El catecismo católico para adultos, publicado por la Conferencia Episcopal Alemana en 1958, tiene las cosas muy claras: «En definitiva, la iglesia, en cuanto templo del Espíritu Santo, es ella misma santa». Esa santidad se interpreta como «apartamiento especial frente al ámbito de lo mundano y filiación esencial para con Dios.» Esta verdad de catecismo contrasta fuertemente con la opinión crítica, históricamente fundamentada, de los teólogos católicos Gertrudis y Thomas Sartory, quienes al igual que otras minorías de peso creciente en la iglesia, se expresan así: «El cristianismo es la religión más homicida que haya habido nunca». Es cierto que el catecismo publicado en el año de 1985 no puede ya escamotear las fechorías históricas de la iglesia, pero tiene, eso sí, una excusa bien preparada para neutralizarlas: alude a que la «tensa discrepancia entre la santidad de la iglesia y la condición pecaminosa de sus miembros… puede adoptar dimensiones pavorosas», pero sólo «ocasionalmente, p. ej., en la baja Edad Media». El catecismo no está, obviamente, dispuesto a conceder que la historia de la iglesia es criminal en su conjunto de modo que éste no nos permite hacer excepciones.
Domingo tras domingo, los creyentes pronuncian, mientras recitan la profesión de fe apostólica, el «credo», la antiquísima frase «creo en una única iglesia, santa, católica y apostólica». Si los creyentes comprendieran realmente lo que mascullan en ese momento, la frase se les atragantaría, pues ni uno solo de esos epítetos es cierto: la iglesia, en cuya defensa se comprometen a boca llena no es ni la «única» (es una entre muchas), ni apostólica (sino sedicentemente apostólica) ni «católica» (sino minoritaria, y cada vez más, a escala planetaria). Y sobre todo no es, nada más lejos de ello, globalmente «santa». Quien argumenta en «clave progresista» y charlotea de una «iglesia del futuro» que llegará en su día a la santidad demuestra que no ha aprendido nada. Maneja simplemente un método sospechosamente ahistórico. Está demasiado dispuesto a sacrificar en un momento 2.000 años de historia de la iglesia en aras de su utopía. Concede, de modo franco o encubierto, que prácticamente todo lo sucedido hasta ahora ha seguido un rumbo falso. Con voluntad radical y transformadora del mundo contempla ya un futuro grandioso, con una iglesia renovada en su cabeza y en sus miembros, como si el gran viraje fuera algo inminente. Bien le está mantener viva esa fe, pues él mismo vive de ella y no de otra cosa. Él se halla situado en esta vida y puede esperar la gran reforma de la iglesia.
Como quiera que los obispos no insisten ya en que se les llame «Eminencia» a toda costa sino «Padre Obispo» y los párrocos llevan corbatas y jerseys de color ceniciento y no con la negrura del cuervo. Como quiera que las monjas llevan faldas más cortas y que Galileo Galilei ha sido rehabilitado por la iglesia. Como quiera también que algún que otro santo benemérito ha sido tachado a sangre fría del calendario por la simple razón de que nunca existió. Como quiera que todos se abren a «nuevos horizontes» y se «abren al mundo», al «diálogo». Como quiera que muchos teólogos sufren más que nunca del síndrome «Nosotros también» y muchos alaban el socialismo —aunque entretanto ya han dejado de alabarlo— y que incluso algunos profesores de teología van a recolectar café en Sudamérica y aparecen por ello en los grandes titulares de la prensa. Como quiera que ocurren esas y otras cosas parecidas muchos se entregan a la ilusión de que el catolicismo se ha vuelto liberal y su teología progresista. Pero todo ello ¿será suficiente para poder creer en una «iglesia santa», devenida recientemente tal pese a un trasfondo de 2.000 años de historia criminal? ¿Creen realmente en ello los propios profesores de teología? F. Schubert, cuya música espiritual también se ejecuta gustosamente en más de una catedral, sabía ya, hace 150 años, qué crédito podía concedérsele al «Credo» clerical. Al verterlo al lenguaje de la música pasó por alto la frase de la «iglesia única, santa, católica y apostólica», en la que él tenía la obligación de creer. ¿Se habrán percatado alguna vez de su consecuente actitud los oyentes católicos del gran músico?
Quien se atenga a una lectura literal de la Biblia conocerá el denominado «quinto mandamiento». Éste ordena sin ambages: ¡No matarás! La versión textual que de ese mandamiento ha llegado hasta nosotros no admite distingos ni subterfugios. Dice exactamente lo que pretende decir. Al menos eso es lo que opinaría un creyente imparcial. Pero, le dice su iglesia, ¡no seamos tan ingenuos! Pues hace ya mucho tiempo que ella transformó el inequívoco texto del mandamiento divino en una prohibición de matar sujeta a condiciones. Ella lo reconoce como regla… que admite sus excepciones. No está permitido matar, dice. Esa regla rige respecto a los asesinatos privados y los abortos. En ese punto la iglesia no permite siquiera que se entre en discusión con ella. Cree, con todo, que hay excepciones legítimas: hay asesinatos oficialmente permitidos, casos que caen fuera del mandamiento divino. Ejemplo: la «guerra justa», la «guerra religiosa» o la «pena capital». El cardenal Von Galen, cuya resistencia contra Hitler se limitó a predicar unos pocos sermones y cuyo acuerdo con aquél se expresó en numerosas declaraciones públicas, constituye un ejemplo luminoso de cómo la iglesia procede con aquel quinto mandamiento: en el mismo sermón en el que censuraba el exterminio de enfermos mentales en asilos y centros psiquiátricos subrayaba el derecho a matar millones de personas sanas en una «guerra justa», la desencadenada por Hitler. Se trataba, como siempre, de una cuestión de poder. Quien tiene poder social para asentar e imponer determinadas definiciones de moral se acomoda gustoso a esa situación. A quien no tiene ese poder sólo le queda la iniciativa de los argumentos del sano sentido común, de la apelación al humanitarismo. Que llegue a tener éxito es más que dudoso a la vista de las experiencia habidas con quienes, en la historia de la iglesia y en la del mundo, han gozado del poder de asentar definiciones. Vistas así las cosas, llegar a papa y acceder además a la infalibilidad es algo que abre amplias oportunidades. Uno puede decretar excátedra que la eutanasia es inhumana; que también lo es la experimentación genética; que las guerras de los otros son un «pecado» y que las propias son «justas». Desde esa posición uno puede forzar el sentido de un mandamiento divino hasta acomodarlo a los deseos y las pretensiones propias.
Así por ejemplo, la muerte propia, libremente decidida, (difamada por el clero como «suicidio» = «asesinato de sí mismo») está estrictamente prohibida: se opone al regalo divino de la vida. Pero, eso sí, el mandato de matar a otros puede, en determinadas circunstancias, gozar de rango superior al que prohíbe matarse a sí mismo. Cuando hay que matar a otros hombres en una guerra «justa», ello ha de suceder, nos dicen los teólogos moralistas, incluso al precio de la propia vida. Tampoco la «pena de muerte» merece el pleno rechazo de los cristianos: son justamente ellos quienes aducen argumentos «suficientes» en pro de aquélla. Lutero escribe así acerca de la autoridad secular: «La mano que lleva la espada o estrangula no es ya una mano humana sino la mano de Dios y ya no es el hombre quien ahorca, aplasta con la rueda, decapita, estrangula o desuella».
Esa frase es de lo más consecuente: el Dios concebido por tales teólogos no se distingue en nada de sus conceptores ni de sus intereses criminales. Todavía en nuestros días —podemos leerlo en una enciclopedia cristiana del año 1973— «la mayoría de los teólogos católicos y buena parte de los evangélicos constituyen de seguro el grupo más considerable entre los defensores de la pena de muerte dignos de ser tomados en serio». Lo han aprendido de su propia historia: desde que el cristianismo llegó al poder la aplicación de la pena de muerte en el Imperio Romano no disminuyó, sino que aumentó. El emperador Constantino la decretó también para muchos delitos que sus antecesores, los denominados emperadores paganos, consideraron aún de poca monta. Por parte de la iglesia no se alzaron prácticamente voces contrarias a ese rigor. Es cierto que en el s. XV el cardenal Borgia, más tarde papa con el nombre de Alejandro VI, se manifestó en cierta ocasión contra la pena de muerte. Tenía sus motivos para dejar libres a los condenados… previo pago de una caución: «El Señor no desea la muerte del pecador. Lo que desea es que viva y que pague».
Los primeros sínodos no habían establecido aún una pena determinada contra el asesinato. Partían del supuesto de que entre cristianos no podía suceder algo así. Ahora bien, por la misma época en que el doctor de la iglesia Basilio ordenaba negar la comunión a los soldados por el plazo de un año, otro obispo ensalzaba ya la matanza cometida en la guerra. Era San Atanasio, el famoso «Padre de la ortodoxia», un hombre tan curtido en la lucha como ducho en la intriga. Este extraño santo, elegido obispo por un grupo de perjuros, sería el futuro y encarnizadísimo enemigo de todas las «herejías» y también quien declarase que el asesinato común no era, ¡qué horror!, permisible pero que «matar enemigos era lícito e incluso meritorio». Su ejemplo hizo escuela y de ahí a poco la opinión privada de este teólogo se elevó a doctrina moral común a toda la iglesia. Su colega Ambrosio, que tanto escribió acerca del amor al prójimo, calló con seguro instinto acerca del amor a los enemigos: ese amor no habría encajado muy bien con las concepciones políticas de su iglesia. Cristianos como él se dedicaban ya a azuzar a la gente en pro de la guerra «justa» en tanto que los pensadores no cristianos de la época trataban decididamente de mediar entre las partes enfrentadas.
Ahora bien, el hombre que aportó la contribución decisiva en pro del asesinato legítimo fue aquel santo llamado Agustín de Hipona: el mismo santo que había justificado las diferencias sociales más crasas y cuyo consejo a los pobres era que «sufrieran tenaz y pacientemente el yugo, perpetuo e Inmutable en su dureza, propio del estamento más bajo». Este criminal de escritorio, capaz de enseñar que «quien castiga con más dureza, muestra un amor más grande», estableció una distinción entre guerras «justas» e «injustas» preñada de consecuencias. «¿Qué se puede objetar contra la guerra? ¿Acaso el hecho de que perezcan en ellas personas destinadas de todos modos a perecer en su día?», se pregunta Agustín. Y aquel santo varón que alentaba la conversión forzosa de quienes creían de modo diverso al suyo, previa confiscación de sus bienes; que recomendaba el destierro de correligionarios disidentes; que permitía ya la tortura —a la que consideraba «suave» comparada con la pena eterna en el infierno— como una especie de «cura» en toda regla para las personas, ese santo varón propugnaba la guerra «justa» como camino hacia la paz, tanto más cuanto que la consecución del bien justificaba cierta cuota de pérdidas. Sí, esa doctrina de la guerra «justa» procedía de un sujeto celebrado con el epíteto de «lengua del Espíritu Santo», de un criminal de la palabra, «que, aun siendo un hombre terrenal» fue calificado de «ángel celeste», y con fundamento de causa pues «en sus visiones supraterrenales contemplaba continuamente a Dios como si fuera un ángel». Aquel Agustín prestó su reconocimiento y concedió plena y radical legitimidad a aquel sangriento expediente. La verdad y el error no pueden ni deben convivir en concordia, pensaba aquel prócer. De ahí que todo aquello que no fuese verdadero, según el buen entender clerical, debiera ser arrancado con tallo y raíces. El antiguo teólogo Teodoreto reconoció, por su parte, que «la guerra nos reporta más ventajas que la paz» y no iba descaminado por lo que a la iglesia se refiere. Vivir como cristiano entre «paganos» puede ser duro. Vivir como judío o pagano entre cristianos es algo mucho peor.
¿Qué es lo que convierte en justa una guerra? Todo cuanto beneficia a la iglesia; todo cuanto daña a sus adversarios. De ahí a la afirmación de que toda vida anticlerical constituía un extravío y carecía por ello de valor sólo mediaba un pequeño paso. El homicidio efectivo tenía su origen en la previa aniquilación del otro por medio de la palabra. El cardenal Nicolás de Cusa, uno entre centenares de ejemplos, azuzaba en el s. XV a los cristianos contra los turcos, esa «bestia del apocalipsis», ese «enemigo de toda la naturaleza de la entera humanidad».
Mientras que los romanos, de mentalidad agnóstica, eran muy tolerantes en el ámbito religioso y permitían todos los cultos que no perturbaran la marcha de los asuntos públicos y por lo tanto también el de los cristianos —a los que sólo persiguieron cuando éstos sectarios comenzaron a agitar al pueblo— el cristianismo ortodoxo se entregó a una difamación sistemática de sus enemigos al objeto de exterminarlos conscientemente. La obsesión por un enemigo y los propios resentimientos se transfieren fácilmente de un objeto a otro en el cristianismo: primero son los «paganos», después, los turcos, los judíos, los «herejes», las «brujas» y, finalmente, los comunistas. Cuando él decreta el extravío de alguien, anula con ello su derecho a la vida. Al principio fueron los denominados paganos: su exterminio resultaba preceptivo. Después de ello, cualquier carnicería cometida por los buenos y justos en la persona de los malvados, a los que enseñaban celosamente con la espada en qué consistía el amor a los enemigos, fue declarada grata a los ojos de Dios. En aras de la buena causa resultaba, ¡qué menos!, permisible usar de una dureza superior a la habitual. Máxime en aquellas guerras reputadas, no ya como justas, sino incluso como «santas». Ahora los buenos podían matar ya con buena conciencia y arrumbar definitivamente el mandamiento divino. En el año 313 el emperador Constantino concedió la plena libertad de culto a los cristianos. Al año siguiente, éstos decretaron imponer la excomunión a los soldados desertores. Arrojar de sí las armas equivalía al anatema. Justo lo contrario de lo que había pasado hasta entonces. Así de rápido puede ser el abandono de las tradiciones más sacrosantas. Así de rápido fue el relevo de los pacifistas cristianos por parte de los clérigos castrenses; el de quienes morían al oponerse al servicio militar por quienes mataban en campaña militar. La iglesia se tornó de repente belicista y los nombres de los antiguos mártires soldados fueron tachados de los santorales. Dioses combatientes, Cristo, María y diversos otros santos ocuparon su lugar y asumieron exactamente la misma función desempeñada antaño por los ídolos de guerra paganos. En el año 416 un edicto promulgado por un emperador cristiano excluía del servicio militar a todo el que no fuera cristiano. La degollina colectiva y la guerra justa se convierten a partir de ello en asunto exclusivo de los cristianos.
Ese modo de pensar ha estado vigente hasta la Guerra del Vietnam. En virtud del juego de alianzas, la iglesia de cuño occidental se encaramó hasta la posición de socio privilegiado del aparato militar de los USA. La iglesia y el Ejército aparecían en escena como poderosos defensores del orden establecido. Ambas reconocían en su antagonista al enemigo mortal, a la encarnación del diablo cuya impugnación radical se había convertido en una obviedad banal entre cristianos. La guerra se convirtió de jacto en un ejercicio religioso. El adjetivo «justo», puro eufemismo, cuadraba muy bien, en cualquier caso, a toda gestión de la guerra en la que participasen los cristianos. Un adjetivo que los teólogos católicos se han guardado muy bien de aplicar hasta hoy a los sistemas anticonceptivos. El control de natalidad —salvo el «natural», permitido por el papa Pablo VI— nunca puede ser justo, «por más graves que sean las razones aducidas en su favor». Engendrar y alumbrar niños es incomparablemente más importante que ocuparse después de su suerte en el mundo. El día de la fiesta nacional en el año 1872, después de la derrota de Francia por Alemania en la Guerra del Sedán, el cardenal Mermillod se dirigió a la nación francesa y zanjó de inmediato la cuestión de la culpa: «Tú te has apartado del camino de Dios y Dios te ha abatido. En tu cálculo perverso solo excavabas tumbas en vez de llenar las cunas con niños. Por eso te faltaron los soldados».
Con el correr del tiempo, los cristianos se vieron en apuros teológicos pues es el caso que ellos mismos se abalanzaban militarmente unos contra otros y eso con creciente frecuencia. Como quiera que cada uno de los contendientes cristianos se preparaba para la guerra santa mediante ayunos, oraciones, misas de campaña y sermones de batalla, el problema se agudizaba. ¿De qué servía una guerra justa cuyas partes beligerantes podían, a partes iguales y fortalecidas en todos los frentes por los sermones y la comunión, esperar un desenlace feliz? El dilema no ha podido ser resuelto. Al menos hasta hoy. Las «armas de la palabra», las «armas de la luz» apoyan entonces, cuando la cosa va ya en serio, el trueno de los cañones. En tal caso los cristianos se encuentran en el campo de batalla, asesinan a millones y son asesinados a millones. Después de ello, los teólogos, venidos desde muy lejos de la línea de tiro, inician su luctuoso menester, consuelan a viudas y huérfanos y, a toro pasado, vuelven a estar de nuevo —como sus obispos— del lado correcto. La causa justa es siempre la de los vencedores y como la iglesia es custodia de la justicia (también, y muy especialmente, en tiempos de guerra) nadie debe admirarse de que se haga festejar como vencedora. Nunca se la podrá abochornar. De ahí que no sepa lo que es vergüenza. Quien se pronuncie en favor de los hijos tiene también que pronunciarse decididamente en contra de la guerra… salvo que se pronuncie en favor de «hijos para la guerra».
Palabras de Lutero acerca de la guerra justa, que él reputa como «obra del amor», como obra «exquisita y divina»: «Así pues, hemos de contemplar también con viril mirada el menester de la guerra, y cómo ésta estrangula y estraga. Así se demuestra a sí misma que también es en sí misma menester divino y tan necesario y útil como el beber y el comer o cualquier otro menester». El teólogo protestante Althaus opina bien entrado este siglo, en 1929, que las «épocas guerreras» no deben ser presentadas a la juventud como muestras de «bajo nivel moral» ni tildarlas de «bárbaras». La iglesia ha de salir enérgicamente al paso de tal confusión de los conceptos morales y desenmascarar los abusos que se cometen con los conceptos de «desarme» y «reconciliación». El cardenal Von Galen, ensalzado aún como «luchador de la resistencia», autorizó en 1938, justamente cuando se desencadenaban los terribles pogroms contra los judíos, el texto de una jura de fidelidad a la bandera y a Hitler que reza así:
¡¿qué importa el frío, qué importa el sufrimiento
si me enardece este firme juramento
que el pecho abrasa, las manos y la espada?!
¡No importa el desenlace final! ¡No importa nada
si Alemania me exige un sacrificio cruento!
Los obispos alemanes mandaron a los corderos jóvenes de su grey al matadero de una guerra objetivamente criminal, una guerra de agresión, ordenando a los soldados católicos «cumplir con su deber por obediencia al Führer y estar dispuestos al pleno sacrificio de su persona». Siguieron atentamente y «con satisfacción» el ataque contra la URSS y lo identificaron con «la santa voluntad de Dios». Y mientras ordenaban incansablemente rezos y repiques festivos de campanas exigían que «cada cual cumpla plena, gustosa y fielmente su deber», que cada cual aporte «toda su fuerza… toda clase de sacrificios». Eso amén de alabar a Hitler como «paradigma luminoso», a su régimen terrorífico como «salvador y abanderado de Europa» y su guerra de agresión como «cruzada» y «guerra santa». Así se expresaba el cardenal Von Galen en 1936: «… como alemán y como obispo… agradezco al Führer de nuestro pueblo por todo cuanto ha hecho en pro de la justicia, la libertad y el honor del pueblo alemán». Qué es lo que este «hombre de la resistencia» quería decir concretamente al expresarse así se despeja unas líneas más abajo: «El Führer, a quien la providencia confió la dirección de nuestra política y la responsabilidad de los destinos de nuestra patria alemana, rompió con audaz resolución las cadenas con las que los poderes hostiles a ella la mantenían aherrojada desde el desdichado desenlace de la guerra». En 1945, después de su reconversión, este obispo identifica de forma distinta los poderes hostiles si bien, una vez más, fuera de Alemania: «El veneno de los extravíos doctrinales nazis parece, ostensiblemente, haber inficionado también a otras naciones, incluidas aquellas que acostumbran enorgullecerse de su democracia. Hasta los mismos nacionalsocialistas permitían que los prisioneros de los campos de concentración intercambiaran correspondencia con sus familiares dos veces al mes y recibieran de éstos paquetes de comida. Esas alivios no se dan entre los ingleses». Conclusión: «los campos de concentración británicos en los que estaban recluidos los nazis sin poder escribir cartas eran peores que los campos nazis en los que se llevaron a cabo ejecuciones masivas de judíos». El católico Hitler era, ¡y tanto!, mejor que los anglicanos ingleses. El papa coetáneo de todo ello, Pío XII, abrigaba en consecuencia como «el mayor de sus anhelos, una victoria» de Hitler. Cuando las cosas, no obstante, tomaron un giro no deseado, ese mismo papa supo situarse prestamente del lado de los auténticos vencedores. Y es que su iglesia había combatido valerosamente contra el malvado Hitler antes de 1933 y ahora, después de la guerra, volvía a combatirlo de nuevo. ¿No le asistía por ello el derecho moral a definir en el futuro qué es lo bueno y qué es lo malo; qué es lo justo y qué es lo injusto? El cardenal de Colonia, Frings, fue el primero que tuvo nuevamente valor para defender públicamente el rearme de los alemanes. ¿No matarás?
¡En marcha hacia nuevas guerras justas… siempre que nosotros hagamos nuestro agosto con ellas! Ésa era la consigna clerical. La objeción de conciencia, en cambio, era reputada por los obispos alemanes como «sentimentalismo repudiable». En 1956, el antiguo obispo auxiliar castrense del ejército de Hitler, Werthmann, —el hombre que, engalanado con la cruz gamada, quería antaño ver «exterminados y con el cuerpo reducido en la longitud de la cabeza» a los objetores de conciencia católicos— se convirtió en vicario general castrense de las fuerzas armadas de la RFA. ¿No matarás? En 1959, el jesuita Gundlach, unos de los principales consejeros de Pío XII, proclamó que en base a la doctrina papal acerca de la guerra justa «el uso de la bomba atómica no es en sí nada absolutamente inmoral». ¿Y las consecuencias? Ese mismo teólogo moral opinaba en alusión al posible acabamiento del mundo que «… en primer lugar tenemos ya la certeza de que el mundo no es nada que dure eternamente y en segundo lugar nosotros no tenemos la responsabilidad del fin de aquél. En un caso así podríamos decir que Dios nuestro Señor, que nos condujo mediante su providencia a esa situación o permitió que incurriéramos en ella para exigir de nosotros una declaración de fidelidad a sus designios, asumiría también la responsabilidad».
También el jesuita Hirschmann se declaró «en la actual situación, a favor de los sacrificios impuestos por el armamento atómico, incluso bajo la perspectiva de la destrucción de millones de vidas humanas». Un gremio de teólogos católicos aprobó la «instalación de un arsenal de armas nucleares» y minimizó la muerte masiva de inocentes calificándola de «efecto adicional». La asistencia militar castrense católica en el seno de la Bundeswehr alemana preparaba a sus soldados a esos efectos pues «Cristo exige de nosotros más que el mismo Hitler…». ¿No matarás? Pero no pensemos que todo ello es una especialidad católico-romana. Después de la II G. M. el teólogo protestante Thielicke, cuyas obras gozan de enorme difusión, alecciona así a sus lectores: «¡Los cristianos que prestan su servicio militar bajo los ojos de Cristo siempre entendieron que su oficio de matar lo ejercían en nombre del amor!». Y su colega Künneth exclama trece años después de Hiroshima: «¡Hasta las mismas bombas atómicas pueden ponerse al servicio del amor al prójimo!». En el curso de un proceso judicial contra el contrabando de armas celebrado en Austria el teólogo moral católico, A. Laun, declaró en un peritaje realizado en 1990 que la exportación de armas no es rechazable por principio. De ahí que la exportación de cohetes al Irán no pueda ser calificada de inmoral en sí misma. Quien afirme una cosa así ha de demostrar previamente que el Irán ha librado una guerra de agresión y empleado esas armas «de manera inmoral». El suministro de armas puede, incluso, constituir una «buena acción».
La iglesia ha sido, hasta nuestros mismos días, un considerable factor de discordia. Ni siquiera el II Concilio Vaticano enterró la idea de la «guerra justa». No pronunció ninguna condena explícita de la guerra de agresión y no ha reconocido directamente la objeción de conciencia contra el servicio militar. El 11 de junio de 1982 el papa actual calificó de moralmente defendible la política de disuasión por medio de las armas nucleares. En ese contexto se refería únicamente, claro está, a la disuasión practicada por el occidente y no a la del otro bando. El mismo tenor han tenido siempre las declaraciones de los obispos alemanes relativas a este tema dando testimonio de su papel como auxiliares de la NATO. El arzobispo de Nueva York, O’Connor, expuso ante la comisión de asuntos exteriores del congreso norteamericano que la iglesia aprueba plenamente el empleo de armas nucleares con tal que se garantice «que el daño causado a los civiles sea el mínimo posible».
La teóloga U. Ranke Heinemann se pregunta qué es lo que el arzobispo quiere que entendamos con esa frase. ¿Quiere decir que sólo se permite la carbonización nuclear de un único civil entre los varios miles de millones? ¿O que sólo una ciudad entre los varios miles de ciudades debe ser expuesta a la radiación nuclear? ¿O que sólo es permisible arrasar atómicamente un país entre muchos, o, tal vez, sólo un continente con exclusión de los demás? ¿Quizá un solo planeta entre los muchos millones del universo? Y por lo que respecta a las personas civiles no nacidas aún, ¿qué límite numérico máximo deberían alcanzar los abortos nuclearmente provocados para no perder la aprobación de la iglesia? ¿Y qué ocurriría finalmente con la dotación genética de las personas civiles? ¿Se puede considerar como «daño mínimamente posible» y, consecuentemente, como aceptable para el catecismo nuclear católico la contaminación radioactiva de la dotación genética hasta la tercera o, tal vez, hasta la séptima generación? Por descontado que los obispos de la RFA no responden a estas preguntas en su consabida carta pastoral perteneciente al año de 1983. Éstos operan como megáfonos del armamento así como sus antecesores encomiaron en su día la persecución de brujas y, en época posterior, apoyaron las guerras de agresión hitlerianas. Pero los actuales se lo ponen aún más fácil para sí mismos. Su moral nuclear se da por satisfecha siempre y cuando el empleo de las armas nucleares no tenga por meta los «grandes centros de población» ni objetivos «primordialmente civiles».
En las manos de los teólogos, acostumbrados a hacer juegos malabares con el cielo y la tierra (de todo lo que esté por debajo de eso se ocupan sólo displicentemente), el simple análisis de una situación concreta puede tornarse con facilidad y presteza en grandiosa concepción global del mundo y de la existencia. Es forzoso que haya crisis mundiales para que ellos puedan ocuparse de ellas y «las vicisitudes del mundo» constituyen un tema favorito de estos intentos de interpretación global. En todo caso la imagen del enemigo debe ser lo más abarcadora posible. Fijarla y legitimarla como tal pertenece desde tiempos inmemoriales al ideario cristiano. Necesidades agresivas internas, opina el teólogo F. Krüger, son elaboradas igual que las tensiones pulsionales, es decir, proyectándolas sobre grupos extraños que aparecen por ello, automáticamente, como «enemigos» recargados de agresión. La inhibición de matar necesita una imagen de enemigo potenciada para poder ser neutralizada. El quinto mandamiento de Dios, ¡no matarás! requiere una ampliación teológica mediante una imagen de enemigo específicamente cristiana (herejes, paganos, judíos) para poder ser transgredida. Las auténticas motivaciones de la guerra se ocultan virtuosamente: el apetito por ocupar nuevas tierras (la «Tierra Prometida») es una de ellas.
Las guerras de cristianos contra cristianos, de príncipes de la iglesia contra otros príncipes de la iglesia, no constituyen la excepción, sino más bien la regla en la historia de la iglesia. Los papas combatieron secularmente contra sus competidores (los «antipapas»). Unos obispos lucharon contra otros o bien contra los monasterios. No faltaron tampoco monjes que lucharan contra sus propios abades. No concedían perdón ni al correligionario, al hermano en Cristo. Pronto hubo papas que aparecieron en la escena de la historia universal pertrechados de casco, cota de malla y espada. Papas encabezando ejércitos propios, con flotas de guerra propias y fábricas de armas. Papas que libran guerras para rapiñar palacios, condados y nuevos dominios. Los «sucesores de San Pedro» tomaron violenta posesión de la totalidad territorial de algunos grandes ducados. Reclutaban mercenarios por doquier y degollaban a sus enemigos. El papa León IX ignoró el año 1053 los esfuerzos pacifistas de los reformadores de Cluny y también su propia prohibición que vetaba a los clérigos el uso de las armas. Ignoró también el juramento de fidelidad y vasallaje que le habían prestado los normandos, ya cristianizados, y guerreó contra ellos. A raíz de eso usó por vez primera el concepto de «guerra santa», una de las decisiones más nefastas y preñadas de consecuencias del papado. Una decisión que dio inicio, entre otras cosas, a la miseria del siglo de las cruzadas. León declaró mártires y santos a sus soldados, mal ejemplo que conduciría pronto al abuso del concepto de lo «santo». Cuarenta años más tarde irrumpirían en la escena las cruzadas, todas ellas guerras santas, surgidas para perdurar, bajo distintas denominaciones y con objetivos cambiantes, durante los 900 años siguientes.
De los guerreros se exige que tengan cuerpos acerados y espíritus doblegados. El servicio militar cristiano requería una ascética social colectiva. Sólo la disciplina de aquellos monjes encubiertos, totalmente consagrados a la obediencia y la renuncia podría servir de base a la superioridad de la fe cristiana sobre sus rivales y hacerla efectiva a la faz del mundo. La victoriosa cosmovisión de los combatientes de la fe tenía un carácter creativo y agresivo en la medida en que era a la par disciplinada y represiva. El papa Gregorio VII (10731085) tenía este lema: «Maldito sea el hombre que se retraiga de derramar sangre con su espada». Convocó al mundo entero a constituir un ejército a cuyo frente quería avanzar él mismo «como caudillo y obispo». Gregorio IX (1227-1241) salió en campaña contra el emperador Federico II, que regresaba victorioso de la cruzada. Urbano VI (1379-1389), un loco elevado al solio de San Pedro, mandó asesinar al obispo de Aquila y ejecutar a cinco cardenales tras someterlos a horrorosos tormentos amén de combatir con sus mercenarios en la Guerra de Sucesión Siciliana. Pío V, de cuya santidad hemos de hablar aún más abajo, y Sixto V libraron imponentes batallas navales contra británicos y turcos. Julio II (15031513) podía contar sus guerras por los años de su pontificado: «¡Si no pueden ayudarme las llaves de San Pedro, ayúdeme entonces su espada!». El papa Pablo IV (1555-1559) vio su brazo «bañado en sangre hasta el codo», pero era, por lo demás, tan moral que mandó recubrir con pintura el «Juicio Final» de Miguel Ángel. Apenas hace algo más de un siglo, Pío IX reclutaba todavía tropas propias. Y hace unos cincuenta años los papas podrían haber hecho suyo el dicho de Pablo IV, incluso con más razón, pero eran también, eso sí, muy moralistas. Lo era, p. ej., Pío XII (1939-1958) que a finales de 1939 veía las causas de la «actual miseria» no en la guerra mundial desencadenada por Hitler sino en las faldas cortas de las señoras.
Los obispos y los abades hicieron suyo el ejemplo de los papas y no se estuvieron replegados en los territorios de su propiedad. Durante varios siglos casi todos ellos fueron hijos, hermanos y primos de la nobleza secular y tan hambrientos de poder y de riqueza como ésta. También fueron, en consecuencia, tan odiados como aquélla. Dan testimonio de ello los muchos asesinatos de obispos y abades ocurridos en la E. M., las muchas guerras intestinas y las persecuciones desencadenadas contra la clericalla. Incontables son a ese respecto los documentos literarios. La «Conjuración de los Cardenales» —uno de tantos ejemplos— iba dirigida contra León X y tuvo lugar en 1517, el mismo año en que Lutero clavó sus tesis en Wittenberg. Los conjurados fracasaron en su intento de envenenar al papa, que se vengó atrozmente de ellos. Los interrogatorios forzaron revelaciones horripilantes y arrancaron las declaraciones deseadas. Los informes trasmitidos en forma de rumores produjeron además gran confusión en el Estado Pontificio. El cardenal Petrucci, un joven de 27 años, fue estrangulado con un lazo de fina seda, adecuada a su rango. Ofició de verdugo un africano negro: no estaba permitido a ningún cristiano ejecutar a un cardenal. A la vista de ese ejemplo, los demás cardenales gimotearon suplicando gracia. Les fue concedida previo pago de cantidades gigantescas en concepto de multa expiatoria. Tan solo el cardenal Riario tuvo que apoquinar 150.000 ducados de oro: la mitad de los ingresos anuales del papa. León X se lo embolsó todo… y nombró, por lo demás, 31 nuevos cardenales de un solo golpe. Aplicó para ello, en opinión de algunos, ciertos criterios políticos. Los mejores conocedores del tema opinan que aplicó el principio del mejor postor.
Los supremos pastores —¡no matarás!— dirigieron ejércitos enteros. Más de un prelado ejecutó con su propia mano a los descarriados. No hay un solo obispado cuyos pastores no se hubieran enzarzado en duras querellas intestinas, que duraban a veces varios decenios. En ocasiones no se concedía perdón ni a mujeres ni a niños; ni a ancianos ni a inválidos. Los obispos lucharon al lado de los reyes y en contra de los príncipes. Otras veces lucharon al lado de los nobles contra los reyes. Con el papa, contra el emperador alemán. Con el emperador, contra el soberano de Roma. Con un papa, para oponerse a otro. Con los religiosos seculares, para combatir a los regulares y viceversa. Lucharon en campo abierto; en batallas callejeras; en el recinto de la iglesia. Usando el veneno y el puñal. Nada o muy poco leemos de estas cosas en los catecismos y los libros de la historia de la iglesia. La historiografía clericalmente tutelada prefiere dedicarse a los escenarios colaterales de las guerras. Se esfuerza, verbigracia, en establecer un número de mártires cristianos lo más elevado posible tratando así de cimentar su tesis de que la fe cristiana se convirtió en religión estatal gracias a la sangre de aquéllos. Pero esa saga heroica es falsa y su obstinada reiteración no puede convertirla en verdadera. El gran número de mártires fue seriamente relativizado, ya en el s. III, por el autor eclesiástico Orígenes, quien escribió que aquel número era «fácil de contar». Claro que habremos de esperar aún mucho tiempo hasta que los catecismos oficiales sean también honestos en este punto.
Quien piense que el quinto mandamiento tuvo alguna vez validez irrestricta para el clero, yerra. Su divisa reza así: ¡Debes matar a los enemigos de la iglesia donde quiera que te topes con ellos! ¡Y primero debes definir a quién consideras, más que a ningún otro, como enemigo de la iglesia! ¡Y debes, con la mayor diligencia posible, hacer pasar a tus propios enemigos por enemigos de la iglesia… y de Dios! Pues eso dará carta blanca a tu mano. Nadie en Europa, hasta que llegaron Hitler y Stalin, ha despreciado tan extremada y prolongadamente la vida humana como lo ha hecho la iglesia cristiana. Nadie como ella la ha pisoteado así en el polvo declarando además su exterminio como «voluntad de Dios».
Los hechos antes descritos, ¿no fueron quizá simples fechorías masculinas propias del patriarcado? No existe también otra cara del cristianismo, la cara femenina? ¿Un culto apolítico a María? Quien acostumbra preguntar así delata su ignorancia en lo tocante a la honestidad clerical. Pues en la iglesia no hay nada inofensivo: todo está calculado a efectos de una política de poder. Es cierto que para las legiones de peregrinos y peregrinas que le elevan sus preces María es la «Virgen pura», «nuestra amada Señora». Pero la Madonna, a quienes sus superiores han sabido funcionalizar provechosamente y desde tiempos inmemoriales no es, ni de lejos, tan pacífica: también ella, al igual que sus precursoras, la Istar babilónica, diosa del amor y de la guerra, o la virginal diosa de la guerra, Atenea, se convirtió en la gran diosa de la venganza, en «nuestra amada Señora del campo de batalla», en la «vencedora en todos los combates librados por Dios». Asesinar en el nombre de María es una vieja costumbre católico-romana. Es un hecho que, bajo la advocación de María, los hombres de iglesia podían salir en campaña en cualquier guerra religiosa. María se tornó en «grito de combate para los cristianos»: en las cruzadas de los caballerescos señores; en la caza de herejes, desencadenada por los señores monacales; en las guerras antiturcas libradas por los señores del Occidente; en la lucha librada por los señores del bien en pro de sus bienes más sagrados contra los infrahumanos ateos de la época contemporánea, los bolcheviques. La Virgen es la perpetua compañera de los combatientes. Una y otra vez se muestra a los suyos como la eterna vencedora, pues «quien sirve a María no puede perderse». Puede, tal vez, caer en el campo del honor, pero no por ello cae en el olvido: la Madonna lo ha dispuesto ya todo en el más allá.
Aquí, en el más acá, los clérigos han sabido aderezar su Madonna a su sabor. Una vez que la imagen del Dios-Padre, y también la del Hijo, había sido enmendada de acuerdo con sus intereses, la de la Madre no podía quedarse atrás. Ejemplos de retoques interesados los hay a montones. Durante tres largos siglos el clero no mostró el menor interés por la vida sexual de María en el posterior transcurso de su matrimonio con José. Después de ellos, no obstante, emergió el culto a María y exigió sus derechos. La abstinencia sexual, dice el investigador de la vida de Jesús W. Fricke, es una invención clerical. Una invención perfectamente acomodada a la constelación de intereses del imperio romano en el s. IV: los hombres pueden, sí, aparearse, pero una diosa no puede hacer nada semejante. Así pues, María no pudo tener otros hijos aparte de Jesús y permaneció virgen, «antes del parto, en el parto y después del parto», como enseña el dogma. Dicho sea de pasada: el Jesús que nos pintan los evangelios no se dirige ni una sola vez a su propia madre con una palabra respetuosa o, cuando menos, cariñosa. La madre es —a diferencia del Padre celestial (el único que realmente pesa a los ojos de pensadores y escritores del patriarcado)— únicamente la «mujer». En el N. T. no hay ni un solo indicio en favor de lo que después sería el desbordante culto a María. Los dogmas de la iglesia patriarcal romana tuvieron que irse inventando pieza a pieza y según lo dictaban los intereses políticos del momento. ¿María al pie de la cruz? El papa Juan Pablo II, cuyo pontificado tiene por divisa el totus tuus dedicado a María, interpreta en 1987 a su María como una madre que «con espíritu maternal… consiente amorosamente» en la ejecución del hijo. Ese ejemplo hace patente, una vez más, qué noción tan profunda del espíritu maternal tienen los hombres de la iglesia. Pero en sus banderas estampan una Madonna. Las tropas bizantinas llevaban su imagen en las campañas de guerra. Algunos de los más sangrientos espadones católicos eran fervientes adoradores de María. El emperador Justiniano I, que exterminó con la ayuda papal dos grandes pueblos germánicos, atribuyó a María sus victorias. También su sobrino Justiniano II la escogió como patrona en su campaña contra los persas. Un monstruo como Clodoveo —cuyo nombre sigue llevando una de las plazas de Colonia— adjudicaba al favor de la Madonna sus brutales triunfos sobres sus adversarios «herejes». Carlomagno, que pese a sus muchas mujeres y concubinas, llevaba constantemente sobre su pecho una imagen de María diezmó pueblos enteros y rapiñó cientos de miles de kilómetros cuadrados durante las 50 campañas militares desplegadas a lo largo de sus 46 años de reinado. Profundamente agradecido levantó «venerables santuarios dedicados a su celestial protectora en el campo de batalla».
El culto a María y a las batallas adquirió poco a poco nuevas dimensiones: quien recibía el espaldarazo al armarse caballero recibía también su espada en «honor de María». El grito de batalla era también «¡María nos asista!» y los cruzados la invocaban antes de sus degollinas. Después de ellas loaban a la virginal vencedora. Los caballeros de la Orden Germánica, que mataban y violaban en el Este, obraban «únicamente al servicio de María, su celestial señora». La horrorosa masacre sufrida por los «herejes» albigenses constituyó una «campaña triunfal de nuestra amada Señora de las Victorias». La permanente lucha contra el islam durante los tiempos medievales no fue otra cosa que un triunfo de «la Madre de Dios». En la batalla en torno a Belgrado, una «empresa militar mariana dirigida por un gran predicador de María», la ayuda de ésta habría servido para hacer morder el polvo a 80.000 turcos. Unos 8.000 «infieles» cayeron en la batalla naval de Lepanto, para conmemorar la cual instituyó expresamente el papa una nueva festividad mariana. Pues «no fueron el poder y las armas, ni tampoco los comandantes, sino María del santo rosario la que nos facilitó la victoria». También el primer gran combate sangriento de la Guerra de los 30 Años, la batalla de Montaña Blanca del año 1620, fue una victoria mariana. El general Tilly, un ferviente adorador de María, logró «sus 32 victorias bajo el signo de nuestra amada Señora de Altótting». El estandarte insignia de la Liga Católica mostraba la imagen de «María de la Victoria». Y las cosa continúa hasta nuestro siglo: los aviadores de Mussolini tenían como patrona a María y hasta la Guerra Civil española culminó, al decir de Franco, con una victoria final mariana. Cierto que la Madonna tampoco estaba siempre por la labor de los buenos y a veces también ayudó al otro bando: aunque el papa Pío XII, fanático mariano y promotor de la causa hitleriana, consagró el 31 de octubre de 1942 a toda la humanidad al inmaculado corazón de María, ese mismo día las tropas inglesas rompían las líneas alemanas en El Alamein. El próximo triunfo de María coincidió con Stalingrado: el ejército rojo obtuvo una gran victoria el día de la Purificación de María. La liberación de Túnez y Sudáfrica se efectuó el día de la Virgen de Fátima. La capitulación de Italia recayó en la festividad del nacimiento de María y la capitulación del Japón, en el día de la Asunción. Tampoco en el pasado más reciente abrigaba la estratega celestial los propósitos que le hubieran gustado al Vaticano. Ahora bien, la esperanza de que los asuntos papales experimenten un giro afortunado sigue aún en pie: el actual pontífice polaco, cuyas visitas a todas las regiones del planeta culminan siempre con peregrinaciones a santuarios marianos, espera de su patrona la pronta conversión de Rusia. La veneración mariana del papa Wojtyla es expresión de su teología política y el presidente Walesa lleva su Madonna Negra en la solapa.
Siglo tras siglo, el clero predicó la guerra santa, a la que el papa Urbano, con clara percepción de la situación, convocó en 1095 a los rapaces combatientes. Urbano les garantizó el perdón de los pecados para el más allá. Para el más acá, rico botín y una tierra de donde manaba leche y miel. «¡Dios lo quiere y Cristo lo ordena!», rezaba la divisa que empujó a millares de ellos a una muerte segura. Todos partieron bajo el signo de la cruz, un signo de victoria cosido en sus vestidos y en sus estandartes. Llegados al Rin y al Danubio mataron a miles de judíos. Después dieron rienda suelta a sus impulsos violentos y asesinos en la cristiana Hungría. El verano del año 1099 entraron en Jerusalén —en viernes y a la hora de la crucifixión del Señor, como señalan jubilosos los cronistas— y masacraron a casi 70.000 sarracenos. Decididos al pillaje de todo objeto valioso mataban «a todos y cada uno de los habitantes», como escribe un arzobispo. Sus brazos chorreaban sangre y a la entrada de las casas «expurgadas» colgaban sus escudos, sus «blasones», en signo de toma de posesión. El asesinato, el homicidio y la conquista de tierras se confundían indisolublemente. En el templo de la ciudad organizaron tal carnicería que «gracias al maravilloso y recto juicio de Dios chapoteaban en la sangre que llegaba hasta sus rodillas o hasta la misma silla de sus caballos». Después, narra un testigo ocular, «se fueron felices y llorando de alegría a venerar la tumba de nuestro Redentor».
A despecho de todo ello las cruzadas se convirtieron bien pronto en un fiasco total para el mundo católico. Desaparecieron ejércitos enteros y también 50.000 niños a quienes predicadores perversos azuzaron a combatir a los «infieles». En contraste con ello, el islam salió reforzado y ése fue, en términos absolutos, el resultado más duradero de aquellas guerras santas. Acusar a los musulmanes de hoy en día de fanatismo, de impulsos asesinos, de fundamentalismo y de afán de guerra santa equivale a ignorar la situación de partida. A cada una de esas acusaciones podrían oponérseles cientos de testimonios procedentes del campo cristiano. En 1584 el papa Gregorio XIII equipara a los no católicos con piratas y forajidos. Cuando se concluye la Paz de Wesfalia, tras treinta años de guerra y por agotamiento de los pueblos desangrados, fue el papa Inocencio X quien protestó solemnemente contra su firma. La idea de cruzada se hizo dominante en la política exterior de la iglesia y ello hasta el final de la E. M. Y es que aquella «piratería de gran estilo», como denomina Nietzsche a las cruzadas, reportaba ganancias. De ahí que la idea religiosa, si es que alguna tenían, se esfumara totalmente bajo los aspectos militares, económicos y políticos de la empresa. La guerra santa era una guerra de agresión y conquista y en el transcurso del tiempo los papas no se tomaron ya la molestia de disimularlo.
En la historia de la iglesia hay una larga estela que lleva derechamente desde Agustín, aquel prototipo de los futuros cazadores de herejes, hasta la inquisición. El concepto de ésta fue creado y legitimado relativamente tarde, pero la cosa misma se remonta a épocas mucho más tempranas. La «búsqueda del malvado enemigo» («inquisición» es «indagación» y «búsqueda») se inició en la época carolingia con la instauración de tribunales itinerantes y desembocó en la persecución sistemática de las sectas, en la producción de un terror sistemático que acabaría por aniquilar, con el correr de los siglos, a innumerables personas. Los clérigos no han hecho nunca la menor mención de una indemnización eventual en favor de las víctimas. Nunca surgió tampoco de los labios de ningún papa la petición pública de perdón por estos asesinatos. No existe tampoco ningún fondo, aunque sea puramente simbólico, destinado a la reparación de estos desafueros. En el calendario eclesiástico no figura ni siquiera una conmemoración que recuerde a los mártires causados por ellos mismos. Entre los miles de celebraciones que, año tras año, hinchan los calendarios de festividades, a razón de varias de ellas por cada día del calendario canónico, no hay ni una sola que reconozca la propia culpa. La institución que computa los pecados de todo el mundo y exige arrepentimiento se hizo a sí misma culpable en centenares de miles de casos, pero se muestra también completamente incapaz del arrepentimiento.
La inquisición histórica conoció su apogeo con el cercenamiento de lenguas, con los ahorcamientos y la calcinación en las hogueras, penas reguladas legalmente por vez primera en España, en 1194, y a continuación en Italia, Alemania y Francia. En 1254 el papa Inocencio IV equiparó a todos los cristianos no católicos con los forajidos e impuso a los soberanos seculares la obligación de matar en el plazo de cinco días a todos los culpables de herejía. Los dominicanos, discípulos de Tomás de Aquino, que había exigido enérgicamente el exterminio de las «personas doctrinalmente apestadas», criaron perros de presa expresamente adiestrados para la caza de herejes. A partir de ahí, los «culpables» fueron mortificados, rociados con agua bendita, atados al potro y al balancín de inmersión, extendidos sobre carbones encendidos o calzados con la bota española. Los buenos se persignaban y después abatían a golpes a los disidentes. Invocaban al Espíritu Santo al constituirse en tribunal y se permitían todos los recursos del engaño. Todo católico debía obligarse, bajo juramento, a cooperar en la persecución de herejes. Con ocasión del auto de fe, los mejores lugares con buena vista hacia las hogueras se ofrecían a subasta. A los creyentes que acarreaban leña para la pira se les prometían indulgencias completas. Todo sucedía legalmente y de manera grata a los ojos de Dios. «Un enaltecedor espectáculo de perfección social», así ensalzaba todavía en 1853 la revista vaticana de los jesuitas a la inquisición. Y es que aquel asesinato se ajustaba perfectamente a su receta. ¿No matarás?
La persecución de los herejes se efectuaba —eso dice la doctrina oficial— para ayudar a la ortodoxia a triunfar sobre el error, es decir, por amor a la verdad. El papa Urbano II (1088-1099), beatificado y por lo tanto infaliblemente afincado en el cielo, no contemplaba como asesinato el hecho de abatir y quemar a los anatematizados «en virtud del celo por la madre iglesia». Sus correligionarios hicieron suyo ese punto de vista. Tan solo el gran inquisidor Torquemada envió en España a 10.220 personas a la hoguera y 97.371 a galeras. Y la punición «estírpica» no es un invento nazi: el papa Gregorio IX (1227-1241) excomulgó hasta la séptima generación. Las personas muertas cuyos errores doctrinales no se ponían al descubierto hasta más tarde tenían que ser exhumados y tratados como si estuvieran en vida. Los mismos papas nos ofrecen ejemplos siniestros y muy tempranos al respecto: Esteban VI, un clerizonte patológicamente cruel, ordenó en el año 897 exhumar los restos de su antecesor inmediato, Formoso (891-896). Después de ello el papa hereje fue oficialmente condenado y Esteban le cortó dos dedos (los de «bendecir») de su mano derecha. Fue desde luego una de las últimas acciones ignominiosas de este papa: de ahí a poco, el pueblo de Roma lo hizo encarcelar y estrangular. Pero la cosa no acaba aquí: Sergio III, una de las figuras más señeras de la pornocracia dominante en el solio de Pedro a lo largo del s. X, ordenó que el cuerpo de Formoso fuera exhumado de nuevo, revestido con la vestimenta papal y sentado en el solio antes de sufrir una nueva condena. Ahora se le cortaron tres dedos más y también la cabeza. Sergio III tenía —eso completa el cuadro del papado de aquella época— una querida llamada Marozia que, en palabras del historiador H. Kühner, había comenzado con toda circunspección a «imponer, deponer, asesinar y parir papas».
¿Persecución más allá, incluso, de la muerte? En el caso de la inquisición las cosas más extraordinarias son de lo más normal. Después de haber sido abatido en batalla, Zwinglio, el reformador de Zúrich, fue descuartizado bajo la mirada vigilante de la ortodoxia. Luego, antes de quemar sus restos, añadieron estiércol de cerdo al fuego para deshonrar sus cenizas. Tampoco eso era nuevo: bajo la pira de Jan Hus, al que la iglesia quemó en 1415 en Constanza, metieron el cadáver descompuesto de una muía para que los obtusos creyentes creyeran ahora percibir el hedor del diablo. Estos casos especiales no deben deformar la contemplación del furor asesino que se extendió por toda Europa. Quien no era católico y se obstinaba en no serlo debía desaparecer de la faz de la tierra. El continente debía estar repleto de buenos católicos. Una divisa vigente hasta bien entrado el s. XX, en la España clerofascista, verbigracia, o en la pía Croacia, donde los «hijos de San Francisco» oficiaron, entre 1940 y 1942, de comandantes de campos de concentración, de dirigentes de violentos pogroms y de genocidas.
Teóricamente el cristianismo pretende presentarse como la comunidad creyente más amante de la paz de toda la historia mundial. En la práctica es, ostensiblemente, la más sanguinaria de todas las religiones. Los cristianos condujeron guerras ellos mismos e hicieron que otros condujeran guerras por ellos. Aniquilaron el paganismo, crearon la inquisición y lanzaron cruzadas contra los turcos y también contra otros cristianos. Pero todo ello no les bastaba.
Desde el s. XIII hasta el s. XIX los católicos, —a partir del s. XVI también los protestantes— quemaron en la hoguera a mujeres definidas por ellos como «brujas» y expuestas a ser exterminadas en cuanto tales. Las creencias más primitivas en espíritus, diablos y demonios —incluso en casos como los del doctor de la iglesia y papa Gregorio I— se asociaba aquí a una voluntad de poder decidida y perfectamente calculada: la de enseñar a aquellas mujeres demoníacas a temer y a odiar de verdad a los varones clericales. ¿Mujeres en la iglesia? Los sacerdotes de casta sienten un estremecimiento ante ellas. ¿Mujeres inteligentes en la iglesia? ¿Mujeres que no se limiten a callar resignadamente, sino que abran la boca en ella? ¿Que sepan, incluso, más sobre Dios y sobre el mundo que los funcionarios sacerdotales? ¡Dios nos guarde! Eso requiere que se (que el hombre) intervenga, que denuncie y que mate.
Siempre hubo, a intervalos irregulares, fenómenos sociales de desmarque, procesos históricamente documentados de sectores sociales que se sustraían a los poderes definitorios cleropatriarcales. Algunos de ellos, tales como las guerras campesinas o los movimientos heréticos son todavía algo palpable aunque los vencedores hicieran todo lo posible para reformular la memoria de los hombres. La Damnatio memoriae, la extinción y la sanción negativa de determinados recuerdos, tienen ya su historia. Pero no es sólo una historia de los vencedores. También las víctimas siguen viviendo. Centenares de miles de supuestas brujas fueron quemadas. Sus restos calcinados fueron tirados bien lejos para que nada ni nadie las recordase. Algunos de sus asesinos tienen hasta hoy lugares que perpetúan su nombre: calles y plazas han sido bautizadas en recuerdo suyo. Los nombres de sus víctimas han sido extinguidos. Y sin embargo, su recuerdo se mantiene vivo. El olvido impuesto ha generado el recuerdo político. Los procesos de exterminio no lograron convertirse en la última palabra de la historia. Las motivaciones de aquellos que necesitaban pogroms contra las brujas para ponerse a sí mismos a salvo del contagio se van haciendo más patentes. El «Martillo de Brujas» (1487), uno de los libros más sanguinarios del mundo y publicado, aunque sólo fuera por esa cualidad, con la bendición papal, hace explícito todo cuanto piensan y sienten los clérigos de talante patriarcal: «La mujer es, pues, mala por naturaleza. Es la primera en dudar de la fe y también la que reniega antes de ella, lo cual constituye la base de toda brujería». Los cazadores de brujas saben exactamente lo que hacen cuando usan el fuego asesino: en sus mentes el miedo a la venganza de las mujeres sabias se torna odio y difamación de las vidas ajenas. Aquella conjunción del miedo a la represalia y del sentimiento de culpa, conjunción que empuja a los clérigos a matar, necesita ser redimida. Su redención ha de ser a su vez inmanente al sistema, es decir subsumida en una «religión del padre» determinadamente patriarcal, como es el caso del cristianismo. Agustín, santo y doctor de la iglesia, un criminal de escritorio con aportaciones intelectuales de lo más repulsivo, asienta la premisa de un pacto diabólico, sexualmente condicionado, contraído por las mujeres. Ese pacto posibilita el que todos los recursos, manipulaciones, palabras y gestos constituyan un sistema de señales con cuya ayuda pueden comunicarse aquéllas con el demonio. Los clérigos se ven consecuentemente obligados a defender su propio logos contra la alternativa mágica. ¡Muerte a la alternativa!
La expresión «locura de las brujas» es, conscientemente, encubridora. Desde una perspectiva histórica, aquello no fue obra de la locura sino de una estrategia bien concebida. Entre los años de 1258 y 1527 se promulgaron no menos de 47 decretos papales contra las brujas. Los clérigos varones y sus compinches procedentes del «pueblo creyente» usaron hábilmente todos los medios disponibles en su época. Usaron de toda una maquinaria y perfilaron a fondo todos los métodos. No solamente difundían octavillas que preparaban espiritualmente el asesinato, sino que también ofrecían recompensas por la captura de mujeres traídas a sus manos o aplicaban torturas ilimitadas con técnicas cada vez más modernas y continuamente perfeccionadas. «Te torturaremos hasta tal grado de delgadez que el sol podrá aparecer a través tuyo». Así rezaba una fórmula contra las brujas. Una peste de ganado en la archidiócesis de Salzburgo acarreó en 1678 la muerte de 97 mujeres. El obispo de Bamberg asesinó hacia el 1630 a 600 personas y su primo, el obispo de Würzburgo, elevó la marca a 1.200. A mediados del s. XVII un párroco de Bonn se queja de que no tardaría en diñarla media ciudad pues bajo las presiones del arzobispo de Colonia habían llegado a quemar a varias niñas de tres años, ya cortejadas por el demonio. Las crónicas cristianas se jactan por las muchas mujeres «purificadas» o «depuradas» por el fuego. «Puesto que ya hemos ajustado las cuentas a las viejas y quedan pocas por ejecutar», opina el landgrave Georg de Darmstadt en 1582, «ahora hemos de empezar con las jóvenes…». En algunos territorios protestantes perecieron, incluso, más brujas que en los católicos. En la comarca de Braunschweig, donde a finales del s. XVI algunos clérigos protestantes quemaron con frecuencia a razón de diez brujas al día, los muchos postes de donde habían colgado a las desdichadas parecían un bosque calcinado. Todavía a finales del s. XVIII un obispo protestante de Suecia se mostraba hondamente dolido de aquella «época librepensadora» que se oponía a quemar a las brujas convictas.
¿Acaso aquellas ciudades, algunas de cuyas calles y plazas llevan aún el nombre de los asesinos, han levantado un solo monumento en memoria de sus víctimas? La sola respuesta a esta pregunta equivale ya a una condena de la «religión del amor».
Las maniobras de distracción y las escaramuzas aparentes en escenarios marginales gozan de gran estima entre los escritores cristianos. Quienes de entre ellos consiguen barrer bajo la alfombra la culpa histórica de la propia iglesia realizan a los ojos de sus propios colegas una auténtica hazaña científica. Ése ha sido durante mucho tiempo su modo de proceder, pero ese modo ya no surte efecto en los tiempos actuales. El número de personas deseosas de saber la verdad crece día a día. Por lo que respecta a este punto, la verdad es concretamente ésta: los clérigos asesinos de judíos han sido legión y los nombres de muchos son bien conocidos. El antijudaísmo feroz de las élites cristianas, incluidos buen número de papas y de obispos, perduró a lo largo de casi dos milenios y constituye un signum que imprime carácter a la historia de la iglesia. Es uno de sus rasgos esenciales. Que nadie se asombre, pues, si esa característica ha conducido en línea recta hacia las cámaras de gas del «creyente católico» A. Hitler. ¿Cómo se llegó a ello?
Como quiera que el cristianismo no tiene prácticamente nada original, pues casi todo lo tomó prestado o bien recompuso a su manera lo que había destrozado en otras religiones, puede decirse que cuanto él posee no proveniente de la antigüedad pagana lo tomó del judaísmo: las legiones angélicas, los patriarcas bíblicos, los profetas, Dios Padre y Dios Hijo. Como, no obstante, los judíos no eran capaces de ver el contenido cristiano de su propia fe y, presuntamente, habrían asesinado al supuesto fundador de la iglesia cristiana; como se mantuvieron «duros de cerviz» y «pérfidos», el odio a los judíos explotó en frecuentes llamaradas a través de veinte siglos. También ese odio comenzó ya con aquel Pablo que litigaba con sus nuevos padres desde el momento en que fuera finalmente «convertido». Casi todos los representantes de la patrística antigua fueron también, en seguimiento suyo, antisemitas convencidos (no así los que siguieron la senda del judío Jesús). La patrística llegó poco menos que a convertir el antijudaísmo en un género literario propio. Tertuliano, Agustín y Juan Crisóstomo compusieron sendos escritos polémicos «Contra Los Judíos». Atacar ferozmente al pueblo elegido y vituperarlo desde la altura que daba su condición de nuevo pueblo elegido se convirtió en una marca de calidad del auténtico cristianismo. Ya en el siglo II, San Justino —el más notable de los apologetas cristianos de su época— no solamente imputaba a los judíos la culpa de las injusticias cometidas por ellos mismos sino también, «en absoluto, todas las perpetradas por los demás hombres». Este juicio global porta ya en sí el germen de la futura legitimación de la «solución final» y es que ni el obsceno antisemitismo del propio Julius Streicher, el editor de prensa nazi, podría superarlo. «El diablo, padre de los judíos», figuraba como lema en las vitrinas de la revista «Der Stürmer», dirigida por él: la tomó simplemente del Nuevo Testamento (Jn 8, 44).
El santo doctor de la iglesia, Efraím, exaltado con el epíteto de «Cítara de Dios», califica a los judíos de dementes, de naturalezas esclavas, de servidores del diablo, de sayones asesinos. Sus dirigentes serían criminales; sus jueces, bribones 99 veces peores que los no judíos. El santo doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo, el «Pico de Oro», considera en conjunto que los judíos no son mejores «que los puercos y los machos cabríos» y opina sobre sus sinagogas que «aunque se las denomine lupanares, lugares manchados por el vicio, asilos del demonio, castillos de satán, perdición de las almas o abismo bostezante de toda iniquidad o cualquier otra cosa por el estilo, siempre nos quedaremos cortos respecto a la calificación que merecen». Una vez echada la semilla con la pluma del escritor, sólo cabía esperar a que germinase en breve y diera amplia cosecha: ya en siglo IV contemplamos el espectáculo de las sinagogas en llamas y a los doctores de la iglesia asociados con los asesinos incendiarios de la calle. Contemplamos a los «santos» cristianos incautarse del patrimonio de los judíos y el expolio de las posesiones de aquellos «puercos aborrecibles y servidores del diablo»: también su internamiento y su destierro. San Cirilo, patriarca de Alejandría, prepara ya en el siglo V la «solución final»: más de cien mil judíos fueron víctimas de su furia.
Pero aquello no era suficiente. De ahí que docenas de sínodos cristianos promulgaran, una tras otra, toda una retahíla de decretos antijudíos hasta que el sexto Concilio de Toledo ordena el año 636 el bautismo forzoso de todos los judíos de España. El décimo séptimo, el año 694, declara esclavos a todos los judíos. Los bienes inmuebles de los nuevos esclavos son secuestrados (¿en favor de quién, por cierto?) y sus hijos les son arrebatados a partir de los siete años. Ese principio de aplicar la expropiación de personas y cosas funciona bien: en la E. M. los reyes de un número creciente de países se apropian de la persona de los judíos y de sus bienes. Y ni siquiera gratuitamente: la denominada protección de aquellas personas les imponía fuertes tributos y otros impuestos personales que fluían a los bolsillos de sus cristianísimas majestades. En ocasiones, especialmente a raíz de la elección del rey romano o de la coronación de los emperadores en Roma, los judíos del Sacro Imperio Romano Germánico debían entregar a aquéllos una tercera parte de su patrimonio para resarcirles de la «gracia» concedida de no ser quemados de inmediato. En el siglo XII escribe Abelardo: «Cuando los judíos emprenden un viaje hacia otra ciudad han de asegurarse primero la protección de las iglesias cristianas mediante el desembolso de fuertes sumas. Aquéllas desean en realidad su muerte para arrebatarles su herencia. Los judíos no pueden poseer fincas ni viñas pues no hallan a nadie que garantice su propiedad. Así pues, sólo les queda el negocio del préstamo a interés, lo cual les hace a su vez odiosos a los ojos de los cristianos».
Ni una sola de las manifestaciones del antisemitismo del siglo XX aporta nada nuevo a quien conoce la historia de la iglesia cristiana. El año 306, el Sínodo de Elvira prohíbe el matrimonio y toda relación íntima entre cristianos y judíos e impone la separación de mesa a la hora de la comida. A los judíos se les prohíbe ocupar cargos públicos (Sínodo de Clermont, el año 535) y también emplear como servidores suyos a personas cristianas (3er Sínodo de Orleans, año 538). El décimo segundo Concilio de Toledo ordena quemar los libros judíos. Se prohíbe a los cristianos acudir a la consulta de médicos judíos (Sínodo Trullano, año 692). Se prohíbe a los judíos salir a la calle durante los días de fiesta cristianos (3o Sínodo de Orleans, año 538). A los cristianos se les prohíbe vivir en casas judías (Sínodo de Narbona, año 1050). Los judíos son obligados a pagar el diezmo al igual que los cristianos aunque no pertenezcan a la iglesia (Sínodo de Gerona, año 1078). Los judíos pierden el derecho a llevar a un cristiano ante los tribunales o a testimoniar contra ellos en aquéllos (3o Concilio de Letrán, año 1179). Se prohíbe a los judíos desheredar a los correligionarios que se hayan convertido a la fe cristiana (3o Concilio de Letrán). Los judíos son obligados a llevar en sus vestidos un distintivo que los dé a conocer como tales (4o Concilio de Letrán, año 1215). Se les prohíbe construir sinagogas (Concilio de Oxford de 1222). Se les fuerza a vivir en barrios especiales para judíos (Sínodo de Broslav, año 1267). Se prohíbe a los cristianos vender o arrendar fincas urbanas o rústicas a los judíos (Sínodo de Ofen, año 1279). Se veta a los judíos hacer de intermediarios en los negocios concluidos entre cristianos y adquirir grados académicos (Concilio de Basilea, año 1434). Se les obliga a pagar multas dinerarias por el «asesinato de niños cristianos» (Ratisbona, año 1421). Las cantidades adeudadas por cristianos a los acreedores judíos quedan sometidas a confiscación (Nurenberg, a finales del siglo XIV). La propiedad de los judíos que sean asesinados en una ciudad alemana se convierte en propiedad pública puesto que la persona misma de los judíos es propiedad de la cámara del imperio (Código Civil del siglo XIV).
En 1.179, el Tercer Concilio de Letrán —al que hasta ahora se ha definido como asamblea celebrada bajo influjo especial del Espíritu Santo— decreta que «aquellos cristianos que tengan la osadía de vivir con judíos sean objeto de anatema». El papa Inocencio III, —a quienes los de su rango veneran por su grandeza— tacha en 1205 a los judíos de «esclavos malditos de Dios» y escribe al conde de Tolosa, a quien anatematiza en esa misma carta, que «para oprobio de la cristiandad tú concedes cargos públicos a los judíos… ¡El Señor te despedazará!». Este papa, tal vez el más poderoso de la historia, escribe ese mismo año al obispo de París que «El judío es como fuego en el seno, como un ratón en el saco, como una serpiente enroscada en el cuello». Y huelga decir que el buen cristiano debe liberarse de semejantes bichos. El 4.º Concilio de Letrán, presidido por ese mismo papa, ratifica, remitiéndose a San Agustín, la afirmación de que los judíos están condenados a vivir una existencia de eterna esclavitud.
No debe causar asombro a la vista de todo ello si el populacho cristiano, presa de la exaltación, comete un pogrom tras otro. Los judíos son abatidos a golpes allí donde se topen con ellos. Con cuerdas o por los cabellos son arrastrados hasta la pila bautismal. Las cruzadas, que condujeron a las primeras matanzas masivas de judíos, se financiaron en gran medida con capital judío pues matando a los prestamistas los deudores se libraban además de la obligación de devolverles el dinero. En Maguncia, el obispo Rutardo permitió la liquidación de los judíos de la ciudad a los que había garantizado protección previo pago de una suma de dinero: murieron entre 700 y 1.200 personas. A raíz de la conquista de Jerusalén los jefes cristianos llevaron atraillados a los judíos a sus sinagogas y los quemaron vivos en ellas. El año 1389 los cristianos mataron en Praga, en un sólo día, a 3.000 judíos. Después de un sermón de San Juan de Capistrano (festividad: el 28 de marzo), pronunciado en 1453, todos los judíos de Silesia que pudieron ser atrapados corrieron la misma suerte. En 1648 unos 200.000 judíos fueron asesinados en Polonia. Ahora bien, para esas fechas los católicos ya no se sentían solos en la perpetración de esos crímenes pues el reformador Lutero tomó también parte en la degollina general: también él equiparaba los judíos a los cerdos. También él hallaba que «eran peor que una puerca». También él exigía la pena de muerte por el desempeño de sus oficios divinos; la prohibición de todos sus escritos; la destrucción de todas sus sinagogas y oratorios «hasta que ninguna persona humana vea una piedra o un resto de las mismas. Y todo ello ha de hacerse en honor de nuestro Señor y de la cristiandad, para que Dios vea que somos cristianos».
Los verdugos de Hitler no tuvieron que hacer otra cosa sino escoger lo que más le apeteciera del amplio instrumental antisemita disponible desde hacía siglos. En este punto, el dictador era heredero del acervo cultural cristiano y de la praxis asesina de los obispos. El que fuera, siglo tras siglo, el ejército más aguerrido de los papas, la orden de los jesuitas, exigía de sus candidatos estar limpios de sangre judía hasta la quinta generación. El papa Pablo IV hizo quemar públicamente todos los ejemplares del Talmud que pudieran hallarse. Obligó a todos los judíos de sus territorios a llevar un gorro amarillo y les prohibió adquirir bienes inmuebles. Les vetó asimismo ocupar como servidores a personas cristianas y los excluyó de las profesiones académicas. Todas estas disposiciones han estado en vigor, por lo que respecta al Estado Pontificio, hasta bien entrado el s. XIX. El mismo Estado Pontificio que en ese último siglo restableció, hasta el último de los detalles, el antiguo ghetto judío.
Cuando Hitler recibió en 1933 al representante de la Conferencia Episcopal Alemana declaró al obispo en cuestión que él no estaba haciendo nada que la iglesia cristiana no hubiera hecho a lo largo de 1.500 años. El eclesiástico no replicó para nada. Tampoco lo hizo cuando el dictador expresó su opinión de que en lo referente a la cuestión judía estaba, tal vez, prestando el mayor de los servicios a la cristiandad. Pasada esa época ningún obispo quería recordar nada de tan turbio asunto. Oigamos las palabras del historiador católico F. Heer: «El encumbramiento de Hitler hasta situarse al frente de una potencia mundial, una potencia criminal, fue posible porque la conciencia de cientos de millones de católicos enmudeció frente a sus acciones. Eso cuando no les prestaba su aprobación. Esa conciencia era una conciencia privada, ocupada meramente en asuntos de la esfera íntima privada: el otro, el que aguardaba fuera ante su puerta, es decir, el judío, el polaco, el gitano o el italiano quedaba excluido. Auschwitz, Hiroshima… y sus ángeles de la muerte tienen su base en más de milenio y medio de preclaras tradiciones teológicas de la iglesia». En el Reich hitleriano la mayoría de los católicos se deja encarrilar como los demás y asienten con su silencio. Un jesuita huido hacia Holanda califica en 1936 a la prensa católica de «instrumento insípido de la mentira». Pero cosas así pasan inadvertidas pues ya en el año 1934 el destacado teólogo del dogma M. Schmaus (desde 1951 miembro de la Academia Bávara de las Ciencias) escribía que «El catolicismo y el nacionalsocialismo pueden y deben avanzar cogidos de la mano». Su colega K. Adam (que da nombre a una residencia estudiantil católica de Stuttgart) lo secundaba con estas palabras: «El nacionalsocialismo y el catolicismo van juntos como la naturaleza y la gracia».
¿Es que las cosas han cambiado mucho desde entonces? Todavía en el año 1956 el teólogo católico A. Sleumer se permite, con la bendición oficial de la iglesia, una declaración como ésta: «¡¿Cuándo se plantará de una vez el pueblo alemán frente a los productores de cine extranjeros (de Galitzia, Polonia o Rusia) o frente a sus imitadores alemanes, todos ellos enlodadores morales, hasta que tomen conciencia de que ser alemán viene a ser lo mismo que ser decente?!… Toda persona sensata debe contemplar a esos productores de semejante cine repulsivo —y todo hijo de vecino sabe en Alemania que el 95% de ellos son JUDÍOS— como vulgares seductores para quienes la única cosa sacrosanta es el propio bolsillo».
Con motivo de la visita papal a Checoslovaquia en la primavera del año 1990 los eslovacos más entusiastas exigieron la canonización del prelado político J. Tiso, presidente de la Eslovaquia de 1939 a 1945, un estado vasallo de la Alemania hitleriana, y responsable de la entrega de 70.000 judíos a los nazis. Tiso, un sacerdote católico al frente de un régimen fascista, dijo textualmente: «¿Acaso no es cristiano el que los eslovacos se quieran liberar de sus eternos enemigos, los judíos? El amor a nuestros semejantes es un mandamiento de Dios. Ese amor me impone a mí el deber de eliminar todo aquello que quiera causar daño a mis semejantes». Tiso, a quien ahora se convierte ostensiblemente en un «mártir» y en un «defensor de la civilización cristiana», fue condenado a muerte por alta traición y ejecutado en 1947.
La iglesia evangélica de Alemania, que ya en 1933 introdujo en sus estatutos un artículo relativo a la raza aria, publicó en 1941 una declaración sobre la situación eclesiástica de los judíos de confesión evangélica en la que no solamente se imputaba al judío internacional toda la culpa de la Segunda Guerra Mundial sino que tachaba además a todos los ciudadanos de fe mosaica de «enemigos natos del Reich y de todo el mundo». En estas circunstancias, a los archipastores protestantes les resultaba muy fácil remitirse a Lutero y repetir su exigencia de que «se adopten las medidas más enérgicas contra los judíos y que se les expulse de los países alemanes». Los mismos archipastores se mostraban firmemente resueltos, en el antedicho y vergonzoso documento, a negar a «los cristianos de raza judía… cualquier clase de derechos y cualquier ámbito de acción» y también a «no permitir la menor influencia del espíritu judío en la vida eclesiástica y religiosa de Alemania». ¿Cómo negar el hilo conductor que partiendo de los mil y un tratadillos, de los sermones, resoluciones y decretos sinodales, de las cartas papales y episcopales, documentos todos ellos que marcan distancias frente a los «puercos» judíos y exhortan a su aniquilación, desemboca directamente en la «solución final» de Hitler? ¿Acaso Auschwitz no es un topónimo cristiano? ¿Acaso hubo que acudir a no importa qué secuaces del fascismo o enemigos de Dios para inventar algo que no hubieran inventado y practicado desde hacía ya siglos conocidos cristianos y amigos de Dios? Conocemos realmente los nombres de muchos asesinos de escritorio (entre los cuales abundan los santos de la iglesia): Justino, Efraím, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Isidoro, Inocencio III, Pablo IV, Juan Capistrano. Y éstos no son en modo alguno los únicos que cabría entresacar y denunciar públicamente. Todos ellos podrían remitirse, desde luego, al evangelio de San Mateo (27, 25), quien durante la pasión de Jesús presenta a los judíos, a «todo el pueblo», exclamando así: «¡Qué su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» Un versículo horrorosamente mendaz; una invención de consecuencia terroríficas. Esa frase ha inspirado el peor odio contra los judíos. Es una de esas frases culpables del asesinato de millones de personas. Sí, también un evangelista puede convertirse en asesino de judíos.
No hay nada que esté tan remotamente relegado en el pasado como desearía la historiografía eclesiástica. Las fechorías de los archipastores no se extienden únicamente a la «oscura Edad Media». La historia salvífica de los papas sigue siendo algo actual. El siglo mismo en que vivimos muestra cuan vivos siguen los ideales de la inveterada cosmovisión curial. Su persistencia es algo como para cortar el aliento. Antes de la I G. M. —y a fortiori también más tarde— ponía todo su empeño en conquistar los Balcanes mano a mano con el imperio de los Habsburgo (o sea: deseaba reanudar su actividad misionera en los territorios otrora perdidos). Cabía, para ello, aplastar a Serbia, país no católico, y a Rusia, su valedora. Pío X había pronunciado ya su bendición a la anexión de Bosnia-Herzegovina por parte de Austria y la misión católica trabajaba allí usando de todos sus recursos. Un alto dignatario de la curia que pasaba armas de matute por la frontera fue descubierto y condenado, pero finalmente fue «liberado» y elevado a obispo. El cardenal Negel, arzobispo de Viena, exigía un «reino eslavo católico». La hoja dominical de una diócesis austríaca opinaba —estamos todavía en octubre de 1914—, que «la tan esperada guerra europea» no podía demorarse ya por más tiempo, tanto menos cuanto que «una sacudida a fondo» no le vendría nada mal al continente. Pío X compartía esa misma opinión y exigía que se hiciera pagar de una vez por todas a los serbios «todos sus crímenes». Cuando el sucesor al trono austríaco fue asesinado en 1914, el pontífice —sobre cuyo conocimiento previo acerca del atentado contra el Gran Duque, mal visto por sus ideas liberales, no se tiene aún plena evidencia— pronunció estas palabras que señalaban certeramente hacia el futuro inminente: «¡Ya tenemos la chispa detonante!». Un rotativo católico de Viena lo proclamaba a su manera: «Una vez más el dedo de Dios nos señala el camino…». Por fin podía estallar otra «guerra justa», una contienda armada tal como lo había previsto Pío X. Una guerra contra Rusia, el «peor enemigo de la iglesia», en palabras del soberano pontífice. Que los eslavos eran en conjunto unos bárbaros, eso se le escapó al papa en un desliz cometido en 1913 y ahora, en 1914 y poco antes de su muerte, se alegraba de que la cosa reventase… Por un motivo justo, eso sí. Motivo justo, según el papa: la culpabilidad de Rusia por esta guerra.
¿Ayudar a impedir una conflagración armada? ¿Demorar el castigo de los malos? Eso no cabe en la mente de un papa. Por supuesto que eran de prever millones de muertos, pero los clérigos siempre soportaron y soportan con gran serenidad ese destino de los demás. «Toda guerra guarda en cierto modo una relación secreta con el sangriento drama del Gólgota», pretendía saber por entonces el prior del monasterio de Santa María de Laach, «es, en verdad, una continuación, una parte de la lucha librada por nuestro Redentor. ¿No radica ahí… una poderosa razón para tratar sagradamente lo que es en sí sagrado, es decir, la guerra?».
Digamos que para los soldados cristianos y para sus predicadores nada hay ya que impida la militarización del mismo Cristo. De ahí expresiones tales como la de que Cristo vino al mundo en medio de una especie de movilización; que su naturaleza humana fue su primer uniforme; que vivaqueó por vez primera en el seno de la Virgen y por segunda vez en Belén; que su gran batalla fue el Gólgota y que su cuartel central está en el cielo. Sus discursos se convirtieron en «ametralladoras» entre las manos clericales, o bien, —otra atrevida metáfora— en «detonante» del amor de Dios. ¿Qué habría podido frenar o qué habría debido impedir un papa a la vista de todo eso? Fueron no menos de 188 millones los católicos que se vieron directamente envueltos en la guerra mundial, dos tercios de los adictos a Roma en aquella época.
También la Madonna se convirtió nuevamente en «vencedora de los turcos, que dispensa su bendición a las bayonetas hundidas en la carne de los malvados enemigos y extiende sus protectoras alas sobre nuestros soldados», como aullaba un clerizonte castrense. Se convirtió en «Madre de Dios a quien cantamos los salmos del combate». Y es que los católicos alemanes se tomaban tan seriamente todo aquello que —como reconocían los jesuitas— tenían que hacer la guerra a sus propios correligionarios que tenían casualmente su patria a la otra orilla del Rin. Los franceses, es decir, los católicos de la otra orilla no les iban a la zaga. Su clero celebraba la misma festividad guerrera como cruzada contra la Prusia protestante y pagana y así nadie debería asombrarse de que 25.000 sacerdotes, religiosos regulares y seminaristas salieran en campaña del lado galo en esta guerra justa. Las trincheras francesas se metamorfosearon por obra y gracia de los clerizontes de campaña en «Gethsemani» y el mismo campo de batalla, en «Gólgota». El choque armado, en «instante de Dios». Y es que Cristo, «que ama a los franceses, debía vivir, vivir sublimemente, perdurablemente». El resurgimiento de Francia era inminente. Que ese resurgimiento se efectuaba al precio 1,3 millones de muertos franceses, figuraba como la cosa más normal del mundo en otra hoja dominical francesa. Y también figuraba en ella el hecho de que el sucesor de aquel papa que no quiso impedir aquella primera guerra mundial porque contaba con la victoria de los Habsburgo contra los eslavos fue posteriormente ensalzado por uno de sus cardenales como «el hombre que mejor parado salió de la guerra». El Vaticano siempre al lado de los vencedores y sacando tajada de la guerra: no hay nada nuevo bajo el sol.
Las guerras santas no son únicamente producto de épocas antiguas. El obispo castrense católico de las huestes de Hitler elogiaba todavía la campaña contra Rusia como «cruzada europea». Todos los obispos alemanes y austríacos expresaron su «satisfacción» por ese enfrentamiento armado. Y Pío XII vino a remachar esa postura al encomiar la guerra contra la Unión Soviética —una guerra que se saldó para los agredidos con la destrucción de 1.700 ciudades y 70.000 aldeas amén de la muerte de 20 millones de personas, por no hablar de las bajas de los agresores— calificándola de «defensa de los fundamentos de la cultura cristiana». Que un papa así intentara siquiera impedir la guerra o frenar al menos a su causante, Hitler, era poco menos que impensable. Pío XII siempre se mostró amigable frente al dictador. Las anexiones hitlerianas previas a la guerra apenas merecieron algún que otro comentario marginal por parte del Vaticano. «NOS hemos amado siempre a Alemania, donde nos cupo la suerte de pasar algunos años de nuestra vida y ahora la amamos más que nunca. La grandeza, el auge y el bienestar de Alemania son para NOS causa de alegría y sería falso afirmar que NOS no deseamos una Alemania floreciente, grande y fuerte». Así opina el papa el 25 de abril de 1939. No iba nada descaminado Hitler cuando suponía que el Vaticano no pondría grandes reparos a una guerra desencadenada por él. El papa le hizo ya un importante favor el 6 de junio de 1939. «Se aproxima el gran día X», reproducimos un fragmento de una alocución del pastor supremo entre los supremos, «el día de la irrupción en la Unión Soviética».
También este papa tenía, al igual que su antecesor a comienzos de la I G. M., toda clase de motivos para desear el «sojuzgamiento de los súbditos insumisos»; el «retorno de Rusia» y de sus cristianos al redil de la Iglesia Católicorromana, de «su iglesia». Tampoco este papa tenía razón alguna que le obligara a entender la II G. M. de otra manera que como una acción grandiosa de la providencia. Cuando Francia e Inglaterra insistieron en que denunciara a la Alemania hitleriana como agresor, se negó a ello. Ya a mediados de agosto de 1939 había asegurado al embajador alemán ante el Vaticano que en el caso de que Hitler atacara a Polonia él se abstendría de cualquier condena del Reich y en las Navidades de ese mismo año apeló a los católicos a «unir sus fuerzas contra el enemigo común, el ateísmo». Después del atentado del 8 de noviembre de 1939 contra Hitler, el cardenal de Múnich, Faulhaber, a quien hoy se suele ensalzar como «luchador de la resistencia», celebró una misa de acción de gracias por la feliz salvación del Führer a quien todos los obispos bávaros enviaron un escrito de congratulación. Pío XII envió su felicitación personal. El dictador conducía una guerra de agresión pero, a todas luces, «justa» para los objetivos del papa: de ahí que la intervención providencial de Dios lo hubiera salvado, lo cual parecía merecer todos los honores.
Sólo a mediados de la guerra se percató el vicario de Cristo sobre la tierra de que había apostado, y desde hacía ya mucho tiempo, por la carta falsa. En el momento oportuno, sin embargo, aquel papa Pacelli, con «porte de santo», dio el necesario golpe de timón: lo justo para que también él, como todos sus antecesores, pudiera estar convenientemente del lado de los vencedores. El ministro de AA EE polaco, Beck, representante de la parte contraria en esta causa tan sagrada, declaró después de la agresión alemana y de la derrota de su país en la «guerra relámpago» hitleriana que «Uno de los principales responsables de la tragedia de mi país es el Vaticano. Yo me apercibí demasiado tarde de que habíamos practicado una política exterior que únicamente servía a los objetivos egoístas de la Iglesia católica».
¿Y los obispos alemanes? Después de la victoria de la dictadura en Polonia, de «esa conflagración militar que nos fue impuesta» (como decía uno de ellos), ordenaron celebrarla con repique de campanas a lo largo de una semana. El cardenal de Colonia, Schulte, había encarecido ya en 1939, a raíz del aniversario del nacimiento de Hitler, que la fidelidad de los suyos para con el Führer «no se doblegaría por nada en el mundo», pues «aquélla está asentada sobre los inamovibles cimientos de nuestra fe». Que la ciudad de ese cardenal resultara destruida en un 72%, eso es algo que hay que asumir sin más. Que la fidelidad obispal para con Hitler resultara destruida en un 100% después de su derrota y suicidio, eso habrá que atribuirlo a los inescrutables designios de la divina providencia.
Hasta aquí unos cuantos decenios de la vida más reciente de esta institución, cuyas infamias «históricas» han dado pie al historiador católico de la iglesia, F. Heer, a establecer esta previsión cara al futuro: la proyección, maquinación y preparación cristiana y eclesiástica —haciendo de instrumento al servicio de otros— de una nueva guerra empalmarían directamente con el apoyo que las cúpulas de ambas confesiones prestaron en su día a la «guerra de Hitler». Tiene razón: el mundo haría bien en prepararse ante las futuras agitaciones belicistas provocadas por los clérigos por más que las charangas de Roma proclamen la «paz» a bombo y platillo.
El obispo inglés J. Hall lo dijo ya en el s. XVII: «Uno está más seguro de su vida allí donde no existe ninguna fe que donde todo se hace objeto de fe». Ese archipastor tenía razón. En esas circunstancias nada tiene de extraño que el clero, en defensa de su propio sistema de valores, hable a determinados intervalos históricos del valor «educativo» y «regulativo» inherente a una guerra auténtica y dirigida contra el reino del mal. Parece obvio que la Iglesia, en aras de la paz que tanto ama, no puede renunciar al «caso de defensa». Lo que según toda experiencia humana cabe esperar de ello, la muerte de millones, pesa bien poco en comparación con las perspectivas de la Iglesia de consolidar viejos valores y rapiñar nuevos bienes por medio de una «redistribución». Hasta qué punto pueden los clérigos convertirse en logreros de guerra, eso es algo probado hasta la saciedad: las actuales posesiones de la iglesia no provienen únicamente de la «toma de tierras», sino que después de la correspondiente conclusión de la paz la predicación es un bien muy codiciado en la medida en que ayuda a buscar a los culpables fuera de las propias filas mientras que a quienes forman en éstas se les promete la inocencia (versión católicorromana) o el perdón (versión evangélica).
¿Hemos de aceptar sin más que en sus declaraciones oficiales la Iglesia apruebe decididamente —hasta nuestros mismos días— las armas de exterminio masivo y que los obispos, usando de su autoridad, no prediquen contra el hecho de que a todos los enemigos de esas armas se les aplique la denominación de «pacifistas» en tono de conmiseración o, lo que es peor, difamatoriamente? ¿Hemos de continuar considerando como propia de la «racionalidad occidental» la negativa a ser los primeros en dar pasos hacia el desarme, calificándola de opuesta al sermón de la montaña? ¿O que los continentes se defiendan arriesgando el exterminio total? ¿O que la Navidad se siga celebrando como único día de la paz entre los 365 días de guerra (fría o caliente) del año? ¿O que quienes van a ser madres merezcan incomparablemente más atención que quienes pueden ser víctimas de la destrucción atómica? ¿O que la humanidad, en cada minuto del calendario eclesiástico, dilapide un millón de marcos en armamento mientras cada par de segundos muere un niño de hambre? ¿Hemos de permanecer callados ante el hecho de que la Liga de Estudiantes Demócratacristianos exija —en su encuentro de Münster del año 1981— que la República Federal en cuanto «estado potencial de la línea del frente» se mantenga firme en la estrategia de «defensa avanzada» y también en la «disposición a ser los primeros en el empleo de armas nucleares, especialmente y de forma directa contra territorios soviéticos»? ¿Hemos de aceptar también el hecho de que ni un solo obispo pierda una sola palabra en replicar a esa posición? ¿Hemos de permanecer callados viendo cuántos semejantes nuestros venden su alma y cómo se les sugiere que es misión de los alemanes (nota bene, de quienes ya han iniciado dos guerras en este siglo) lanzarse furiosos a la próxima guerra mundial? ¿O viendo cómo se descalifica moralmente toda opinión discrepante tachándola de «injerencia» en los juegos de guerra escenificados por los expertos? ¿Será la paz ese «regalo de Dios confiado a los hombres»? Esa fórmula ásperamente clerical, tan piadosa en su tono y tan aparentemente esclarecedora, sólo puede hacer temblar a los buenos conocedores de la Iglesia. Ésa es tal vez la razón de que éstos no figuren entre «los hombres de buena voluntad» a los que tanto gusta mencionar el papa en sus alocuciones. Tal vez sean, admitamos, tontos útiles que benefician el negocio de la parte contraria tan directamente amenazada por la paz occidental. Pero hay algo en esa «paz ofrecida por Dios» que la sigue haciendo sospechosa y es el hecho de que la iglesia siempre gustó de emitir estrechamente asociadas las palabras «Dios» y «guerra» y asumir en sus cálculos la pérdida de millones de vidas en aras de aquella asociación conceptual. Hace ya demasiado tiempo que ha venido echando su bendición sobre las armas más modernas en cada momento histórico como para que hoy, justamente hoy, se permita ver a ese mismo Dios como donador de («su») paz sin que ello suscite las más vehementes sospechas acerca de su credibilidad. Quien no eche en el olvido las infamias y asesinatos de esta iglesia —todo ello históricamente documentado— dirigidos contra los judíos, los paganos, los «herejes», los indios y también contra cualesquiera disidentes en general, ése caerá en la cuenta de que en el propio seno de la Iglesia se incuba una violencia habitual. Se percatará de que la Iglesia ha desarrollado también una teología de la guerra en toda regla y de que la propia fe eclesiástica es el caldo de cultivo que nutre muchas amenazas contra el mundo. Una religión como el cristianismo, que siente en lo más profundo de sí una aversión total contra toda actitud conciliadora, no puede ser la «sal de la tierra» y sí garante de la «tierra quemada».
Ciertamente que este punto de vista no es, ni de lejos, de dominio común. Los cristianos de todas las iglesias se cierran en banda ante él pero no, desde luego, porque sientan vergüenza por las fechorías de la propia confesión. Al revés. No se avergüenzan por ello: rechazan o reprimen desvergonzadamente en su inconsciente todo cuanto saben o debieran saber. ¿Cuánto tiempo hemos de esperar aún hasta que se considere una vergüenza confesarse públicamente cristiano? ¿Por cuánto tiempo aún será considerado más humano el hecho de ignorar los millones de muertos que pesan sobre la conciencia del cristianismo que el hecho de mencionarlos y honrarlos? ¿Cuántas cosas han de pasar aún hasta que el último de los cristianos se decida a romper con esa historia de horrores y devenga un hombre libre?
No es el odio lo que lleva a poner el descubierto las atrocidades de la iglesia. La suposición de que los críticos de la iglesia son hombres llenos de odio que obran llevados del rencor goza de mucha estima pero justamente por ello refleja el pensamiento y los sentimientos de aquellos que la albergan. Y ello no es extraño pues los fieles de la iglesia han aprendido a odiar y a vengarse. Ésos son justamente los motivos que han inspirado a lo largo de muchos siglos a su propia confesión: el odio contra los discrepantes y la venganza contra ellos son paradigmas de un pensamiento rígidamente ideológico o, mejor aún, dogmático. La historia de la iglesia muestra hasta qué punto aquélla ha corrompido a sus creyentes. El que la mayoría de los afectados se niegue una y otra vez a emanciparse no es nada digno de odio y sólo en muy pocos casos es digno de compasión. El sentimiento realmente pertinente en este caso es el del desprecio.
¿Hemos de sentir desprecio hacia los eclesioadictos? ¿Hacia los fieles irremediablemente bienpensantes? La chronique scandaleuse no lo es lo único que hace «Iglesia», responden. Nuestra fe no se complace en lo incierto ni en lo bochornoso. En ella hay también muchas cosas buenas, incluso óptimas. Verbigracia, nuestros santos. En estos hombres vemos ejemplos de una vida bien lograda, humana; una vida con identidad genuina y exenta de alienación. Cuál sea el grado de verdad contenido en esta tesis de la gente de Iglesia es algo que ha de probarse examinándola a través de casos concretos.
Las leyendas mantenidas en una vida languideciente mediante sermones y libros infantiles tienen poco que ver con la verdad. No todos aquellos a quienes se denomina santos y presentados como tales al gran público fueron virtuosos según los criterios de la existencia humana y no digamos ya grandes personalidades. Al contrario: hay entre ellos criminales de cuerpo entero, asesinos y homicidas. Por supuesto que la iglesia no ha mostrado hasta ahora ninguna disposición a encararse a esa verdad. Es ostensible que sus creyentes no podrían soportarla. Los papas y el mismo sistema se hallan en un aprieto respecto a ese punto. Cuando un papa canoniza a alguien se ve forzado para ello a hacer valer su «infalibilidad». Como quiera que el acto de declarar a uno «santo» y recomendar su veneración en los altares es algo inherente a su cargo no puede permitirse que se le deslice el más mínimo error. Un error por el que se declara que alguien está en el cielo y no en el infierno, es absolutamente impermisible.
Santos ilegítimos como Cristóforo o Jorge, que nunca existieron pero tuvieron que apechugar con su papel de patrones protectores a lo largo de los siglos, han sido borrados entretanto del calendario romano de festividades. En cambio, han podido permanecer en él santos bastardos: Hay entre ellos emperadores, doctores de la Iglesia, obispos y papas. En lo que sigue presentaremos algunos ejemplos de santos criminales. No son muchos, pero la brevedad no implica que esta especie sea escasa, pues, como dice Helvetius, cuando se leen sus hagiografías hallamos millares de criminales santificados. Y totalmente inocuo no lo es ningún santo. Ni siquiera los de escayola.
El hacer dinero con santos y santuarios ha sido y es una actividad constante. El único milagro que se produce, y de forma permanente en algunos lugares, es el milagro económico. De ahí que el lugar de peregrinaje más célebre en el mundo, Lourdes, que deriva su atractivo de las apariciones mañanas de 1858 (la «vidente» Bernadette ha sido entretanto elevada a los altares) dé cotidianamente acogida a gigantescas columnas de autocares y coches de turismo. La ciudad, que cuenta con tan sólo 18.000 habitantes, tiene 350 hoteles y pensiones que recogen unos 80.000 millones de pesetas del millón y medio de peregrinos anuales. Cada año hay que aumentar en unas 400 el número de camas para huéspedes. Otra fuente de donde mana dinero es el comercio con souvenirs: los artículos vendidos a buen precio en unas 600 tiendas —crucifijos, estatuillas de Marías, velas consagradas, medallones, rosarios y escapularios— son generalmente baratijas importadas del sudeste asiático.
La santidad da buenos réditos. El Vaticano se concede a sí mismo el gusto de un ministerio establecido expresamente para constatar el «grado de virtud heroica» de algunos católicos particulares (personas de otras creencias quedan excluidas de antemano) y proponer la «canonización» del heroicamente virtuoso, o virtuosa. Es natural que la investigación de los detalles biográficos (y literarios) requiera mucho tiempo y dinero. La institución vaticana, para la que trabajan subordinadamente secciones sucursales en las distintas diócesis y órdenes religiosas parten del supuesto de que hasta los mínimos detalles de la vida de una persona han de ser examinados con vistas a determinar su «grado de heroísmo». De ahí que sólo las familias acaudaladas o las comunidades religiosas puedan permitirse esos costosos «procesos» para ver a uno, o a una, de los suyos elevado «al honor de los altares». Por otra parte, razones de tipo económico impulsan al Vaticano a incoar tantos procesos de esa prolija naturaleza como le sea posible. Esa terapia de ocupación resulta bien rentable y en lo que lleva de pontificado (desde el año 1978) el papa actual, Juan Pablo II, ha beatificado o santificado a un prodigioso número de católicos y católicas.
A la vista de esa inflación de actividades en torno al «heroísmo» de aquellos cristianos y cristianas cuya canonización está aún pendiente causa asombro que no se haya procedido (ni se proceda) con el mismo esmero respecto a los ya venerados como santos. ¿Cómo explicarse, si no, que en las actas de los santos de la iglesia romana hallemos tantos nombres de personas tan poco virtuosas? Cuando se someten a prueba las «virtudes» de quienes fueron canonizados en el curso de los siglos se robustece la impresión de que sólo ciertos rasgos de carácter, imbuidos por una determinada educación, adquirieron el aroma de la santidad católica: en el caso de las mujeres, la humildad y la disposición a sacrificarse; en el de los hombres la posesión de una voluntad fuerte, casi fanática, de servir al interés de la iglesia aunque sea pasando por encima de cadáveres. La virtud los hace utilizables. Los santos católicos fueron antes que nada personas cómodamente manejables, aptas para su empleo en beneficio de la política eclesiástica. La virtud deriva aquí de esa aptitud. Ser virtuoso quiere decir ser apto para todo en general y para cualquier cosa en particular. Digamos, para salvar el honor de algunas excepciones a esa regla clerical, que no es necesario que la persona particular sepa siquiera de sí misma que resulta apto hasta ese grado. Los métodos de los «procesos de canonización», que responden en lo esencial a razones de política eclesiástica, no dejan a los muertos, que no pueden ya defenderse contra su santificación, la menor oportunidad de una rectificación. Ni siquiera la dignidad de haber abrigado un deseo opuesto. Los casos que exponemos a continuación, prototipos bastante normales de virtud clerical, apenas es pensable que estuvieran afectados por dudas de ese tipo: siempre se mantuvieron aptos para los objetivos que la iglesia se planteó en cada momento (objetivos que apenas han variado por su parte). Son los denominados óptimos en la historia de la iglesia.
El Doctor de la iglesia Agustín de Hipona —él mismo una figura más que turbia, o, para ser más exactos, altamente criminal de la iglesia antigua— refiriéndose a Constantino «el santo», «primer emperador cristiano» y un hombre que marcó con su impronta 17 siglos de la historia de la iglesia, lo ensalza, es comprensible, con palabras como éstas: «En todas las guerras emprendidas y conducidas por él obtuvo espléndidas victorias». Este juicio apunta certeramente a la médula personal del emperador. El obispo Eusebio de Cesárea, a quien J. Burckhardt califica de «primero entre los historiadores más mendaces de la Edad Antigua» no le fue a la zaga al tratar de las virtudes de Constantino: «Fue el único entre los emperadores romanos que veneró a Dios, el auténtico Señor, con increíble piedad; el único que proclamó sin ambages la doctrina de Cristo; el único que glorificó a su iglesia como no se había hecho desde tiempos inmemoriales.» Pero tampoco en nuestra época faltan teólogos que lo alaben a manos llenas celebrando al emperador del s. IV como «ejemplo luminoso», como «auténtico creyente». Pues quien «obra así; sobre todo, quien obra así en un mundo predominantemente pagano, es un cristiano, a saber, un cristiano de corazón y no sólo según sus obras externas», como se expresa el teólogo K. Aland.
El pensador inglés Percy B. Shelley (1792-1822) se aproxima a la verdad mucho más que todos los escritores paniaguados: «… ese monstruoso Constantino… ese santurrón de mala entraña y sangre fría, segó la garganta a su hijo, estranguló a su mujer, asesinó a su suegro y a su cuñado y mantuvo en su corte a toda una camarilla de sacerdotes tan mojigatos y sedientos de sangre que uno solo de entre ellos hubiera bastado para azuzar a media humanidad a ir al degüello de la otra mitad».
Constantino (nacido hacia el 285) ostenta sin duda un mérito histórico: fue él quien comenzó a invertir radicalmente el orden vigente en el estado romano desencadenando, una tras otra, guerras de agresión y eliminando sucesivamente a sus corregentes. Su actuación fue realmente revolucionaria al convertir una religión estatalmente perseguida (dentro de ciertos límites) en religión estatal. Esta inversión radical alumbró una nueva capa dominante, el clero, cortejado y obsequiado por el emperador como ningún otro grupo de intereses en el nuevo imperio. Pero como quiera que los advenedizos mantuvieron la situación anterior, basada en las guerras y en la explotación, no tuvo necesidad de realizar cambios en los estratos inferiores, salvo los relacionados con su propio lobby, que se fue encumbrando con celeridad creciente.
Clero y ejército constituyeron la base del nuevo imperio. La religiosidad político-militar, que tan desastrosas consecuencias vino a tener y que aún hoy ejerce su fuerza sobre muchos hombres, se convirtió en ideología de estado a partir de Constantino. Como no había nadie que pudiera legitimar mejor la nueva cosmovisión que los clérigos del estado, éstos fueron colmados de honores por parte del emperador. Una mano sirvió así para lavar la otra: Constantino «limpia, sobre todo, el imperio de la hostilidad contra Dios» y de este modo, al menos a los ojos de los historiadores de la iglesia, se convierte en ejemplo de los emperadores posteriores, en ideal inalcanzable del soberano que muestra a la faz del mundo cómo se procede con las personas según sean enemigos o amigos de Dios. A los primeros les espera la tortura y la ejecución; a los otros se les colma de regalos. Las muestras de favor de Constantino llovían literalmente sobre los clérigos y éstos se afanaban por apresar con sus fauces aquellos bocados tan suculentos como inesperados. Dios, en la figura de un emperador, les era propicio. A partir de ahora a los obispos les asistirá el derecho a ser honrados con títulos especiales, con incienso y atuendo estatal, en una palabra a resplandecer con aquel boato de oropel que, hasta el presente, nunca dejará de causar impresión en los espíritus más simples. Los obispos eran saludados con una genuflexión y se sentaban en tronos. Muchas de las «muestras de favor constantinianas» para con los obispos siguen vigentes todavía hoy, al cabo de 17 siglos: el atuendo, los tronos, los títulos. Quien entra en una catedral católica en un día de fiesta puede recrear su vista a su sabor. Durante esos «oficios divinos» se le imparten gratuitamente, en forma de espectáculo visual, clases gratuitas de historia bizantina.
Las iglesias de Roma obtuvieron territorios no sólo en el recinto de la ciudad (algunos de los cuales siguen aún en sus manos), sino también el sur de Italia y en Sicilia. La iglesia municipal romana recibió una tonelada de oro, diez toneladas de plata y los edificios de los templos se engalanaron con una selecta ornamentación. Sólo así se convierten en lo que el emperador necesitaba: en monumentos votivos que rememoran sus santas victorias —y las del Señor Jesucristo— sobre las alimañas non sanctas de la tierra: todos los que sustentan ideas diferentes. El historiador católico del papado, V. Grone, cuyas interpretaciones lo convierten en buen exponente de su gremio, —un gremio al que no le faltan muchos otros dados a tergiversar y engalanar aquella historia con los más bellos colores— escribe al respecto que «el pastor supremo de la iglesia fue obligado a rodearse de pompa mundana y a realizar grandes dispendios en su atuendo, en su residencia, y en su papel de anfitrión de grandes banquetes al objeto de representar también dignamente ante el mundo a una iglesia dotada de bibliotecas lujosas, cálices áureos, vestimentas purpuradas y altares espléndidos».
Nadie da nada por nada y menos aún un político ávido de poder como era Constantino. Un emperador no hace nada por mor de la pura «recompensa divina». Eso queda para los entontecidos vasallos del estado y de la iglesia. Aquél obtiene como contraprestación lo que desea; lo que puede capitalizar políticamente: declara, sí, que todo cuanto es y cuanto tiene lo debe al «más grande de los dioses», pero que él mismo es «su representante sobre la tierra». Nada más, pero nada menos. Puede, en consecuencia, exigir la veneración que le corresponde. Ésta se hace palpable no sólo en el ceremonial de la corte (culto al emperador), como ya era el caso entre los monarcas precristianos. Con ayuda de la nueva ideología, Constantino priva de poder a todos aquellos que no son, como él, representantes de Dios, es decir, a todos los súbditos de su imperio. Ya no hay derechos humanos sino tan sólo la voluntad del emperador a la que se identifica con la voluntad divina. ¿Cómo se explicaría, si no, que una iglesia marcadamente clerical como la romana no sepa todavía hoy afrontar seriamente la cuestión de los derechos humanos universales?
Constantino, que nunca se bautizó y ni siquiera fue reconocido como catecúmeno, posibilitó el que la iglesia declarase uno de sus dogmas importantes. Según el historiador de la iglesia católico H. J. Vogt, el emperador insistió en virtud de su experiencia política —es decir, en base a sus vivencias como soberano y estratega— en que el Hijo de Dios no fuera considerado como entidad inferior a la de Dios-Padre, sino que fuera equiparado a él en naturaleza y dignidad. El Concilio de Nicea, que hizo suyo este punto de vista, enseña, bajo amenaza de excomunión, que el «Señor», Jesucristo, es «consustancial» al padre. Y es ese «credo» constantiniano el que se sigue recitando maquinalmente hasta hoy. El emperador, autoridad no bautizada en cuestiones de fe, procuró que así fuera y tenía sus motivos. No es que le interesara en especial la fórmula dogmática. Su propósito era que la dignidad del Hijo no cediera un ápice respecto a la del Padre, pues había conseguido sus victorias bajo el signo de la cruz y el Hijo que murió colgado de ella no podía ser ya un dios subordinado. Un dios de segundo rango como victorioso protector del regente era algo impensable. Era preciso que por parte de todos los pueblos sojuzgados por el imperio —pueblos que profesaban distintas religiones— Constantino fuera reconocido como aquel a quien el Dios supremo, el Hijo «consubstancial» al Padre, asistía en todos sus actos. Que semejante dogmática política exigiera el precio de desencadenar guerras de religión y sacrificar multitud de «herejes» (arrianos), eso le parecía una bagatela. Él obtenía lo que quería y los cristianos obtenían su dogma.
Los obispos y teólogos coetáneos ensalzan a Constantino como «dirigente amado por Dios», como «obispo universal instaurado por Dios». El emperador, a quien sepultarían como si fuera el «decimotercero apóstol», pasa por ser un gran santo. Todavía en la Inglaterra medieval se le dedican numerosos templos y en pleno siglo XX se le hace pasar sin el menor reparo por figura ideal de soberano cristiano.
Ahora bien, el «creador del imperio universal cristiano», San Constantino, era un genocida. El emperador, «tres veces bendito y amado de Dios», fundamentó su imperio en guerras de agresión y únicamente se legitimó por la suerte de las armas. Ni un solo obispo, ni un solo papa, ni un solo padre de la iglesia fustigó esa perversa realidad. La cruz como signo de victoria y la divisa de «Dios está con nosotros» no constituyen extravíos del espíritu humano sino contenidos esenciales de la predicación cristiana. La furia armamentista del occidente creció en el humus preparado por la iglesia. El odio tiene su origen en los propios corazones cristianos. En tales circunstancias, es decir, dado que la desmesura de los crímenes del genocida lo convierten en impune, o mejor aún, en santo, sus crímenes de carácter más bien privado apenas causan ya asombro: este santo mandó ahorcar a su suegro, estrangular a sus dos cuñados y ahogar a su mujer en el baño. A despecho de todo ello, el papa aceptó como obsequio la totalidad del patrimonio de la esposa asesinada y los actuales siguen, a buen seguro, disfrutando del mismo. Así trabajan mano a mano el papa y el emperador. El trono y el altar no vacilan cuando hay hombres santos de por medio.
Quien desee ser canonizado a toda costa tiene, en puro cálculo estadístico, el máximo número de posibilidades de alcanzar esa pía meta si sigue la carrera de papa. Una cuarta parte de los que desempeñaron ese oficio llegaron a ella, porcentaje relativamente alto. Las perspectivas de un simple padre de familia o de un párroco de aldea son considerablemente más desfavorables. Hasta ahora, sólo un único cura de aldea se ha beneficiado de la canonización. Hay, en cambio, nada menos que 78 papas venerados como santos por su grey. Por lo demás, los primeros papas de la historia de la iglesia —docenas de ellos— fueron canonizados sin excepción y sin grandes miramientos. El papado no se anduvo ahí con aspavientos. Posteriormente, la pleamar de papas santos remitió y hubo épocas en las que casi imperó cierta bajamar: no todos los que llegaban a ocupar el solio podían contar de antemano con que alguno de sus sucesores le concedería la máxima dignidad de la cristiandad católica. Entretanto podemos gritar ¡tierra a la vista! También el s. XX tiene ya, cuando menos, su papa santo, Pío X, y siguen en marcha algunos procesos de canonización que podrían beneficiar a otros. Pío XII figura entre los candidatos: un «Vicario de Cristo» que dejó al morir, en 1958, un patrimonio privado de más de 5.000 millones de pesetas y que en vida había apoyado a todos los jefes de estado fascistas, auténticos criminales al frente de sus respectivos países.
¿Papas santos? Ahí tenemos, sin ir más lejos a Dámaso (366-384), hijo de un sacerdote, hombre de carácter impenetrable, duro y carente de escrúpulos. Un carácter, en definitiva, que, justamente por esos rasgos personales, se adapta bien a su época y a las historias de santos. Elevado al solio gracias al terror y a los sobornos, se percató bien pronto de las posibilidades de su cargo. Consiguió con su insistencia persuadir al emperador Graciano de que le cediera el título de Pontifex Maximus, hasta entonces exclusivo de los Imperatores, y a partir de él transferido al obispo de Roma y convertido en su título habitual hasta nuestros días. Con ello echó las bases de la plenitud de poder del papado. Fue también Dámaso quien denominó su propio solio —el romano— sedes apostólica, minando de ese modo la posición de los restantes obispos del orbe. Roma se convirtió en poder hegemónico en lo espiritual y la iglesia romana en soberana respecto a las demás iglesias y no ya, como era antes, en la primera entre sus iguales. Dámaso declaró que su iglesia «tenía preeminencia respecto a las de las otras ciudades» y que su sede obispal, conseguida tras varios meses de tumultos y batallas callejeras, era un lugar «sin mácula ni defecto». En realidad él sólo se había salido con la suya gracias a la ayuda de una tropa de mercenarios expresamente reclutados para ello. Sus compinches fueron los apaleadores más contundentes y su dinero el más eficaz a la hora de sobornar a la mayoría. Cuando él ascendió al solio ya había dejado tras de sí más de 150 muertos tendidos en las calles de Roma, pero las correrías asesinas contra sus enemigos siguieron su curso. Los historiadores de la iglesia católicos elogian, sin embargo, su «natural piadosamente infantil» y lo califican de «sacerdote entusiasta de Dios». Los santorales siguen dando albergue a este papa criminal. La festividad de este príncipe de la iglesia, acusado de adulterio y de asesinato, cae en el 11 de diciembre. En Italia pasa por ser intercesor para las enfermedades febriles. El patio de ceremonias del actual Vaticano lleva, con razón, su nombre.
El hecho de que Dámaso —«luz del mundo» y «sal de la tierra», palabras de su secretario Jerónimo, santo doctor de la iglesia—, hiciera creer fraudulentamente a las otras iglesias que los dos apóstoles más importantes, Pedro y Pablo, habían fundado su comunidad, completa el cuadro de su personalidad. Fue así como, por vez primera, se consiguió relegar al olvido a aquel pescador de carne y hueso llamado Simón y substituirlo por una abstracción llamada «Pedro». Todos los futuros «vicarios» podrían así identificarse con ella y prolongar una tradición de autoridad y poder. Y no hay por qué asombrarse si los papas romanos no quieran ya por nada del mundo desprenderse de aquel a quien han constituido como el primero de los suyos. Ni tampoco ha de causarnos asombro el que hayan, incluso, horadado el suelo del mayor de sus templos, el de la catedral que lleva el ilustre nombre, San Pedro de Roma, a la búsqueda de sus santos restos. Ni menos aún que fuese bajo Pío XII y en el momento justo cuando las excavaciones, iniciadas ya en 1940, dieran algún resultado palpable: fue hallada no sólo la «tumba auténtica», sino también, probablemente, los «restos auténticos» de aquel mártir ejecutado hacía casi 2.000 años. Dámaso, que hizo en su época todo cuanto estaba en su mano para «localizar muchos cuerpos de santos» al objeto de acrecentar la gloria de su solio, tuvo menos éxito. Por más que explorase «con gran afán las entrañas de la tierra» y que la distancia temporal respecto a su antecesor Pedro fuera relativamente breve, éste no se le dignó aparecer. El supuesto primer papa se tomaba su tiempo antes de dejar ver su esqueleto.
Dámaso, llamado «acariciador del oído de las damas», a causa de sus aduladores discursos había dado un primer paso y sus sucesores no tenían más que seguir su camino. Según parece, a la mesa de este obispo de Roma se comía ya mejor y más copiosamente que a la de los reyes y de vez en cuando se dejaba caer por allí el pobre clero aldeano para «embriagarse a escondidas». Un pagano contemporáneo hizo este comentario al observar lo que sucedía en la «primera» sede de la cristiandad: «Hacedme obispo de Roma y me hago inmediatamente cristiano». Los demás éxitos no se hicieron esperar: Dámaso consiguió la intervención del «brazo secular» en asuntos sacerdotales iniciando así un desarrollo fatídico de las cosas. En las épocas siguientes el poder estatal se convirtió en instrumento de las ambiciones clericales de poder. Y así se llegaría indefectiblemente hasta la inquisición. A partir de entonces, el que estorbaba a los clérigos, fuese «hereje», judío o «bruja», podía ser entregado por ellos al poder estatal, que cumplía su deseo aplicando la «solución final». De esta manera el clero mantenía sus manos impolutas de sangre. Que su pensamiento y sus sentimientos sí estuvieran sedientos de aquélla, eso no sorprendía a nadie: era algo distintivo de su carácter.
El antedicho siglo conoció personalidades papales del máximo interés. Se inaugura ese período con Alejandro VI Borgia, un potentado carente de escrúpulos, de cuyos acosos no podía sentirse segura ninguna mujer. Ni siquiera la propia hija. En referencia a los cardenales, cuya elección —marcada por buenos negocios en inmuebles y por transacciones en la lonja comercial— hizo posible el ascenso del papa, Stendhal escribe que «La piedad era rara en el sacro colegio; el ateísmo, en cambio, muy general». El historiador de los papas H. Kühner califica atinadamente al propio Alejandro VI de «consumado criminal». Elevar a los altares a este hombre que tuvo nueve hijos de diversas amantes resultaba impensable, incluso bajo las circunstancias dominantes en la curia. Por cierto que tampoco su gran antagonista, el monje dominicano Savonarola (asesinado por el papa como «hereje») ha podido superar hasta hoy las pruebas de un proceso vaticano de canonización. Los papas prefieren, todavía en el presente, ponerse al lado de sus homólogos que de la verdad histórica, por no hablar ya de los derechos humanos.
También los sucesores del B orgia, entre los que hallamos estrategas militares como Julio II della Rovere, vividores como León X Medici o políticos de poder como Clemente, VII, otro Medici, tenían pocas posibilidades de ser elevados a los altares. Otro tanto podría decirse de Pablo IV Carafa, aunque los buenos conocedores de la historia de la iglesia mantendrían aquí, como veremos por lo que sigue, justificadas reservas. De éste Pablo dice H. Kühner que «es, a buen seguro, la figura más cruel de toda la historia del papado; la personificación misma de las hogueras inquisitoriales». El odio patológico que este papa sentía por los discrepantes y por toda persona de pensamiento libre le llevó a afirmar que si su propio padre hubiera sido un hereje, él, el hijo-papa, habría acarreado la leña para quemarlo. Pablo IV es también el responsable del único crimen colectivo de la historia de Italia cometido en la persona de judíos convertidos a la fuerza: 24 fugitivos de entre ellos fueron quemados por orden del papa. Entre otros entuertos de su pontificado figura el establecimiento de un ghetto para los judíos romanos así como la fundación del llamado Index («índice») que enumeraba la totalidad de libros prohibidos para los católicos.
Pablo IV, tras cuya muerte la población romana arrasó a fuego el edificio de la inquisición local y derribó la estatua que lo honraba en el capitolio, no debiera ser elevado a los altares. Virtud heroica más o menos —heroica en la matanza de los demás— la época misma ponía ciertos límites a la acción de tales héroes. El s. XVI sólo puede exhibir un único papa canonizado: Pío V (1504-1572). Era un hombre de mente sencilla que creía, sin embargo, entender mucho de lo que se da en llamar «sobrenatural». Lo que es seguro es que entendía bien poco del mundo y de los hombres. Tanto más peligrosa resultaba por ello su tosca mentalidad para quienes se atrevían a pensar de manera distinta a la del papa. Pío V consiguió destacar como uno de los más grandes perseguidores de herejes de la historia de la iglesia y eso ya quiere decir mucho a la vista del imponente balance de persecuciones que aquélla presenta en ese punto. La energía criminal del santo padre se creó su válvula de escape. La ejecuciones de herejes y de críticos del papado se sucedían regularmente y venían así a confirmar la «santidad» de aquel pontificado. Con la bula «Hebrorum gens sola» el papa Pío V nos legó uno de los documentos más estremecedores del permanente combate cristiano contra los judíos, un documento que amenaza a los «impenitentes», cuyos padres habrían asesinado a Jesús de Nazaret, con los más terribles castigos corporales. Mandó expulsarlos del Estado Pontificio (a excepción de Roma y Ancona) y cuando un judío ya convertido osaba visitar a uno de sus viejos amigos en el ghetto, Pío lo hacía torturar a lo largo de varios días. Si era una judía, ordenaba flagelarla.
¿Crueldad propia de la época? ¿Humanitario en términos generales? ¿Grado heroico de la virtud? ¿Ejemplo en el cielo para todos los tiempos? Aquel cazador de herejes y perseguidor de judíos de la peor calaña fue canonizado en 1712 por Clemente XI para ornato de la iglesia católica y para vergüenza de la humanidad. Cuestión digna de ser debatida es la de por qué el papa perseguidor Pío V mereció ser elevado a los altares y no así el otro papa perseguidor, Pablo IV. Por lo que respecta al grado heroico de su odio contra «herejes» y judíos, ambos no se distinguen entre sí. El factor decisivo debe haber sido aquí el instinto de poder de esa institución llamada iglesia. Ese instinto le hizo saber que era menos arriesgado, frente a una grey condenada al silencio en estas cuestiones, imponer la aceptación de un Pío V que la de un Pablo IV.
Comparado con el s. XVI en el que incluso a los servidores más interesados de la iglesia les resulta difícil hallar papas ideales, idóneos para su presentación a las masas, nuestro siglo presenta toda una plétora de preclaras figuras pontificias que porfían noblemente entre sí por obtener la corona de la canonización. El verdadero creyente de hoy en día se siente tentado de adjudicar esa corona a todos y cada uno de los Santos Padres. Pues, de hacer caso a la historiografía del ramo, en el s. XX no ha habido papas «menores». De ahí que la población creyente pueda aguardar con la máxima expectación a ver cuál de esos próceres alcanza los laureles. Hasta ahora sólo uno de ellos lo ha conseguido: el papa Pío X (1835-1914), canonizado en 1954 por el nefasto socio de los fascistas, Pío XII (quien, entretanto, se ha convertido él mismo en uno de los aspirantes a ese honor supremo).
«No entiendo nada de política. No tengo nada que ver con la diplomacia. Mi política es aquel que veis allí», decía Pío X señalando al crucificado. Esa única sentencia habría bastado ya de por sí para que los que realmente tienen el poder en el Vaticano lo hubiesen predestinado a santo de vitrina. Que Pío X sirvió fielmente a esos altos clérigos lo prueban los hechos de su pontificado. Todos ellos cumplían el objetivo que los propios eclesiásticos, políticos adictos a sus intereses, habían trazado para la iglesia. Con la divisa de no abrigar más deseo que el de ser un «papa reformador», Pío X sólo tomó aquellas iniciativas máximamente provechosas para el papado y susceptibles de convertirlo en un santo político. Este hombre de pía ingenuidad, que quería practicar una política ceñida a las enseñanzas del crucificado, sirvió tanto o más que cualquier otro papa anterior a él, a los intereses de los halcones clericales de su época. Justamente el hecho de que él no entendiera absolutamente nada de la realidad política que él debía dirigir en cuanto soberano del Vaticano lo degradó al papel de mero instrumento de aquellos que sabían lo que realmente estaba en juego. Las cuestiones prácticas no podían hallar una respuesta de parte de aquel ingenuo, totalmente entregado a las manos de quienes ya habían decidido por él. A él, por supuesto, se le trasmitía la sensación de que no se tomaba otra decisión sino la suya.
«Puro como el carácter de Parsifal», así calificó a este «Vicario» el obispo Alois Hudal, portador de la insignia de oro del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán. Tanto antaño como hogaño, se vende de Pío X una imagen de hombre de Dios, de llana jovialidad: una prensa bien dirigida ensalzaba su sencillez, su humilde indumentaria, su reloj de níquel. Este papa de «los pequeños, los pobres y los párrocos» no podía hacer nada mal, aunque solo fuera por la bondad de su corazón. Si su predecesor inmediato, León XIII, había dejado un patrimonio de 60 millones, de él no cabía, en el mejor de los casos, esperar otro legado que el de unos cuantos peniques. Y con todo, la herencia que nos legó aquel hombre de corazón bondadoso no podía expresarse ni en millones ni en peniques. Aquel papa útil para todo y para cualquier cosa, incapaz de pensar en otras categorías que no fuesen las de bueno y malo, negro y blanco, dividía el mundo que lo atribulaba en consonancia con ello. ¿Y qué resultó de todo eso? Que los protestantes eran malvados; que los reformadores eran tildados de «enemigos soberbios de la cruz de Cristo», cuyo Dios era el estómago. También que Austria libraba en la I G. M. una lucha «extraordinariamente justa» contra los aliados; que Rusia, a la que él imputaba la culpa de la guerra, representaba «el mayor de entre los enemigos de la Iglesia». Hasta qué punto contribuyó este papa, en virtud de su estilo apolítico, a aquella guerra es algo que no ha sido aún suficientemente investigado. Desde luego no trató de impedirla. Antes bien, en repetidas ocasiones exigió de Austria que «corrigiese» de una vez a sus vecinos danubianos.
La guerra había sido preparada concienzudamente desde hacía años y el «Congreso Eucarístico» de 1912 en Viena constituyó uno de los principales preparativos, como confesó públicamente un obispo austríaco, lo que no sólo no suscitó réplicas, sino que redundó en bien de su carrera. El papa secundaba a su «Apostólica Majestad», al «Emperador católico de Europa e hijo de la Iglesia», Francisco José. La ley francesa, en cambio, por la que se separaban Estado e Iglesia fue anulada sin más por ese mismo papa, «en virtud de la plenitud de poderes a Nos conferida por Dios», porque aquélla «trataba a Dios de forma despreciativa en el sentido más profundo de la palabra». En Francia dominaban los malos, los que defendían la libertad de opinión hasta en la propia Iglesia, los «laicistas». Había que hacer frente a todo ello. Ya cuando era obispo este santo había prohibido estrictamente a su clero montar en bicicleta. Una vez cardenal combatió empecinadamente contra los «errores de la época, contra la libertad de pensamiento, de conciencia, de palabra, de culto y de prensa». Una vez llegó a papa pudo perpetrar acciones culturales nuevas y de mayor alcance. Ocupó los puestos clave de la curia romana con fundamentalistas de pro (los «buenos», por supuesto). Floreció, con dimensiones hasta entonces desconocidas, todo un sistema de soplones y denunciantes que tenía por misión ayudar a distinguir los negros de los blancos. Sobre los teólogos «malvados», que osaban pensar de manera distinta a la del santo necio del Vaticano, recayó la sospecha de posesión diabólica y fueron perseguidos sin escrúpulos. La Iglesia oficial de Roma trazó así las fronteras que la separaban del «malvado mundo»: policías vaticanos secretos y espías a sueldo de la Iglesia asumieron las tareas de una segunda inquisición y el occidente católico hubo de acostumbrarse a padecer bajo aquel sistema de soplonería y denuncias impuesto en nombre del papa. En los procesos disciplinarios de la Iglesia contra la libertad de enseñanza se introdujeron los usos propios de otras dictaduras modernas, tratando al acusado de engendro del diablo y privándole de cualquier posibilidad de defensa. El papa amenazó a todos aquellos que, osando defenderse frente a las innumerables suspicacias opuestas a su modo de pensar, se amparaban en los propios derechos humanos con la máxima sanción eclesiástica, con la excomunión. Esta costumbre clerical de asignar la condena de antemano no ha sido eliminada todavía. Es parte del sistema de una Iglesia que predica los derechos humanos de puertas hacia fuera y nunca en su interior.
Sobre la ciénaga, que sólo ha sido puesta al descubierto en recientes días y que sirvió de humus a la dictadura de Mussolini, se cernía una blanca figura, la del santo papa, su amigo. Él, desde luego, no se ensució las manos. Se limitó a encargar el trabajo sucio a la camarilla de su corte. Pío X, que no tenía ya el poder de sus antecesores de levantar hogueras contra los adversarios del ideario clericalfascista, sí que se cuidó de emponzoñar la atmósfera de la Iglesia y de la sociedad, de elevar a cosmovisión de los católicos el turbio ideario de un grupo de intereses. De este modo «apolítico» ensució la cabeza y el corazón de millones de personas. Pío X murió en 1914, poco antes del estallido de la I G. M. Según la prensa clerical como «primera víctima y mártir de la guerra»; según Roger Peyrefitte, de alegría. Se le partió el corazón, sí, de alegría a causa del golpe, por fin hecho realidad, que Austria lanzaba contra la cismática Serbia, cuya «corrección» se iniciaba.
Cuando los teólogos deliran hablando de la «Santa Iglesia», incurren al momento en un estado febril. Ello no debe causar asombro: cuanto más imperiosos son los gritos en pro de la santificación; cuanto más ventajosa es la manera de exhibir y de hacer valer la santidad de los santos, tanto más rápidamente olvidan los destinatarios de semejante «teología de la santidad», lo que sus autores quieren hacer olvidar: el hecho de que la santa iglesia obtiene un provecho eminentemente financiero de aquella santidad. Los teólogos de la «superestructura», incansables a la hora de inventar todas las virtudes heroicas posibles y de asignar de inmediato esas cualidades ficticias a personas de carne y hueso, pasan conscientemente de largo sobre las realidades de la «base». No hablan para nada de dinero: éste es, en definitiva, un valor totalmente subordinado. Y con todo, la Iglesia vive de él y ellos mismos perciben de ella sus ingresos. La santidad resulta justamente rentable cuando es expresada en marcos y peniques. Representa, incluso, un factor económico esencial. Y no solamente rinde buenos réditos en los muchos lugares de peregrinaje, donde se materializa adoptando la forma de donativos. No sólo rinde a escala local o regional, sino que constituye una de los fundamentos económicos para la financiación global de la Iglesia. Si esa Iglesia no fuera «santa»; si no supiera vendernos su «santidad» como supremo valor sobre la tierra, las personas podrían sentirse tentadas a decir adiós a la Iglesia o, cuando menos, a negarse a financiar materialmente su confesión. La Iglesia y el dinero… ¿Se trata, acaso, de hacer un anticipo para obtener la salvación en el más allá mediante una buena provisión en el más acá? Sirvan de directriz orientativa las declaraciones del presidente de la conferencia episcopal alemana, realizas en 1988, según las cuales no se puede «desacreditar moralmente» a una empresa por el hecho «de que obtenga beneficios». Que la sede central romana porte el nombre de «Santa Sede» no tiene nada de casual. Las mayores ganancias empresariales se siguen realizando allí donde se trata de invertir para el más allá. Si se da, incluso, el caso de que la tal empresa consigue legitimarse como «santa» ante la opinión pública, el resultado indefectible será la acumulación de dinero y de bienes inmuebles. Razón de sobra para que la supuesta tumba de Pedro en Roma se haya convertido en uno de los puntos más chocantes de acumulación de la propiedad en fincas y solares. Es cierto, desde luego, que numerosos religiosos y religiosas han trabajado de firme para que ello llegase a ser realidad. Sabemos por la larga historia del monacato que la «huida del mundo» de los monjes se convirtió en fuente de una ingente riqueza colectiva. Cuando una comuna de hombres, en total austeridad, trabaja año tras año con laboriosidad similar a la de las abejas por su monasterio logra, forzosamente, acumular excedentes. Puede que una pequeña parte de los mismos sea entregada a los menesterosos, pero la mayor parte queda invertida en sus posesiones.
Y con todo, no fue ésta la única manera, ni tan siquiera la más importante, de acrecentar las posesiones. Incluso en nuestros días el tema de las «donaciones» da, de tanto en tanto, bastante que hablar en relación con las posesiones inmobiliarias de la Iglesia. La palabra sugiere algo bueno, pero no lo es en realidad, pues la «donaciones» más grandiosas conocidas en la historia de la Iglesia tienen su origen en la falsificación. Los éxitos del papa en relación con sus dominios e inmuebles no permanecían ocultos a los ojos de los dignatarios de rango inferior. De ahí que, desde bien pronto, todo obispo y todo abad quisiera establecer también su pequeño feudo sacerdotal con una sólida base territorial. Todos tomaban su parte del pastel e imitando el ejemplo de Roma también se proveyeron de los correspondientes «documentos de donación». La posibilidad de hacerse con una porción de tierra adicional, por pequeña que fuera, era ya para ellos razón suficiente para meterse de hoz y coz en toda clase de querellas. Como quiera que ya habían conseguido entretanto convertirse en dispensadores o denegadores de gracias espirituales les resultaba de lo más fácil condenar a todo el que se apoderase de propiedades clericales o favoreciese en lo más mínimo su expropiación. El miedo, aún muy difundido y cultivado por quien de él se beneficia, que sienten muchas personas de topar con la iglesia (que nunca ha sido «su» iglesia) tiene ya una larga tradición. Pero todavía seguimos totalmente a oscuras respecto a la cuestión de cómo fueron «donadas» o «conquistadas» las propiedades que hoy «pertenecen» a la Iglesia. No hay que poseer mucha fantasía para imaginarse que en ese campo —en el supuesto de que se efectuase una escrupulosa investigación— se pondrían al descubierto los peores fraudes.
¿Sangre y tierra? Adquisición de tierra al precio de la sangre. Algo aplicable a los siguientes ejemplos. En la Iglesia siempre hubo fracciones: de una parte el pequeño grupo de los que sabían cuál era la auténtica verdad, en dónde moraba, en quién radicaba y en quién no. Ésos eran los cristianos de la recta fe, los ortodoxos. Clérigos en su mayoría, pues éstos eran los únicos que habían obtenido con el tiempo el monopolio de la verdad. Frente a esos autotitulados caracteres de élite estaba la mayoría, los cristianos «sencillos», a quienes debía predicársele cuál era la verdad, y también una minoría que sustentaba un concepto de verdad diferente a la de sus pastores coetáneos y osaba hacerlo público.
He aquí una circunstancia menor, pero no carente de importancia: la mayoría de quienes fueron perseguidos o asesinados por el pequeño grupo del clero eran personas acaudaladas. Los judíos, comparativamente, lo eran mucho. Basta aducir al respecto un pequeño fragmento de la historia de la Iglesia: en 1349 la casi totalidad de los judíos de 350 ciudades y aldeas alemanas fueron quemados. En tan sólo ese año, el número de judíos asesinados por los cristianos superó en mucho al número de cristianos que los paganos mataron otrora durante los 200 años de persecuciones de la Antigüedad. Esas cifras no aparecen ni en la historiografía eclesiástica al uso ni tampoco en las clases de religión. En ésta y en aquélla el tema preferido es el del gran número de pobres cristianos víctimas de los paganos y sus leones. Pero el tema al que aquí nos referimos nada tiene que ver con leyendas, sino con hechos ocurridos en el s. XIV: después de asesinato de los judíos de Nurenberg sus casas fueron confiscadas y sus bienes dinerarios objeto de incautación. El obispo de Bamberg llenó sus arcas a raíz de ello y también con ocasión del pogrom efectuado en su propia ciudad, que le permitió apropiarse de la mayoría de las casas de sus víctimas.
En 1931, el obispo de Regensburg, Buchberger, calificó al «prepotente capital» judío de «injusticia contra el conjunto del pueblo» y A. Hitler declaró en abril de 1933 ante el obispo de Osnabruck, Berning, representante del episcopado alemán ante el gobierno del Reich: «A lo largo de 1500 años, la Iglesia Católica ha contemplado a los judíos como elementos parasitarios… Yo me remito a lo hecho en esa época de 1500 años… puede que yo esté haciendo ahora el mayor de los servicios al cristianismo». No se sabe si estas palabras provocaron alguna una réplica por parte del obispo. Sí se sabe que éste firmaba sus cartas anteponiéndoles la fórmula «Con un saludo alemán, ¡Heil Hitler!». El Estado y la Iglesia se encuentran mutuamente como si ello fuera la cosa más natural —y sobrenatural— del mundo.
Y junto a los judíos tenemos también a los «herejes», a las «brujas»: durante la época de la caza de brujas un deán de Maguncia hizo quemar a más de 300 personas de dos aldeas con el único objetivo de incorporar sus bienes a la diócesis. Las numerosas sentencias de muerte de la diócesis de Augsburgo acababan todas ellas con la fórmula: «Sus bienes y hacienda se incorporan al fisco de su Graciosa Alteza, el dignísimo Señor Marquard, Obispo de Augsburgo y Preboste de Bamberg». Los inquisidores y confesores recaudaban siempre precios de sangre. Como decía una expresión proverbial, quemar brujas era el camino más cómodo y rápido de acceder a la riqueza. De ahí que también las iglesias reformadas se atuvieran resueltamente a ese principio. Confiscar los bienes, imponer tributos, desterrar, todo ello constituye uno de los aspectos de la actividad eclesiática de aquel entonces. Los otros clérigos, los actuales, no quieren saber ya nada de todo ello. ¿Qué se hizo de los bienes y propiedades inmuebles que los clérigos de entonces robaron a sus víctimas martirizadas? Que no haya ni una sola encuesta acerca del turbio origen de muchas fincas eclesiásticas responde ya a buena parte de la cuestión. Que ni tan sólo uno, p. ej., de los 10.000 clérigos alemanes piense ni remotamente en una especie de indemnización, responde a toda ella.
La Reforma consiguió en gran medida desviar dineros de procedencia alemana de sus antiguos destinatarios, los monasterios y las iglesias, destinándolo ahora a engordar sus propias prebendas. En ese punto no se advierten grandes diferencias entre la antigua y la nueva iglesia. Ambas macroiglesias alargan su mano con el mismo y codicioso celo. No hubo jamás cuestión alguna con la que se haya ganado tanto dinero como con ese hecho relativamente simple de que nadie es capaz de afirmar si este mundo es el único o si hay algún otro después de él. ¿Qué otra razón podría, si no, explicar el que, verbigracia, en Alemania algunas de las zonas urbanas mejor situadas estén todavía en manos de la iglesia aunque estén entretanto ocupadas por grandes almacenes comerciales o por parkings?.
En la época en que los obispos eran asimismo señores feudales que expandían el Reino de Dios a hierro y fuego ocurría, de tanto en tanto, que algún pedazo de suelo se les quedaba entre las manos. De esa manera cada uno de ellos acrecentaba sus dominios y algunos de éstos les siguen perteneciendo hasta el día de hoy. En épocas anteriores los clérigos ejercieron de funcionarios políticos, de ministros, de administradores del tesoro de la corona, de estrategas del ejército real. Bajo el emperador alemán Otón II, (955-983), el número de guerreros de cota de malla aportados por los príncipes clericales era el doble que el de los príncipes seglares en conjunto. Los arzobispos de Maguncia, Colonia y Tréveris ejercieron una influencia determinante en la política alemana en su calidad de primeros príncipes electores. Ya desde el año 1198 su voto resultaba imprescindible para dar validez a la elección de los reyes o emperadores alemanes. Hubo obispos que se pusieron al frente de ejércitos enteros —propios o ajenos— exterminando enemigos con su propia mano y apropiándose de las posesiones de sus víctimas: «Tal era la situación de la clerecía, pues dondequiera que se oían cosas malvadas o había guerra y se hacía la pregunta de quién las provocaba, la respuesta era siempre: son los clérigos».
La situación no es tal como para que el Vaticano tenga que ir a pedir limosna por los países del tercer mundo o hacer que los poderosos estadistas africanos les regalen catedrales imponentes y paliar así la penuria de los suyos. La impresión de que el pequeño estado pontificio constituye, él mismo, un país en vías de desarrollo es engañosa por más que el papa Pablo VI aludiera en 1966 a sus «limitados recursos económicos». Ese lamento no es otra cosa que propaganda interesada. La verdad es muy distinta y un antecesor de Pablo VI, el papa León X de la familia Medici, se aproximó mucho más a ella al exclamar después de su elección: «El buen Dios ha tenido a bien concedernos el solio pontificio y Nos queremos sin más disfrutar del mismo». León X, (1513-1521), cuya coronación había costado ya por sí sola más de 50.000 ducados, gastaba mensualmente 10.000 en la provisión de su mesa (un profesor de Teología de su tiempo, M. Lutero, percibía un sueldo anual de 8 ducados). León X fue por, lo demás, el papa que lanzó la excomunión contra Lutero, cuya validez se mantiene oficialmente en vigor hasta hoy.
La rica historia, en el sentido literal del término, del estado pontificio habla por sí sola. Poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret el mensaje cristiano no era ya difundido por predicadores itinerantes, sino por dirigentes de comunidad con domicilio fijo. Estos últimos —especialmente en la sede central de Roma— aspiraban a gozar para sí y para los suyos de seguridad económica. A finales del s. IV el historiador Amiano Marcelino aseguraba que quien llegaba a obispo de Roma se hacía también rico y podía llevar una vida regalada. No es de extrañar que los candidatos librasen encarnizadas luchas por aquel puesto. A partir del 475 la comunidad cristiana de Roma entregaba la cuarta parte de sus ingresos a su obispo, otra cuarta parte al clero, otra para la construcción de iglesias y la cuarta parte restante a los pobres. Ese principio distributivo se acrisoló hasta ahora en la historia de la salvación: el 75% para sí mismos y el resto para los otros. Mientras que la Iglesia Romana y su clero acrecentaban sus riquezas, los pobres continuaron padeciendo la misma miseria de siempre.
A partir del s. V el obispo de Roma se convirtió en el mayor terrateniente del Imperio Romano. La nueva clase señorial —el clero— sacó provecho de todos los ordenamientos jurídicos y económicos del decadente imperio y en la fase final de éste fue la única en hacerlo. Y las cosas continuaron así posteriormente. Que en un momento dado del s. IV el emperador Constantino («el Santo») hiciera «donación» de la ciudad de Roma y de todo el occidente en favor del papa Silvestre I, (314-335), y de sus sucesores no pasa de ser una fábula piadosa, un infundio concebido mucho más tarde, en el s. VIII, por clérigos romanos que falsificaron para fundamentarlo los documentos pertinentes y estaban interesados tanto en establecer una ideología occidental como en adquirir propiedades en tierras. La pretendida donación fue una patraña urdida para engatusar a un germano como «Rey por la Gracia de Dios». Pipino, que así se llamaba ese rey de la dinastía carolingia, padre de Carlomagno, cayó en la trampa y ello fue la causa de que hubiera a partir de entonces un estado pontificio medieval, pues aunque no hubiera «Donación de Constantino», sí que hubo una «Donación de Pipino», en el año 754, consistente en la entrega de territorios vastísimos. Esa donación debía redundar en ganancias para Pipino. Algunas a obtener ya aquí en la tierra; otras, las mayores, en la puerta del cielo ante la que San Pedro, proclamado por los papas como «primer papa», decidía vigilante sobre el ser y no ser. La auténtica ganancia, si no la exclusiva, la obtuvieron desde luego los papas romanos. Pipino, de puro miedo a perder la gracia terrenal y la celestial, prometió que en el futuro no sólo protegería los bienes eclesiásticos en su reino, sino que además los acrecentaría. Promulgó, pues, una ley estatal que garantizaba el pago de los diezmos al clero y en cierto modo se convirtió con ello en el inventor del impuesto eclesiástico. Ahora bien, el apóstol Pedro poseía algunas fincas en Roma y la curia vaticana obtuvo ricos presentes de todos cuantos peregrinaron a ellas en épocas posteriores, especialmente de emperadores, reyes y comerciantes. Los éxitos de esa política inmobiliaria están aún a la vista. ¿No es ésta la roca sobre la que se yergue, y todavía se sostiene, el Vaticano? En todo caso, la cuestión de los seculares derechos de propiedad de la Iglesia está sujeta a numerosas y pertinentes dudas. Más cuestionable aún se vuelve el tema cuando se empieza a hablar de «indemnización».
El papa Gregorio Vil decretó hacia finales del s. VII que sólo él y sus sucesores tenían derecho a confirmar o cuestionar, dar o tomar imperios, reinos o cualquier clase de propiedad de los humanos. Ello «según los merecimientos de cada cual». Y aparte de la explotación secular de propiedades terrenales por parte de los que pagaban fundamentalmente con esperanzas celestiales, no debemos tampoco olvidar los ingresos de la curia obtenidos mediante la venta de dispensas, gracias y reliquias, ni las percibidas mediante intereses, rentas de alquiler y ventas. Ni tampoco las que hoy se embolsan mediante especulaciones bursátiles, dineros de soborno, impuestos especiales y cajas de guerra propias.
A algún sitio tiene que haber ido a parar ese dinero. ¿O acaso lo han despilfarrado los papas? ¿Habrá practicado la curia una gestión desastrosa de sus bienes? ¿No los habrá distribuido sin más entre los pobres? El papa Pablo VI (1963-1978) se cuidó muy bien de encaminar la mente de los creyentes en esta última dirección. Quejándose de la continua escasez de dinero de la curia recordó la «penosa circunstancia… de que la Iglesia adolece de escasez de medios necesarios para sus obras, de una beneficencia y una misericordia ilimitadas…». Puede que se hallara realmente en un apuro, pero el mundo aguzó sus oídos cuando de ahí a poco apareció un gran titular periodístico que aterró hasta los tuétanos al menesteroso soberano de la Ciudad Santa: «Un arzobispo perjudicó al papa Pablo con un fraude de 752 millones». Se trataba del más reciente de los múltiples escándalos bancarios vaticanos, aunque de seguro no del último. Pablo VI se ha complacido hablando de «nuestra santa pobreza», de «la escasez de nuestros recursos dinerarios». Ahora bien, en Roma, donde no faltan los pobres que viven en barriadas miserables, él no vivía en un alojamiento de emergencia. Su suite vaticana abarcaba 13 habitaciones a su disposición personal, con un servicio de 5 domésticos.
La expresión acerca de la pobreza de la Iglesia es algo que se le atraganta a quien piensa en sus posesiones inmobiliarias —muchos millones de hectáreas en total— que en algunos países representa casi el 20% de la superficie cultivable. En sus participaciones en bancos y empresas industriales. En sus reservas en títulos-valores, dispersos por una amplia gama de países que permiten la libre transferencia de capitales. Ya a comienzos de este siglo el patrimonio papal se cifraba en más de dos mil millones de liras. Con ello resultaba ser unas seis veces más cuantioso que el de la familia Krupp, la más rica de Alemania. Según datos del año 1974, tan sólo en el recinto de Roma el Vaticano disponía de 15 millones de metros cuadrados en terrenos, casi cuatro veces más que el propio municipio romano, que sólo poseía 4 millones.
Los Acuerdos de Letrán, concluidos por Mussolini y la Santa Sede en 1922, le aportaron a esta última nuevos recursos dinerarios. La iglesia declaró, ciertamente, que los «daños tremendos» que supuso la pérdida del antiguo Estado Pontificio (el «Patrimonio de San Pedro» basado en documentos falsificados) no podían ser indemnizados únicamente con dinero italiano, pero con todo acabó por avenirse a aquella compensación. La suma indemnizatoria se elevaba, al curso del 19 de febrero de 1929, a casi 92 millones de dólares y aquella suma, gigantesca para la situación de entonces, se invirtió para que rindiera buenas ganancias.
El Vaticano obtuvo réditos usurarios con esas sumas. Con intereses, intereses de intereses y con ganancias y pérdidas especulativas. «Por las obras de la religión y de la misericordia cristianas en todo el mundo». No hay forma de saber nada más concreto al respecto. El corresponsal del Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ) en Roma calculó para 1982 la existencia de una suma de varios centenares de millones de dólares en ese ámbito «que a buen seguro rendirían intereses de decenas de millones de dólares». Según Corrado Pallenberg, la Santa Sede dispone de verdaderas montañas de acciones y es a menudo accionista mayoritario de bancos y de empresas de suministro en Italia (gas, electricidad, transporte, teléfono), de cadenas hoteleras, sociedades inmobiliarias y sociedades aseguradoras. Las funciones directivas en los consejos de administración de esas sociedades las ejercen católicos «laicos» sometidos, evidentemente, a las directivas de curiales prominentes. Las reservas financieras vaticanas en el extranjero están concentradas preferentemente en Wall Street.
En conjunto, ya en el año 1958, el patrimonio total de la central eclesiástica en acciones y participaciones de capital podría elevarse a unos 50.000 millones de marcos. Lo menos que podemos decir es que a pesar de los diversos escándalos y quiebras bancarias esa suma no se habrá empequeñecido hasta nuestros días. Los ingresos de otro tipo son, comparados con los mencionados, relativamente modestos. La venta de sellos, medallas y monedas; la concesión en exclusiva para la venta de ciertos souvenirs conmemorativos y de artículos de devoción popular; el comercio vaticano, exento de aduanas, con mercancías tales como la propia gasolina y los beneficios obtenidos del pago de entrada a museos no llegan ni a cubrir los costos de personal, entretanto enormemente acrecentados a pesar de que un cardenal de la curia romana apenas gana, calculado en DM, unos 3.000 marcos mensuales: menos que un párroco alemán.
Según un informe del semanario italiano L’Espresso el papa Juan Pablo II sugirió en 1979 aplicar una «reforma tan revolucionaria» que sólo un papa extranjero podría permitirse. Quiso presentar un balance de las finanzas vaticanas, una especie de balance consolidado. Al final del mismo se constataba un déficit de los presupuestos papales sobre cuya cuantía millonaria discuten aún los expertos. Más encarnizadas son aún las discusiones acerca de cómo debe taparse anualmente ese agujero presupuestario. Los obispos saben no poco acerca de ello: porque ellos tienen que pagar mucho. Son más de uno y más de dos los marcos alemanes que viajan también sobrevolando los Alpes en un cofrecillo cada vez que un obispo alemán va a visitar a su jefe en Roma. Pío XII encareció desde luego que «La Iglesia de Cristo sigue la senda que le trazó el divino Redentor… y no se mezcla en cuestiones… puramente económicas». Pero ahí tenemos, sin ir más lejos, la pertinaz disputa entre el Vaticano y el Estado de Italia acerca de la gravación fiscal de los fondos de acciones en manos de la Iglesia. Es comprensible que no haya ningún papa que esté dispuesto a pagar impuestos por los beneficios de capital obtenidos de sus títulos-valores y en forma de dividendos.
De ahí que suene a bagatela un episodio del año 1973 cuando R. Lynch, director de la sección Crimen Organizado y Corrupción, adjunta al Ministerio de Justicia de los USA, apareció sorpresivamente en el Vaticano llevando en su cartera un documento original por el que el Vaticano solicitaba de la mafia neoyorquina «títulos-valores falsificados por un contravalor ficticio de casi mil millones de dólares».
Que el Vaticano se financia en parte a costa de las iglesias exteriores es cosa archisabida. El dinero fluye hacia Roma y no sólo en forma de «Óbolo de San Pedro», recogido el 29 de junio de cada año, festividad de San Pedro y San Pablo y, por añadidura, fiesta «nacional» del Vaticano. Ese «donativo para el papa» —ésa es la vergonzante denominación que se le aplica actualmente—, fue restablecido por Pío IX que quería con ello resarcirse de la pérdida del Estado Pontificio en 1870. Por supuesto que la cuantía de este donativo directo para el papa depende de la popularidad del pontífice del momento. Bajo los pontificados de Pío XII y de Juan XXIII —así se lee en Die Zeit del 5 de octubre de 1979— el dinero fluyó hacia Roma en abundante caudal. Bajo el de Pablo VI, que gozaba de menos simpatías, los ánimos de los donantes se enfriaron sensiblemente. El papa Wojtyla, sobre todo en su primera fase, se convirtió en un nuevo imán de metales acuñados.
¿«Óbolo de San Pedro»? Designación nada inofensiva de un asunto todavía menos inofensivo. El nombre es tan inapropiado como lo es el de «Rosa de Jericó», que ni es una rosa, ni procede de Jericó. Y tampoco el citado óbolo tiene nada que ver con San Pedro ni se limita, en cuanto donativo, a esa nimiedad cuantitativa. ¿Cuántos millones entran bajo ese concepto en el Vaticano? Según un informe del rotativo Die Welt del 14 de marzo de 1990 es ese óbolo el que actualmente está salvando al papa de sus problemas de liquidez. El déficit vaticano, que en 1989 ascendió a más de 12.000 millones de pesetas, fue enjugado en su totalidad gracias a los donativos. Entre los donativos de los creyentes de todo el mundo, los procedentes de los católicos de los USA ocupan el primer lugar y suponen más o menos una cuarta parte del total. Los alemanes federales han arrebatado el segundo lugar de la lista a los italianos.
Cuando los obispos alemanes, poco después del hundimiento del Estado Pontificio, quisieron informarse acerca del destino que se daba al «óbolo de San Pedro», el Vaticano respondió que la iglesia no llevaba contabilidad del mismo. Cuando desaparecían sumas considerables era, cabalmente, obligado ser extremadamente prudente para evitar un escándalo.
Pero el mencionado óbolo no es el único tipo de donativo que permite a la iglesia disponer de liquidez inmediata. La cuantía de los demás es difícil de evaluar. Lo único que se sabe con seguridad es que cuando obispos y prelados particulares emprenden camino para atravesar los Alpes suelen acompañarlos unos cuantos millones. Esos millones proceden, entre otras fuentes, de las «prestaciones especiales con destino fijo»: tasas por la concesión de órdenes nobiliarias, aportaciones para la financiación de procesos de beatificación en curso etc. La concesión de órdenes es algo constante: Juan Pablo II nombró en 1990 al ministro de cultura de Baviera, Zehetmair, comendador de la Orden de San Gregorio y al secretario de estado, Goppel, comendador de la Orden de San Silvestre. Esas distinciones fueron concedidas por su «fomento de la leal cooperación entre el estado y la iglesia, especialmente en lo tocante a la creación de una facultad de economía en la Universidad de Eichstátt de Ingolstadt». Ello hace patente que altos funcionarios del estado potencian, con la ayuda del dinero del erario público, una universidad católica (con exiguo número de estudiantes, por añadidura). Lo que aún no se ha hecho patente es quién pagó las tasas por la concesión de aquellas distinciones. ¿Fueron los distinguidos o más bien el distinguido contribuyente?
¿Tasas por la concesión de una orden? ¿Gastos por procesos de beatificación y canonización? Una persona, una familia o una diócesis no pueden mostrarse tacañas cuando uno de los suyos es armado caballero por el papa o bien —tal es el caso del cardenal Von Galen, el hombre que siguió atentamente y con «satisfacción» las guerras, altamente criminales, del Tercer Reich— pueda ser elevado al honor de los altares como resistente contra Hitler: un santo más con el que sacar provecho tanto en la política eclesiástica como en la política partidista. Von Galen, sí, un hombre que en 1936 se mostraba orgulloso de que por sus venas no corría «ni una sola gota de sangre de raza ajena». Un hombre que, en 1934, ensalzaba «la fidelidad a las leyes matrimoniales de la iglesia» como el «mejor de los métodos eugenésicos» para «la conservación de la pureza de la sangre». Un hombre que, en 1942, se refería a Franco como «al liberador de los españoles» y que, en 1943, hablaba de los «territorios recién ganados en el Este y en el Oeste» (¿«ganados» en «guerra justa»?). Un hombre que, en 1945, al final de la guerra, no veía en los aliados a los liberadores del fascismo de Hitler pues «su corazón se desangraba al contemplar el paso de las tropas enemigas».
Los círculos eclesiásticos gustan de citar profusamente esta bella frase bíblica. Quienes la citan creen que tal expresión les cuadra muy bien: «Mi Reino no es de este mundo». Ahora bien, ya la simple perspectiva histórica nos obliga a abrigar algunas dudas acerca de esa autoidentificación clerical con esa sentencia de Jesús de Nazaret. La historia de la iglesia no permite, en verdad, extraer la conclusión de que, en algunas épocas cuando menos, su «reino» no ha sido de este mundo. Pero hay más: la situación presente habla rotunda y profusamente en contra de esa presunción. Pues sólo cuando aprovecha a sus intereses pretenden los clérigos que ellos «no son de este mundo». En caso contrario vuelven a sentirse plenamente insertos en él. Son malabaristas virtuosos que juegan hábilmente con el más allá y con sus supuestos contactos hacia el otro mundo. Ello no les impide, lo que es harto sospechoso, arramblar con todas las ventajas que puedan conseguir aquí abajo. He ahí los dos componentes del principio básico de la conducta clerical. No hay forma de fijarlos en un sentido o en otro; ni hacia el más acá, ni hacia el más allá. El que Maisner, cardenal de Colonia, haya hablado de la función de su Iglesia como «cuerpo extraño» en la antigua DDR, para destacar elogiosamente la participación de aquélla en la encarnizada resistencia pública contra el régimen socialista, satisface la primera verdad de aquel principio básico clerical. No se tiene, en cambio, constancia de que él hubiera pasado a la resistencia aquí en la RFA echando mano, cuando menos, del patrimonio de casi 40.000 millones de pesetas perteneciente a su diócesis. Con ello se cumple la segunda verdad de ese mismo principio. «Dar testimonio» sigue siendo cuestión de perspectiva. En las relaciones entre el estado y la iglesia; en la colusión de ambos «reinos», como se ha puesto de manifiesto a la vista de todos y hasta el día de hoy; en las relaciones entre concesión de prerrogativas y santidad se evidencia hasta qué punto ese «reino» es y tiene que ser de este mundo en aras de su propia perduración.
El amor de nuestros supremos pastores por la economía social de mercado no tiene, en primera línea, nada que ver con razones espirituales. El propio arzobispo de Colonia es un gran accionista. Según las cuentas relativas a su presupuesto de 1982 su diócesis recogió ingresos por una cuantía de más de 60.000 millones de pesetas. Ocultos entre ellos iban unos 7.000 millones de beneficios patrimoniales de los que aproximadamente un 96% correspondían a participaciones en capital bursátil y un 4% a rentas aportadas por fincas rústicas. Si los beneficios por participaciones en capital bursátil ascienden a más de 6.500 millones de pesetas, ello nos permite deducir cuál es la importancia de la cuantía de los capitales que hay a su base (acciones, obligaciones etc). En el mencionado año debía montar a unos 40.000 millones de pesetas. Los bienes inmuebles que aportaron las otras rentas valdrían, tirando por lo bajo, unos 2.300 millones de pesetas. He ahí datos relativos a una única diócesis alemana y referidos a un solo año. El capital «diocesano» de Colonia trabaja, pues, afanosamente. Como Dios manda, si se quieren obtener beneficios. De 1979 a 1982 los ingresos debidos a acciones y a otras participaciones en capital aumentaron a un promedio anual de más del 20%. Ningún patrimonio empresarial experimentó incrementos que se aproximen siquiera a esos coeficientes.
Y los clérigos no se limitan a construir iglesias. Invierten también en la construcción de viviendas realizadas por urbanizadoras propias. Otros ámbitos de esta «empresa de servicios» cuestan también dinero… pero, por otra parte, aumentan el patrimonio de inversión. Instituciones educativas como las muchas academias católicas y evangélicas, en las que la «intelligentsia» eclesiástica se somete al «diálogo» con la mundana (política, artística, etc.) devoran sumas enormes. Quien contemple esas instalaciones y edificaciones considerablemente confortables podría legítimamente preguntarse si los resultados de ese diálogo justifican tanto dispendio y la carga que éste supone para los bolsillos del contribuyente. El argumento de «¡nosotros también!», no vende ya en todos los casos. Otro tanto vale decir de los esfuerzos de las iglesias por explorar accesos propios a los medios de comunicación de masas, como agencias de prensa propias, revistas confesionales (por medio de las cuales unos católicos se dirigen a los otros católicos), mediante participación en editoriales etc., todo lo cual conlleva inversiones considerables. A despecho de éstas, ninguno de esos costosos medios consigue apenas otra cosa que moverse en un espacio marginal del sector cultural de la sociedad de la República Federal de Alemania. No es ya que «Dios no halle ya lectores aquí», sino que ni uno solo de esos medios eclesiásticos consigue situarse como avanzadilla cultural sino, a lo sumo, como compañero de viaje o seguidor renqueante.
Es una cuestión de honor entre los políticos poder, de vez en cuando, hacerse la foto con el papa. Ahora bien, eso es algo que ocurre en días excepcionales. Mucho más cotidiana es en cambio la gratificación que dispensan a las iglesias al dar por supuesto que éstas defienden unos «valores últimos» sin los que ninguna persona puede vivir si quiere ser verdaderamente una persona. ¿Sería un monstruo la persona alejada de la religión? ¿Tendría en cambio la persona imbuida de clericalismo una especie de halo de santidad en torno suyo? Las experiencias históricas habidas con las iglesias hablan contra semejantes suposiciones. Y sin embargo se las sigue propugnando con tenacidad o, cuando menos, se las sugiere. Pues, mírese como se mire, los malos son siempre los demás mientras que, mírese como se mire, el grupo propio, a mayor abundancia si es religioso, es el asilo de todos los buenos. El asesinato y el homicidio ¿serán, según eso, cosas que sólo acontecen fuera de los muros de las iglesias? ¿Serían las iglesias las «custodias» de las costumbres y de la decencia de los ciudadanos o, más aún, de la moral del mundo?
En plena Guerra Mundial, en los «Catholic principies of politics» —un texto de enseñanza para las universidades católicas editado con la aprobación papal— podíamos leer que sólo hay una religión verdadera y que la iglesia romana debía convertirse en los USA en la iglesia del estado, pues su doctrina es fundamentalmente verdadera: «El estado ha de reconocer a la religión verdadera» ¿Y ayudar también a reprimir y erradicar a las menos verdaderas? ¿Y subvenir asimismo al sostenimiento de la única verdadera? ¿Una «Iglesia celadora»? En 1953 los obispos alemanes exigieron del legislativo una revisión total del derecho matrimonial y familiar: la indisolubilidad básica del matrimonio, la supresión de la obligatoriedad del matrimonio civil, el derecho del padre a tener la última palabra en las decisiones, la no concesión de derechos particulares a la mujer casada y profesionalmente activa. Todas estas exigencias se fundamentaban en el derecho divino y en el natural. En las discusiones acerca del Art. 218 del Código Penal viene pasando lo mismo en tiempos más recientes. Ahora bien ese discurso de una «función celadora» de la Iglesia no se puede documentar históricamente —de no ser que las proezas adaptativas de la Iglesia se hicieran pasar como resistencia al espíritu de la época— ni es verdadera bajo las perspectivas cosmovisionales de la actualidad. No obstante lo cual, la «celadora» obtiene prebendas. Tal fue siempre el caso y ya desde Constantino. La Constitución de Bonn no solamente respeta el hecho de que una iglesia pueda mandar y disponer sobre lo suyo a su antojo (es decir con las actitudes antidemocráticas católico-romanas), sino que esa constitución y las de los estados federados permiten asimismo que ese grupo social goce de privilegios superiores a los de los demás. Pocos son de seguro los ciudadanos, los políticos profesionales y los empleados de la Iglesia que tengan idea cabal de las dimensiones financieras y del alcance de esos privilegios. Es evidente, incluso, que la mayoría de ellos ni siquiera quiere saber nada de ello. Han delegado su voluntad en la creencia de que pagando su óbolo a las iglesias están ya dispensados de su obligación de contribuir a subvenir a las necesidades de los pobres del mundo.
La mendacidad en torno a este punto se inició tempranamente. El propio Nuevo Testamento recurre ya al expediente de la mentira. A los evangelistas no les pareció conveniente describir a Jesús de Nazaret como el hombre que hubo de padecer la muerte en la cruz, típica del rebelde. La información tendenciosa sobre la «pasión de Jesús» debía configurarse según otros criterios. Como culpables principales debían aparecer, no los romanos sino los judíos. De ahí a poco la profesión de fe de los apóstoles exigía incluir la expresión de que Jesús había sido ejecutado «bajo» Poncio Pilatos. Es que, entretanto, resultaba ya escandaloso admitir la verdad y hacer recaer en el procurador romano la responsabilidad principal de la crucifixión. Todo ello respondía a un cálculo: si cargaba sobre los judíos la culpa de aquella muerte, la joven iglesia quedaba de antemano eximida de cualquier conflicto real e inevitable con la potencia mundial que era entonces Roma. A nadie le agradaba tenérselas que haber con ella. Los judíos, privados en gran medida de poder, estaban casi indefensos. De ahí que Pablo escribiera contra los judíos y a favor de los poderosos de entonces. Su «Carta a los Romanos» se las trae: «Todos os habéis de someter a las autoridades, pues no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Rom 13, 1). Ese pasaje textual no sólo ha pesado como plomo sobre la conciencia de millones de creyentes, sino que también permitió a los archipastores preservar sus intereses frente a cualquier estado, al que se reconocía por principio. Justamente por los días en que Pablo escribe esa carta los miembros de la comunidad cristiana de Roma se sentían fuertemente zarandeados por el remolino subsiguiente a la victoria de Roma sobre Israel. Sabían bien en manos de quién estaba el poder… y también Pablo lo sabía. Pablo aludía al estado de Nerón, según el sociólogo A. Meyer, el «estado de un histrión político, de un asesino de sus hermanos, de un fratricida y parricida». Y «mientras los intelectuales romanos criticaban acremente el sistema romano, conculcador del derecho, Pablo y sus discípulos cierran los ojos ante las injusticias». Y así ha venido ocurriendo hasta nuestros días cada vez que la iglesia adoptaba una actitudes interesadamente modosas frente al estado.
¿Dos poderes?, ¿dos autoridades?, ¿dos reinos? Al lector moderno se le antojará con frecuencia extraño que además del estado, entidad que le resulta familiar, haya otro poder que se planta tercamente junto a aquél por más que él lo considere ya obsoleto: la iglesia. Ningún sindicato, ningún partido, en cambio, se atreverían a expresar ideas semejantes sobre el «poder» en una democracia moderna. ¿La iglesia homologa del estado? Históricamente las cosas han seguido un camino bien distinto. En la cumbre de su poder no sólo exigieron el estar «junto al» estado sino que intentaron estar «sobre» el estado. El descomunal incremento de poder experimentado por la primitiva iglesia gracias a su «santo emperador Constantino» no sólo la convirtió en paladín defensor del imperio terrenal, sino también en su competidora y adversaria. En caso de que los dominadores terrenales se conformaran con el papel «de abajo» que les conferían los papas, podían seguir gobernando sin el menor tropiezo e incluso esperar que, llegado el día, se les venerase como santos. Solo en el caso de mostrarse renuentes a plegarse a las pretensiones, cada vez más desvergonzadas, que los clérigos presentaban como «derechos de Dios» tenían que contar con su resistencia. Y es que la consigna de «a Dios se le debe más obediencia que a los hombres» mostró una gran eficacia funcional. Más tarde o más temprano, todos los adversarios políticos hubieron de humillarse ante ella. Si se lograba que todos vieran en la iglesia y el estado una y la misma cosa, nadie se arriesgaría a la larga a desobedecer. Dios, el valor supremo e insuperable, y la iglesia portavoz e intérprete de ese Dios. Arremeter contra esa alianza equivalía a un suicidio político. La ideología consistente en someter al mundo y al espíritu humano apelando a Dios y reivindicando para sí el papel de intérprete infalible de éste ha generado hasta hoy terribles consecuencias y asolado las cabezas y los corazones de las personas.
«En la misma medida en que el alma se eleva por encima de todo lo terrenal, así también nuestro reino se eleva por encima del reino del emperador», afirma el doctor de la iglesia Juan Crisóstomo hace ya más de 1600 años. Y nadie ni nada, prescindiendo de matizaciones secundarias, ha alterado ese principio básico del poder clerical. Todavía hay personas que se sienten «llamadas» a cooperar en la edificación y ocupación del más sublime de los reinos. Y no faltan otras, especialmente entre los políticos contemporáneos, cuyo espíritu de vasallos les lleva a defender aquel principio en el plano político. Por supuesto que bajos las actuales circunstancias ni unas ni otras piensan en realizar formalmente ese reino de Dios sobre la tierra. Faltan para ello el valor y el poder. Pero la ideología que subyace a esa concepción del reino mantiene su virulencia. Quien entre nosotros se considera titular de las «últimas palabras» —aunque carezca de toda legitimación histórica o democrática para ello— pretende poco menos que haber confiscado para sí el lugar preferente entre las múltiples opiniones en pugna. En todo este asunto la iglesia logra aplicar aún aquel inveterado precepto de que, por respecto al estado, no vale seguir otro principio que el del aumento del propio poder. Para conseguirlo transita imperturbable por la vía de la mínima resistencia: colaborar siempre con el bando más fuerte y que más ventajas le reporte en un momento dado. Si el estado entra en ese juego, tanto mejor. En ese caso, como pasa en la RFA, estado e iglesia sólo tendrán que dirimir sus conflictos en escenarios de guerra marginales: la lucha en torno al Art. 218 se puede, verbigracia, usar como palanca política partidista para escenificar una especie de «objeción» contra el espíritu de la época. Que la iglesia, que tan valientemente lucha contra la vida no nacida, tiene sobre su propia conciencia las vidas de millones de personas, eso pasa casi inadvertido. Que esa iglesia se embolsa año tras año una suma de varios miles de millones de marcos en concepto de impuestos eclesiásticos procedentes de las personas que ella ataca en ese punto de la interrupción voluntaria del embarazo y que también se beneficia indirectamente de aquella parte de los caudales públicos que van a parar a subvencionar asuntos puramente confesionales no parece, a todas luces, interesar a nadie.
Los estados prefieren seguir pagando como hasta ahora. Aunque los hay, es cierto, que también asumen desembolsos especiales. Dos ejemplos del año 1990: la presidenta de Nicaragua, Violeta Chamorro, se comprometió a subvencionar con caudales públicos la construcción de una nueva catedral en Managua a pesar de la catastrófica situación financiera de su país. Y pocos días antes de proceder a la invasión de Kuwait el presidente del Irak, S. Hussein, demostró ser un amigo espléndido de los católicos: regalando un solar de 25.000 metros cuadrados en Bagdad —valor: unos 15 millones de dólares—, a los católicos de rito caldeo, que constituyen un 2,4% de la población del país. La monumental iglesia debe tener cabida para 5.000 personas y su construcción costará 20 millones de dólares.
Cuando un sistema estatal se niega a entrar en ese turbio juego y la sociedad no permite sin más que la iglesia se sirva fácilmente de la tarta común, el lamento eclesiástico no se hace esperar: los teólogos, que se ganan su sustento como expertos del evangelio, se afanan entonces con encomiable celo por mostrar cómo esos estados tienden a constituirse en «el anticristo de los últimos tiempos». Ahora bien, mientras esos «anticristos» sigan pagándoles sus sueldos esos teólogos no tocarán a zafarrancho total.
Que los clérigos de pro sean empedernidamente monárquicos o también, cuando ello resulte más rentable, panegiristas de las dictaduras no es cosa de admirar. La iglesia, cuyo reino no es de este mundo, se entiende óptimamente con quienes son señores por la gracia de Dios. De ese modo, unos y otros señores se emparejan gustosamente. Ya lo decía el obispo Faulhaber en 1921: «los reyes por la gracia del pueblo no constituyen una gracia para el pueblo y allá donde el pueblo es su propio rey, se convertirá también, a la corta o a la larga, en su propio sepulturero». Del lado evangélico se pudieron oír, ya en 1919, expresiones bastante similares cuando el presidente de la dieta evangélica pronunció el elogio fúnebre por el fallecido Guillermo 11, un criminal de guerra corresponsable de la gran conflagración mundial: «Ha fenecido la gloria del imperio alemán, sueño de nuestros padres, orgullo de todos y cada uno de los alemanes. Con ella ha muerto el alto dignatario del poder alemán, el soberano» Bajo esas circunstancias eclesiásticas, ¿de dónde podría provenir el «SI» que dieron a la república?
Pero entretanto, ¿no habrán tomado las cosas un giro más favorable? La iglesia, cuando menos, afirma que también ella entiende ahora bastante de democracia. Pues ciertamente su divina misión no consiste en democratizarse ella misma o en dar cabida en su seno a los derechos humanos, pero sí en contarles a los demás unas cuantas cosas sobre la democracia y los mencionados derechos. Cuando la iglesia habla a los demás, lo hace en el desempeño específico de su «cargo de celadora». Ésa es una misión que el buen Dios le ha conferido directamente. Por lo tanto, ella no habla para sí misma y en su propio ámbito deja las cosas tal cual eran. A las mujeres, verbigracia, les sigue permitiendo ejercer únicamente funciones subalternas. A los hombres les sigue reservando todas las posiciones de poder. Sigue, por lo tanto, sin reconocer a sus dignatarios el derecho al matrimonio y a fundar una familia. Se niega, como siempre, a reconocer a sus teólogos el derecho a opinar e investigar libremente. Pero, eso sí, qué son y hasta qué punto se cumplen esos derechos fuera de sus muros, en el ámbito extraeclesiástico, sobre ello si que se atreve a opinar impávidamente, tanto si viene como si no viene al caso. Y quiere, por supuesto, que sus prédicas al respecto obtengan su recompensa, tanto si viene como si no viene al caso. Todo indica que ese modo suyo de argumentar halla una acogida tan benevolente que no tiene que temer el menor menoscabo financiero. Bien pueden los clérigos reírse para sus adentros. Todavía hay muchos que se toman políticamente muy en serio no sólo sus falsas preguntas sino también sus respuestas aparentes. ¿Acaso la iglesia no es de naturaleza fundamentalmente «distinta»? ¿Podría compararse sin más con los sindicatos o con otras asociaciones sin renunciar a sí misma? Ella, desde luego, opina que no. Y las declaraciones que en su día emitió la coalición social-liberal son del mismo tenor. La iglesia consiguió que tanto el partido socialdemócrata como el partido liberal dieran testimonio en su favor aceptando que su autoconciencia constitutiva fuera de naturaleza intangible de modo que también la república se obligaba a hacer algo especial por ella. ¡Un saludo cordial de Juan Crisóstomo!
¿Una autoconciencia con derecho a remuneración? Ahí se confunden los intereses de quienes sólo tienen la necesidad de dominar con las «necesidades» de los dominados. Si alguien que quiere hacer dinero convence al que posee ese dinero de que necesita los servicios caritativos o pastorales que él le ofrece vocacionalmente, las cosas funcionan a la perfección. Quien es presa de las tribulaciones y miedos que se le han inculcado previamente está bien dispuesto a costear los cuidados de quien le libere y redima de esos males: el mismo que se los inculcó, sin cuya intervención previa él no sólo no los tendría sino que ni tan siquiera tendría noticia de ellos.
Recientemente se suele echar mano de un argumento cuya fuerza subyuga hasta el propio tribunal constitucional: el del «compañerismo» entre el estado y la iglesia. Eso no suena nada mal al principio… pero un oído atento advierte que suena a hueco. En una época en que todas las personas se esfuerzan por ser o por llegar a ser compañeros; en una época en que el matrimonio viene siendo sustituido por una relación de compañerismo y el «compañerismo en general» se está convirtiendo, o poco menos, en la máxima expresión de la vinculación afectiva interpersonal los clericales no pueden quedarse a la zaga. Luchan por su poder como cualquier otro lobby y quisieran resarcirse de todo cuanto han perdido en lo tocante a la influencia directa sobre la sociedad creando mecanismos de seguridad en torno a sus instituciones y asegurándose también una buena retribución por su oferta de servicios. El «clericalismo», según todas las apariencias un defecto de carácter imposible de corregir, se esfuerza siempre por influir en el desarrollo social en un sentido que cuadre a sus propias opciones. Esa antiquísima ambición se trata de justificar hoy, la mayor parte de las veces, con la afirmación de que la iglesia «tiene una responsabilidad especial frente al mundo». Ergo debe mantenerse (o volver a ser) como fuerza globalmente activa y de eficacia universal. En condiciones óptimas se mantendrá al margen de la sociedad para defender su autonomía frente al «espíritu de la época», pero pudiendo, eso sí, actuar como una especie de «levadura» que penetre en esa misma sociedad para transformarla total y radicalmente.
Han pasado ya los tiempos en que el papa y su iglesia se arrogaban el papel de señores frente al resto del mundo. Esa vieja ideología se ha declarado entretanto en bancarrota. Ningún clérigo puede hacer ya patria con ella. Pero sí que podría y querría ser compañero. Por otra parte, la «equiparación» fundamental entre dos «poderes autónomos», el estado y la iglesia, términos usados todavía por el propio Tribunal Constitucional en 1961, tampoco es ya objeto de aceptación. A nadie que piense en sus intereses (y en los votos de los electores) le gusta hoy en día hablar de «poderes». Mencionar al estado y a la iglesia como poderes yuxtapuestos e iguales en derechos no resulta ya oportuno. La expresión «compañeros», en cambio, resulta más plausible. Solidaridad entre la sociedad, el estado y la iglesia; armonía entre todas las partes, a la vista de los problemas comunes y a fortiori pensando en los más pobres y socialmente desvalidos, eso sí que funciona bien. Con eso se ganan elecciones. Antes de 1918 iglesia y estado existían «el uno para el otro». Durante la República de Weimar existían «el uno al lado del otro». Entre 1933 y 1945, pretenden, imperaba el «uno contra el otro». Ahora están «el uno con el otro». Digno de resaltar es, en cualquier caso, que en situaciones tan diversas la iglesia siempre sacó buen partido económico. Es ostensible que por muy prostituyente que sea la argumentación clerical («podemos relacionarlos con no importa quién») nunca se le cierran los grifos del erario público.
¿«El uno con el otro» de hoy en día? El teólogo evangélico C. D. Schulze caracteriza así la presente situación: «La permanencia inalterada del derecho público eclesiástico en el Occidente es la condición previa a la plena integración de las iglesias en el sistema de valores de la economía social de mercado y al mismo tiempo una prima por buena conducta, por su contención en la autocrítica alemana, vista la injusticia reinante a nivel mundial y la devastación del planeta. La relación colegial, cuasi matrimonial, como entre gemelos que obran paralelamente gracias a una buena división del trabajo… equivale a un compromiso común y bien contrapesado con el orden social vigente».
¿Es la iglesia realmente un interlocutor y un socio lealmente cooperador con los mismos derechos que el estado? El tema de la solidaridad con aquélla, ¿debe ser una cuestión aún abierta para los demócratas? No, pues con los clérigos sólo son posibles acuerdos tácticos. Es una cuestión de principio: los demócratas de los más distintos signos no pueden negociar con una gente que mantienen en sus propias instituciones y en el conjunto del grupo un sistema antidemocrático que ni siquiera se corresponde con la Carta de la ONU. El cardenal alemán de la curia, Ratzinger, dejó, en 1984, que saliera a la luz el gato encerrado. Con la mayor, pero también con la más delatora de las frescuras, calificó al estado —como era usual en las filas de la iglesia a lo largo del s. XIX— de «sociedad imperfecta» y desde la posición que da el rango superior de la iglesia ofreció al «imperfecto» «fuerzas desde el exterior de sí mismo, para que pueda continuar siendo él mismo». A partir de ahí, muchos deberían saber con quién nos las tenemos que haber. «Compañerismo» es un concepto de vuelos demasiado altos y tal como están las cosas, su uso en este caso es tan inapropiado como si el compañero en cuestión fuera otro sistema totalitario. Los demócratas no pueden convertirse en compañeros de los antidemócratas sin que su prestigio sufra menoscabo. Quien, pese a ello, opine que puede dejarse ver y cooperar junto a sus «compañeros» clericales no tendrá ya excusa que ofrecer en el futuro. Demostrará ser poco respetuoso con la sensibilidad de la mayoría de la población y serlo demasiado con la hipersensibilidad de un determinado estrato social de la iglesia.
Mientras que en el periodo de entre guerras los más diversos pueblos se liberaban a lo largo y a lo ancho del mundo de una herencia clerical, que no era la suya, los alemanes trabajaban derechamente en provecho del Vaticano. La persona que, del lado curial, llevaba la voz cantante en esa época era el nuncio Pacelli, futuro papa con el nombre de Pío XII. Él era quien movía los hilos de la política de concordatos y tenía prácticamente en un puño a sus interlocutores alemanes. Los concordatos concluidos por entonces con los distintos estados federados de Alemania o con el Reich hitleriano no solamente llevan todos ellos la impronta de su espíritu (leal frente al Vaticano), sino también su rúbrica. Pacelli consiguió una proeza diplomática tras otra. No es ya que este nuncio consiguiera, a costa de los alemanes, asegurar toda clase de ventajas para su iglesia en los concordatos negociados por él. Es que además los embelesó haciéndoles creer que pagaban en interés propio, en ventaja propia.
Cuando, tras trece años de estancia en Alemania, abandona la nunciatura de Berlín, un periódico alemán se refiere a él como a «nuestro protector». Hasta qué punto era atinada la calificación es algo que sólo se evidenció plenamente a lo largo de la guerra hitleriana. Cuando Pacelli asciende al solio pontificio en 1939, su primer comunicado a un jefe de estado para informarle oficialmente del hecho tenía al Führer como destinatario e iba redactado en alemán. Fue, como se dijo oficialmente, un «acto de especial deferencia»: deferencia frente a un criminal que ya tenía sobre su conciencia la «Noche de los cristales rotos», por mencionar tan sólo uno de los crímenes que jalonaron aquellos seis primeros años de su régimen de terror. Pacelli estaba, como siempre, perfectamente informado sobre esos hechos. Conocía Alemania. Como nuncio había hecho todo cuanto le fue posible para sacar buena tajada y Roma podía sentirse triunfante. En pocos años la curia había conseguido concluir concordatos con Lander como Prusia, Badén y Baviera, y después, con el Tercer Reich del dictador católico. Algo realmente sorprendente, aunque, bien mirado, sorprende ya bastante menos. Como quiera que el obispo Faulhaber, cardenal de Múnich desde el año 1921 y hasta el presente contemplado por los bávaros como «dirigente de la resistencia católica contra Hitler», vituperaba la primera república alemana como un producto resultante del «perjurio y de la alta traición», podría creerse que el clero no se sentaría a la misma mesa con representantes de aquella República de Weimar para negociar con ella sobre concordatos. Pero eso fue lo que cabalmente sucedió. Además de ello, el clero consiguió que la Constitución de Weimar diera una formulación tan ventajosa a los artículos referidos a la iglesia que ésta toleró con total alivio su anclaje constitucional al igual que, años más tarde, lo hizo con la garantía ofrecida por la Constitución de Bonn de la República Federal: una garantía que consagraba las ventajas que el concordato firmado en su día con Hitler les concedía.
Quien suponga que los negociadores estatales se vieron cogidos del cuello y arrastrados a las posiciones curiales por los diplomáticos de la iglesia sólo conoce la verdad a medias. Es cierto que a los clérigos no les gusta hacerse los miserables cuando está en juego su beneficio. También lo es que los representantes de una institución que se tiene a sí misma por intemporal y defensora de valores últimos se sienten ya de antemano superiores a los que sólo defienden, digamos, valores penúltimos. Pero es asimismo evidente que los autores de un desaguisado de este tipo necesitan víctimas bien dispuestas: La condescendencia y el sentimiento de inferioridad por parte del estado y de sus representantes suelen converger de modo nada infrecuente, incluso en la actualidad, cuando se trata de asuntos relativos a la iglesia. La opinión de la masa no impresionó gran cosa a estos señores (la Liga Protestante reunió 3 millones de firmas contra el concordato con Prusia) y las coaliciones de gobierno se tambalearon o, como en Badén, cayeron. Pero las palabras del príncipe de los poetas alemanes parecían resonar en el vacío:
Concluyóse por fin el concordato
y el pío documento no está mal:
Roma hace su agosto con el trato
y tú pagas los costos al final.
Es propio de los lemings precipitarse en el mar. Aunque en la inmensa mayoría de los casos se verifica que lo que la iglesia gana a través de los concordatos es muy superior a lo que gana el estado, los alemanes no han querido por nada del mundo renunciar a su derecho de concluir tratados, altamente perjudiciales para ellos, con la Santa Sede. Y el estado actual no ha cancelado, no se ha sacudido esos acuerdos firmados tiempo ha. Siguen siendo válidos: incluido el concordato firmado con Hitler bajo las circunstancias más deplorables y bochornosas. Es más: todavía hoy los alemanes creen que esa vigencia permanente les reporta ventajas y no son capaces de tomar ninguna iniciativa para atenuar o para anular la inserción, otrora decidida, del derecho canónico católico en nuestra legislación.
Un estado previsor de su propia ventaja y de la de sus ciudadanos se niega, ya de antemano, a concluir concordatos. Los USA y Holanda, p. ej., se atienen fielmente a ese principio. ¿Y los alemanes? El último concordato del imperio tuvo lugar en 1448 y fue el concluido entre el emperador Federico III y el papa Nicolás V. Tuvo vigencia legal hasta el año 1806. Es cierto que la iglesia nunca se resignó a la merma de influencia y de dinero que le sobrevino desde entonces, pero tuvo que esperar mucho tiempo hasta hallar, de parte alemana, un interlocutor fiable: un político cuya elección como presidente del Reich había recomendado ya ella misma en 1932 mediante una distribución masiva de octavillas entre los electores católicos. Aquel «creyente católico» se llamaba Adolfo Hitler.
«La misma clientela e idénticos síntomas», así podría sintetizar un aforismo fácil de memorizar las relaciones entre el clericalismo y el fascismo. Se podría, además, documentar históricamente. Todos los regímenes fascistas accedieron al poder con un intenso apoyo papal. Cada oveja se asocia, y muy gustosamente, con su pareja. La Italia de Mussolini y la España de Franco obtuvieron el respaldo de las masas católicas (¿quién más las habría apoyado, de no ser así?). Es cierto que, todavía en 1920, Benito Mussolini, autor de las obras «Dios no existe» y «La querida del cardenal», calificaba de enfermas a las personas religiosas y escupía sobre los dogmas, pero tan solo un año después elogiaba ya de tal manera al Vaticano y a su reino que el cardenal Ratti —un año antes de su elección como papa Pío XI— exclamó exultante: «Mussolini es un hombre maravilloso. ¿Me oyen? ¡Un hombre realmente maravilloso!».
El papa y el duce eran oriundos de Milán. Ambos odiaban a comunistas, liberales y socialistas. Además de ello, Mussolini salvó de la bancarrota al Banco di Roma, al que la curia había confiado grandes sumas, con desembolsos de dinero público. Con ello el máximo jerarca del fascismo se hizo merecedor del elogio del decano del colegio cardenalicio, quien lo calificó de «elegido para ser el salvador de la nación». Y también Pío XI (1922-1939) promocionó la carrera del dictador de Italia: ni siquiera protestó cuando los fascistas mataron a algunos religiosos y, ni que decir tiene, mantenía la boca bien tapada cuando las víctimas eran comunistas y socialistas. El 20 de diciembre de 1926 pronunció aquellas palabras orientativas acerca del camino a seguir: «Mussolini nos fue enviado por la providencia». Tres años después clericales y fascistas concluyeron los «Acuerdos de Letrán», que para los primeros significaron la aportación de una renta de millones de liras en favor del reino que no es de este mundo y para los segundos, la bendición papal y su reconocimiento público. El catolicismo se convertía así en la religión del estado para los italianos y el fascismo asumía la dirección de los asuntos políticos. Ambas ideologías se entendían espléndidamente y avanzaban hacia sus objetivos cogidas de la mano. La clientela y los síntomas eran idénticos o se identificaron sin más.
En la Italia de entonces los libros escolares se componían, en una tercera parte, de textos extraídos del catecismo y de oraciones religiosas. Los dos tercios restantes se dedicaban a la glorificación del fascismo y de la guerra. Ambos reinos volvían a ser de este mundo. Después que Mussolini sojuzgara Abisinia tras una «justa guerra de defensa» (opinión católica); después de que una fábrica de municiones, propiedad del Vaticano, se acreditase como uno de los más eficaces proveedores de material militar y que el cardenal de Milán ensalzara aquella guerra como «campaña de evangelización», el clero católico celebró unánimemente al «Duce maravilloso» como dirigente del «Nuevo Imperio que llevará por todo el mundo la cruz de Cristo». ¿Mi reino no es de este mundo?
En España, un país económica y espiritualmente depauperado a lo largo de los siglos por obra y gracia de sus gobernantes clericales, los obispos secundaron al papa y exigieron ya en 1933 —el año no es casual— una «santa cruzada para el restablecimiento de los derechos de la iglesia». El golpe de estado franquista contó asimismo desde su comienzo con la bendición de los prelados. Franquistas y clericales pretendían hacer pasar su guerra por una simple campaña de defensa contra el comunismo ateo. En realidad, contra un pueblo que no se plegaba estrictamente a su modo de pensar. La primera insignia extranjera en ondear sobre el cuartel general del caudillo fue la del papa y de ahí a poco la franquista fue izada también en el Vaticano. Pío XI sabía muy bien hasta qué punto su reino era de este mundo cuando en plena guerra civil envió un telegrama rindiendo homenaje al general fascista y en el que decía sentir «latir el espíritu, profundamente arraigado, de la católica España». En el verano de 1938 el mismo papa se negó a la petición presentada por Francia e Inglaterra para que protestase contra los bombardeos dirigidos contra la población civil por los aviones franquistas. Cuando Franco, con la ayuda de Roma y de Berlín, consiguió vencer al pueblo español, el nuevo papa, Pío XII, le envió su felicitación el mismo 1 de abril de 1939: «Elevando nuestro corazón a Dios, nos congratulamos con Su Excelencia por esa victoria tan anhelada por la Iglesia Católica… Abrigamos la esperanza», continuaba el texto papal, «de que su país, una vez restablecida la paz, retome con nuevo vigor sus viejas tradiciones cristianas». Su esperanza no era vana: en los años que siguieron Franco hizo fusilar a unos 200.000 disidentes.
También por lo que respecta a la historia alemana hay pruebas fehacientes de que los obispos —de grado o a regañadientes— contribuyeron, alentados por su jefe, Pío XII, a aupar a Hitler, a quien después prestaron su apoyo hasta el final. Los muchos intentos de blanquear esas páginas de la historia se estrellan contra los duros hechos. La Ley de Plenos Poderes del 24 de marzo de 1933 (previamente habían sido suspendidos los derechos civiles fundamentales consagrados en la Constitución de Weimar) sólo pudo obtener la necesaria mayoría para su promulgación gracias a los votos del Partido Católico del Centro cuyas riendas llevaban los clérigos. Su aceptación de aquella ley dictatorial iba unida a la previa promesa de Hitler de concluir con la iglesia un concordato para todo el Reich. El 10 de abril y en medio del clima creado por las órdenes de boicot y de pogroms contra los judíos, el paladín de Hitler, Góring, obtenía una audiencia en el Vaticano para felicitar así a Alemania por su nuevo Führer. El 3 de junio de 1933, cuando ya millares de católicos estaban en la cárcel, los obispos escribían estas palabras: «No queremos, bajo ningún precio, privar a este estado de las fuerzas de la iglesia». El 20 de julio de 1933 se firmaba el concordato entre el Reich y la iglesia. Este documento no sólo contenía garantías financieras concedidas por el Tercer Reich a la iglesia católica, sino también una clausula secreta que bendecía el rearme alemán. Cláusula que aún sigue en vigor.
El concordato del Reich fue celebrado con misas solemnes durante las cuales halló también expresión litúrgica la nueva relación, recién cimentada, entre la iglesia y el estado: los obispos entonaron un Tedeum. Sacerdotes nacionalsocialistas pronunciaron solemnes sermones ante unidades de las SS y de las SA en perfecta formación. Grupos de asalto de las SA se situaron a uno y otro lado del altar mientras sus bandas musicales tocaban música sacra. Todo es exultación y júbilo y si alguien no se exulta es porque está ocupando ya su puesto en el campo de concentración. El papa Pío XI es ensalzado por su cardenal Faulhaber, otro «resistente», como el «mejor amigo e incluso, en un principio, como el único amigo del nuevo Reich». El 20 de agosto de 1935 los obispos alemanes catalogan el concordato con estas certeras palabras: «el Santo Padre», testimonian halagando a Hitler, «ha cimentado y elevado de manera incomparable el prestigio moral de su persona y de su gobierno». Todavía en 1937 el arzobispo Faulhaber, que siempre estuvo perfectamente al tanto de todo cuanto Hitler había hecho desde 1933, declaró acerca de este tema: «En la época en que los soberanos de las potencias mundiales guardaban frente al nuevo Reich alemán una actitud de fría reserva, cuando no de plena o casi plena desconfianza, la iglesia católica, la mayor potencia moral sobre la tierra, expresó su confianza al nuevo gobierno alemán a través del concordato. Eso constituyó un hecho de inconmensurable relevancia en favor del prestigio de dicho gobierno ante el extranjero».
Después de la ocupación de Checoslovaquia por los nazis, Pío XII, el consumado diplomático de la era de los concordatos alemanes, se muestra entusiasmado y declara que su amor por Alemania es ahora mayor que nunca. Después de la invasión de Polonia el papa renueva aquel voto de amor con sus mejores financiadores y su Osservatore Romano escribe, zanjando correcta y previsoramente la cuestión relativa a la responsabilidad por la guerra: «Dos naciones civilizadas inician una guerra». Cuando Inglaterra y Francia insisten en que la curia declare a Hitler como agresor el papa rehusa hacerlo. Todavía en noviembre de 1943, en medio de aquella guerra altamente criminal desatada por Hitler, el papa encarece que «sin desconsiderar a los demás pueblos, su especial preocupación… se centra ahora ante todo en el pueblo alemán, tan probado por el sufrimiento». A estas alturas, después de los primeros 15 meses de contienda, la archidiócesis de Freiburg ha aportado ya más de 1,3 millones de marcos en concepto de «prestaciones de ayuda a la guerra». Y eso no debe causar asombro habida cuenta de que el arzobispo Gróber, él mismo miembro patrocinador de las SS, había escrito durante esos meses no menos de 17 cartas pastorales en todas las cuales exhortaba al sacrificio.
¿Resistencia? ¿Combatientes de la resistencia entre los obispos alemanes? De los 26.000 sacerdotes alemanes sólo un 1% fue a parar a Dachau y entre ellos no había un solo obispo: ni Galen de Münster, ni Faulhaber de Múnich. Cuando Hitler vulnera algunas estipulaciones parciales del concordato, los obispos y el papa únicamente deploran lo que les perjudica a ellos. El historiador H. Müller ve en la defensa de la institución católica «el primero y casi único punto de inserción de la resistencia católica». El catolicismo alemán se interesaba, casi exclusivamente, por el mantenimiento de sus derechos, libertades y organizaciones. Las injusticias, en cambio, el terror, el asesinato y la violación de la persona humana como tal fueron ampliamente ignorados por él. El obispo Galen, p ej., se queja explícitamente, en una carta dirigida a su colega Berning y fechada el 26 de mayo de 1941, de las restricciones impuestas a los derechos de la Iglesia, pero no pierde una sola palabra para referirse a las persecuciones que arreciaban sobre los no católicos. No consta que Galen se haya manifestado nunca acerca de la caza asesina desplegada contra los judíos. Para los obispos alemanes, los judíos constituían «un foco de interés relativamente lejano a los nuestros desde el punto de vista eclesiástico». El arzobispo de Freiburg, Grober, escribe en 1937 que el bolchevismo, contra el cual se arma Hitler, representa un «despotismo asiático al servicio de un grupo de terroristas encabezados por judíos». El obispo de Linz, Gföllner, opina ya en 1933, poco antes de que Hitler tomase el poder, que todos los cristianos tienen en conciencia la estricta obligación de «combatir al depravado judaísmo», que «aliado a la masonería internacional… oficia de fundador y de apóstol del bolchevismo». El mismo Galen escribe en su mensaje de felicitación por el ataque de Hitler a la URSS acerca de «la dominación judeo-bolchevique de Moscú» a la que ahora se va a poner coto. ¿Media acaso una gran distancia entre declaraciones como éstas y la criminal formulación nazi relativa a la «conjuración del judaísmo internacional»?
Estos obispos no alzaron nunca su voz para protestar contra la supresión de los derechos fundamentales que los alemanes disfrutaban en la democracia. Tampoco contra la eliminación de liberales, socialistas y comunistas. Nunca contra el antisemitismo y los crímenes perpetrados en la persona de millones de ciudadanos. Ni una sola carta pastoral, se autoalaba en 1936 un cardenal alemán, ha lanzado palabras críticas contra el estado, el movimiento nacionalsocialista o el Führer. «En España», palabras de Galen, «el bolchevismo ateo ha sido vencido con la ayuda de Hitler».
Claro que, pasado este episodio, ahí los tenemos a todos nuevamente, al lado de los vencedores. Ahora ninguno de ellos pretende haber tenido nada que ver con los hechos pasados. Nada de eso: en julio 1951 los clérigos ponen en la picota y tachan de fracasados a aquellos católicos «que se dejaron engañar por el estado totalitario» y que «dando muestras de actitud conciliadora se manifestaron propensos a aceptar fatales compromisos con aquél». Ya han hallado chivos expiatorios. La tendencia a proyectar toda la culpa sobre los nazis y sus compañeros de viaje sirve para disimular su propio fracaso (por haber sido mucho más que simples compañeros de viaje). Proceden a una depuración de los documentos y a los historiadores de la iglesia de talante clerical se les permite pasar por alto cosas esenciales y describir con lujo de detalles lo más o menos trivial. Si abrimos un diccionario histórico de la actual RFA y consultamos la entrada «Faulhaber, Miguel de» nos enteramos de que el cardenal era «ya desde el año 1933 un resuelto adversario del nacionalsocialismo». Esta mentira concreta sobre tales «resistentes» no tiene nada de extraordinario: es la característica común a todos los obispos católicos que —casualmente el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación— renegaron del fascismo. Su reino nunca fue de este mundo. El mismo verano de aquel año de 1945 el cardenal Galen redactó un esbozo de programa de un nuevo Partido Popular de orientación cristiana. A partir de ahí se viene urdiendo la mentira vital del catolicismo alemán de la postguerra en torno a su supuesta resistencia.
De ahí en adelante los clérigos se vieron en la obligación de desmentir, más aún, de rechazar con indignación que se hubieran beneficiado del dinero de Hitler. Tienen que reprimir la conciencia del hecho de que su papa apostó durante un período excesivamente largo por la falsa carta cosmovisional y que solo cambió de trincheras cuando ya se veía venir la derrota militar de Alemania. Tienen que desautorizar sus propias palabras: ellos nunca dijeron lo que quedó escrito blanco sobre negro. Ni un solo obispo alemán padeció internado en un campo de concentración. El obispo Berning sí que estuvo en uno de ellos, pero de visita pastoral: alabó sus instalaciones, ensalzó a los centinelas y exhortó a los cautivos a la obediencia y la fidelidad para con su pueblo y con su Führer. Punto final de su homilía: un triple «¡Heil Hitler!».
Los obispos merecieron, incluso, un elogio de Heydrich, el feroz esbirro del dictador. Heydrich ensalzó la carta pastoral del obispo de Ermland, Kaller, quien todavía en 1941 aseguraba que «justamente en cuanto creyentes inflamados por el amor a Dios permanecemos fieles a nuestro Führer, que rige con segura mano los destinos de nuestro pueblo». Y el obispo Galen tampoco le iba a la zaga. El mismo día de su consagración como obispo, el 28 de octubre de 1933, predicaba así: «Queremos dar gracias a Dios nuestro Señor por su amorosa providencia, que iluminó y fortaleció a los dirigentes supremos de nuestra patria. Éstos reconocen ahora el terrible peligro que amenaza a nuestro querido pueblo alemán por parte de una propaganda sin tapujos en pro del ateísmo y del desenfreno e intentan exterminarla con mano fuerte» ¿Mano fuerte? ¿Exterminio? ¿Legitimación de Hitler por parte del obispo? Estos «resistentes» sabían distinguir bien a sus auténticos enemigos. Éstos no respondían al nombre de nacionalsocialistas. Se hallaban entre los comunistas, esas «bestias embrutecidas» (Galen, 1945). La misma palabra de «democracia» le resultaba penosa. Cuando en el otoño de 1941 circuló una falso escrito según el cual él habría llamado a la resistencia pasiva contra Hitler, el «León de Münster» desmintió enérgicamente tener nada que ver con un texto «cuya tendencia era rotundamente opuesta a sus convicciones y a su actitud».
¿Quién ofreció realmente resistencia? La ofreció, por ejemplo, el sacerdote católico Doctor M. J. Metger, quien fue ejecutado en 1944 a causa de sus esfuerzos pacifistas. Su propio obispo, el miembro de las SS, Grober, se había distanciado de Metger y de sus «crímenes» en una carta dirigida al presidente del Tribunal del Pueblo, Freissler. Y fue a este juez-verdugo y no a Metger a quien Grober testimonió su «alta estima y respeto». Y ni siquiera la amplia conversión episcopal del 8 de mayo de 1945, día de la capitulación, surtió gran efecto en Grober: cuando los 11 sacerdotes de su diócesis que habían sobrevivido a los campos de concentración se reunieron en 1946, Grober se negó a asistir y prohibió que aquel encuentro en la ciudad de Offenburg se hiciera público. La situación del cristianismo oficial de las iglesias era entonces tan escabrosa que «únicamente una gigantesca maniobra de encubrimiento» (palabras del historiador católico F. Heer) podía salvar la cara de los obispos. A las sombras de las ruinas surgió después aquel poderoso edificio de la mentira existencial de la resistencia… y de ahí a poco los obispos, cuyo fracaso había sido tan deplorablemente estrepitoso como el de su papa, se convirtieron en garantes del nuevo orden (cosechando además las correspondiente recompensa). Un ejemplo entre muchos: Múnich ha denominado una de sus calles más céntrica con el nombre del cardenal Faulhaber. No está muy lejos de la calle Pacelli (en honor de Pío XII). Ambas calles están en las inmediaciones de la Plaza de la Víctimas del Nacionalsocialismo.
¿Mi reino no es de este mundo? Hitler hizo notificar en 1940 al papa que el estado nacionalsocialista invertía anualmente mil millones de marcos del Reich en favor de la iglesia católica, «un esfuerzo económico del que ningún otro estado podría enorgullecerse». Hitler decía la verdad y ningún papa replicó. Ocurrió más bien que ya en 1933, cuando el dictador se había quitado la careta, el Vaticano se halló dispuesto a hacer que sus obispos juraran que «respetarían y harían que su clero respetase al gobierno constitucionalmente constituido» (Art. 16 del concordato). Los obispos alemanes, según F. Heer, «hijos de aquella clerocracia autoritaria que triunfó en el I Concilio Vaticano de 1870», fueron fieles a lo pactado. El nacionalsocialismo se había presentado a aquellos altos dignatarios del clero como el único combatiente contra el liberalismo, el bolchevismo y la democracia. Esos obispos juraron, respetaron e hicieron respetar. El artículo 30 del concordato contemplaba, incluso, un rezo concebido expresamente como «Oración por la prosperidad del Reich y del pueblo», que debía «intercalarse» cada domingo en todas las iglesias. Dejemos que sean otros quienes juzguen si esta oración del concordato resultó rentable. Los obispos, en todo caso, se atuvieron a lo pactado. Rezaron e hicieron rezar. Como contrapartida, Hitler había prometido imponer al uso de ropas sacerdotales por parte de seglares «los mismos castigos que se imponían al uso indebido del uniforme militar» (Art. 10). Esto no es una sátira sino derecho aún vigente en Alemania. Birrete cardenalicio y gorra de general, atuendo para la misa y uniforme de salida, mitra y quepi gozan entre nosotros de las mismas garantías penales. Cada élite se ha asegurado sus derechos: mientras que el ejército protege la dignidad de su uniforme contra los no soldados, el clero protege su ropa talar contra los seglares que la pagan. Los obispos alemanes fueron fieles a lo pactado. Protegieron e hicieron proteger su «uniforme».
El Concordato del Reich garantizaba asimismo la función del nuncio «para cultivar las buenas relaciones entre la Santa Sede y el Reich Alemán» (Art. 3). Pacelli sabía bien de qué hablaba… y Hitler, también. Los obispos alemanes fueron fieles a lo pactado: cultivaron las buenas relaciones entre el Tercer Reich Alemán y la Santa Sede e hicieron que otros las cultivasen también. Acabamos aquí esta pequeña digresión sobre los contenidos de aquellos acuerdos concluidos por el Vaticano y la dictadura al objeto de cultivar mutuamente buenas relaciones. Todos y cada uno de los obispos de la RFA están aún obligados a respetar esas normas. Ni uno solo de entre ellos se ha puesto jamás a la tarea de eliminar esos acuerdos con Hitler. Ocurre más bien que cada uno de ellos considera que hoy es más importante que nunca el preservar los privilegios anclados en el concordato hitleriano. Privilegios, por cierto, que no favorecen a la grey, sino a los pastores: verbigracia, la garantía de que los ingresos inherentes a un cargo sacerdotal no serán nunca objeto de secuestro judicial (art. 8). O bien la protección de los clérigos contra cualquier ofensa a su persona o a su cargo (Art. 5). O la garantía dada por el artículo 13 de protección jurídica especial de los bienes y patrimonio clericales. O la garantía estipulada en el artículo 17 de que «ninguna razón, sea del tipo que sea, puede justificar el derribo de edificios dedicados a oficios divinos». O el compromiso frente al nuncio papal de concederle el puesto de «decano» del cuerpo diplomático (protocolo final). Los obispos alemanes siguen siendo fieles a lo convenido: no se mueven ni un milímetro si ello implica renuncia a sus privilegios. No tienen ninguna razón para hacerlo. Su reino no es de este mundo.
La iglesia oficial católica no ofreció ninguna resistencia, en ningún momento, al régimen nazi. Sí que la ofrecieron algunos cristianos individuales y los comunistas. Esa iglesia no se sumergió, como hicieron muchos intelectuales, en un exilio interior. Ni siquiera tuvo que adaptarse para escapar lo menos tocada posible en calidad de inofensiva «compañera de viaje». Lo que hizo fue competir con los nazis por el poder sobre las cabezas y los corazones de los hombres y para ello se valió de los mismos argumentos y del mismo lenguaje demagógico. Entró por los mismos carriles para hacerse imprescindible a los nazis. Cuando las cosas tuvieron un desenlace muy distinto al que esperaban consiguió defender mendazmente, aludiendo a su supuesta «resistencia», una imagen de iglesia íntegra, no contaminada por la ideología nazi. También ella quedó de este modo exenta (como los jueces, los altos oficiales y la casta industrial) de toda auténtica desnazificación. Y así, aunque su reino hubiera sido, y muy a su sabor, de este mundo entre 1933 y 1945, después de este año volvió a ser ajeno a él. Sólo, desde luego, por breve espacio de tiempo: el necesario para volverse a instalar en él, pero ya en el marco de la naciente República Federal. El obispo de Ratisbona, S. K. Landesdorfer, cuya hoja diocesana se había comprometido a fondo en favor de Hitler y de sus guerras, proclamó en el sermón de despedida del año 1958 que los pecados de la humanidad eran otra vez tan grandes que muy posiblemente Dios la afligiría con una Tercera Guerra Mundial. El archipastor, cómodamente arrellanado en la sociedad católica postfascista del momento y gozando de las correspondientes prebendas, tenía su mirada puesta en el Este.
Todavía no hemos llegado tan lejos. Como contrapartida, el «compañero estado» le ayuda con todas sus fuerzas a establecer su «reino» sobre la tierra. He aquí un ejemplo, si se quiere nimio: la política de gastos de la Organización Postal Federal. Aunque cueste creerlo, también el sello es en nuestra República portador de propaganda ideológica, al revés que en los USA o en Suiza, que evitan estrictamente cualquier manifestación eclesiástica o religiosa. Entre 1949 y 1985 el 12,6% de las emisiones de sellos especiales tenían motivos eclesiásticos o religiosos mientras que sólo un 1,4% estaban dedicados al movimiento sindical u obrero. Las grandes dietas evangélicas o católicas sirvieron ya por sí solas de motivo para 16 emisiones de sellos especiales: más que todas las dedicadas a grandes eventos sindicales. La tirada total de sellos especiales dedicados a Lutero ascendió a 2.561 millones de unidades: gigantesca propaganda gratuita con la que un estado beneficia a una de las grandes iglesias y que constituye, de pasada, un trato privilegiado que no es aplicable a ningún otro grupo social de la República Federal.