padres de entre 25 y 44 años consideraba que todavía valía la pena proporcionar una educación religiosa a sus hijos. Ahora bien, el número de personas que sigue pagando el impuesto religioso se sigue expresando en porcentajes sustancialmente más elevados.

¿Qué es lo que la iglesia ha hecho propiamente por el Tercer Mundo?

La ayuda concedida a los países en vías de desarrollo a partir del impuesto eclesiástico apenas tiene peso específico.

Lo que les llega procede fundamentalmente de donativos. Se estima por doquier que los alemanes son generosos a la hora de hacer donativos. Aquí y allá corre la voz de que tienen dinero, sí, pero que también lo gastan en buenos objetivos. Lo que aquí importa es definir precisamente cuáles son esos «buenos objetivos». Sobre este punto hace tiempo que el lobby eclesiástico viene predicando con el ejemplo de siempre: la opacidad informativa hace que toda esa cuestión acerca de quiénes sean los donantes y cuál el uso que dé a los donativo el mencionado lobby esté sujeta a no pocas dudas. El canonista católico G. May (Maguncia) opina que hay que dar garantía a los creyentes para que «sus sacrificios económicos no se inviertan en objetivos poco católicos». La garantía más eficaz «sigue siendo aún la que emana de la soberanía universal del Santo Padre». La afirmación implica que ni siquiera en este punto puede confiarse plenamente en los obispos territoriales.

Pese a todo ello la gente continúa soltando el dinero. Las colectas oficiales de la iglesia evangélica regional de Berlín Occidental, que sólo representan una parte exigua del dinero recogido por ella en concepto de donativos, arrojan un cifra promedia de 1,5 millones de DM anuales entre 1970 y 1986. Los católicos alemanes no sólo aportaron en 1980 4.500 millones de DM en concepto de impuestos eclesiásticos, sino también, adicionalmente, 1.000 millones en donativos. En 1979 la Obra de Ayuda a Latinoamérica, «Adveniat», obtuvo 105 millones, la obra «Misereor», patrocinada por los obispos, 102 millones y la obra «Missio», 100 millones. Las sedicentes órdenes misioneras invirtieron en 1980 unos 138 millones de DM en países del tercer mundo. El 85% de esos recursos provienen de católicos de la RFA. Otros recursos económicos proceden de subvenciones estatales concedidas a la «ayuda al desarrollo» católica —que siempre es actividad misionera— y de donativos de las empresas dedicadas a los juegos de azar. Aparte de todo ello las iglesias obtienen, año tras año, una subvención estatal de más de 100 millones de DM para sus proyectos misioneros. La «Espiral de la Fortuna» pagó en 1980 4 millones de DM a «Caritas».

Los pretendidos «buenos fines» raramente adquieren contornos bien definidos. Por una parte, los teólogos de hoy en día se dejan llevar a menudo de cierta excitación escatológica cuando abordan problemas sociales. Se «regodean hablando de las dimensiones cósmicas del hambre, la miseria y la inseguridad» (el sociólogo de la religión Günther Kehrer). Las reformas concretas, las soluciones parciales, los pequeños pasos, les saben a poco. Por otra parte, los obispos se limitan a lanzar arena a los ojos de los donantes. La obra episcopal para Latinoamérica, que lleva el evocativo nombre de «Adveniat» («Venga a nos tu Reino») no cuenta, al parecer, con el hecho de que los hombres tengan memoria histórica. Pues ese «reino» ya llegó cierta vez a América y el subcontinente está aún profundamente marcado por las consecuencias de aquella llegada: sus países no se han recuperado aún de aquel aciago acontecimiento. «Los cristianos», escribe un observador del s. XVI, «irrumpieron entre el pueblo, no respetaron ni al niño, ni al anciano; ni a la mujer encinta, ni a la recién parida; les abrieron a espada los cuerpos y los despedazaron completamente cual si hubieran entrado entre un rebaño de ovejas… levantaron también unas horcas muy grandes y en cada una de ellas, en honor y para glorificación de nuestro Redentor, colgaron a trece de ellos, pusieron madera y fuego debajo de ellas y los quemaron a todos vivos… Como quiera que los indios, cosas que sucedió bien pocas veces, abatieron a algunos cristianos poseídos por su santo celo justiciero, éstos establecieron entre sí la ley de que tan pronto fuera abatido alguno de ellos, se obligarían a matar a cien indios».

¿Adveniat? La isla de Haití estaba poblada por un pueblo indio de notable cultura. A la llegada de los católicos vivía allí más de un millón de habitantes. Algunos años después apenas eran mil. Cuando Juan Pablo II visitó la isla no tuvo sin embargo el menor empacho en decir que «La iglesia quisiera dedicarse en el presente a los indios al igual que lo hizo en el pasado respecto a sus ancestros. Aquí, entre penalidades y sacrificios, se consiguió una hermosa obra». Ese mismo papa se permitió en 1980 elevar a los altares a uno de los misioneros de Indias, a un «apóstol del Brasil» que había lanzado en su momento esta exclamación: «¡La espada y la vara de hierro son los mejores predicadores!». Hasta ahora nadie ha oído una sola réplica venida de labios de quienes están al servicio de «Adveniat».

Nada hay que objetar contra la liberalidad de los donantes católicos alemanes. Genera una buena conciencia y suscita sublimes alabanzas por parte del papa. Pero ¿acaso alguno de los que, año tras año, hacen su donativo en pro del «buen objetivo» de la «obra episcopal» ha sido mínimamente informado acerca de las sangrientas circunstancias bajo las cuales se desarrolló la «llegada del Reino de Dios» a Latinoamérica? Hasta ahora no hemos sabido nada acerca de un reconocimiento público de culpa de labios del papa y menos aún de una indemnización por parte de la «religión del amor» en beneficio de los herederos de aquellos millones de víctimas. Adveniat. En Brasil, un 3% de terratenientes poseen hoy más de dos tercios de la superficie del país. En algunas regiones apenas hay un hospital por cada 300.000 habitantes. ¿Acaso el cristianismo ha conducido durante los últimos 500 años a un orden social aceptable en este continente del hambre? El papa, soberano del Vaticano, un estado millonario, asegura a los pobres de allende el océano su «afecto especial». ¿Acaso contribuye él a las donaciones con sus propias reservas? Llamar «episcopales» a las obras de ayuda como la federal equivale a un fraude cometido con el etiquetado de un producto. Los obispos son los que menos ayudan. Se limitan a distribuir cantidades dinerarias aportadas por quienes no son obispos. Ninguno de esos donantes puede decidir acerca del uso del dinero. Eso lo deciden a solas sus pastores, que pueden, gracias a ello, influir en la buena conducta intraeclesiástica de los latinoamericanos concediendo más o menos asignación. Ya es significativa la existencia de un informe según el cual los obispos latinoamericanos vigilan mediante un sistema de computadoras a los «teólogos de la Liberación». ¿Quién habrá financiado, por cierto, ese banco de datos?

Existe asimismo otro informe según el cual los obispos del subcontinente residen en palacios, controlan la prensa, secundan a los políticos responsables de la explotación y hacen un uso más que sospechoso del dinero que les llega en forma de donativos. «Durante mi estancia en Latinoamérica los sacerdotes de todo rango se pasaban la mayor parte del tiempo organizando colectas. De la cantidad recogida —supongamos que fueran 10.000 dólares— retenían 4.000 para sí. Al final de todas las retenciones quedaban unos 2.000 dólares para invertir en el propósito que motivó la colecta». Quien así habla es el sacerdote Giuliano Ferrari, conocido por más de cincuenta cardenales y unido por lazos de amistad con algunos tan influyentes como Tisserant, Bea y Confaloniero; unido, incluso, por amistad especialmente estrecha al cardenal Samore. Después de varios intentos de asesinato (según cuenta él mismo, que incluye nominalmente a varios obispos en la lista de la «banda asesina») Ferrari fue hallado muerto, el 3 de julio de 1980, en un compartimento vacío del tren rápido que cubría el trayecto Ginebra-París. Este sacerdote católico, que califica a la iglesia como «la empresa de negocios más sucia del mundo», escribe textualmente que «si la gente tuviera la más mínima idea de la riqueza de los obispos o de las comunidades religiosas, nadie dotado de entendimiento aportaría a partir de ahí el menor donativo, fuese por el concepto que fuese».

Otra de las obras de ayuda se denomina «Misereor». La palabra procede de aquel que realmente podía, él solo, llamarse pobre con justicia: de Jesús de Nazaret. «Siento compasión por el pueblo» (Mt. 15, 32), frase que sólo cuadra bien con él, pero no con una obra de ayuda episcopal, sea cual sea. En todo caso, él ya no puede defenderse contra sus herederos. «No es tarea del evangelio modificar de ningún modo el estado de cosas vigente», opinaba en 1952 un cuadernillo oficial en preparación de la Dieta Evangélica de Stuttgart. La doctrina social cristiana es caritativa y no creativa. Reacciona ante el estado de cosas vigente, pero no trata de darle la vuelta. Cura los síntomas, pero no apunta a las causas estructurales. Juan Pablo II ha enseñado, todavía en 1990, que «el Evangelio no debe ser nunca oscurecido por una sensibilidad especial ante los problemas sociales». Su conducta concreta, aceptando una segunda basílica de San Pedro en La Costa de Marfil, réplica suntuosa de la de San Pedro de Roma, se compagina muy bien con su teoría.

¿Por qué las grandes iglesias no venden sus bienes en favor de los pobres?

Agustín marca el camino: «Nosotros somos las épocas. Según seamos nosotros, así serán las épocas». Tal es el contexto de mutua dependencia entre la época, el dinero y el miedo. La argumentación clerical es firme como la roca: «Si la iglesia enajenase sus bienes, los ricos se harían más ricos y los pobres, más pobres». ¿Es realista ese enfoque de las cosas? ¿Acaso la propia iglesia no pertenece a esos poseedores de bienes que se han hecho cada vez más ricos? De parte de quién está, eso es ya cuestión claramente decidida desde la Antigüedad. El patrimonio de la iglesia ha adquirido entretanto tal magnitud que lo hace ya prácticamente incontrolable para la sociedad. La iglesia católica, especialmente, puede actuar como una multinacional de dimensiones planetarias que se permite disponer de bancos y organizaciones financieras de su propiedad.

El discurso público sobre la propiedad y sobre su redistribución está una y otra vez condenado al fracaso. Defender ese discurso con el apoyo de clérigos dedicados a defender su riqueza contra los pobres mientras simulan un «compromiso por los pobres» es imposible. La propiedad eclesiástica sirve de pantalla para bloquear cualquier averiguación: quien declara que sus propiedades tienen una función de beneficencia social y que sus bienes están al servicio de los pobres ataja cualquier pregunta posterior planteada por esos mismos pobres. Caritas como medio de ejercer la censura: un instrumento bien acrisolado en la lucha en pro del statu quo.

¿No cuestan demasiado las escuelas regentadas confesionalmente?

Aun cuando la lucha en torno a la sedicente «escuela confesional» haya amainado, los clérigos no han cejado lo más mínimo en sus pretensiones ideológicas. Las han hibernado simplemente. Parecen esperar a que lleguen tiempos mejores para volver a lucir las viejas ínfulas. Entretanto no sólo confían en la enseñanza de la religión, ¡la única asignatura cuya enseñanza está garantizada por la constitución!, sino que también apuestan por las escuelas privadas de carácter confesional. No es de admirar que quienes discrepan de ellos tengan menos cosas para confesar. Tampoco es de admirar que las grandes iglesias se sientan alarmadas por el crecimiento de las escuelas privadas «Waldorf»: aquí les está surgiendo un competidor importante en el plano económico.

No es sólo que la iglesia regente unas 2.200 escuelas en el territorio federal, de las que casi 900 están en Baviera. Es que además se hace pagar los costos de «la batalla por el escolar» (palabras de una grabación propagandística de la «Liga Escolar» de la iglesia evangélica). Las escuelas eclesiásticas privadas se financian fundamentalmente —cómo podría ser de otro modo— de las arcas del estado, En la práctica, esa financiación llega en Baviera hasta el 90%. Renania-Palatinado financia anualmente las 50 escuelas regentadas por órdenes religiosas con unos 165 millones de DM. En estas circunstancias no puede hablarse propiamente de una participación decisiva de la iglesia. Lo que sí es, al cien por cien, propiedad de la iglesia es su competencia para orientar las escuelas y a su personal según la cosmovisión de los clérigos triunfantes. De este modo la ortodoxia se metamorfosea en dinero. Y el dinero en ortodoxia. Hubo que esperar una demanda presentada en 1977 ante tribunal constitucional contra La Ley de Ordenamiento de las Escuelas Privadas para que este asunto apareciera a la luz pública. El estado de este Land financiaba las escuelas religiosas y las escuelas «Waldorf» hasta porcentajes de entre un 77 y un 80% (en 1985 ello supuso un desembolso de 51 millones de DM) mientras que los otros titulares de escuelas privadas sólo obtenía un 25%. Por cierto que hasta ese año de 1977 sólo se habían concedido subvenciones a las escuelas confesionales. Más tarde, la ciudadanía hamburguesa se vio obligada —tras varias sentencias judiciales— a apoyar también otros proyectos pedagógicos. En 1987, sin embargo, el tribunal constitucional sentenció en lo esencial: las escuelas privadas no confesionales no deben obtener «arbitrariamente» un trato financiero peor que las confesionales. Ya el hecho de que hubiera que recurrir a semejante sentencia es bien elocuente de por sí y lo es respecto a las íntimas relaciones existentes entre la iglesia y el estado, siendo así que este último había permitido la «arbitrariedad» hasta ese mismo año.

Una séptima parte de lo que el Estado Libre de Baviera dedica a la enseñanza y la cultura va a parar a las escuelas no estatales (municipales, confesionales y libres). En 1987 ese apartado del presupuesto supuso unos 987 millones de DM mientras que el año anterior sólo ascendía a 889 millones. En 1988 la cifra prevista era ya de 1.024 millones de DM con lo que las mencionadas subvenciones se habrían casi doblado en el curso de 10 años. Esa cifra no contiene las subvenciones que el Estado de Baviera dedica a la construcción de nuevas escuelas privadas. La Escuela Católica Superior de Eichstátt, sobre cuya eficiencia apenas si hay discusiones públicas, recibe anualmente una subvención del estado bávaro por un monto de 40 millones de DM. Eso significa que el Estado carga con aproximadamente el 90% de los costos que genera esa universidad, mucho más, dicho sea de paso, que en el caso de otras universidades eclesiásticas, pero no católicas.

¿Por qué los escolares necesitan todavía enseñanza religiosa?

La iglesia evangélica de Württenberg presupuestó en 1990 11,7 millones de DM para la remuneración y reciclaje de profesores de religión. Ahora bien, dos tercios de esa previsión presupuestaria van a cargo del estado de Baden-Württemberg. Los profesores de las escuelas públicas —también cuando imparten la asignatura de Religión— perciben en cuanto tales un sueldo del estado. Aquellas horas de religión impartidas por párrocos, vicarios, catequistas y diáconos adicionalmente a las previstas por el plan de la escuela se las paga el estado a las iglesias con cargo a su presupuesto. En 1985, el senado berlinés incrementó hasta un porcentaje del 85% del costo total las subvenciones pagadas a las escuelas confesionales y las pagadas por las horas de Religión las elevó de un 80 a un 90%. Dicho de otro modo: la enseñanza de la religión por sí sola le costó a la ciudad —más de un tercio de cuyos ciudadanos se declaran aconfesionales— 47,6 millones de DM. Los otros Lander de la federación pagan hasta un 100% de los costos de personal a las escuelas eclesiásticas, pese a lo cual las autoridades hacen la vista gorda cuando cualquier docente de una de esas escuelas tiene problemas a causa de la vinculación confesional de su docencia. En Berlín —un ejemplo entre muchos— el senado presidido por Diepgen se sentía tan ufano al anunciar, en noviembre de 1986, que concedería nuevas subvenciones a las iglesias y que con los nuevos acuerdos «hallaría su continuidad el fructífero trabajo entre aquéllas y la ciudad de Berlín». La declaración «encomia nuevamente con satisfacción la gran relevancia que ambas iglesias tienen para el estado y la sociedad y su compromiso social, sobre todo en el ámbito pedagógico y en el sanitario». El Land berlinés aporta también ese año de 1986 la bonita cantidad de 196.790 DM para cubrir una parte de los gastos de personal de la Escuela de Música de Berlín, costeada por la iglesia evangélica. Algo que a todos produce satisfacción, salvo a los contribuyentes, claro está: «La iglesia evangélica de Berlín-Brandenburgo (Berlín Occidental) y el Land de Berlín se congratulan también por este nuevo acuerdo, expresión de una colaboración entre partes unidas por el espíritu de la colegialidad».

Satisfacciones y colaboraciones más o menos amistosas aparte, el hecho es que la gran relevancia de las iglesias en el ámbito pedagógico está en clara decadencia. El antedicho escrito del senado berlinés constata que el número de escolares de uno y otro sexo que tomaron parte en la enseñanza religiosa protestante decreció de 135.823 a 90.732 en los últimos años, no obstante lo cual, esa última cifra justifica —¿lo justifica de verdad?— la continuidad de la enseñanza religiosa. La asignatura de religión pierde clientela a ojos vista. En los institutos de Renania del Norte-Wesfalia, más del 10% de los escolares le han vuelto las espaldas. En las escuelas integradas son ya más del 11%. Un estudio de la iglesia evangélica de Alemania llega el año 1985 a la conclusión de que unos 4,5 millones de miembros juveniles de la iglesia «están ya, por así decir, con un pie fuera de ella». Esa cifra correspondería más o menos al triple de la indicada para el número de personas que abandonaron las iglesias desde el año 1975.

La asignatura de «Ética», prevista, o ya decretada, como un sucedáneo a través del cual se les suministrará a los alumnos aconfesionales la correspondiente porción de moral, no dará ya nuevas alas a la de Religión. Esos sucedáneos no tienen la menor oportunidad de cuajar en otros países: el tribunal supremo sentenció en 1990 en Bélgica que los escolares no tenían por qué asistir ni a clases de Religión ni a clases de «Doctrina Moral» desvinculadas de toda confesión ya que la inexistencia de una libertad de opción plena vulnera los principios de la Declaración Europea sobre los Derechos Humanos de 1950. El parlamento español promulgó asimismo en 1990 y contra la encarnizada resistencia de la iglesia católica una Ley de Reforma Educativa que deja a la libre decisión de los escolares el asistir o no a las clases de Religión, sin que esté prevista ninguna enseñanza alternativa.

¿Y qué sucede en nuestro país? Según una encuesta realizada en Hamburgo, menos de la mitad de los profesores de Religión evangélicos se sienten vinculados a la iglesia y apenas el 50% a las afirmaciones centrales del cristianismo. Un 9%, incluso, son personas que han causado baja en la iglesia. La parte católica podría afirmar exultante: a nosotros no nos podría pasar una cosa así. Al que no crea ya en ella y sea lo suficiente tonto para exteriorizarlo se le pone de pies en la calle. Entre católicos sólo se peca «en lo oscuro».

La revista «Spiegel» del 5 de noviembre de 1990 aporta datos concretos: en un cursillo para sacerdotes organizado en la Región del Rin-Meno, 18 de entre los 20 asistentes, según constató el propio responsable de las jornadas, tenían relaciones con una mujer. Tres cuartas partes de los profesores de Teología alemanes tienen una compañera estable. La observación del celibato es ya excepcional. Un estudio publicado en Boston llega a la conclusión de que tan sólo un 2% de los sacerdotes católicos de los USA vive estrictamente según las prescripciones canónicas que impone el celibato. Uno de cada tres sacerdotes norteamericanos lleva una vida sexual activa. La investigación, basada en una encuesta que abarca un número de 1.500 sacerdotes y en los años que van de 1960 a 1985 clasifica a casi una cuarta parte de los encuestados como homosexuales. Un 10% de los sacerdotes mantiene una relación homosexual estable; un 20% mantiene una «relación bastante inequívoca y no abstinente con una mujer». Un 6% mantendría relaciones sexuales con menores de edad y el 9% admite que «experimenta» con formas de vida contrarias al celibato. ¿Qué es lo que queda de la credibilidad, siempre tan encarecida, de los sacerdotes? ¿A dónde han llevado a la «Madre Iglesia» sus propias maniobras, toda vez que no es capaz de que sus mismos «hijos predilectos» la tomen muy en serio? Pero sí que es capaz, en cambio, de hacerse pagar substanciosos bocados por parte del común de los ciudadanos.

¿No sería posible vivir de forma más humana prescindiendo de estas iglesias?

Algunos consideran que ya la misma pregunta es de por sí absurda. No es a ellos a quienes se dirige aquella. Pero es que hay otros, y se cuentan por millones, que se sienten día tras día molestos con las iglesias y que están saturados por el carácter represivo y desorientador de las publicaciones clericales. Muchos de ellos saben ya que sin una adscripción religiosa no se vive peor, sino incluso mejor. Los que hasta ahora han permanecido en la indecisión no saben ni lo uno ni lo otro. No es deseable, desde luego, que acudan a buscar una respuesta a prácticas ocultas (nigromancia, etc). Tienen derecho a algo más. Cuando se desvinculan de grupos cristianos minoritarios tales como los «católicos del catecismo» o de los «protestantes confesores», que durante mucho tiempo les eximieron de tener que pensar y obrar por sí mismos, comienzan a tener una perspectiva acerca del futuro del hombre. Nadie puede tener una vida plenamente realizada mientras se limite a hacer suyas ideas premasticadas por otros acerca de la existencia de Dios, la autoridad de la Biblia y del papado o la vida tras la muerte. Las personas se convierten en personas a través de acciones interpersonales.

Cosmovisiones totalitarias, pretensiones de monopolio universal en moral y expertos autotitulados son cosas con las que nos topamos hoy por todas partes. Es importante que haya cada vez más personas que aprendan a reconocer y a hacer valer sus necesidades más básicas. Las personas tienen derecho a vivir arraigadas en su ambiente. Nadie está obligado a entregarse en las manos de quien quiera transformar su entorno de acuerdo con sus intereses. Las personas pueden ser creativas. La tutela absorbente que tradicionalmente han ejercido unos hombres sobre otros era consecuencia de acciones explotadoras. Las personas tienen derecho a expresar libremente su opinión sobre todos los asuntos que les conciernen. Las interpretaciones premasticadas por los «dignatarios» de la iglesia no estaban democráticamente legitimadas.

Las personas tienen derecho a una ética y a una religión propias. Los moralistas y «servidores de la religión» de cualquier laya no poseen saberes especialmente aventajados, ni derecho a privilegios y prerrogativas (traducibles a dinero). Frente a las amenazas a su vida, las personas tienen derecho a la vida. Y frente a su vida tienen derecho a su muerte.