Quien piense que la religión y la Iglesia son realidades de no importa qué cielo y por ello mismo ajenas a todo lo terrenal, muestra con ello que la educación clerical ha dado en él sus frutos: es él quien está ajeno a lo real. «El» cristianismo sólo es una abstracción estadística o bien un ideal ilusorio de los teólogos. Lo que realmente existe entre nosotros es la iglesia, las iglesias. Grandes (como la Católica y la Evangélica) y pequeñas (a veces socialmente anónimas). Las primeras gustan de referirse a las segundas con la apelación de «sectas». No hay, con todo, ninguna razón interna para esa denominación peyorativa: ésta sólo denuncia la voluntad de poder de las que son (todavía) grandes. Real es en Europa la implantación social de las grandes iglesias y también la simbiosis entre iglesia y estado, que se transfieren mutuamente sus greyes (y también el dinero de las mismas) aunque hayan convenido en aceptar el principio constitucional de su «separación». Reales son el grado relativamente alto de institucionalización de esas iglesias, su financiación, excepcionalmente buena, y su riqueza. Día a día nos las tenemos que haber con dichas realidades. Puede que no prestemos interés especial a la superestructura de la religión pero con su «personal de tierra» nos hemos de topar continuamente. Este personal sabe muy bien adónde debe agarrarse. H. Bóll ha puntualizado que las iglesias alemanas, verbigracia, están más dispuestas a discutir sobre dogmas, con la posibilidad, incluso, de arrumbar alguno que otro, que a discutir sobre su financiación. ¿Se cifrará, pues, muy alto el capital moral del que todavía disponen esas iglesias?
¿La «Iglesia en concreto»? Eso no se limita simplemente al púlpito y al sacristán. Ahí entra también el manejo cotidiano del capital activo y pasivo eclesiásticos. Muchas personas están en relación laboral con la Iglesia, actúa como patrona y empresaria. Se construyen y se alquilan viviendas. En ese ámbito se heredan y se arriendan fincas. En las entidades bancarias se gestiona el dinero de las cuentas. Sí, la Iglesia está también metida en todo ello. Hay más de un diario confeccionado por una editora cuyo capital proviene mayoritariamente de la Iglesia (algo que los redactores tienen muy en cuenta). El paseo dominical puede atravesar un bosque adquirido por una comunidad religiosa que pujó más fuerte que nadie en la subasta. Puede que nuestros hijos asistan a un jardín de la infancia regentado por la iglesia (aunque sólo sea porque no hay ningún otro en los contornos). Hasta el vino y la cerveza que nos sirven en nuestra mesa de tertulianos pueden proceder de unos viñedos de la Iglesia o de la cervecería de un monasterio. La Iglesia concreta, dirán algunos gustosamente, atiende también a nuestra salud corporal. De la espiritual ya se ocupan, por lo demás, los párrocos. ¿Acaso no es así? ¿Qué cosa más lógica que el que también quieran ser retribuidos por ello? Pero la cuestión es, ¿ofrecen realmente un equivalente de lo que rinden? ¿No hace ya mucho tiempo que están ganando por encima de lo que merecen? Puede que la RFA sea el país del mundo en el que esa exigible ecuación entre el rendimiento y la retribución esté más desajustada. Tal vez sea, incluso, el único país en el que la iglesia esté sobrerremunerada y superprivilegiada. Desde luego no hay ningún otro que se permita, ni de lejos, el lujo de una iglesia tan cara. ¿Es ello injusto? Claro que las iglesias disponen de un auténtico tesoro moral en bellas palabras y en valores supremos. ¿No es así?
Fuera del caso de la RFA apenas si hay nadie que admita como válidas las razones de esa sobrevaloración pretendida por la Iglesia: el supuesto «plus» que ella representa o aporta. El resto de Europa tiene en este punto una percepción más clara de las cosas: las iglesias no poseen ni un «plus» histórico ni un plus actual. Cuando concurren para competir con otros grupos de intereses no se les reconoce, en términos generales, ninguna ventaja. Su apelación a unos «últimos valores» resulta obsoleta, tanto en una sociedad secularizada como en un estado ideológicamente neutral. Eso por no hablar del hecho de que ellas se han desautorizado a sí mismas millones de veces a lo largo de la historia. Lo cual no impide desde luego el que ellas y sus partidarios en las filas de los grandes partidos mantengan y defiendan agresivamente ese principio periclitado del «plus» de valor. En vez de contemplar de una vez por todas a la Iglesia como una asociación entre otras y dejar de privilegiarla nuevamente, esos miembros del lobby eclesiástico afirman, contra toda evidencia histórica, que las iglesias poseen cierta preeminencia terrenal y supraterrenal respecto a cualquier otra agrupación de la sociedad moderna. Serían, sobre todo, depositarlas de alto rango de la cultura occidental y por ese solo hecho merecedoras de un fomento especial. Algo cabalmente falso. Son justamente las iglesias, y solamente ellas, las que tienen sobre sus espaldas un larguísimo pasado tremendamente inhumano y por ello mismo anticultural. Su «plus» de incultura, especialmente de asesinatos y homicidios, es algo fácilmente documentable. Y no lo es menos, por cierto, el hecho de que nada se opone más al espíritu bíblico que el querer lucrarse o el exigir privilegios especiales como recompensa a un «plus ideal», caso de que lo tuvieran. ¿Puede uno imaginarse a Jesús de Nazaret, el único que podría encarnar ese plus ideal, como garante del lucro y de los privilegios? ¿Puede una sociedad enferma como la Iglesia, que no siente, p. ej., el más mínimo aprecio por la libertad de expresión, producir siquiera una cultura sana, un plus ideal?
Entre los creyentes («sumisos») convencidos se detecta una valoración notoriamente más baja de todo lo que sea autonomía intelectual que entre los no creyentes. La reflexión racional no es el lado fuerte de los primeros. Es probable que la razón de mayor peso en pro de que las iglesias sean apreciadas y pagadas como garantes de los valores eternos estribe en el hecho de que la necesidad de ética es tanto mayor cuanto más ávida sea una sociedad. Una sociedad que gusta de reprimir la conciencia de la muerte individual y también toda aspiración a forjarse autónomamente el sentido de la propia vida, se costea el lujo de un equipo de especialistas encargados de esas cuestiones y le garantiza, con remuneración económica adicional, el monopolio de los últimos días. Hay que añadir a ello el hecho de que la RFA olvidó mantener vivos sus vínculos con la Ilustración y desarrollar una cultura laica de lo humano. Cuál sea el juicio objetivo que merece la concreta cultura clerical del Occidente (y sus últimos valores), eso es algo que está aún por ver.
Los ciudadanos y ciudadanas de la RFA tienen no pocas veces la impresión de que sus pastores supremos presentan como «voluntad de Dios» algo que no se diferencia sustancialmente de la voluntad de sus políticos cristianos más conspicuos. Cabe decir, desde esa perspectiva, que los eclesiásticos resultan en primera línea útiles a los estrategas de los partidos que sustentan el estado. Claro que los dos socios confesionales de esa alianza no abonarán nunca esa afirmación. Ambos prefieren hablar del «pueblo» y de la «iglesia del pueblo». Las cifras aducidas al respecto por la organización clerical son impresionantes. En los últimos años las iglesias se remiten sobre todo a sus prestaciones sociales. Eso tiene su razón de ser: las cuestiones que atañen específicamente a la fe no suscitan ya tanta expectación como en otros tiempos y la iglesia ya no hace patria con el dogma a secas. De un tiempo a esta parte le resulta más rentable dejar de lado los dogmas y hablar de «Caritas» y de sus servicios en el ámbito social. Lo que cuenta para las masas es el compromiso social, el «amor al prójimo». Ahora bien, cuando las iglesias nos quieran vender que ellas son la encarnación del amor, toda precaución es poca. Precaución, sí, cuando se anuncian a sí mismas como el último rescoldo con calor humano en un entorno vacío de amor. Que tras los bastidores de la apacible charity (que asume los sentimientos de culpa en forma de donativos y de impuestos eclesiásticos) acechan los viejos sentimientos agresivos, eso es algo corroborado por muchos informes sobre personas del presente, psíquicamente torturadas y violentadas; por muchas denuncias provenientes de hijos de la «madre iglesia» psíquicamente tullidos por ella. Una institución que no acepta que aquellos que le han sido confiados sean como son o como ellos quieran ser no puede remitirse a no importa qué legitimación. Mientras siga tulliéndolos para ajustarlos a su propio sistema, ella misma constituirá un escándalo permanente.
Y es inútil que nadie trate de volverse contra ella apelando tercamente a una moral cristiana, pues la moral al uso es, ella misma, resultado y parte constitutiva del sistema. Es absurdo apelar a su foro pues ella deriva su propia existencia de aquellos contra los que se quiere apelar. Las apelaciones morales son algo perfectamente inútil para romper el cerco del sistema. Nada que forme parte de un determinado marco tiene fuerza para negar el mismo marco. Cuando la Iglesia habla de moral se repliega sin correr el menor peligro a su propio territorio. Cuando interviene en asuntos relativos al «amor al prójimo», no siente el menor temor por su existencia. Es ella misma la que viene diciendo desde tiempos inmemoriales al mundo lo que hemos de entender por amor. El mundo está todavía pleno de ese amor.
La asociación católica «Caritas», organizada justamente a esos efectos, regenta en la RFA unos 30.000 centros con más de 350.000 colaboradores ataviados de ropa talar o civil. Es un número de empleados superior al que pueda presentar el Servicio Postal Federal. Hay 176.000 personas trabajando para «Caritas» en hospitales y asilos de enfermos y unas 72.000 en albergues juveniles y centros de acogida diurnos. Más de 50.000 lo hacen en asilos de ancianos. Más de 30.000 en centros para discapacitados y unas 22.000 en otras instituciones. El valor de todos los centros sociales de esta asociación se cifra en centenares de miles de millones de marcos. No hay ninguna otra empresa federal que posea un patrimonio en inmuebles cuyo valor se aproxime siquiera al de la «caritas» católica. Sus ingresos anuales se cifran en varias decenas de miles de millones de marcos. No existe un control global de estos miles de millones (tampoco de los donativos) ni una sola declaración de patrimonio de sus distintas organizaciones territoriales.
A la vista de tanta oscuridad no hay que admirarse de que de tanto en tanto (y con creciente frecuencia) oigamos hablar de fraudes y malversaciones millonarias. Hay más de un caso de empleados de la Iglesia que no pueden resistir la tentación de trabajar en beneficio de su propio bolsillo. Quien, en su calidad de clérigo, dispone, p. ej., de un presupuesto anual de más de 100 millones de marcos necesita poseer gran fortaleza de carácter. ¿Y por qué habría de faltar, precisamente en el clero, energía delictiva? ¡La historia de esa institución aporta abundantes ejemplos en ese sentido! Pero esos «casos aislados» constituyen una preocupación menor en la mente de los sumos pastores. Siempre cabe calificarlos de marginales y definirlos como pequeños accidentes, algo propio de cualquier empresa humana donde también entren en juego el dinero y el poder. Más peso tiene, en cambio, el hecho de que esa empresa de servicios llamada iglesia no goza ya de la aceptación que le agradaría al clero. Las iglesias se desmoronan y no solamente en su periferia. Sus heridas son más profundas. Entre el año 1979 y el de 1988 el número de pastores de almas descendió en la RFA de 10.533 a 9.284. El obispado de Augsburgo, p. ej., sólo dispone de 178 sacerdotes para 600 pequeñas parroquias. Las 220 órdenes católicas femeninas registran un descenso vertiginoso: hay unos 350 ingresos anuales frente a unas 2.000 defunciones: sobre abandonos voluntarios no se aporta ningún dato. En los últimos quince años la cuota de católicos practicantes ha descendido de un 48 a un 24%. Más de la mitad de ellos son personas con más de 65 años.
El grado de aceptación de las iglesias se está convirtiendo en el problema clave de su supervivencia. Según el sociólogo F. W. Menne, las doctrinas morales de la Iglesia —eso cuando se las conoce de manera mínimamente fiable— han descendido ya en la psique de amplias capas de la población a niveles situados por debajo del umbral del conflicto: las transgresiones del dogma y de la moral se dan ya sin que ello produzca la menor conciencia de transgresión de una norma. La fuerza motivacional de la ética cristiana (si es que hay alguna) decrece de día en día. Lo único que se sigue arrastrando son aquellos residuos de moral clerical que consiguieron penetrar y arraigar de momento en las ideologías conservadoras de la sociedad, en el ámbito, p. ej., del matrimonio y de la familia. Aunque los papas opinen una y otra vez que en cuestiones de moral ellos van por delante del mundo y recalquen ese punto de vista en sus encíclicas, de hecho se engañan: tales documentos pastorales no resuelven ningún problema. Delatan, eso sí, los propios problemas y en primer lugar el problema del «magisterio» de la Iglesia, incapaz ya de afirmar sin más su autoridad sobre las personas. Y es que éstas se van liberando paulatinamente de los sentimientos de angustia y de las cohibiciones emocionales impuestas por la presión autoritaria (G. Hirschauer). Y es que una persona sólo gana su libertad si se desprende de la perniciosa herencia católica y se despide de los miedos que atenazaban a sus padres.
A ninguna organización le gusta reconocer que sus miembros la abandonan en tropel. Los abandonos que afectan a las iglesias del territorio occidental de la RFA no representan aún una amenaza mortal: cada una de ellas maneja en sus ficheros millones de «fichas muertas» que representan a miembros totalmente pasivos. Por lo que respecta al territorio de la ex RDA la deserción se califica ya de «notoria». Es de suponer —la tendencia es ascendente— que año tras año unos 80.000 católicos den la espalda a su iglesia. En 1990 esa cifra puede ser bastante superior. El grupo de los aconfesionales es muy considerable. En ciudades como Berlín, Hamburgo o Frankfurt abarca ya a más de un tercio de los habitantes. El porcentaje de cristianos evangélicos descendió en Hamburgo en un 20% desde 1970 a 1987. En Berlín bajó en ese mismo período de un 67 a un 48,3%. En Bremen, de un 80,6% a un 59,7% En esas mismas ciudades, el porcentaje de católicos se situaba por debajo del 10% en el año de 1987. Con ello, los católicos representan allí una minoría y el grupo de los aconfesionales, los triplica numéricamente. Ahora bien todo ello no impide que en el sistema federal, marcado por la especial relación entre el estado y la iglesia, la influencia (política y financiera) de ambos grupos vaya en proporción inversa a su peso. ¿Hasta cuándo permitirá la mayoría efectiva que le impongan, a costa suya, ese trato privilegiado de las Iglesias? Las valoraciones cuantitativas relativas a la ex RDA (7,7 millones de protestantes y 1,1 millones de católicos) están ya desfasadas. De los 16 millones de personas que habitan en aquellos territorios, apenas hay una cuarta parte confesionalmente comprometida. La oleada de «curas políticos» surgida tras el viraje dado en 1989 ha distorsionado la imagen de la realidad.
Mientras que en 1982 un 47% de católicos alemanes estaban aún convencidos de que la religión podía dar una respuesta provechosa a la mayor parte de los problemas del presente, en 1989 ese porcentaje se reduce ya a un 36% La disposición a someterse a las decisiones doctrinales del papa ha descendido hasta un 16%, el nivel más bajo alcanzado hasta ahora. Únicamente un 16% de los católicos de entre 20 y 29 años van a misa cada domingo. Es más que dudoso afirmar en estas circunstancias que Alemania es un país cristiano y que la ética cristiana seguirá siendo en el futuro la base de la jurisprudencia en cuestiones como las relativas al matrimonio y la familia. A los clérigos y a los juristas influidos por ellos no solamente se les escapan de las manos los argumentos sino también las personas.
Es ya insostenible seguir hablando de un orden de valores cristiano, universal y vinculante para todos. Es ya más que hora de orientarse políticamente de acuerdo con una situación muy distinta y elaborar una concepción adecuada a lo que ya es un hecho, la secularización de nuestra sociedad. Es cierto que millones de ciudadanos y ciudadanas federales, que de facto viven ya sin contar con el clero, vacilan en extraer las consecuencias pertinentes y abandonar también formalmente una iglesia que no significa ya nada para ellos. Las razones de esa actitud son poco claras: ¿debilidad inercial? ¿Simple olvido? ¿Oportunismo? ¿Miedo al más allá? ¿La falta de perspectivas alternativas? Por lo demás, el abandono de la Iglesia no constituye el menor problema: basta ir al juzgado de guardia o al registro civil, presentar el documento de identidad, hacer manifiesto el abandono (sin indicación de motivos) y pedir la exención del impuesto. Salirse de la Iglesia es hacer uso de un derecho básico e inviolable al que no se le pueden poner impedimentos ni aplicar ninguna sanción. Ahora bien, ese principio rector no es reconocido en todas las regiones de Alemania. La decisión de abandonar la iglesia equivale en algunos lugares y en determinadas profesiones a renunciar a sí mismo. Para los asalariados que están al servicio de aquélla, de los que apenas entre el tres y el cinco por ciento, según estimaciones muy prudentes, son creyentes convencidos, aquel paso es prácticamente imposible. Las iglesias, que se entienden a sí mismas como «empresas de convicción», lo perseguirían como un crimen contra el espíritu que las preside. Las sanciones de ese tipo afectan incluso a las personas que trabajan en instituciones confesionalmente regentadas, incluso en el caso de que éstas estén financiadas al 100% con recursos extraeclesiásticos. El abandono de la Iglesia representa para muchas personas la solución de sus problemas personales con la Iglesia. El problema global no queda con ello resuelto. Las cosas sólo cambiarán cuando abandonen también la Iglesia aquellos millones de creyentes que no ejercen sino como «fichas muertas» en los archivos.
En la sociedad de la RFA es poco frecuente que los patrones clericales de comportamiento moral se conserven en la vida de los individuos. Como entidades conservadoras actúan más bien las políticas desplegadas en los ámbitos del derecho, de la familia y de la sociedad. La iglesia y el estado se protegen mutuamente y se prestan apoyo oficial en la medida en que propagan valores comunes. Como quiera que el estado, pese a ser oficialmente neutral en lo tocante a las distintas cosmovisiones, necesita evidentemente de esos apoyos, paga adecuadamente a sus iglesias. Los recursos públicos fluyen así no sólo para financiar, p. ej., la acción pastoral castrense o en concepto de «pago de indemnizaciones» a los bolsillos de los obispos. También se destinan a la renovación de iglesias monumentales e incluso a la erección de nuevas iglesias. Ya la fase de reconstrucción general de la postguerra provocó un auténtico boom en la construcción de edificios eclesiásticos. Las iglesias recién edificadas se convirtieron en componente habitual de la imagen urbana y rural en Alemania. Algunos párrocos establecieron al respecto auténticos records y no pocos eran considerados como especialmente capacitados por haber levantado varias edificaciones nuevas a lo largo de su vida de actividad pastoral. Habrá que esperar a ver si también en los territorios de la ex RDA se impondrá ahora una tendencia similar.
Puede que el s. XX haya edificado más iglesias que los cuatro siglos anteriores en conjunto. Desde el final de la guerra se han construido unas 3.000 iglesias evangélicas y tan solo en la diócesis de Padeborn se construyeron —en el período que va de 1950 a 1967— no menos de 518 iglesias, 8 iglesias más para situaciones de emergencia y 393 edificaciones auxiliares. La diócesis de Spira invirtió en 1968 casi la mitad de su presupuesto de entonces, a saber, 16,5 millones de marcos, en nuevas construcciones. El obispado de Tréveris había presupuestado ese mismo año 17 millones de marcos destinados a construcciones y tan sólo 6 para gastos sociales. Mientras que en 1969 una iglesias normal venía a costar un millón de marcos, el costo actual podría elevarse a casi el triple. Las inversiones en piedras son cuantiosas; las destinadas a personas, escasas: mientras que Holanda subasta las iglesias viejas al mejor postor; mientras que la diócesis de Haarlem cerrará la mitad de las iglesias hasta el año 2000 a causa de la drástica reducción de asistentes a sus oficios, en la acaudalada RFA los curas y los arquitectos de renombre local se estimulan recíprocamente su gusto por el arte. La cuestión de por qué se siguen construyendo campanarios no acaba de quedar clara. ¿Acaso para establecer un «signo» visible? ¿Para simbolizar el «dedo de Dios»? ¿Para colocar, tal vez, campanas que puedan tocar a rebato? ¿Para enseñar a la gran masa, que ya va provista de relojes de pulsera, otros relojes dignos de fomento con recursos públicos? ¿Habrá otro ejemplo más chocante de disfunción eclesiástica? De ahí que sean bastantes las personas que se hacen cábalas al verse obligadas a ser testigos de cómo —con dinero del erario público— se erigen iglesias nuevas y caras con el único objetivo de prestar sus servicios dominicales a unas docenas de creyentes. Vistas desde esa perspectiva las iglesias resultan muy poco rentables en la RFA. Cualquier comparación con las de otros países las dejaría malparadas. El tema debiera, urgentemente, exponerse a una discusión pública que ponga fin al escándalo. La época de las construcciones en aras del prestigio clerical pasaron ya de una vez por todas. Pero cuando vemos que el propio Vaticano se hace regalar una «catedral» edificada al borde mismo de la zona del Sahel y financiada a base de estrujar al pueblo, una catedral con una suntuosa calle de acceso recubierta por más de 120.000 metros cuadrados de mármol y pavimentada expresamente para la visita del papa, la protesta no debe ya limitarse a los católicos (que callan) sino extenderse a todas las personas que piensen y sientan honestamente. Nadie podrá decir en el futuro que él no lo sabía. Quien a través de donativos, impuestos y votos electorales apoya y financia semejantes delirios, está contribuyendo a escribir también de su propia mano una nueva página de la historia criminal del cristianismo.
Si algún contribuyente de la iglesia cree que con su impuesto eclesiástico está pagando a su propio obispo y que la persona aconfesional no lo hace, se equivoca. También quien ha abandonado la Iglesia contribuye en nuestro país al sostenimiento de los prelados católicos. La base jurídica de semejante especialidad germanofederal estriba en viejos tratados contraídos por el estado y la iglesia, algunos de los cuales se remontan a fechas de hace más de 150 años. Por señalar un solo ejemplo: en 1817 se concluyó un acuerdo entre el papa Pío VII y el rey de Baviera Maximiliano José I. Ese acuerdo fijaba en su Art. IV los ingresos de los «arzobispos, obispos, prebostes, Decanos, Canónigos y vicarios bávaros» de las archidiócesis de Múnich y Bamberg, así como de las diócesis de Augsburgo, Wurzburgo, Ratisbona, Passau, Eichstátt y Spira. El concordato entre Baviera y la Santa Sede de 1 924 aceptó expresamente aquellas estipulaciones. Ese estado federado pagó todavía en el año 1986 900.000 marcos en concepto de rentas anuales para los arzobispos y obispos bávaros y 180.000 en sobresueldos para los obispos auxiliares. Se pagaron nada menos que 8,9 millones de marcos en concepto de rentas anuales para los cabildos catedralicios. A «completar el sueldo de los sacristanes ocupados a tiempo completo en las iglesias catedralicias» se destinaron 200.000 marcos. Las subvenciones para remunerar a los sacerdotes dedicados a la cura de almas representaban una partida de 54,2 millones de marcos en la contabilidad de ese estado. Casi otro millón se dedicaba a sufragar los gastos de material de las catedrales. Todos esos dineros no tienen nada que ver, recordemos, con los impuestos eclesiásticos: provienen de los impuestos generales. Por consiguiente, también los aconfesionales pagan bravamente en Baviera por el sustento de los sacristanes catedralicios.
Actualmente Baviera destina una partida presupuestaria superior a los 90 millones de marcos para complementar el pago de sueldos a obispos, párrocos y distinto personal eclesiástico y otros estados federados aportan sumas similares. Renania del Norte-Wesfalia, verbigracia, destina anualmente 12 millones en concepto de «complementos del salario de los párrocos» y 8 millones para el de los arzobispos y obispos amén de otras cantidades para otros asalariados. De este modo las personas aconfesionales sufragan los costos del atuendo exótico de los obispos de una iglesia a la que ya no pertenecen o a la que jamás pertenecieron. Por lo demás, pertenecer al grupo de pastores espirituales conspicuos no es mal negocio en la RFA y no lo es, entre otras cosas, gracias a esas sustanciosas subvenciones estatales. Por lo que respecta a su remuneración los obispos están equiparados al alto funcionariado ministerial y perciben unos ingresos anuales de entre 150.000 y 180.000 marcos anuales (entre 12 y 16 millones de pesetas). Sólo un 0,5 % de los funcionarios de los respectivos Lander perciben ingresos similares. La aplastante mayoría de los funcionarios (por no hablar de los trabajadores y empleados) está mucho peor remunerada. Los funcionarios de correos, de la policía y de hacienda no obtienen en la mayoría de los casos ni siquiera la mitad de los ingresos de un miembro del alto clero. La cuestión, pues, de quién lleva aquí «una vida de sacrificios», si el sacerdote célibe o el padre de familia, está meridianamente clara.
Según propia confesión, los clérigos alemanes perciben «salarios punta». En lo tocante a la remuneración y otras percepciones el abismo que media entre los párrocos y los colaboradores «laicos» de las grandes iglesias es más que amplio. Los párrocos obtienen por regla general una remuneración similar a la de los funcionarios de servicios elevados (con título académico) de forma que sus sueldos mensuales oscilan entre 3.000 y 5.000 marcos (de 250 a 420.000 ptas). A este respecto no deben olvidarse otras ventajas de la vida espiritual: vivienda profesional gratuita (incluidos los gastos en energía, teléfono y coche de servicio) más invitaciones frecuentes que la propia cartera acoge con alivio. El presupuesto mensual de un clérigo no pasa en general por muchos apuros, de modo que una parte del mismo puede perfectamente ir a engrosar el patrimonio privado. Si la aspiración de antaño era la de vivir «como un príncipe», ahora sería tal vez más rentable vivir como un cura de la RFA. Y sin embargo, no parece que este tipo de vida les siente bien a todos: dos estudios recientes revelan que los sacerdotes de las dos grandes confesiones no sólo tienen más problemas sexuales que el hombre medio sino que bastantes de entre ellos se dan a la bebida: en la actualidad hay en la RFA unos 4.000 religiosos que han desarrollado en mayor o menor medida una dependencia respecto al alcohol o los medicamentos.
Con el miedo al más allá, es decir, con razones específicamente vinculadas a los contenidos de fe, no es ya posible hoy en día motivar a mucha gente para que den su dinero a la iglesia. Ese paradigma ha periclitado prácticamente. Tanto más actual es el nuevo paradigma: la iglesia necesita dinero para sus tareas caritativas. No es por ello casual que los teólogos incidan con creciente insistencia en la conclusión de que el cristianismo tiene una «dimensión social», de que el «amor al prójimo» es la afirmación central del evangelio etc. etc. En eso hay algo de verdad; al menos, en este sentido: Según la teóloga U. Ranke-Heinemann, la tradición pacificadora, y menos aún la estrictamente pacifista, nunca fue predominante en las grandes iglesias. Ocurre más bien que la falsificación marcial del mensaje jesuánico fue siempre unida a la «caritas» y se hizo inseparable del vendaje de las heridas y del sepelio de los muertos. El servicio a los enfermos y el servicio a las armas se convirtieron en características sobresalientes del modo de ser cristiano, algo clásicamente encarnado en la Orden de Malta, la de los caballeros hospitalarios, surgida en la época de las cruzadas. Las heridas y los dolores son frutos de la militancia cristiana… y el remedio y la curación lo son de la caritas cristiana. El hermoso deber de ayudar a los heridos y a los moribundos sirvió siempre a los cristianos de pretexto y de estímulo para engañarse a sí mismos y dejar sin cumplimiento un deber aún más primario: el de evitar las heridas y la muerte evitando previamente las guerras. Desde una perspectiva que contempla ante todo la creación de puestos de trabajo para el hombre y la mujer, el camino escogido por ellos es, desde luego, el más ventajoso: de un lado los soldados cristianos; del otro, las enfermeras cristianas.
La Caritas clerical es el libro de los siete sellos. Todavía no dispone de un «sistema de rendición pública de cuentas tanto por lo que respecta al balance total como respecto a las prestaciones particulares». Pese a ello, cuando alguien extrajo la consecuencia de que aquella deficiencia «no hacía recomendable» la aportación de donativos, esa misma Caritas llevó las cosas ante el cadí. Ese paso no tuvo demasiado éxito y ahora tiene que pagar la mayor parte de los costos procesuales ante todas las instancias: ¿de cual de sus arcas sacará, por cierto, el dinero para ello?
El hecho de que en los últimos años las asociaciones asistenciales eclesiásticas estén en entredicho; el que se les reproche gestión enmarañada, corrupción e incompetencia no es algo que deba tomarse a la ligera. Hay con todo algo mucho más grave que esa crítica y es el reproche de que las empresas caritativas de las iglesias son como bloques erráticos en el estado democrático de derecho y que su realidad tiene poco que ver con la «caridad». Esa realidad tiene, más bien, bastante que ver con una publicidad desleal acerca de prestaciones sociales que no son suyas (en un 90% están financiadas por el estado). Es dudoso que la iglesia pudiera salir airosa de una comparación con una asociación ideológicamente neutral como, verbigracia, la Cruz Roja.
¿Tienen los niños que aprender a rezar? ¿Hemos de pagar a la iglesia por ello? Ahí radica el problema en todo ese asunto de las iglesias y nuestro dinero. Pues hay algo sobre lo cual la mayoría de los padres no tienen la menor idea: no es la iglesia católica la que sostiene financieramente el jardín de la infancia que lleva su titularidad y que se orienta según sus principios: es el estado ideológicamente neutral. Una vez más nos topamos con una especialidad típicamente germano-federal: la relación entre la financiación aportada por el estado y la aportada por la iglesia en el caso de los jardines de le infancia es, en el conjunto del país, de un 75 y de un 15% respectivamente (el 10% restante corre por cuenta de los padres). Eso significa en la práctica que todos los contribuyentes —independientemente de sus creencias religiosas— participan en la financiación de los jardines de la infancia regentados por la iglesia, mientras que sólo el exiguo grupo de los clericales (que en el mejor de los casos aporta únicamente un 18%) se reserva el derecho a decidir sobre su orientación. Los jardines de la infancia católicos pertenecen a las instituciones clericalmente regentadas y por ello más alejadas del espíritu democrático en nuestra sociedad.
La iglesia, o lo que es igual, el párroco local la mayoría de las veces —que prácticamente sólo es responsable ante su obispo— es quien decide acerca del empleo y el despido del personal colaborador así como del tipo de educación que otorga o impone a los niños a través de ese personal. Eso constituye un privilegio. O un monopolio por el que velan no sólo los clérigos pertinentes sino también, en cada caso, los políticos municipales cristianos, como si éstos ejercieran de hombres de choque de aquéllos. Jardines de la infancia y guarderías constituyen ámbitos predilectos del compromiso social de las iglesias. Las comunidades que sustentan una determinada cosmovisión quieren inculcar a las personas sus paradigmas educativos en una edad lo más temprana posible. Lo que se graba en edades muy tiernas difícilmente se borra a lo largo de la vida. «Los niños», dice un prospecto de la iglesia regional de Württenberg, «deben experimentar cuanto antes la impronta de la fuerza del evangelio». Así pues, ¡manos a la obra y hagámonos cargo de los niños y de los jardines de la infancia! Y también de las escuelas. «Quien tiene a los niños, tiene el futuro», decían los nazis. Y los países comunistas actúan aplicando el mismo principio.
Las prestaciones sociales han de ser, por principio, aportadas por entidades públicas. Ahora bien, la acaparación monopolista de las iglesias en lo relativo a los jardines de la infancia y en el ámbito hospitalario o de asistencia a disminuidos físicos falsea el sentido de aquel principio. Hace ya tiempo que los grupos clericales no se limitan en nuestro país a ejercer una actividad «subsidiaria» en la asistencia caritativa. Poco a poco han ido ocupando todas las posiciones importantes en el sector social. Es el estado quien les paga por ello pero eso no obsta para que gocen de la libertad de obrar a su antojo. Sus propósitos misioneros se propagan públicamente sin suscitar objeción alguna aunque ello suceda en el marco de un estado neutral respecto a las distintas cosmovisiones. La asignación de recursos económicos, que también son aportados por ciudadanos y ciudadanas que no comparten las concepciones de la iglesia o que incluso sostienen otras muy contrarias, no corre el más mínimo peligro sean cuales sean las tomas de posición públicas del clero. De ahí que a raíz de la inauguración de «su» jardín de la infancia, un sacerdote católico pudiera calificarlo de «oasis de la educación religiosa» y que otro afirmara que «nunca es bastante pronto para iniciarse en el training religioso».
Training que debe perdurar a lo largo de toda una vida. De los 31,2 millones de marcos que el estado de Baviera aportó en 1987 para la formación de adultos, 6,2 millones fueron a parar a la Comunidad Católica de Trabajo en pro de la Educación de Adultos. Esa bonita cantidad de dinero nada tiene que ver con el impuesto eclesiástico y sí con las prestaciones estatales a favor de objetivos eclesiásticos. Con una cifra así el lobby puede permitirse muchas cosas. El nuevo arzobispo de Colonia, el cardenal Maisner, dio la consigna orientativa al respecto: hay que infiltrarse cristianamente en la sociedad germanofederal.
Según una encuesta publicada en abril del año 1988 por la Agencia Católica de Noticias, la casi totalidad de los contribuyentes del impuesto eclesiástico opinan unánimemente que los ingresos procedentes de ese gravamen debieran usarse con fines sociales. En la práctica solamente en torno al 9% (en el caso católico) y al 7% (en el caso evangélico) de los ingresos de las iglesias se dedican a esos objetivos sociales. El resto, abrumadoramente mayoritario, se destina en su casi totalidad al pago de sueldos para los servidores de la iglesia. Cuestión escabrosa sobre la que estos últimos prefieren callar. Por lo pronto se siguen practicando las mismas y habituales chapucerías. Los jardines de infancia confesionales son empresas casi monopolísticas. Con ellas no sólo se consigue atraer niños hacia la iglesia, sino traer también dinero a sus arcas. En el Sarre, la proporción de jardines de la infancia no confesionales es de 1 por cada 61 confesionales. La cifra de jardines de la infancia bajo dirección eclesiástica viene a ser en Múnich tres veces mayor a la regentada por asociaciones de beneficencia libre y otras asociaciones de utilidad pública. Eso quiere decir que aproximadamente el 77% de las subvenciones públicas fluye hacia instituciones eclesiásticas.
Podemos asegurar en ese sentido que mientras a Caritas la financian los contribuyentes del estado es la iglesia la que capitaliza propagandísticamente sus realizaciones. Ella es la que cosecha la fama de las imponentes cifras. Ella es la que difunde públicamente cómo sostiene centenares de miles de centros sociales, cómo vela por el bien de las personas, grandes y pequeñas, pobres o débiles. Pues en el caso de otros institutos sociales se repite lo ya expuesto: las instituciones que atienden, en sus propias casas, a enfermos, impedidos o ancianos están mayoritariamente bajo la responsabilidad de las iglesias en los distintos estados federados de Alemania. Sin embargo, sólo aproximadamente un 13% de los costos corren a cargo de aquéllas. El porcentaje mayoritario, un 87%, se financia con subvenciones del estado y de los municipios correspondientes, así como de otras cantidades provenientes de las cajas de enfermedad y de personas privadas. Una vez más se repite el cuadro presentado por Caritas: los demás pagan casi el 90%, pero como «benefactores» (y patrañas influyentes en el mercado de trabajo) aparecen públicamente y casi en exclusiva las iglesias. Para centenares de miles de padres (sin confesión pero contribuyentes del estado) la alternativa «democrática» significa lo siguiente: o trainig católico a edad muy temprana o renuncia a beneficiarse de la institución social del jardín de la infancia.
Por lo que respecta a Caritas la crítica se enfrenta adicionalmente a tabúes mentales de gran peso. Sigue, p. ej., vigente el tabú de entrar más a fondo en las actividades de ayuda caritativa de la iglesia. Como ya se ha dicho, en esta época en que la fe se hace cada vez más rara, la iglesia ha conseguido poner más de relieve que nunca el componente social del cristianismo. Iglesia y Caritas se han convertido prácticamente en sinónimos públicos. Eso pese a que los titulares eclesiásticos de distintas actividades sociales financian, dicho sea de pasada, buena parte de su exigua participación en los costos mediante colectas hechas en la calle u otras actividades mendicantes de signo parecido. Hasta los ingresos obtenidos mediante loterías fluyen parcialmente en esa dirección. Entre 1967 y 1983, p. ej., tan solo la lotería de la T. V. denominada «Un lugar en el sol» transfirió 50 millones de marcos a las iglesias. El estado federal subvencionó en 1984 la ayuda eclesiástica a países en vías de desarrollo con más de 202 millones de marcos. En 1985, las subvenciones ascendieron a 211 millones. Una parte nada despreciable de esta ayuda estatal va a parar a proyectos que —en el caso de la iglesia católica— operan sin el menor recato bajo la denominación de «Obra Misionera para el Mundo». Los propios católicos apenas aportaron, a través de sus donativos, la cantidad de 117 millones de marcos, que escasamente superaba la mitad de la subvención estatal. Según lo previsto en el presupuesto del obispado de Berlín para el año de 1989, la partida «obispo y cabildo catedralicio» se llevaría 706.000 marcos. A la partida «Obra Misionera para el Mundo» se destinaron 32.000 marcos. La Caritas clerical es caridad sustancialmente financiada por los demás. En otro caso deja ya de existir. Las prestaciones sociales caritativas constituyen sólo una parte exigua de los presupuestos de las grandes iglesias. Por lo demás, en los últimos diez años la partida para Caritas en los presupuestos diocesanos —una partida que nunca figuró entre las más importantes— ha ido perdiendo peso paulatinamente. Más aún, se da con relativa frecuencia el caso de que esos dineros se invierten de forma que aumenten el patrimonio: adquiriendo fincas, verbigracia, o iniciando nuevas construcciones. El amor al prójimo practicado por las iglesias se nutre en gran medida del erario público. El medio millón de colaboradores honorarios de los que hablan las iglesias se ocupan —durante uno o dos días al año, a lo sumo— en hacer colectas para recoger donativos destinados a Caritas o a la Obra Diacónica (su homologa evangélica). En las instituciones caritativas de las iglesias, tales como hospitales y hogares para ancianos o disminuidos físicos, apenas hay nadie que trabaje gratuitamente. Aquí actúa una fuerza de trabajo que cobra según las tarifas vigentes. Las monjas apenas constituyen el 2% de esa fuerza laboral.
La verdad es concreta. Las grandes palabras tienen tan poco que ver con ella como los bellos discursos para la galería. Maquiavelo, agudo observador de la realidad, se percató entre los años 1510 y 1520 de que «los pueblos que tienen menos religión son los más próximos a la Iglesia Romana, cabeza de nuestra fe». En el Estado Pontificio, una auténtica clerocracia en la que mandaban los sacerdotes y la policía, los habitantes eran, en pleno siglo XIX, analfabetos en un 70%. Hay otro hecho histórico que permite calar asimismo en la vida interior, profundamente antidemocrática, de la iglesia «del pueblo» en la sede central de Roma: en el plebiscito popular efectuado en el otoño del año 1860, 230.000 personas de las provincias de Umbría y de Marcia votaron contra la dominación del papa y sólo 1.600 a favor de Pío IX. Eso no impidió que el soberano siguiera insistiendo en su derecho de posesión sobre una quinta parte de la superficie cultivable de Italia y que negara a los suyos las libertades que ya eran usuales en los territorios fuera de su ámbito de poder.
Cuando, finalmente, el papa perdió su estado en 1870, pese a que todos los obispos del orbe aseguraran una y otra vez que la dominación temporal del Santo Padre —y a buen seguro los más de 40.000 kms. cuadrados de sus posesiones territoriales— respondían al designio de la divina providencia; cuando un plebiscito arrojó la cifra de 133.000 votos favorables a la incorporación a Italia (y sólo 1.500 en contra), Pío IX se retiró mohíno al Vaticano. Rechazó asimismo cualquier oferta de indemnización, pero no porque pensara que de todos modos su territorio había sido robado en su totalidad por sus antecesores de hacía siglos sino porque abrigaba la esperanza de ser liberado de su «cautiverio». Ya en 1871 pretendía, con toda seriedad, que el Imperio Alemán («Cruzada sobre los Alpes») le liberase de su situación y revocase aquel «secuestro de la Santa Sede». Pero de nada le serviría esperar con toda la paciencia del mundo pues los prusianos no podían ser tan estúpidos como para gastar sus cartuchos de forma tan descabellada. Hubo que esperar a Mussolini para que aquella liberación de los papas «cautivos» se hiciera realidad. Fueron los fascistas italianos quienes mostraron de manera meridianamente clara cómo han de tratar a sus papas los buenos cristianos. El nombre de Mussolini debía quedar impreso con letras de oro en la historia de la iglesia católica. Eso es lo que se decía en un telegrama de felicitación proveniente de Colonia. Remitente: Konrad Adenauer.
El papa Pío IX, a cuya terca veleidad debe la iglesia el dogma de la «infalibilidad», no es ya, desde hace mucho tiempo, tema de conversación. Personificaba un error histórico. Una vez más se corrobora inequívocamente la experiencia histórica de la humanidad: los derechos fundamentales sólo se imponen venciendo la resistencia de la iglesia oficial. Imposible contar con su colaboración para mover nada en ese punto. De hecho la iglesia no ha contribuido prácticamente en nada a la emancipación del hombre moderno. M. Dibelius, un conspicuo teólogo protestante alemán pronunció esta frase lapidaria: «De ahí que todos los que deseaban una mejora de la situación de este mundo tuvieran que luchar contra el cristianismo».
La democracia era una de las cuestiones más ajenas a los propósitos del Vaticano, sede, hasta hoy, de una monarquía absoluta única en su género. Las manifestaciones antidemocráticas provenientes de la boca del papa o de los obispos se han venido sucediendo desde hace tiempo: Roma se negó, por motivos de supervivencia, a reconocer, ni siquiera del modo más tibio, los derechos civiles. La libertad de opinión y de prensa siempre se le antojó una monstruosidad. La declaración de los derechos humanos al comienzo de la Revolución Francesa mereció una réplica por parte de la iglesia en la que se condenaban como cosas abominables la libertad de pensamiento, la libertad de religión y la libertad de expresión hablada y escrita. De dónde haya extraído V. Havel, presidente de la República Checa, razones que le autoricen a calificar al papa, que sueña con una Europa unida «bajo el signo victorioso de la cruz», de «nuestro maestro y conmilitón en pro de los ideales de los derechos humanos» constituye un misterio. ¿Piensa acaso Havel, de quien en otro tiempo oímos cosas muy diferentes, que los hombres han perdido totalmente su memoria?
El obispo de Fulda, J. Dyba, denostaba todavía en 1989 la Revolución Francesa tachándola de «toma del poder de los ateos» que «condujo hace 200 años a un genocidio ideológico». En ese contexto, Dyba desaprovechó la ocasión de mencionar los genocidios ideológicos (guerras de religión, cruzadas, inquisición y exterminio de los indios) imputables a su propia iglesia. Sí, incluso en nuestra época es todavía posible que un clérigo se permita cosas así. Y cuando nadie le presta oídos hace retumbar sus campanas.
Es cosa probada que las campanas no sólo podían repicar legítimamente —por deseo del archipastor Dyba— con motivo del «Día de los Santos Inocentes» (28 de diciembre) del año 1989, sino que también lo hacían con motivo de las visitas del Führer durante la dictadura hitleriana. Los obispos alemanes hicieron que repicasen, a raíz del sedicente «plebiscito» convocado por Hitler el 1 de abril de 1938, para exhortar a los suyos a ir a las urnas. Después de la derrota de Polonia en 1939 ordenaron un repique festivo entre las 12 y las 13 horas a lo largo de una semana: así celebraban la guerra de agresión de Hitler. Con motivo del día de la reunificación de Alemania, sin embargo, no parecía lícito ordenar el repique de campanas. Los clérigos tuvieron repentinamente ciertas «reservas de orden político». ¿Cuántas de esas campanas exhortativas y festivas habrán sido cofinanciadas con recursos estatales? Seguro que millares de ellas.
Privilegios para la Iglesia los hay a montones. No siempre consisten en subvenciones disimuladas: de algunas de ellas hacen alarde los propios clérigos. Eso en un país donde —oficialmente— existe una separación entre la iglesia y el estado. Aunque en la constitución de Bonn figure como derecho inalienable e irreversible de cada persona el de no ser «ni privilegiada ni discriminada» por causa de su religión (Art. 3, 3) las iglesias y sus miembros se benefician en nuestro país de un trato especial sin que nadie objete nada. Uno de los ámbitos más importantes a este respecto es el de la radiodifusión pública. El antiguo presidente de la «Comisión de la Conferencia Episcopal Católica Alemana para el Sector de Publicística», el obispo G. Moser, (diócesis de Rottenburg-Stuttgart) criticó en 1987 el acuerdo acerca de los medios estatales, aún pendiente de ratificación, porque contemplaba la posibilidad de que las «empresas de radiodifusión privadas pudieran presentar factura a las iglesias por los costos originados en los espacios usados por ellas». El obispo sabía muy bien de qué estaba hablando: en las empresas públicas de este sector —y las iglesias viven evidentemente gracias a él— las cosas les resultaban, en comparación, sustancialmente más baratas. Nadie tiene la menor noticia de que el clero pague un ochavo por su espacio titulado «La palabra dominical». Él se permite hacer publicidad propia a través de espacios gratuitos.
Es cosa sabida que la programación de un espacio titulado «la palabra dominical libre», una especie de portavoz de millones de ciudadanos y ciudadanas no vinculados a ninguna iglesia (¡temas no faltan!), ha tropezado hasta ahora con la resistencia de las codiciosas iglesias. Así pues, millones de personas aconfesionales pagan sus tasas en vano —al menos en este punto— y los políticos, a quienes tanto gusta hablar de los derechos humanos universales, no se dignan dedicar ni una sola palabra a esta discriminación. Fomentar la libertad de quienes sustentan pensamientos discrepantes no es tema favorito de las iglesias. Tampoco cuando se trata de emisoras privadas en las que, como si se tratara de la cosa más normal del mundo, volvemos a hallar unos cuantos clérigos que sientan allí cátedra y vigilan de paso la moral de los demás.
Desde hace ya mucho tiempo la sociedad ha cedido la administración de los asuntos religiosos a un concesionario con gran experiencia, el aparato eclesiástico. La mayoría lo costea y muchos exigen de él que trabaje calladamente y a plena satisfacción de todos. Eso mientras lo necesiten. Lo que siempre existió debe seguir existiendo: un gobierno que garantice el bienestar público y el privado, un ejército que lo defienda contra sus enemigos y envidiosos e Iglesias económicas que echen su bendición sobre ambos.
Según la opinión pública el clero trabaja sobre la base de una concesión que figura entre los pilares de la «sociedad cristiana», a los que —por el momento— no se puede renunciar. La institución está bien dotada pues al consumidor normal no le parece mal que los costos de su religión pesen algo sobre su bolsillo. Para muchos no hay cosa peor que la sensación de que su concesionaria no está a la altura de su misión y que tenga incluso que sufrir el que se lo echen públicamente en cara. En una palabra: que no hace nada por lo que se le paga. Una situación así sería mortalmente peligrosa para la Iglesia. Todo se lo puede permitir, incluso un montón de escándalos, pero no la opinión generalizada de que, en realidad, no sirve para nada. Quien vive en la autocomplacencia es extremadamente sensible a todo cuanto perturbe su seguridad. Las iglesias protestan hasta la rabieta e intentan una y otra vez, desplegando esfuerzos especiales, esfumar la impresión emergente de que no sirven propiamente para gran cosa. Y como hace ya mucho tiempo que los artículos generales de la fe no dan demasiado juego lo intentan —dejando aparte las galas folklóricas de los días festivos— con lo que ellas llaman «moral». En ese terreno se sienten en su elemento. No faltan incluso personas (especialmente entre los políticos) que opinan que las iglesias poseen algo así como un monopolio en lo tocante a la moral. Pero como tantas veces pasa, la realidad es, también en este punto, algo muy distinto. Lo que los círculos clericales predican como moral intemporal, valores últimos o preceptos de Dios no es sino el resultado de una hábil adaptación a las tendencias de cada momento. Es el acomodo oportunista y no la intemporalidad lo que está en su caso a la orden del día. Según el sociólogo de la religión Günther Kehrer, las teologías o las morales innovadoras deben frecuentemente su impacto social al olfato que muestran sus autores para detectar los temas que impregnan la atmósfera. Los teólogos sólo son buenos teólogos si disponen de tal olfato… y lo saben usar al servicio de sus pastores supremos. Que la moral nacida y propagada bajo esas condiciones sea apta para mejorar a los hombres, eso ya es otra cuestión.
¿El espíritu de la época? Si quieren ser escuchadas, las iglesias han de atenerse al promedio. Los santos, aunque se tenga en cuenta su «valor ejemplar», son algo demasiado raro como para que una iglesia de amplitud nacional puede contar con ellos como su base. Tales iglesias han de propugnar una opinión intermedia, adaptada al pensar y sentir dominantes. La cosa no da para más. Ese principio básico es especialmente válido para la Iglesia Católica «nacional», que propaga su moral oficial de modo mucho más decidido que las distintas iglesias protestantes. Ella no delata nunca cuál es el espíritu de la época al que debe su moral, pero todas sus concepciones derivan de aquél por más que, en uno u otro caso, no lo parezca así. Por desgracia para ella, el espíritu al cual se adapta es siempre el de épocas ya pasadas. Nunca señala el camino hacia el futuro. En los sistemas clericales de moral, dice F. W. Menne, se puede apreciar en cada situación histórica concreta un último estrato, el más reciente, compuesto de reflejos éticos ante aquella parte de la realidad de la que la iglesia oficial puede hacerse cargo cognitivamente, en sentido positivo o negativo. De entre el repertorio de temas que puedan tener relevancia religiosa ella escoge en cada caso el conjunto de los que congenian con el espíritu de la época y después los acentúa particularmente a su gusto y conveniencia haciendo gala al respecto de cierta habilidad diplomática: un 98% de su actitud es pura adaptación que le lleva a tratar institucionalmente como problemas «morales» aquellos temas que suscitan interés general. El 2% restante se lo reserva para marcar su «oposición» (actualmente ese porcentaje se centra en la cuestión de la interrupción voluntaria del embarazo) y poder afirmar de este modo que ella «no es de este mundo». Así consigue siempre convertirse ella misma en tema de discusión y mantener, también en la actualidad, cierta influencia sobre la opinión pública.
La Iglesia también es, insisten, una institución histórica. Pero tal afirmación es banal. ¿Qué otra cosa podría ser sino una institución surgida en un tiempo histórico determinado, legitimada y desarrollada con el paso del tiempo? Una institución, por ende, que también caducará en un tiempo tan históricamente determinado como lo fue su principio. Justamente ese supuesto «plus» que la Iglesia se autoadjudica y que sus clérigos defienden con uñas y dientes se ha evidenciado como un heterogéneo revoltijo de píos deseos. Como algo surgido históricamente y aprovechado para hacer sustanciosos negocios. No hay ni un solo hecho, del tipo que sea, que pruebe que más allá del cúmulo de miedos y fantasías desiderativas la iglesia posea «algo adicional» y que indique en qué radica y cómo se le podría denominar.
Ésa es una verdad especialmente temida por los clericales de todas las épocas. Ellos viven según otros principios, tanto más cuanto que éstos les han rendido abundantes beneficios. La renuencia a reformarse, algo que se constata por doquier en la Iglesia, radica asimismo en el hecho de que una moral que no se resigna a ser puramente humana no puede conceder que pueda ser mejorada por los hombres, es decir, humanizada. Pero una moral así, propia de un grupo elitista, ¿puede servir de modelo para toda la humanidad? ¿Debe esa moral vaticana ser exportada a otras culturas? ¿Cuándo se pondrá fin a las misiones? Que las iglesias han fracasado históricamente, eso es algo probado por centenares de ejemplos. Que obran con falta de honestidad, también es algo evidenciado: en puridad el Dios ancestral de la gente de iglesia habló en un lenguaje bien claro. Ahora bien la literalidad de los textos no garantiza que se apliquen, ni mucho menos, literalmente cuando lo que está en juego son las relaciones intraeclesiásticas. No todos los preceptos de Dios gozan de la misma fuerza vinculante. No todos ellos han merecido el reconocimiento de los creyentes. Es ostensible que los clérigos examinan cuidadosamente la oferta moral presentada por su Dios y deciden por su cuenta lo que les parece o no les parece apto para ser mandamiento. «No juréis; que vuestra palabra sea inequívocamente “si” o “no”» (Mt 5, 34-37). Eso es lo que Jesús ordenó, pero la Iglesia no se atiene a ello lo más mínimo y hace que los suyos presten tantos juramentos como quieran. «No llaméis padre a nadie sobre la tierra porque uno sólo es vuestro Padre, el que está en los cielos» (Mt 23, 9), ése es el precepto estricto de la biblia. El «Santo Padre» de Roma puede reírse al respecto y lo mismo los incontables padres espirituales. «Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto» (Mt 6, 6). También esas palabras fueron desautorizadas mucho tiempo atrás: ya la magnificencia de las construcciones eclesiásticas constituyen de por sí una desautorización de aquéllas.
La serie de los mandamientos de Dios discretamente olvidados o eliminados mediante discusiones ad hoc se podría prolongar a discreción, pero el silencio y la desobediencia del clero frente a aquel a quien denominan su «fundador» o su «señor» constituyen únicamente un aspecto de su moral. El otro aspecto no es menos pavoroso: allá donde no se cumplen los mandamientos; donde la moral depende de la propia conveniencia, surgen lagunas que deben ser rellenadas. En ese asunto las iglesias tienen realmente un monopolio pues llevan siglos rellenándolas con auténticos alardes de adaptación. Es asombroso el caudal de «nueva moral» surgido de ese modo: incluidas declaraciones —que en el caso de la Iglesia Romana son, nota bene, «infalibles»— acerca de temas sobre los que ni el mismo Dios bíblico tenía la más mínima idea. Doctrinas teológico-morales acerca de la masturbación; sobre las relaciones sexuales matrimoniales y extramatrimoniales y sobre los condones y la píldora. Algo más abajo nos ocuparemos sobre algunas excrecencias de esa «moral». Los temas focales están señalados por la misma Iglesia. No les falta razón a los clérigos para ocuparse de manera especialmente intensa de problemas sexuales: la obsesión por algo es signo de deficiencia. En comparación con ese compromiso, el interés por comprometerse también con la temática del «medio ambiente», una de los más significativos de la ética más reciente, es relativamente escaso. Los problemas de alcoba propios y ajenos son más interesantes. Con preguntas acerca del «sexo» —y la «correcta» respuesta a los mismos— es mucho más fácil mantener sumisas a muchas más personas que con la preocupación por el futuro de un mundo que —«¡someted la tierra!»— ha sido y sigue siendo objeto de una desenfrenada explotación.
Ahora bien, esta falsa orientación se toma su venganza: en el camino hacia una sociedad más humana hace ya tiempo que las iglesias han perdido la posición de directriz (si es que alguna vez la tuvieron). No cabe esperar de los clérigos impulsos hacia la vida. A una moral realmente interesada en un futuro de vida más plena la verdad le resulta imprescindible. Los sacerdotes están de tal manera envueltos en las propias redes que ya no tienen quien les escuche cuando opinan sobre cuestiones realmente importantes. Digamos de pasada que ahora viven padeciendo bajo un intenso síndrome de «nosotros también» y pierden el resuello corriendo detrás de los problemas y tratando de elaborar una «solución» que ya no interesa a nadie. Las soluciones realmente viables provienen ya de otros ámbitos.
Los supuestos diez mandamientos de Dios lo tienen muy difícil en la iglesia. No es ya que cada pecador y pecadora particular los transgreden cada día, es que la propia iglesia, justamente en virtud de su magisterio, apenas se atiene a ellos. El primer caso, el de la relación que las personas privadas guardan con cada mandamiento es algo que todavía pueden dominar algunos confesores. En ese campo es todavía posible inocular una y otra vez miedo al pecado. Pero el segundo caso, incomparablemente más difícil por afectar a la propia institución, no lo resuelve nadie con esa prontitud. Es bien sabido que no hay confesores para confesar a la Iglesia: de ahí que le resulten tan difíciles la atrición y la penitencia. Que la historia de la Iglesia es una historia criminal; que esa historia está plagada de asesinatos y homicidios; que los clérigos raras veces se han mantenido fieles al mandamiento de «¡no matarás!», todo ello es evidente. Los clérigos son corresponsables de crímenes políticos como el de la noche de San Bartolomé (que costó la vida a unos 20.000 hugonotes). Los clérigos se han pronunciado hasta hoy en favor del homicidio por cuenta del estado (la «pena de muerte» y la «guerra justa»). No se trata aquí de detectar «pecadores», pues la crítica dirigida contra pequeñas transgresiones es algo anacrónico. La dirigida contra la «doctrina general» que entraña la ética de obispos y papas es, en cambio, moralmente obligada. Las personas han de tener derecho a preguntar a cuánto asciende el caudal moral de la Iglesia.
El quinto mandamiento, el que prohíbe matar, no es el único que esta institución quebranta continuamente. Los mandamientos que prohíben mentir, robar o hacerse imágenes de Dios —«Tú no debes fabricarte ninguna imagen de Dios, tu Señor»— o el que prohíbe codiciar los bienes ajenos no han corrido mejor suerte en la iglesia. Tampoco el cuarto mandamiento: «honra a tu padre y a tu madre» constituye ninguna excepción. Su validez, como la de los otros, depende de cada caso concreto. Vale únicamente en tanto que la Iglesia no tenga ningún interés contrario al mismo. ¿Cuántas veces ha golpeado ya aquella espada que el mismo evangelista afiló al oponer el hijo contra el padre y la hija contra la madre? ¿Cuántas veces ha sido transgredido ese mandamientos, supuestamente grabado en piedra o en el propio corazón de los hombres, en aras de intereses supuestamente más altos? ¿Intereses más elevados? Aquel que reconoce y al mismo tiempo determina cuáles son esos intereses ha dispuesto ya de antemano la plena vulnerabilidad de aquel mandamiento. Y es que aquellos principios que pasan por férreamente categóricos han de tener validez sin excepciones o no valen ya para nada. O son mandamientos comprensibles, claros y totalmente vinculantes para todos o quedan reducidos a meras pautas de ayuda, a recomendaciones morales expuestas a la interpretación de los guardianes del dogma y la moral.
«Ya sabrá disponerlo la Iglesia en cada caso». Y lo que ha dispuesto respecto al denominado cuarto mandamiento es que tenga una vigencia acomodada a sus interés de cada momento. ¡Cuántas escenas, desavenencias y rompimientos se han dado hasta hoy! ¡Qué terrible manera de envenenar a las familias la practicada por aquellas personas de mente estrecha, mojigatas y meapilas! ¡y qué modo de azuzar contra los padres, los maridos y las esposas induciendo a actitudes inhumanas, a disolver todos los lazos sociales, al abandono, al repudio, a refugiarse en el seminario o en el convento! ¡Cuántas personas fueron espoleadas a abandonar su confesión, a desobedecer a sus padres en aras de la «verdadera fe»! Los clérigos de todas las épocas enajenaron no pocos niños al afecto de sus padres con tal de sacar su tajada pues, palabras de Clemente de Alejandría, «Si alguien tiene un padre, un hijo o un hermano ateo… no debe contemporizar con él ni prestarle su aquiescencia, sino que debe disolver la comunidad doméstica carnal en pro de la enemistad espiritual… Cristo ha de ser quien venza en ti». Y Ambrosio, doctor de la Iglesia, opina así: «Los padres ofrecen resistencia, pero lo que quieren es ser vencidos… Lo primero que has de vencer, oh doncella, es la gratitud filial. Si vences a la familia, vencerás al mundo». Esas palabras exigen e imponen sacrificios. Sacrificios dirigidos contra los parientes más próximos. Sacrificios que llenan los monasterios y las arcas de la Iglesia. Sacrificios que dejan tras de sí a unos padres moralmente desconcertados y les fuerzan, a ellos y no a sus hijos, a soportar una vida sacrificada. «Pasa impertérrito por encima de tu padre y sigue el estandarte de Cristo», aconseja el doctor de la Iglesia San Jerónimo, quien al marcharse de la casa paterna considera que el mayor de los sacrificio es la renuncia a las delicias de la mesa.
¿«Vida de sacrificios»? La expresión tiene mucho peso en los ámbitos eclesiásticos. Los unos aconsejan en ese sentido, pero son los otros los que apechugan con ello. Como quiera que ello es ya algo inherente al sistema, el hecho de que quienes ahí dan los grandes consejos sean siempre hombres y quienes los llevan dócilmente a la práctica, mujeres, ni siquiera llama ya la atención. A las mujeres se les inculca —por parte de los varones que dominan en la Iglesia— que es propio de la «naturaleza de la mujer» estar dispuesta al sacrificio y ser fiel a esa condición. ¿Por qué ha de ser eso así? Que los hombres gusten de hacerse querer y servir; que inculquen a las mujeres que lo suyo es amar y servir, eso es algo habitual en la sociedad masculinizada. Donde los patriarcas dominan se requieren también vasallos, víctimas sacrificadas, personas explotadas. La tarea de definir, formar y utilizar después a esas personas en provecho propio es un privilegio de los dominadores, algo exclusivo de los hombres. En la sociedad masculinizada que llamamos Iglesia no hallamos sino diversas variantes, algunas aberrantes, de ese principio universal del patriarcado. Se trata desde luego de variantes especialmente míseras e hirientes. La Iglesia no se distancia en ese punto del espíritu dominante en cada época sucesiva. Los clérigos ven, sí, los mayores peligros para la moral en los pechos desnudos y en las faldas cortas, pero con ello no se distancian del «mundo», sino que más bien corroboran sus esquemas mentales masculinos. Eso les lleva a compartirlo todo con aquel mundo (hasta los crímenes). Su moral no se eleva para nada por encima de la de los demás. Su mismo Dios obra como le está ordenado.
«Y Dios nuestro Señor habló así a la mujer: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido aunque (o justamente porque) te dominará”» (Gen 3, 16). La palabra de un Dios y Señor que parece haber sido creado para atribuir a la mujer el «ardor» es muy característico y se delata a sí misma. De hecho trastoca totalmente la realidad. ¿Quién siente el «ardor»? ¿Quién pretende legitimar en sentido propio las relaciones de posesión entre hombre y mujer? Cada vez que este Dios patriarcal abre la boca, Eva sabe ya cuál será su papel. Los patriarcas han conseguido mantener sin la menor fisura su tradición desde los tiempos bíblicos. El Vaticano, un baluarte del patriarcado, se manifiesta acerca de la «dignidad y la vocación de la mujer» exactamente en los mismos términos de siempre. Habla de «vocación», para sugerir al mundo que él se constituye así en portavoz del Dios y Señor. Habla de la «herencia fundamental de la humanidad» e incluye con ello, sin que nadie se lo haya pedido, a los hombres de todas las épocas y culturas al objeto de subsumirlos a todos en su doctrina. Lo que él entiende por «herencia de la humanidad» (masculina) no es otra cosa que el hecho, «basado en la voluntad de Dios», de que la mujer y la esposa se ha de mostrar obediente con la voluntad del marido y del padre, es decir, de un modo «típicamente femenino».
La Reforma liberó a las monjas de sus votos, pero veló estrictamente para que, dejando de ser monjas, se convirtieran en sumisas mujeres de su casa, dóciles y calladas como las demás. Lutero adjetiva al hombre de «más elevado y mejor» y la mujer de «semiinfantil», de «animal furioso». Este hombre conventual habla estrictamente de acuerdo con el sentir y la terminología de su sexo cuando predica que el «mayor honor» de la mujer consiste en parir hombres. ¿Acepta la mujer la voluntad del marido?, entonces es una buena mujer. La mujer, en cambio, que no quiere servir y se presenta como autónoma o pretende llegar a serlo, incurre en pecado. Nada tiene de asombroso que el papa Juan Pablo II se remita todavía en el año 1988 al apóstol Pablo. Ni tampoco lo tiene el que cite una de las frases hostiles a la mujer de aquel solterón misógino: «La mujer escuche en silencio y con plena sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni se eleve por encima del marido. Pues primero fue formado Adán; después Eva. Y no fue Adán el seducido, sino Eva, que, seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará por la crianza de los hijos, si permaneciere en la fe, en la caridad y en la castidad, acompañada de la modestia» (I Tim 2, 11-15).
Ha hablado el hombre-papa, el hombre-apóstol y el Dios-hombre: ahora ya saben las mujeres lo que han de hacer y lo que no. La historia de la misoginia clerical demuestra que la voluntad del hombre ni siquiera tiene por qué modificarse. Los asertos siempre fueron claros y las posiciones del hombre y de la mujer bien definidas de una vez para siempre. No había nada que enmendar posteriormente salvo en los pocos casos en los que algunas mujeres se mostraron levantiscas frente a esta voluntad señorial. Allí donde la predicación clerical no daba sus frutos «se» recurría (es decir, el hombre recurría) a un medio no menos acrisolado en el interior de la Iglesia, el del asesinato. Fueron incontables las mujeres «brujas», verbigracia, que tuvieron que morir porque así lo quisieron los anunciadores de la Buena Nueva. Mientras esta Iglesia ejerza su poder sobre los corazones, los inquisidores masculinos sabrán tratar a las mujeres como Dios manda. Y bien, ¿cuál es, a fin de cuentas, el caudal moral de que dispone esta iglesia masculinizada?
El «martillo de Brujas» (primera impresión hecha en el año 1487 en Estrasburgo) obtuvo la bendición de un papa y fue difundido de inmediato por todo el mundo entonces conocido como palabra autoritativa de la Iglesia. Sus 29 ediciones contienen, sin excepción, una bula papal que exhorta al asesinato y que, sin embargo, nunca ha dado pie a algún tipo de réplica por parte de cualquiera de los papas posteriores: eso a lo largo de casi 200 años de historia salvífica. ¿Cómo pudo pasar algo así? Pues porque si el propio dios clerical debía comportarse moralmente como sus inventores era poco menos que obligado presentar la misma exigencia a los papas: de ahí se sigue congruentemente el hecho de que a partir del año 1258 se puedan documentar nada menos que 1258 edictos papales contra las brujas. Y es muy natural, en esa lógica, que aquella bula contra las brujas promulgada en 1488 se gloríe de ser «expresión de la íntima preocupación sentida por la solicitud pastoral de los obispos». De ahí también que a las mujeres se les hicieran penosas preguntas y se las sometiera a desvergonzados interrogatorios por parte de los clérigos. Aquellos cerdos inquisitoriales extraen confesiones por medio de la tortura, auténticas porquerías verbales en su totalidad: en ellas hacen acto de presencia tremebundos miembros viriles, pestilentes machos cabríos que se aparean con mujeres lascivas. Los clérigos no se pierden palabra mientras tocan su propio miembro bajo la sotana. Todavía hoy las actas delatan la puerca satisfacción de los interrogadores y entre líneas se pueden leer los sentimientos de quienes excitaban y satisfacían de ese modo su mal disimulada lascivia. Satisfacción deliciosa, en verdad, la reservada a los clérigos y a sus cómplices pues la búsqueda paciente de la mácula del demonio en el cuerpo de la mujer acusada constituyó por mucho tiempo uno de los elementos esenciales del proceso. El occidente cristiano mantuvo en activo a miles de torturadores profesionales penosamente esforzados en hallar y palpar, cerca de los pechos, del trasero o de los genitales, zonas insensibles al dolor, siniestras manchas diabólicas que atestiguaban la filiación satánica. Un inquisidor nos informa de que en el año 1485, en Como, hizo carbonizar a 41 mujeres «después de afeitarles cuidadosamente el pelo de todo el cuerpo». Y ése no fue un caso aislado de aquellos años en que el espíritu de la época sustentado por la Iglesia exigía cortar por lo sano a la hora de juzgar a las «rameras del diablo».
¿Cortar por lo sano? Bien, pero en último término es importante que las mujeres «se dejen reconciliar con la Iglesia». Bella concesión ésta «aunque con ello la mujer no puede, desde luego, impedir», dice un protocolo procesual del siglo IV, «que se le entregue al poder temporal, que velará para que se le aplique el castigo adecuado». El patriarcado sabía bien cómo distribuir sus funciones: el perdón (previa tortura) lo concede la iglesia patriarcal. La ejecución, en cambio, es cosa del estado patriarcal. A la hora, sobre todo, de confiscar y de repartirse la herencia de las asesinadas iglesia y estado hacen causa común. No se sabe nada de que ninguno de ellos se deshiciera nunca de los bienes expoliados. De lo único de lo que se deshicieron fue de aquellas molestas mujeres… y también de algunos clérigos y ejecutores aislados que tuvieron el valor de oponerse a tanta atrocidad y a tanto asesinato. Tales personas desaparecieron por lo común condenados a reclusión perpetua en prisiones conventuales. Sus nombres fueron borrados de la vida social mientras su propia iglesia seguía aullando con los lobos.
El Concilio de Trento (1554-1563) pasa, todavía hoy, por ser una hora estelar en que el Espíritu Santo aportó importantes dogmas a la Iglesia. Aquellos años sirvieron para vencer, al menos teóricamente, a Lutero y a los suyos. Estupendo, pero ¿acaso aquella sacrosanta asamblea de padres conciliares, ocupados año tras año en superar los sutiles problemas en torno a la exacta definición de una «verdad de fe» desperdició una sola palabra para referirse al asesinato de «herejes», judíos y mujeres? Que fueron papas y concilios anteriores a ellos los que habían legitimado la tortura, eso constituye una parte de la verdad. La otra radica en que ni uno solo de aquellos padres conciliares mostró el más mínimo interés por las hogueras que ardían en toda Europa.
El asesinato de mujeres, un hecho que duró siglos, no se puede catalogar entre los «pecados aislados cometidos en el seno de la iglesia». Se trata de una doctrina papal. Ni un solo concilio, ni un solo santo la impugnó. Aquel asesinato prolongado sólo finalizó cuando se alzaron más y más voces que acabaron imponiéndose, voces que raramente provenían de la iglesia. Ella seguía impávida y remitiéndose a la voluntad de Dios para cometer sus asesinatos. Y puesto que su propio Dios es un Dios obediente y fiel seguidor del espíritu de cada época bien puede que tuviera razón. ¿Y hoy, cuando la charlatanería apologética de sus herederos goza de tanto predicamento? ¿Ahora, cuando la teología feminista resulta muy chic? ¿Cuando todos pretenden no haber tenido nada que ver con ello? ¿Cuando el mismo papa actual los movería a la irrisión si hablara de las «brujas» como sus antecesores? ¿Ahora, cuando ese mismo papa no quiere acordarse ya de que aquellos antecesores suyos a lo largo de siglos —y nota bene bajo la inspiración del Espíritu Santo— apoyaron la más negra de las magias negras, el asesinato de «brujas» y la superstición? Pues bien, hoy el papa se zafa de ese lazo negando la existencia de «brujas» y silenciando el hecho de su persecución. Hoy habla —como hizo Juan Pablo II en 1968— del factum del demonio, de la necesidad de creer en su existencia y de la «astucia de satán que seduce a los hombres para que nieguen su existencia a través del racionalismo». ¿Habrá algún papa entre los venideros que no se limite a guardar silencio respecto a este absurdo de su antecesor? La humanidad puede aguardar expectante. ¿Cuántos años han de transcurrir aún hasta que haya un papa que no difame nuestro modo de pensar tachándolo de racionalismo y de seducción «satánica»?
¿Desobediencia femenina? ¿Un «no» de la mujer contra el principio de «el hombre, arriba» que Dios le impuso? No es ya que en este punto se remueve el miedo que los hombres sienten ante la mujer. No es sólo que se remueve el recuerdo del saber, común a todos los hombres (y muy especialmente si son clérigos), acerca de la superioridad del «otro sexo». Es que ese miedo se transforma en cruda violencia: hay que enseñarle quién es quién a las de «abajo». Asentando definiciones claras, concepciones mentales de las que sólo los hombres son capaces. Alberto Magno, un monje del siglo XIII a quien Pío XII elevó en 1941 a «patrón de todos los científicos», califica a las mujeres de seres defectuosos. Tomás de Aquino, a cuyo magisterio concede la Iglesia Católica el más alto de los reconocimientos, modelo a seguir hasta nuestros días, (si las cosas fueran a medida de los deseos del papa) vierte su miedo y su sadismo al declarar que «las mujeres son hombres malogrados», a las que les falta algo para ser completas (¡qué podría ser ese algo!). Y es que propiamente un hombre sólo engendraría hijos varones, pues cada causa eficiente sólo genera lo que es semejante a sí misma, opina el santo doctor de la iglesia. Ahora bien, las cosas no siempre resultan como es debido pues cuando en la generación concurren factores «adversos», bien sea por defecto del esperma o porque en el momento mismo de engendrar soplan vientos húmedos del sur (que determinan que el niño tenga mayor cantidad de agua), entonces, ¡Dios no lo permita!, lo engendrado es una mujer. Aquí habla —a través de muchos siglos de historia eclesiástica— una «autoridad racional». Aquí habla, claro está, un hombre de la iglesia.
Las mujeres sabrán cómo digerir todo esto. Ellas saben que la iglesia —lejos de oponerse al masculinizado espíritu de la época— es ella misma un engendro del patriarcado, ni mejor ni peor que sus inventores. Como escribe R. Krámer-Badoni, en esta iglesia la prostitución «era considerada como la única posibilidad que tenía una muchacha violada de expiar el placer sentido». El penitencial de Alanus ab Insulis exige del confesor que indague si la mujer con quien pecó un hombre era atractiva, en cuyo caso habría que reducir la pena al pecador. Todavía en el s. XI era tema de debate entre eclesiásticos si las mujeres tenían alma. En todo caso, lo suyo era estar «debajo», allá donde el apetito masculino las quería tener. Las mujeres servían a la iglesia masculinizada allá donde ésta requiriera de sus servicios: en los monasterios, en las casas vicariales; durante el día y, mejor aún, durante la noche. El número de mujeres degradadas a la condición de cortesanas o concubinas por parte de la iglesia es inabarcable. Y por cierto que, bajo las condiciones impuestas por el celibato, ese número no se ha reducido recientemente. Las mujeres han ayudado a mantener en pie la iglesia de los hombres y son aún muchas, que no han aprendido ni siquiera a rechistar, las que siguen ayudando a que esa iglesia se tenga en pie: en los conventos, en los lechos conyugales y también en los camastros de la clerigalla. Y sobre todo ello se cierne, como siempre y en todo momento ocurrió, la rijosa fantasía de aquellos que, por ser hombres, creen entender algo de filosofía o teología. En la Civitas Dei de Agustín, uno de los libros más importantes del occidente y causante de incontables asesinatos intelectuales, se esboza un p. ej. un paraíso de ensueño, libre de pecado entre otras cosas porque, a pesar de la desnudez, es ajeno a toda pasión sexual. El edén no conocía aún la desvergüenza del coito, algo que causa especial alegría a aquel padre de la iglesia llamado Agustín. Un hombre, dicho sea de paso, que hasta su «conversión», vivió su vida en medio de vicios y que, una vez convertido, se lanza también a convertir a toda Europa. ¿Dónde hay un solo clérigo que haya pronunciado al menos una palabra de comprensión y de disculpa por los millones de personas que se dejaron persuadir por las argucias de este padre de la iglesia y que desperdiciaron su vida (sexual) bajo la ignominiosa orientación del pensamiento agustiniano?
¿Iglesia y matrimonio? En este punto actúan auténticas obsesiones clericales como las que se reflejan en los cuadros de El Bosco: la Europa moderna, en palabras del célebre historiador Jacques Solé, debía ver «en el coito y en las tentaciones de la carne el mayor de los peligros y había que repetir incesantemente esa misma lección, tanto desde los púlpitos, como en los tratados morales». En esos ámbitos se hablaba y se escribía acerca de actos sexuales calificados de viciosos y repugnantes. Una mujer sólo podía salvarse de ser considerada prostituta si optaba por ser novia virginal del Señor o fiel esposa y madre cargada de hijos. En 1915, el teólogo católico A. J. Rosenberg les lee la cartilla a todas las mujeres aleccionándolas acerca del significado profundo de la militancia cristiana y del amor cristiano a los niños: «Las guerras modernas son conflictos en los que la masa adquiere un significado mucho mayor. La deseada restricción de la natalidad (en Francia) implicaba por lo tanto la renuncia a un poderío nacional equiparable al de Alemania… Hay millares de padres que lamentan la pérdida de su único hijo… Debe tratarse, forzosamente, de un castigo… La guerra ha hecho que contemplemos bajo otra luz el problema de la negativa a engendrar una prole numerosa».
Una observación esclarecedora para concluir el tema: Los autores del siniestro «Martillo de Brujas», cuya obra criminal —que los convierte en asesinos de despacho— costaría a muchos miles de mujeres inocentes la vida y el honor, eran adoradores fervientes de la Virgen María y al mismo tiempo típicos hombres de iglesia: por una parte escribían lascivamente cómo había de afeitarse todo el cuerpo de las mujeres inculpadas ya que «en los pelos del cuerpo, y a veces en los más escondidos; en los de aquellas partes, que es mejor no nombrar», podrían ocultarse amuletos mágicos. Por la otra, y con actitud de viril ejemplaridad, desplazaban todas sus pulsiones hacia aquella mujer única; hacia aquella mujer total e íntegramente pura; hacia una bella y joven mujer que nunca podría resultarles peligrosa por estar ya entronizada en lo más alto del empíreo.
Que la iglesia tiene una misión especial, eso es algo incuestionable para los clérigos. Esa misión consiste en dar solvencia dogmática al valor de los sacramentos y en afianzar la eficacia jurídica de los mismos. En cuestiones de este tipo la gente de iglesia no se permite transigir con nadie. Su irritación es tanto mayor cuando lo que está en juego es el «sacramento» del matrimonio (sacramento que no es tal entre los cristianos no católicos). En ese punto los hombres de sotana no se andan con bromas. Ellos saben muy bien por qué. Quien puede incidir sobre asuntos matrimoniales —como todavía en la actualidad ocurre con la iglesia— puede ejercer su tutela sobre millones de conciencias.
Se suscita, no obstante, la cuestión de por qué quienes no contraen matrimonio, por obediencia a sus superiores, han de ser justamente quienes más cosas pueden decir acerca de temas matrimoniales, prematrimoniales, extramatrimoniales y postmatrimoniales. Los religiosos responden que ellos han sido elegidos a poseer un saber especial y exclusivo sobre todas y cada una de las cosas y a difundir este saber —bien empaquetado en normas y reglas— en beneficio de todos los inferiores de modo que cada persona cristiana sepa cómo ha de vivir antes de su matrimonio y durante el mismo. Entre clérigos no es la falta de competencia lo que domina: ellos, para empezar, lo saben inobjetablemente todo (aquello que no saben de por sí, les es inspirado por el Espíritu Santo). Pero es que además «un farmacéutico no necesita haber probado todos y cada uno de los venenos para poderlos juzgar y suministrarlos, en su caso, como medicamentos». Así pues, los célibes dominan perfectamente el tema del matrimonio. Ellos anuncian sus verdades y, según las circunstancias, predican el uso, el abuso o la abstinencia. La circunstancia de que la Biblia apenas diga nada al respecto ni siquiera llama la atención de los iniciados. Ellos cuentan ya con su propia praxis.
Ellos sienten ante el vínculo matrimonial el mismo miedo que su diablo al agua bendita. Prefieren pagar el precio de esa renuncia con concubinatos que duran a veces decenios enteros y, llegado el caso, sacrificar a sus amantes en el altar de la verdad. Todavía en octubre de 1990 un sínodo celebrado en Roma discutió seriamente la cuestión de si la iglesia romana, excepcionalmente, podría ordenar sacerdotes a hombres casados. Cuando finalmente se da a conocer el hecho de que en Brasil hay ya dos casos la asamblea es presa de gran agitación. Los sedicentes reformadores ven con ello cumplidas exigencias que ellos consideran esenciales (la iglesia se reforma a ojos vista). Los conservadores, en cambio, ven aquello como la materialización del principio del final. Ésos son los problemas en torno a los cuales gira la moral de una iglesia que silencia el sangriento sacrificio de millones de víctimas y que atenaza la conciencia de más millones aún en la actualidad. Pues bien, ¿cuál es la moral de esa iglesia?
No hay cuidado, el papa conoce el remedio y su iglesia también. Los intereses de una institución conducida y sustentada por célibes se hacen palpables en su «moral». En lo fundamental su actitud va dirigida contra el matrimonio y ella sabe por qué. La dispensa de la ley general que impone el celibato sólo es aplicable bajo las siguientes condiciones: que el candidato casado se pronuncie conscientemente a favor del celibato aunque su matrimonio (¡un matrimonio válido!) no sea anulado sino «suspendido». Su mujer y sus hijos han de expresar de una forma jurídicamente válida su conformidad con la consagración de su marido y padre, respectivamente. La esposa ha de vivir de ahí en adelante totalmente separada del marido. No puede «ni dormir en la misma cama ni convivir bajo el mismo techo». ¿Se trata del miedo de los hombres ante las mujeres? ¿Se trata del miedo inveterado a que las manos del clérigo que aprietan de noche el cuerpo de una mujer sostengan de día el cuerpo de Cristo? Cualquier persona que conozca y respete los derechos humanos siente escalofríos. Ahora bien, millones de cristianos a los que se les niegan esos derechos callan porque han aprendido a callarse. Se callan, pero transgreden también calladamente las vigentes leyes matrimoniales y las «normas morales». De este modo no invalidan ni una sola regla de la moral clerical: las confirman en la medida en que ellos siguen pecando, semana tras semana, según un esquema ético cuya validez queda intacta, y obteniendo el «perdón» de aquellos que han atenazado sus conciencias. Los teólogos moralistas (¡un término que huele horrorosamente a doble moral!) pueden estar contentos: el sistema clerical de normas actualmente vigente permanece incólume. Se sigue pecando, tanto por parte de los casados como por parte de los célibes, pero todo pecador o pecadora sigue obteniendo su absolución, una vez demostrado su arrepentimiento, impartida cabalmente por aquellos curánganos responsables de su situación de malvados transgresores.
La mujer casada, a la que no hace muchos años todavía se apostrofaba a voz en grito en el confesionario y se difamaba como asesina por usar medios anticonceptivos y confesarlo como algo «deshonesto», es todo un testimonio contra una institución que ni siquiera se ha disculpado hasta hoy por todos sus pecados mortales perpetrados contra la vida de los hombres. El joven llegado a la pubertad, que todavía hace unos años confesaba cada sábado el mismo pecado «solitario» y cuyo cuerpo y cuya vida eran humillados pieza a pieza, podría hoy levantar acta de acusación contra el clérigo confesor, instrumento de una institución que no conoce ni la vergüenza ni el arrepentimiento público. Como quiera que los confesionarios están hoy más vacíos que nunca, es de esperar que el joven que acuda allí halle más comprensión. A fin de cuentas la institución de la penitencia no es totalmente superflua para él. Pero ¿acaso lo que hace diez años era, intransigentemente, considerado como pecado dejará súbitamente de serlo en la actualidad? El espíritu de la época, ¿ha acabado por atrapar también al sacerdote? Pues quien quiera ser especialmente inmoral e inhumano establece primero leyes demasiado rigurosas. Después dejará que se las transgreda y luego se inclinará hacia los transgresores para dispensarles, hasta la próxima vez, su absolución. Ése es el mejor de los procedimientos para crear un sistema de señores y siervos. Ésa, y no otra, es la manera en que la iglesia perpetúa la inmoralidad generación tras generación. Ejemplos de esa inmoralidad eclesiástica, una inmoralidad de dimensiones tremebundas si se compara con las infracciones de los sojuzgados por ella, son el control de natalidad, el celibato, el divorcio y la sexualidad sometida a normas.
Esa pregunta tiene ya su respuesta, dada mucho tiempo atrás por el magisterio oficial de la iglesia. Si la sexualidad ha de ser «vivida a fondo» (algo que ha atormentado las mentes de generaciones de teólogos), que ello suceda, al menos, de manera bien regulada. Pues, a juicio de Pío XII (uno de los que sujetaron el estribo a Hitler) el placer humano, que ninguna discusión puede ya borrar de la realidad, se acepta únicamente «para ponerlo al servicio de la vida». ¿Servicio en el ejército y servicio en el amor? ¿Servicio a favor de la guerra y servicio a favor de la vida? El papa mantiene vela con vigilante mirada sobre todo ello. «Bien regulada» significa: en el marco de un matrimonio legítimamente contraído y no antes, ni tampoco al margen, y de forma moralmente correcta. Eso quiere decir que los clérigos ya se han hecho su composición de lugar y que saben entretanto lo que pueden y lo que no pueden permitir. Los preservativos no están permitidos (y eso lo repite el papa en África y en Sudamérica, donde nunca olvida besar el suelo al llegar). El método de las temperaturas para determinar los días no fértiles de la mujer es, en cambio, algo natural. El adulterio es un crimen y también la masturbación. Las relaciones prematrimoniales son tan condenables como la relación sexual entre dos hombres. Pues lo uno es natural, lo otro, no. Qué es lo natural, eso lo determina el patriarcado. En la sociedad masculinizada es el Santo Padre quien puede decir taxativamente que debe haber período de la mujer y noches para el marido y también qué es lo que debe y no debe suceder en éstas y en aquél. ¡Ay de los que no lo reconocen así! Con ello se ponen del lado de las ovejas negras. Como quiera que al pecador empedernido en materia sexual le aguarda, si confiesa, el anatema eclesiástico o la privación del amor de su padre párroco, de su obispo o de su santo padre, el creyente actual se busca otros caminos. Cuando el papa viene de viaje «pastoral» a su país le recibe con aplausos mientras tiene el pensamiento puesto en su amiga. También ésta aplaude al hombre vestido de blanco… mientras guarda su píldora en el bolsillo de mano. De ese modo, todos tan contentos. El papa, porque cree haber convencido a las masas populares y las masas populares, porque ya han hallado su solución privada a los problemas suscitados por el Vaticano.
Claro que las cosas no siempre transcurren tan pacíficamente. Hay también víctimas de la moral sexual vaticana que no pueden aplaudir ya. Mencionemos aquí tan solo aquellas cuya realización personal es tachada por los adustos hombres sacerdotales de «pecado contra la naturaleza». Las personas homosexuales han sido perseguidas y a veces asesinadas a lo largo de toda la historia de la iglesia. Tanto ella como el estado, las dos grandes instituciones patriarcales, los catalogaron incluyéndolos en el grupo de «descarriados» al que daban caza para evitar que ellos mismos o su ideología resultaran «contaminados». El último ejemplo, por ahora, lo ofrece la dictadura de Hitler: nada se sabe de que la iglesia de esos años protestase contra la persecución de los homosexuales. La iglesia consintió la persecución y el exterminio de una minoría y con ello, una vez más, se hizo también corresponsable. Por regla general, los dignatarios e ideólogos clericales no se ponen del lado de los discriminados. La regla reza en su caso: entre buenos cristianos el homosexual ha de estar expuesto a la discriminación, también a la profesional. En el pasado, la teología moral católica juzgaba (hoy callan acerca de ese punto) que todo acto homosexual o toda prevención de embarazo era más condenable que violar a una mujer o acostarse con la propia madre: porque lo último no era «contra natura» y lo primero, sí. La discriminación de los homosexuales era algo exigido por la tradición patriarcal y misántropa de la iglesia. Ahora bien, justamente a una tradición así podría —presupuesta la buena voluntad— ponérsele término y si a los pastores les falta esa buena voluntad para revisar sus ideas entonces es preciso poner en la picota pública su carencia de humanismo. Mientras la iglesia no modifique básicamente sus ideas al respecto, los homosexuales no pueden hacer las paces con ella. Hay que activar el potencial herético de los homosexuales. Los tiempos en que aceptaban sin más su persecución han pasado ya irreversiblemente. Nadie debería sentirse en el futuro obligado a contribuir a la financiación de una institución que le perjudica.
La Academia Evangélica de Tutzing dejará bruscamente de poner sus salas a disposición de la Obra Alemana contra el Sida porque «algunos participantes… han manifestado en público y de manera llamativa ante los demás acogidos su condición de homosexuales… manera que resultaba innecesaria y fuera de lugar para la sensibilidad de los demás». ¿Fuera de lugar en espacios eclesiásticos? ¿Hicieron los homosexuales algo muy distinto a lo que es habitual entre heterosexuales? Abrazos, besos y cogidas de manos, ¿son acaso «innecesarios y fuera de lugar»? La doble moral de la Iglesia viene a decir: tú puedes ser como quieras, pero no me obligues a confrontarme con ese hecho o tendré que actuar en consecuencia.
Los no iniciados podrían una vez más hacer un gesto de extrañeza. Un divorcio —todo el mundo lo sabe— no es posible en el ámbito de vigencia del derecho canónico. Es algo inexistente sin más. También la constitución de Bonn, defensora de los derechos universales del hombre, lo tiene muy claro en este punto: los católicos al servicio de la iglesia católica no pueden divorciarse ni casarse de nuevo. Ello no puede por menos de constituir una grave ofensa para su patraña y exponerlos a un despido inmediato. Quien sea estrictamente católico sabe que el divorcio es para él algo impensable. Es que, en opinión de los clérigos, el matrimonio, del que ellos están privados, es «indisoluble». Ése es un tema respecto al cual los papas no han querido nunca ceder lo más mínimo. Constituye uno de los últimos bastiones de Roma. Ésta se remite aquí a la incuestionable declaración de su «Señor» de que «el hombre no debe separar lo que Dios ha unido». Y sin embargo, tampoco en este asunto se siente Roma demasiado inclinada a informar cuando se trata de averiguar toda la verdad: ello se debe a que, en realidad, también se da un divorcio «a la católica» aunque sean pocos los creyentes que están al tanto del mismo. El precepto del Señor, declarado como totalmente intangible, acerca de la fidelidad absoluta en el matrimonio y de su «indisolubilidad» está ya erosionado desde hace mucho tiempo. La iglesia católica, que se permite mirar desde arriba a las demás como si fueran renegadas, sólo conoce también una prohibición condicionada, y no absoluta, del divorcio. Es ella misma la que ha inventado por su cuenta ciertas posibilidades de divorcio pues, una vez más, las Sagradas Escrituras callan totalmente acerca del punto en cuestión.
El papa disuelve un matrimonio «válido» (es decir: «sacramental») en un único caso: cuando «no fue consumado sexualmente». Por cierto que Jesús de Nazaret calla totalmente respecto a ese punto concreto pues no hay ningún pasaje bíblico que de a entender que el Señor haya discutido acerca de problemas de alcoba. Desfloración y penetración son asuntos que el clero católico solventa bajo su exclusiva competencia. Si se constata —algo que han de probar los expertos— que la «membrana de la virginidad» no ha sido dañada, el papa puede anular ese matrimonio. El Vaticano dispone de una oficina dedicada especialmente a esos asuntos y las distintas diócesis cuentan con sus expertos. Todos ellos buscan, caso por caso, las pruebas fácticas de su teoría, examinan los genitales de las mujeres y año tras año dan pie a que se separen unos cuantos cientos de matrimonios no consumados. Ello sucede, por supuesto, siguiendo estrictamente la Biblia y mirando despreciativamente de lado a las otras iglesias, algunas de la cuales, como la oriental, reconocen incluso la validez «del matrimonio en segundas nupcias de los divorciados».
He aquí una segunda excepción católico-romana: un matrimonio contraído por personas no bautizadas puede ser disuelto, aunque se haya «consumado». El papa obra aquí «en aras de la verdadera fe». Y es que de un hombre pagano que quiera repudiar a su mujer pagana no cabe esperar que permanezca fiel a ésta por más que se haya convertido en católico. Lícito es, por tanto, que la repudie. A todo este asunto se lo denomina «privilegio del apóstol Pablo». Y como no ha de ser únicamente Pablo quien coadyuve a estas dudosas hazañas dejando a Pedro a la zaga, existe asimismo un «privilegio petrino» que posibilita a sus sucesores en el solio dispensar a su vez de las condiciones exigidas por Pablo. Una auténtica tragedia. Sí, todo ello es bien triste porque la iglesia se asegura así más poderes a costa de quienes están a su merced. Lo es también porque son muy pocos los creyentes a quienes se haya informado alguna vez sobre tales mecanismos de sojuzgamiento. Triste asimismo porque cada año se cuentan por miles las mujeres sometidas a un «análisis de virginidad» (no son los clérigos en persona quienes las miran. Ellos se limitan a «hacerlas mirar»). Pero lo que es auténticamente trágico es que haya millones de personas que acepten sin más esas ignominias sin abandonar una iglesia que muestra tal desprecio por las personas.
La opinión de los representantes de la Iglesia respecto al tema de la contracepción parece inequívoca. Y sin embargo, no lo es. Por un lado los clérigos no católicos enseñan al respecto cosas muy distintas a las de los católicos y por otro hay, incluso entre estos últimos, no pocas controversias acerca de la «recta» verdad. Recientemente algunos pastores supremos han redescubierto en este contexto la «conciencia». No, desde luego, la suya, sino la de aquellos «laicos» dispuestos, si es que lo están, a prestar oídos a sus sutilezas. Prescindiendo de esta cuestión, los «laicos» harían por lo demás muy bien en no conceder demasiada importancia a las verdades magistrales de la Iglesia. Y es que los pastores han errado seriamente y en no pocas ocasiones cuando afirmaban decir la verdad. A menudo creían defender dogma y moral y lo que exponían eran auténticos absurdos. He aquí un ejemplo entre muchos: en 1789, época de la Revolución Francesa y momento histórico en que se estaban declarando derechos humanos de real importancia, una discusión acerca del recto uso de los calzoncillos causó una profunda escisión entre los protestante alemanes. Algunos pastores pensaban que la constricción de los genitales perjudicaba la producción de esperma y era por tanto contraria a la ley de Dios. La misma conclusión había que extraer del hecho de que la estrechez de esa prenda animaba a los hombres a la masturbación. Ahora bien, la masturbación, enseñaba el miedo heredado por todos los cristianos ante cualquier «sexualidad ilegal», era el pecado masculino por excelencia.
¿Por qué? Porque la «dilapidación de materia seminal» (por usar la jerga de la pedagogía sexual nazi, inspirada en la atmósfera cultural cristiana) no sólo debilita la fuerza viril del hombre, sino que tuerce además el destino natural del espérala en un sentido diametralmente opuesto a él. La masturbación, un infierno cristiano y burgués, fue desde hace ya mucho tiempo uno de los temas preferidos de la teología. La masturbación, esa amabilidad para consigo mismo asediada por el escándalo, era, por una parte, contemplada con el mismo enfoque aplicado a los «excesos» y, por otra, relacionada con las formas más dignas de condena de la prevención de embarazos. El placer de la dilapidación apuntaba contra uno de los principios básicos de la iglesia patriarcal: el esperma, creador de vida por voluntad divina, es sagrado. Reducidas a meros cuerpos, las mujeres no tenían en este orden de ideas estrictamente masculino otra función que la de acoger y hacer brotar el semen masculino como las macetas de flores recogen el agua.
Y es que, por más que lo niegue, la Iglesia no sólo ha difamado a la mujer sino también al matrimonio. Desde la época de la patrística hasta el pontificado del papa actual los clérigos han alabado más a quien se hace eunuco por el reino de los cielos que al marido. Según S. Jerónimo, un doctor de la Iglesia, los casados viven «a la manera del ganado». En la cama «no se distinguen para nada de los cerdos o los animales irracionales». Otro doctor de la Iglesia, S. Agustín, predica que a los casados se les adjudica en el cielo peores lugares que a los eunucos y que solamente el matrimonio casto, el «matrimonio de S. José», es un «verdadero matrimonio» (justamente el que no practicó de seguro la persona aludida por su denominación). El elegido debe, en la medida de sus fuerzas, abstenerse de toda actividad sexual (decía públicamente Agustín), pues ésta le ensucia. Las personas que se vuelven a casar se refocilan, por usar una popular sentencia medieval, «como el cerdo que se revuelca otra vez en sus excrementos tras haberse bañado». El estado de viudez, dicen estos célibes, es mucho más saludable. Lo mejor es lo que hacen algunas mujeres de edad ya madura, (más allá de los 30), que se dejan «coser del todo» por los cirujanos en caso de una operación en sus genitales. Lo mejor es que las mujeres (como pasa en los países meridionales de «catolicolandia») vayan completamente vestidas de negro después de su boda.
El comercio sexual debería, según todo eso, sufrir limitaciones muy estrictas. Los moralistas de la Iglesia siempre tuvieron a mano abundantes prohibiciones. Lo que para ellos estaba (oficialmente) prohibido del todo, no deberían disfrutarlo los demás, salvo en épocas determinadas. A lo largo de varios siglos de la E. M. la relación sexual estaba prohibida durante los domingos y días de fiesta; durante los días de penitencia y oración; todos los miércoles y viernes o bien los viernes y sábados; durante la Pascua y Pentecostés; durante la cuaresma; durante las cuatro semanas de adviento; antes de la comunión y a veces también después de ella; durante el embarazo y en los días de menstruación. Las transgresiones eran castigadas con sanciones eclesiásticas y distintas penitencias. Los «desórdenes» acarreaban asimismo terribles acciones de venganza del Dios patriarcal: tener progenie leprosa, niños epilépticos, tullidos, posesos etc. Bajo esta óptica los animales presentaban una imagen más favorable: el camello y la hembra del elefante eran animales muy mencionados como ejemplos en las homilías clericales pues sólo se apareaban cada año o cada tres años respectivamente.
El teólogo moral más influyente en su época, H. Noldin, dijo en 1911 con la bendición de su obispo que «El creador ha puesto en la propia naturaleza humana el placer y también la inclinación al mismo al objeto de atraer al hombre hacia algo que es sucio en sí mismo y penoso por sus consecuencias.» Si, pues, el amor carnal era inevitable, al menos debía darse sin «lascivia». Sin recursos no permitidos, sin anticonceptivos, cuya estricta prohibición los convertía en pecaminosos. También, por supuesto, del modo correcto (y querido por Dios). En la postura recomendada por la Iglesia (y querida por Dios). La mujer abajo, como es de ley, apoyada sobre su espalda. El hombre arriba. En una palabra, la «postura del misionero», una contribución muy significada —y objeto de no pocas burlas— de la civilización occidental en favor de los «salvajes» africanos. Si dos personas se amaban de manera distinta a la autoritativamente recomendada, eso equivalía a perpetrar un delito, casi un asesinato. ¿Amarse «a la manera de los perrillos»?: ¡prohibido! (Y lo sigue estando en algunos estados de los USA). ¿Prevenir un embarazo no deseado?: ¡estrictamente prohibido! (Lo sigue estando para los sumisos al Vaticano). Los creyentes, así lo anunciaron los obispos alemanes en 1913, deberían estar dispuestos a soportar cualquier apretura, a renunciar a cualquier ventaja, antes que a usar preservativos. La correspondiente industria (en la que el Vaticano tiene por cierto su correspondiente paquete de acciones) fue tachada de «digna de maldición» por su «colaboración con el delito», pues «sus perversos artículos… los ha de pagar nuestro pobre pueblo alemán no sólo con su dinero, sino también con su sangre, con la salud de su cuerpo y de su alma, con la felicidad de la familia». Según eso, tanto los fabricantes de artículos de goma como los productores de píldoras anticonceptivas son dignos de condena. La industria de armamentos lo tiene considerablemente mejor. Queda fuera del radio de acción de cualquier maldición clerical. Las granadas, los cañones y las bombas son a todas luces menos dignas de maldición que los preservativos o no lo son en absoluto. Así fue en la Primera Guerra Mundial, así en la Segunda y así sigue siendo hoy. El papa actual mantiene la opinión oficial de que ni siquiera el sida, «azote de la concupiscencia», es razón suficiente para usar condones. Guerra, pues, a los anticonceptivos, pero no guerra a la guerra. La simple venta de aquellos medios preventivos equivale ya a una «cooperación formal con el pecado del comprador». No ocurre así, en cambio, con la venta de granadas de mano.
Pero los clérigos no son tan fieros como parece. También ellos —cuando no queda ya otro remedio— saben ceder. Sin ir más lejos, el papa Pablo VI, tristemente famoso por su batalla moral contra la píldora, investigó el caso excepcional y lo permitió como algo «natural». De ahí surgió su gran obra, la «Canonización de Ogino-Knaus, representada por el conjunto teatral del asilo de ancianos de San Pedro de Roma bajo la dirección del papa Pablo VI». Ya sabrán las ovejas de la grey regirse por las nuevas directivas. Por supuesto que los clérigos sólo han permitido el coito entre cónyuges para impedir así cualquier otro extramatrimonial que podría, además, tener además el agravante de ser más deleitable. «Por ello la mujercita dispone de aquel punzón que es para ella como una medicina que le evita tener que acudir a poluciones y adulterios», decía Lutero. También tenían que permitir el apareamiento con vistas a la procreación, pues, ¿de dónde obtener, en otro caso, los futuros clérigos? Una vez más Lutero muestra cuanto aprendió entre los monjes: «Y si ellas (las mujeres) se fatigan y se consumen hasta morir a fuerza de embarazos, eso no importa. Que se consuman a fuerza de parir que para eso están».
¿Superpoblación de la Tierra? ¿Millones de muertes a causa del hambre? Eso no es tema para la moral vaticana. El papa actual opina que «Ha surgido una actitud opuesta a la vida, algo que se hace notar al tratar muchas cuestiones actuales. Basta pensar en el pánico relativo que suscitan los estudios demográficos de ecólogos y futurólogos que exageran a menudo el peligro que amenaza a la calidad de vida a causa del crecimiento de la población. La Iglesia, no obstante, está convencida de que la vida humana es un espléndido regalo de la gracia de Dios. Contra el pesimismo y el egoísmo que oscurecen el mundo, la iglesia está al lado de la vida». Tal es el grado de responsabilidad con el que habla y obra el autotitulado pastor supremo de la moral occidental: cuestiona los resultados científicamente obtenidos, ignora la hostilidad a la vida mostrada en el pasado por la Iglesia, pone su esperanza en épocas futuras «no egoístas», aguarda la ayuda de la providencia y anima a los cónyuges a seguir actuando como hasta ahora. El 12 de noviembre de 1988 condenó el uso de condones por parte de los enfermos de sida calificándolo de delito grave. En una alocución pronunciada en octubre de 1990 ante farmacéuticos católicos prohibió la venta de medios anticonceptivos por tratarse de medicamentos que «de forma directa o indirecta se podrían usar contra la vida». Cierto es que a este veredicto hay que sumarle el comunicado de los espantados obispos alemanes puntualizando que Juan Pablo II no se refería en modo alguno a la píldora y que básicamente se limitaba a decir sí a la vida. Pero está bien claro que este papa, que no desaprovecha ocasión para denostar los condones, no se referiría, p. ej., a un veneno para ratas cuando hablaba de «medicamentos contra la vida».
Cuál sea la finalidad que han de cumplir mujeres y niños, eso es algo que los clérigos de toda condición tienen muy claro. Las primeras han de velar para que la próxima generación de cristianos esté ahí disponible y no se pierdan ni los pastores ni el rebaño. Los segundos representan esa nueva generación. Ambos, mujeres y niños, resultan así funcionalizados, reducidos de antemano al status de personas sacrificadas y explotadas. Eso es algo inherente al sistema eclesiástico: allá donde dominan los padres y los varones se necesitan víctimas. Esas víctimas se cuentan —si nos atenemos a los asesinatos cometidos en la persona de mujeres y niños— por centenares de miles. Para contabilizar los «crímenes culturales» efectuados en la sociedad masculinizada a través de la «educación» (de niños y mujeres) ya no bastan las cifras de millones.
Los virulentos debates desarrollados en torno al Art. 218 del Código Penal (relativo a la interrupción voluntaria del embarazo) no son únicamente actuales: los conservadores de talante clerical los consideran como un combate provisto de validez intemporal. En este caso no se trata meramente de una típica «verdad católica»; ni siquiera de una verdad específicamente «eclesiástica» (aunque esas verdades hayan exigido ya millones de muertos). Se trata de un «problema de alcance humano», pues aquí luchan personas-hombre contra personas-mujer siguiendo un esquema de trasfondo arcaico. Es un combate entre cosmovisiones globales y eso es lo que lo convierte en emocionalmente peligroso; lo que hace de él un episodio decisivo en la lucha atávica entre el padre, la madre y el niño. No hay que asombrarse por ello de que todas las instituciones de cuño patriarcal y todos los caracteres afectados por su modo de pensar se alineen del modo más natural en uno de los bandos. Ni tampoco tiene nada de admirable que las personas que (ya) no piensan ni sienten patriarcalmente se alineen en el otro. Ambos bandos perpetúan, bajo apariencias más modernas, una lucha ya ancestral.
A despecho de la aparente victoria conseguida por la mujer contra el control que ejercían sobre la reproducción las personas-hombre, el discurso patriarcal y masculino acerca de la reproducción en cuanto tal sigue en pie. Ese discurso se fortalece a sí misino con incesantes alusiones a la necesidad de concebir y educar niños: nosotros, los patriarcas, necesitamos niños (en el caso ideal muchos hijos auténticos y una hijita preciosa por añadidura) para garantizar la serie sucesiva de los padres («tradición») en el ejercicio de la dominación y disfrute de privilegios. Mientras en este punto estemos supeditados a las mujeres, éstas han de estar en su lugar («para eso están», como dice Lutero). Sus maridos han de velar para que no se nieguen a jugar su papel. Los principios fundamentales del patriarcado siguen vivos y algunos moralistas se admirarían si se atrevieran alguna vez a informarse acerca de donde extraen ellos su saber acerca de la «naturaleza»: de autores cuyo único rendimiento intelectual consistía en enmascarar el miedo que los hombres sienten ante la mujer. En una sociedad masculinizada la fertilización de la mujer es algo forzoso. No se puede desperdiciar el valioso semen masculino por más que muchos millones de niños pasen hambre o mueran de inanición.
También la sublimación excesiva puede y debe contribuir a aquel enmascaramiento. Cuanto más se disimula uno de los factores, tanta más importancia parece cobrar el otro. Cuanto menos se nos permita hablar (masculinamente) de la energía atómica tanto mayor ha de ser la frecuencia con que uno ha de manifestarse (femenina e infantilmente) en favor de la vida no nacida. Las declaraciones clericales acerca del primer tema son más bien esporádicas. Sobre el segundo, en cambio, se explayan hablando ininterrumpidamente aunque no les pregunten al respecto. Ahora bien, mientras la iglesia y el estado sigan dando su caución o permitan, verbigracia, que la mezcla de sustancias tóxicas afecte negativamente a óvulos y células espermáticas, su afirmación de que el Art. 218 protege la vida de los no nacidos resultará muy poco creíble.
Según un estudio del Instituto Worldwatch de los USA, cada año se practican en el mundo unos 50 millones de abortos, la mitad de los cuales son ilegales. Más de 200.000 mujeres dejan su vida en la misma intervención y un número considerablemente superior muere posteriormente a consecuencia del mismo. El número de interrupciones voluntarias del embarazo no disminuye a tenor de una legislación más restrictiva. El número de casos de muerte, en cambio, sí que aumenta drásticamente cuando las intervenciones son ilegales. En aquellos países en los que los anticonceptivos juegan un papel menor por motivos religiosos o en los que apenas existe información sobre ellos el aborto es la forma más frecuente de regular la natalidad. Aquellos países, por el contrario, en los que el aborto se ha convertido en un componente legal de la planificación familiar son los que han registrado un descenso más rápido de las interrupciones voluntarias del embarazo. En estados como Dinamarca, Francia, Italia u Holanda, la interrupción del embarazo sólo ocupa el cuarto lugar entre las medidas aplicadas para controlar la población. En Polonia, un estado resueltamente católico, ese método ocupa el primer lugar.
El papa actual calificó en 1979 al celibato de «doctrina apostólica». Por cierto que los apóstoles —casi todos ellos casados— se habrían asombrado no poco a causa de esta doctrina de Roma, pero hay al menos dos hechos sobre los que no cabe ya discutir: la iglesia romana debe mantener oficialmente el celibato de quienes en ella están investidos de las más altas dignidades y cargos. Por otra parte —como es típico en su historia— debe afrontar el hecho de que sólo una minoría de los afectados por la prohibición se comporten según la norma. Toda discusión acerca de los bienes y sacrificios anejos al estado de eunuco por el reino de los cielos resulta hoy anacrónica. Los archipastores no cejan en su empeño de corroborarse a sí mismos respecto a la rectitud de su ley y los clérigos de rango inferior saben por qué y de qué manera pueden hacer también, del modo más discreto, muchas cosas buenas. ¿La vida sacerdotal como «vida de sacrificios»? No será porque falten mujeres serviciales. Éstas siempre estuvieron disponibles para quienes lo desearan. Si esa vida clerical implicaba sacrificios eso tenía más bien que ver con el hecho, libremente aceptado, de que cada clérigo se mostraba siempre como dócil instrumento humano, del que, por no estar vinculado ni a mujer ni a hijos, podían disponer en todo momento los archipastores para ejercer su dominio. Cuando el clérigo tornaba a sentirse culpable tras quebrantar, una vez más, su voto de castidad por haber tocado o simplemente por haber deseado a una mujer su humillación instrumental adquiría un nuevo y valioso relieve: nadie obedece con tanta convicción como lo hace el pecador arrepentido frente a quien le asegura su absolución. El perdón, desde luego, sólo se concede a los que se muestran plenamente contritos. Una persona así —con la próxima ocasión de pecar a la vista— puede incluso permitir gustosamente que lo espíen y lo denuncien a veces. En otros tiempos, en la Edad Media, p. ej., podía contemplar cómo torturaban y mataban a sus «hermanos» sorprendidos en falta flagrante. Hoy puede ser testigo de cómo se los expulsa de sus cargos en caso de que no se hayan limitado a engendrar hijos sino que además se hayan casado. Los niños y las mujeres de los sacerdotes: he ahí un tema de la historia de los crímenes eclesiásticos que no ha sido aún tratado en profundidad.
Narrar las historias de alcoba de los eunucos es algo mucho más regocijante que hablar de sus víctimas cruentas o de conciencia. En lugar de una única mujer, que les era negada, muchos de esos célibes por obligación tenían un montón de queridas. La regla no era, claro está, el matrimonio clerical, pero sí el harén clerical. Bonifacio escribe ya en el siglo VIII acerca de clérigos que «duermen de noche con cuatro, cinco y hasta más concubinas en su cama». Más tarde habrá, como era el caso en Basilea o en Lieja, obispos padres de 20 y hasta de 61 hijos. En el siglo XIII Inocencio III dirá de sus sacerdotes que «son más disolutos que los seglares» y el papa Alejandro IV ratifica que «el pueblo, en vez de ser mejorado por los clérigos está totalmente pervertido por ellos». Los sacerdotes apestan como «el ganado en el estiércol», dice otro papa de esta época. Durante el siglo siguiente un predicador ve la iglesia de Cristo como un «burdel del Anticristo». En el siglo XV son las «personas pestilentes como cadáveres» las que tratan de apoderarse de las sedes episcopales. Al concilio de Constanza —el mismo que quemó al «hereje» Jan Hus para mayor gloria de Dios— asistieron 300 obispos, pero también 700 cortesanas para su servicio. Eso sin contar las que ya traían ellos mismos.
El papa Pío II le reprochó en 1460 al cardenal Borgia (y futuro papa Alejandro VI) haber celebrado en Siena una fiesta en la que «no faltaba ninguna de las seducciones del amor» y a la que no habían sido invitados los maridos, padres ni hermanos de las mujeres allí presentes al «objeto de no poner límites a los deleites». Los papas que siguieron después podían ahorrarse semejantes reproches: ya no se ocupaban lo más mínimo por algo que se había convertido ya en norma común de conducta. El papa Sixto IV no solamente construyó la capilla que lleva su nombre, la «Capilla Sixtina», en el Vaticano, sino también un lupanar. Este hombre —uno de los más rijosos de su estamento, capaz, incluso, de acostarse con su hermana y con su hija— instituyó en 1476 la fiesta de la Inmaculada Concepción de María y se embolsaba anualmente 20.000 ducados de oro en concepto de impuestos de lujo pagados por sus cortesanas. En 1490 una estadística romana mostraba que en la ciudad, que apenas contaba con 100.000 habitantes, había un censo de 6.800 prostitutas. No le faltaba razón a este papa cuando, remitiéndose a un buen conocedor del asunto, Agustín de Hipona, encarecía ante el rey de Bohemia que la iglesia no podría subsistir sin un sistema de burdeles bien ordenado. El papa Alejandro VI presidió un banquete que ha adquirido justa celebridad en los anales de la pornografía. Figura en ellos como «Ballet de las castañas». Después del festín bailaron cincuenta prostitutas. Primero vestidas. Después, desnudas. En el suelo se colocaron unos cincuenta candelabros y entre ellos se esparcieron castañas que, según nos cuenta el secretario papal Burchard, «hubieron de recoger aquéllas en sus manos y en sus pies, arrastrándose entre los candelabros». El papa y su curia presenciaban la escena excitándose al máximo con lo que captaban sus golosas miradas de forma que los anfitriones no tardaron en aparearse con las cortesanas. Después se distribuyeron premios entre «aquellos que más repetidamente copularon con las prostitutas». Antes de ello Alejandro VI había engendrado ya siete hijos pero la paternidad de un octavo fue objeto de disputa en el seno de la propia familia. Dos bulas papales legitimaron aquel niño: una de ellas como vástago de César Borgia, hijo del papa. Otra como hijo del mismo papa.
En las zonas rurales de la Champagne francesa, donde durante los siglos XV y XVI muchos sacerdotes tenían su concubina, estaba muy extendida la costumbre de raptarla el domingo por la mañana y violarla en grupo. No todos los «laicos» sentían allí respeto por clérigos que a veces no tenían empacho en pasar la noche a dúo en un albergue. A dúo, pero junto a una muchacha a la que habían prestado ropa talar. Los obispos permitían, como el que no quiere la cosa, que sus sacerdotes tuvieran concubinas e incluso cobraban por ello la «tasa de putas». Todavía en el s. XVII los pastores no se limitaban a tener ovejitas, sino también mujeres e hijos. El arzobispo de Salzburgo, Von Ratenau, tuvo nada menos que 15. Puede que esa vida lasciva sobre la base de una espléndida soltería no haya sufrido grandes modificaciones hasta hoy. Lo que ocurre es que no pueden mostrarla tan abiertamente a los demás pues, entretanto, la hipocresía se ha convertido en elemento sustancial de ese asunto. «Dado que no puedes vivir castamente», dice una sentencia clerical, «vive al menos prudentemente». Entretanto, la vieja diferencia católica entre el pecado secreto y el puesto al descubierto ha recobrado su importancia. La lascivia secreta de los sacerdotes, por más estragos que cause en todas partes, puede, con todo, ser aceptada por su institución. Lo que para ésta resultan inaceptables son los cuerpos embarazados o los gritos de los niños de sus concubinas. «Todo lo que grita, causa escándalo», así califica la moral su propia situación. Baste ya por lo que respecta al «sexto mandamiento» del Dios de la iglesia.
El hecho de que los clérigos desarrollen actividades en el plano terrenal no es en sí nada nuevo. Cuando en el siglo XI la incipiente economía monetaria comenzó a exigir aptitudes mercantiles, los clérigos acudieron a la cita desde un principio. La contabilidad y la correspondencia comercial hacían necesarias a las personas que sabían leer y escribir. ¿Qué oferta podía ser mejor que la de los litterati religiosos? Todo el que se había formado en una escuela catedralicia o monacal y disponía de algún conocimiento del latín tenía asimismo las mejores oportunidades de obtener un provechoso puesto de trabajo. Si sumamos a todo ello cierta habilidad para los negocios y cierta experiencia en los mismos entonces cabía esperar que el clérigo se convirtiera en una utilísima ayuda para el comercio mundano. No obstante, cuando las prácticas de esos ayudantes desbordaron cualquier medida aceptable y la codicia de los señores llegó a la desmesura las prescripciones eclesiásticas se hicieron más severas. Ya en el año de 1079 un sínodo excomulgó a los clérigos que se dedicaban a especulaciones financieras no autorizadas. Los negocios lícitos, es decir, los que redundaban en provecho de la institución y no del clérigo particular no quedaban nunca, es claro, afectadas por ningún veredicto. La elasticidad del criterio canónico dejaba abierta cualquier posibilidad. Trabajar en provecho del propio bolsillo bajo el pretexto de estar sirviendo a una gran causa general es un ejercicio tan antiguo como prometedor. La cosa comenzó ya en la Antigüedad, incluso en la época preconstantiniana.
Los «legos» (seglares) de la E. M. vieron con sus propios ojos cómo aquel estamento de élite penetraba en todos los ramos de su actividad económica y se servía en cada uno de ellos los bocados más exquisitos. Vieron cómo, en base a su elección especial en el plano religioso, pretendían poseer un saber especial, una verdad superior en cuestiones económicas.
Y vieron asimismo cómo se esforzaban por obtener privilegios del estado (exenciones fiscales y similares) para su estamento y todos los suyos. Vieron, consecuentemente, cómo sus éxitos económicos eran siempre superiores a lo que la envidia de sus competidores podía soportar. El hecho de que cada siglo conociera su normativa canónica para regular la penosa, pero no menos provechosa, tarea de hacer negocios con el mundo demuestra dos cosas. Primero: que esos negocios existieron siempre. Segundo: que de nada servían en este punto las simples exhortaciones pastorales de los superiores. La razón más corriente y tercamente aducida para justificar aquella conducta era ésta: no trabajamos en beneficio propio y sí para el Reino de Dios. El ministerio papal para la misión entre paganos, p. ej., podría contar maravillas acerca de sus esfuerzos para hacer fluir los recursos para financiarla, por una parte, y para refrenar el espíritu empresarial de sus misioneros, por la otra. El año 1893 aquel ministerio acabó finalmente por admitir lo que ya desde mucho tiempo atrás se había convertido en un ejercicio piadoso: la especulación con acciones bancarias.
Ese comportamiento no es sólo cuestión de gusto sino que señala el problema que tienen los teólogos para dar una respuesta atinada a una pregunta acuciante. Todos saben que el reino de su Señor «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Todos están bien al tanto del inequívoco mandamiento de Jesús, un hombre pobre, de no servir a dos señores, a «Dios y a las riquezas» (Mt 6, 24). Conocen incluso la dura aserción de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos (Mt 19, 24). Pero también resuena en sus oídos la sentencia de que hay que hacerse amigos «con las riquezas injustas» (Le 16, 9). En consecuencia ellos se las ingeniaron para no declarar la riqueza de su iglesia como un fin en sí y hacerla interpretar de una manera exclusivamente altruista. Somos ricos, dicen, porque hay pobres que han de vivir consumiendo de nuestros bienes. «Pues los hijos de este mundo son a su manera más avisados que los hijos de la luz» (Le 16, 8). En el sínodo obispal de Roma se exigió en 1990 que los seminarios impartiesen también conocimientos de economía a los futuros sacerdotes al objeto de disponer de «administraciones fieles de la propiedad y el patrimonio eclesiásticos».
Los soplones abundan en todas partes, pero lo que casi nadie sabe es que la delación forma parte de los métodos más acrisolados de la «acción pastoral» de la iglesia. El mismo término de «inquisición», (término empañado de sangre y derivado de «inquirir», indagar) nos habla ya a las claras de ese asunto. Entre otros méritos, la iglesia puede asignarse a sí misma y a su tradición no sólo el haber censurado libros (Index librorum prohibitorum), sino también personas. En ambos casos el fuego no hacía otra cosa que completar el trabajo realizado por los criminales de escritorio, por los provocadores y por los delatores. En el «Índice de libros prohibidos» hallamos grandes nombres de la historia de la cultura alemana, tales como Heine, Kant, Lessing y Schopenhauer. Quien, a la vista de ese trasfondo, siga hablando de los «imperecederos logros culturales de la iglesia», se convierte en denunciante de sus víctimas. Un decreto de censura del papa Inocencio IV del año de 1487 constata lapidariamente que va contra la naturaleza de ese don de la divina providencia —se refiere al arte de la imprenta— el que se traduzcan o se impriman libros que perjudiquen a la fe y a la moral de la iglesia. En el futuro todos los impresores deben procurarse un «imprimatur» antes de proceder a su trabajo. Las transgresiones se perseguirán con multas (destinadas a la construcción de la nueva iglesia de San Pedro). A éstas se sumará la excomunión y la quema del libro sujeto a objeción.
Los archipastores tenían y siguen teniendo miedo. Eso es todo. La censura de libros es un recurso muy acreditado para atajar cualquier ataque contra sí mismos o contra sus negocios; para sofocar la verdad acerca de los manejos episcopales y mantener a los «seglares» en la ignorancia y la obediencia. Tampoco en la iglesia del presente, que se ufana de poder incluir en su haber la ininterrumpida continuidad respecto a su pasado, es la censura algo sobrevenido casualmente, algo secundario. Es una característica esencial. No institucionalizada de hecho sino institucionalmente prescrita. El clero, que custodia y trasmite el «tesoro de la fe», determinado y bien definido, ni siquiera se toma la molestia de negar la existencia de una censura eclesiástica. La censura se acepta como algo cotidiano, inherente a lo auténticamente religioso. Buena parte de la población se muestra en principio comprensiva con la censura. Es más: muestra una debilidad crónica por ella. La mayor parte de los fieles de la iglesia están bregados en el ejercicio o en el padecimiento de la censura. Las medidas de ese tipo, incluidas las de prohibir el desempeño de su profesión a los disidentes, encajan perfectamente con su sano sentir y constituyen para ellos una obra grata a los ojos de Dios. La «Liga de los centinelas de Dios» (Volkswartbund), una especie de policía literaria católica, presentó entre 1959 y 1962 no menos de 700 denuncias penales y 271 solicitudes de inclusión en el índice eclesiástico (con éxito en 92 casos) contra «escritos peligrosos para la juventud», valiéndose para ello de un ejército de delatores.
Cuando los obispos alemanes suspendieron la publicación del semanario crítico Publik —aduciendo curiosamente dificultades financieras— no se produjeron protestas masivas. Entretanto, los obispos subvencionan las gacetillas de sus respectivas cortes sin que ello provoque tampoco grandes protestas. Y cuando la Conferencia Episcopal Alemana abordó el 19 de marzo de 1975 el tema de «La supervisión de los Pastores de la Iglesia respecto a los libros» asumió y adaptó sin más el decreto romano sobre la censura. La Constitución (Art. 137, 3), que en este punto se remite con una cita a lo que decía la de Weimar, les cubre las espaldas: las sociedades religiosas «regulan y administran sus asuntos de manera autónoma». Todos los intentos de reforma se estrellan contra ese mandato constitucional. Las iglesias están facultadas para establecer autónomamente sus normas de gobierno. En la práctica eso se traduce en la prohibición del ejercicio de su profesión a aquellas personas que ejercen el derecho fundamental de la libertad de opinión e investigación («medidas disciplinarias contra docentes») y el despido inmediato por el «género de vida» que puedan llevar personas al servicio de la iglesia (en jardines de la infancia o en hospitales). En la RFA se han producido rescisiones de contrato por razones tales como la de transgresión de la moral matrimonial de la iglesia. También por haber preconizado la reforma del Art. 218 del código penal (referido al aborto), por bautizo tardío de los niños o por «ofensas a políticos cristianos». Denuncias contra discrepantes las ha habido en perjuicio de profesores universitarios, de profesores de religión y —en Baviera— de alumnos que perturbaban las clases de religión.
De ese modo y en el propio ámbito de vigencia de la constitución se pueden crear espacios opuestos a los usos de la democracia y del derecho. Que esas prácticas anticonstitucionales resultan rentables es algo obvio: el principio «ten dispuesta la tijera censora en la propia cabeza» funciona y lo hace especialmente bien en los sectores de la población adeptos a la iglesia. Los casos de autocensura están a la orden del día en las universidades, en las editoriales y academias confesionales, en el ámbito de la radiodifusión y en las instituciones sociales regentadas por las iglesias. Los afectados, si es que llegan siquiera a ser conscientes de lo indigno de su situación, podrían mencionar de continuo nuevos casos. ¿Las iglesias como «refugio de la libertad»? ¡Qué burda mentira!
Que entre las palabras y los hechos ha de mediar un abismo eso es algo que, según lo acredita la experiencia histórica, constituye un principio básico de la asistencia social. Predicar las virtudes del agua mientras uno mismo bebe vino: eso no es nada infrecuente entre los círculos eclesiásticos. Los temas constitutivos de la alta moral clerical están ya en general bien determinados. Cierto obispo medieval se refería ya con estas palabras a las ocupaciones predilectas de sus congéneres: «Todo cuanto hacen tiene que ver con realidades terrenales y temporales, con reyes y reinos, con procesos y querellas. Una conversación sobre cuestiones espirituales se la permiten a duras penas». El cronista alemán Burckhard de Ursperg ve en el dinero la única deidad adorada por la curia. «Alégrate, madre Roma», afirma sarcástico, «las esclusas de los tesoros mundanos se han abierto de par en par y de todas partes el dinero fluye caudaloso hacia ti, hasta agolparse en auténticas montañas. No hay obispado ni dignidad religiosa ni iglesia parroquial que no den lugar a pleitos y que no te envíe gente provista de una bolsa repleta de dinero. La maldad de los hombres es la fuente de tu prosperidad y tú sabes extraer de ella tus beneficios».
De la nada no sale nada. La gente de iglesia siempre hizo sus cuentas con los más realistas de entre los hombres y con la propia maldad, y nunca apostó por la bondad de los humanos. De ese modo supo hacerse con montones de dinero y de posesiones. Los papas, maestros en la explotación de la necesidad de algo mejor que siente todo corazón humano, se podían permitir toda clase de lujos. Siempre estaban en el lado soleado de la vida. En cualquier caso siempre hallaban el modo de llenar sus arcas: tanto por los aspectos más oscuros de la naturaleza humana, que ellos gustaban de conjurar en sus sermones cara a la galería como por el enjalbegado venido de lo alto, es decir, del cielo, con el que intentaban blanquear las miserias de aquí abajo. En la época de su exilio forzoso en Avignon (1309-1376), el ceremonial de coronación de un papa costaba más de 10.000 guldas de oro, un equivalente a los ingresos anuales de unos 2.000 campesinos. Tan solo la comida de gala de la entronización suponía un gasto de 5.000 guldas, una cantidad que habría bastado para sustentar a 1.000 familias campesinas durante todo un año. A raíz de la elección de un papa, los cardenales podían percibir gratificaciones millonarias (según la capacidad adquisitiva de hoy en día), a tenor de su comportamiento en el momento de pronunciar su voto. El papa Eugenio IV (1431-1447), un monje agustino obligado por sus votos a la pobreza personal, encargó a un orfebre de Florencia la confección de una corona papal por un precio de dos millones de francos. El papa Pablo II (1464-1471) se permitía ostentar exhibiendo piedras preciosas cuyo valor se estimaba en 8 ó 10 millones de francos. Pero también la actualidad puede aportar cifras interesantes: la corona del papa Juan XXIII (1958-1963), que pasó como herencia a sus sucesores, contenía unas seis libras de oro. Pablo VI, su sucesor inmediato, mandó hacerse (o «regalarse») otra.
Los tesoros y los dineros no venían como por azar. Se obtenían estrujando a los súbditos, los «creyentes». Eran, pues, resultado de una cruda explotación. El dinero del Vaticano proviene de hombres vivos, no de los ángeles y fue causa de no pocas miserias sociales. Y mientras los unos padecían en la miseria, los otros se daban a la francachela. Uno de los más fíeles curiales en la corte de Avignon nos informa de que cada vez que entraba en los aposentos papales se encontraba a los dignatarios eclesiásticos contando dinero. Los sucesores de Petri negociaban por cada posesión, por cada prebenda y no había cosa que no convirtieran en dinero. Siglo tras siglo se fueron convirtiendo en espléndidos ejemplos de soborno y depravación. En otro tiempo vendían cada sede episcopal, cada sede abacial e incluso la posibilidad de optar por las sagradas dignidades. Las vendían, incluso, a varios candidatos al mismo tiempo. Traficaban con todas las bulas, con todas las dispensas, con todas las indulgencias, con todos los dictámenes canónicos. Negociaban y conchababan los tesoros más sagrados y daban cobertura a cualquier «fraude pío» en el comercio de las reliquias. Las indagaciones comprobatorias en torno a 19 santos dieron como resultado que había, dispersos por diferentes iglesias y capillas, 121 cabezas y 136 troncos de los mismos, amén de una ingente cantidad de otros miembros. Todavía hoy los papas permiten el trapicheo espiritual en ese ámbito: puesto que la oferta en partículas auténticas de cuerpos santos es escasa y la demanda masiva, ésta sólo puede ser satisfecha vendiendo «reliquias por contacto»: objetos (trozos de tela y similares) que llegaron a tocar un original del santo en cuestión. Expediente milagroso para multiplicar las reliquias. El papa Juan Pablo II está afanosamente ocupado en hallar fuentes financieras de esa especie u otras similares y es que su iglesia «es mucho más pobre de lo que la mayoría de la gente se imagina». Se impone, pues, acceder de alguna manera al bolsillo de los demás. Ergo la bendición papal, escrita en un documento elaborado expresamente para recogerla, cuesta 5.000 marcos. Se ofrecen órdenes y distintivos (hasta un precio de 120.000 marcos, según el rango). Otro tanto ocurre con los títulos nobiliarios. El precio de una baronía pontificia raya en los 300.000 marcos. Quien aspire a ser algo más que un simple barón ha de hundir la mano más a fondo en sus arcas: un principado cuesta unos 2,5 millones de marcos (unos 200 millones de ptas.). Después de cierto tiempo de espera («plazo del pudor») puede celebrarse una ceremonia de elevación nobiliaria en la basílica de San Pedro. Los costos adicionales de semejante procedimiento —a celebrar, p. ej., durante la misa de Pascua— ascienden a unos 50.000 marcos más (unos 4 millones de ptas.).
Esos desembolsos pueden razonablemente movernos a risa. Quien crea indispensable para él poseer un título académico vaticano, una condecoración papal o un título de conde, que pague por ello. Lo que no hace ya reír es la explotación espiritual realizada en innumerables otros casos: los de todos aquellos que no sólo no tienen dinero para comprarse títulos nobiliarios pontificios, sino que se ven estrujados penique a penique por el propio Vaticano. Nos referimos a los pobres y desposeídos de este mundo. El Vaticano sólo da la cara por ellos de palabra y eso en el mejor de los casos. Los hechos brillan por su ausencia. A esos efectos su patrimonio queda, en la mayor parte de los casos, prácticamente intocado. Lo que hace es exhortar a los demás para que se ocupen activamente de ese problema.
Jesús de Nazaret apareció como amigo de los proscritos y de los parias, de los publícanos y de los pecadores, de los enfermos, de los tullidos, de los estigmatizados, de los marginados y de los disidentes. Buscaba la compañía de gente muy distinta a la que más tarde buscarían los eclesiásticos. Ensalzó a los pobres y amenazó a los ricos y ese radicalismo fue el que, desde muy temprano, resultaba atrayente para los realmente pobres en el imperio romano: los esclavos, los libertos, los obreros y artesanos modestos, los campesinos despojados de sus tierras y los jornaleros. Durante los primeros siglos la nueva religión les prometía a todos ellos la redención de aquella miseria social y espiritual. Quien se bautizaba por aquellos años no sólo esperaba de aquel Jesús —el Señor elevado por Pablo a la categoría de Cristo— ser redimido y «llegar al cielo». También ponía su esperanza en librarse de la penuria económica. Tanto más cuanto que el cristianismo se presentaba también en sus comienzos como una especie de movimiento que satisfacía las esperanzas proletarias.
Bien pronto, sin embargo, llegó una fase en que la camarilla eclesiástica no pensaba ya, ni en sueños, en modificar lo más mínimo las estructuras económicas. Al contrario: los «laicos» habían aceptado su sumisión o bien habían muerto ya. El clero, por su parte, estaba contento con lo conseguido.
Estaba en el lado correcto y disfrutaba de la «riqueza de los paganos». Su iglesia, libre ya de cualquier vinculación real a Jesús, se desarrolló consecuentemente hasta convertirse en una gran potencia conservadora de primer rango. Las tradiciones sociales de aquel puñado de cristianos de la primera hora fueron relativizadas cuando no totalmente abolidas. El sistema económico heredado de un pasado secular halló una legitimación nueva gracias a los portavoces del cristianismo. Ya Pablo —fundador e ideólogo de la iglesia— lanzó la consigna de que cada persona permaneciera en el estado social en que se hallara. El libre debe, según la voluntad de Dios y la del apóstol, seguir siendo libre y el esclavo, en su esclavitud. El obispo Ignacio de Antioquía exige de los esclavos, ya en el s. II, no solamente que permanezcan en su estado sino que «en honor de Dios cumplan de manera aún más diligente con los trabajos propios de su servidumbre». El doctor de la iglesia Ambrosio califica la esclavitud de «don divino». Agustín de Hipona, también doctor de la iglesia y firmemente situado en el lado correcto, propaga el ideal de «una pobreza plena de trabajo». Seguir en la pobreza y trabajar mucho, ése es uno de sus principales consejos a los afectados por aquélla y también una de las principales contribuciones al milenario problema del trato debido entre las ovejas pobres y las ricas. La equiparación religiosa entre esclavos y libres desapareció de nuevo el año 257 cuando el papa Esteban I prohibió a los primeros el acceso al clero. Proscritos, esclavos, tullidos e hijos no legítimos etc., etc.: ninguno de ellos podía aspirar a ser pastor (eso vale hasta hoy). ¡Adonde iríamos a parar los clérigos si facilitásemos a esos seres infrahumanos el acceso a nuestro estamento! El papa León I, el «Grande», opina en el año 443, que ahí hay que interponer un veto y que toda indulgencia en este punto está fuera de lugar, «¡como si un vil esclavo fuera digno de tal honor!» Los esclavos mantuvieron su situación de infrahumanos en el seno de la grey cristiana. Con el tiempo se convirtieron en cosas, en «bienes eclesiásticos». Y no es casual que fuera la iglesia la que mayor provecho sacara de esa «institución cristiana», como Egidio Romano llamaba a la esclavitud, y que la metrópoli papal, Roma, fuera asimismo la ciudad occidental que se aferrara durante más tiempo al esclavismo. Y es que también en la viña del señor es esa mano de obra la más barata de forma que para mantener bajo sí a sus esclavos los clérigos no tenían empacho en predicar lo que fuera. Incluso la moderna esclavitud del negro americano, que vino a suceder casi de inmediato a la esclavitud medieval, se legitimó con los inveterados argumentos teológicos: la voluntad divina (que da a cada uno lo suyo) y la «esencial» igualdad religiosa de todos ante Dios, compatible con la desigualdad social ante los nuevos dominadores.
Los pastores espirituales combatieron todo intento de emancipación por parte de los esclavos pero también se opusieron a todos los movimientos de liberación de los demás oprimidos. Es cierto que no faltaron predicadores comprometidos con la causa de los explotados, siendo Th. Müntzer el más impetuoso de todos ellos. Se trata, no obstante, de casos aislados. La iglesia oficial nunca asumió el papel de portavoz de tales movimientos. Prefirió —en alianza con los demás señores— mostrar una actitud de despectiva compasión frente a los desheredados y darles después, caso por caso, la puntilla teológica. O bien, lo que es peor, cooperó en el asesinato de sus dirigentes; en primer lugar de los predicadores «apóstatas».
Los levantamientos campesinos son algo tan habitual en la E. M. que, a menudo, los historiadores los han pasado por alto hasta nuestro siglo. Tales revueltas menudean ya en el s. XI. En Francia se sublevaron primero los esclavos de la tierra, cuyo coste de adquisición era de 38 sous por unidad frente a los 100 que se pagaban por un caballo. En la revuelta campesina francesa del s. XIV, 20.000 campesinos mueren ejecutados por los nobles. La iglesia se limita en unos casos a mirar para otro lado. En otros, bendice los asesinatos. En el s. XVI las rebeliones campesinas alemanas se vuelven de forma decidida contra la nobleza y el clero y ambos estamentos se vengan de manera tan cruel que todavía siglos después toda revuelta alemana ha de superar el miedo, metido hasta el tuétano, ante los potentados terrenales y clericales. Curas y caballeros, trono y altar cooperaron al menos durante un milenio en el desprecio, la opresión y el estrujamiento económico de los hombres. Y aunque mantuvieran entre sí no pocas querellas, en el plano social se mantenían cohesionados como una sola clase obsesionada por el poder y el dinero, nutrida únicamente a costa del sudor y la sangre de los explotados. ¿De cuánta moral dispone, pues, la iglesia? También Lutero fracasó en lo social. Pese a sus críticas ocasionales contra los príncipes trabajó codo a codo con ellos y confió su iglesia a quienes asesinaban campesinos. Nada quiso saber de la pobreza abismal de estos últimos. Es más, en un escrito dirigido contra las huestes campesinas ante todo el mundo exhorta a «estrangular y acuchillar como perros rabiosos» a los rebeldes. La reforma luterana no es en este punto preferible a la iglesia tradicional. También los señores entre los defensores de la nueva fe se sentían llamados a colaborar en la reforma «hasta el límite máximo de su propia ventaja» (Theodoro Lessing). En la misma asamblea nacional de 1848 figura un único campesino entre 600 diputados. El estado y la iglesia eran un coto cerrado de dominio exclusivamente señorial. Habían obligado a los campesinos a matarse trabajando. Los redujeron a súbditos sin derechos y después a la servidumbre. Su estrujamiento se intensificaba a medida que avanzaba la «civilización cristiana». Continuaron, durante siglos, reducidos al estado de cosas y sus señores los tenían, en muchos casos, en menos estima que a su ganado. El gran maestre de la Orden Germánica, Sigfrido de Feuchwangen, acostumbraba decir hacia el año 1300 que no le sacaba gusto a ningún bocado si previamente no había ahorcado a unos cuantos campesinos. ¿Hay algo más cruel para los pobres que los señores eclesiásticos?, se preguntaba Paracelso.
Que papas, obispos y clérigos sabían resarcirse de pérdidas eventuales es algo bien documentado históricamente. Que sabían sacar adelante a sus parientes, también. Los papas saneaban la hacienda de cientos de «sobrinos» (nepotismo). Daban buenos empleos a sus favoritos para mantenerlos en torno a la «Santa Sede». Sabían acumular poder económico personal y dejaban sabrosas herencias: como ha ocurrido hace pocos decenios con Pío XII, que dejó en herencia un patrimonio personal por valor de casi cien millones (¡de marcos!). ¿Moral? ¿Tal vez explotación?
Es cierto que Jesús de Nazaret, tal y como lo presentan los evangelios, gustaba de las «malas compañías» y de ocuparse de aquellos que pertenecían a los despreciados de su época. Con todo —interpretación eclesiástica— resulta totalmente insostenible que él hubiera cuestionado, ni siquiera de manera implícita, el sistema de poder entonces imperante. ¡Qué va! Los evangelistas no han pretendido ir tan lejos y los clérigos, que siempre se remiten a la «buena nueva», no tienen propiamente nada que objetar contra ello. También lo que se ha dado en llamar «sermón de la montaña», en el que Jesús se compenetra hondamente con los anhelos de los más pobres, ha degenerado en la predicación de la iglesia hasta convertirse en un sermón para la galería. ¡Dejad las cosas como están! Ése es el imperativo del momento: el mismo que regía cualquier época del pasado. En la Dieta Comunitaria Evangélica de 1985 en Stuttgart el profesor de matemáticas Bodo Volkmann desencadenó una oleada de aplausos y de regocijo al señalar que el sermón de la montaña no debía interpretarse literalmente ni en sentido político. En otro caso habría que abolir la judicatura («no juzguéis») y la policía («no resistáis al mal»). También habría que suprimir el sistema de pensiones («No os preocupéis por el mañana») y los bancos («no acumuléis tesoros en la tierra») y los propios sindicatos («Si alguien te emplea para trabajar 40 horas para él, entonces trabájale voluntariamente 80 horas»). Como es fácil de comprobar ni siquiera la médula del mensaje de aquel rebelde de Nazaret tiene ya el menor significado práctico para quienes ensalzan su nombre.
La historiografía interna de la iglesia, una historiografía dirigida desde arriba (si ella no está dirigida ¿qué otra podría estarlo?) ha causado auténticos estragos en las cabezas de muchos al elevar jubilosamente a la categoría de verdades falsedades de mucho bulto y haciendo creer a las personas que sus propios papas habrían intentado paliar la miseria social de los demás, tanto teórica como prácticamente. La realidad presenta una cara muy distinta. Las encarecidas afirmaciones clericales no contienen una sola palabra verdadera. Hasta bien entrado el s. XIX ni un solo papa prescindió de nada suyo para socorrer a los pobres y socialmente necesitados salvo alguna que otra limosna. Ninguno de ellos estableció un sistema de previsión social para paliar al menos la penuria más extrema. La innovaciones sociales realmente beneficiosas surgieron de círculos no eclesiásticos y sólo cuando esas innovaciones comenzaron a implantarse sólidamente tuvieron a bien los clérigos desistir de la consabida condena inicial y formular un prudente «si, pero».
Las circulares papales que, de tanto en tanto, se autotitulan eufemísticamente como «encíclicas sociales» parten de consideraciones muy generales y por ello mismo totalmente inocuas. Frases tales como «todo el poder viene de Dios y no del pueblo» encajan perfectamente en la imagen antropológica y social del clero. Sirven para cimentar sus instituciones y aluden tan tangencialmente a los responsables que éstos apenas si se dan por aludidos. Cuando los papas parecen entrar por fin de lleno en el tema y querer señalar innovaciones concretas que podrían causar verdadero malestar a los señores de este mundo, se limitan a dar rodeos al asunto. Hasta ahora no han mencionado ni una única medida esencial que atacase de raíz las causas de los males y pudiera ayudar a suprimirlos. Ellos saben muy bien por qué evitan ser concretos. No pueden permitirse agriar el humor de aquellos a quienes deben su buena vida. Cuando Pío XII afirma en 1943 que su iglesia «se ha hecho siempre cargo de las legítimas aspiraciones de los estratos obreros y se ha opuesto a cualquier injusticia», expresa una falsedad manifiesta.
León XIII, el «papa de los obreros» y vástago de la noble familia de los Pecci, confirmó en 1891 lo que los suyos deseaban gustosamente oír: que la propiedad privada es y seguirá siendo un derecho natural. Los pobres no deben aspirar a poseer más de lo que legítimamente les corresponde. Pues «antes que nada hemos de partir del orden inmutable de las cosas según el cual es, en último término, imposible una nivelación entre los de arriba y los de abajo, entre el rico y el pobre». Los ricos (entre los cuales figura el papa) gozan de las delicias de la vida y a los pobres se les certifica que «sufrir y tener paciencia es ineludiblemente lo que nos cabe en suerte como humanos que somos». ¡Qué tiene de extraño que el emperador Guillermo II declarase que en lo tocante a la cuestión obrera «estaba plenamente de acuerdo con el papa»! Ni es tampoco motivo de asombro el que el papa León XIII enviase un ejemplar de su encíclica al zar Alejandro III. De sobra sabía él que justamente este autócrata hallaría muy aceptables sus principios sociales.
En vida aún de León XIII, Lenin había mostrado al mundo apoyándose en los datos relativo a más de tres millones de cartillas de ahorro que ser pope en la Rusia de su tiempo era un asunto bastante lucrativo. Las cartillas de los funcionarios civiles tenían un promedio de 202 rublos. Las de los comerciantes, un promedio de 222 rublos. Las de los propietarios de tierras, 268 y las de los popes el promedio más elevado, 333 rublos. La labor pastoral en pro de la salud del alma de los pobres tenía sus ventajas. Unos decenios antes V. Hugo había exclamado: «¡Vosotros, católicos, sacerdotes, obispos, servidores de la religión a quienes yo veo aquí, entre nosotros y ocupando escaño en este parlamento! ¡alzaos en signo de protesta! ¡Ése es vuestro papel! ¡¿Cómo podéis permanecer quietos sobre vuestros bancos?!». Única reacción: carcajadas.
Sólo cuando el emergente movimiento obrero de Europa comenzó a despertar también la conciencia de algunos cristianos se vieron los papas obligados a «bautizarlo» —ellos que no habían sido otra cosa que señores dominadores— tratando también hipócritamente de llevar las aguas hacia su molino. Había que meter cucharada en el nuevo guiso. El denominado «obispo de los obreros», Barón von Ketteler, fue uno de los primeros en evaluar sagazmente los signos de la nueva época. Ketteler, que emparejaba a los ricos con los ricos y a los pobres con los pobres como estaba mandado, atisbo el riesgo de la revuelta y aprovechó la oportunidad para aliviar la situación social periférica aunque en lo fundamental las cosas siguieran como siempre. El clero se veía obligado a hacer algo, no tanto en virtud de sus convicciones sino pensando más bien en su propia seguridad. Ésa es la razón de que todos los mensajes papales insistan una y otra vez en el mismo tema: El orden mundial querido por Dios es irremisiblemente el que es. La miseria de cada época en cuestión tiene como causa primordial la pérdida de la fe y no hay medicina que sane si previamente no se vuelve a inflamar la antigua fe en nosotros, los pastores. En un mensaje dirigido en 1939 a los obispos de los USA, el papa Pío XII corroboraba esa opinión: «Cuando rememoramos cualquier época constatamos que siempre hubo ricos y pobres. Y la inmutable naturaleza humana hace prever también que ello seguirá siendo siempre así… Los ricos, cuando son personas rectas y honestas, desempeñan el cargo de distribuidores y administradores de los dones terrenales de Dios. En cuanto instrumentos de la providencia ayudan a los necesitados… Es Dios mismo quien determinó que, al objeto de que se practique la virtud y se acrisolen los méritos humanos, haya en el mundo ricos y pobres».
¿Estaría realmente informado ese papa —dueño de un patrimonio privado multimillonario— de lo que dijo sobre los ricos el presunto fundador de la iglesia, Jesús de Nazaret? ¿Será cierto que un Dios, que no por casualidad es un Dios de los nobles y de los ricos, necesita realmente de estos últimos para distribuir los bienes terrenales? Un Dios que no sea realmente un invento de los clérigos, ¿tendrá realmente interés en que cada día el hambre se cobre la vida de 40.000 niños de este mundo? ¿Para qué existe en absoluto una iglesia? ¿Acaso para refrendar lo que todo el mundo ya sabe: aquí están los ricos; allí, los pobres? ¿Por qué los papas no dan una respuesta a la «cuestión social»? No porque sean demasiado bobos para ello sino justamente por lo contrario: porque son demasiado listos para poner en peligro la base social sobre la que se sustentan. Toda respuesta que merezca el nombre de tal haría peligrar la riqueza de la propia iglesia y consecuentemente sus privilegios sociales y políticos. Así pues, mejor es dejarlo todo como estaba y conformarse, de «encíclica social» en «encíclica social», con escribir bellas palabras que dejen contento al rico y agraden también al pobre.
El pobre continuará en su estado de pobreza y el rico en su estado de riqueza. Así lo quiere el Dios eclesiástico, según afirman sus vicarios sobre la tierra. El empresario seguirá siendo empresario y el trabajador, trabajador. Y ésa es también la filosofía practicada por las dos grandes iglesias alemanas que, en cuanto empresarias, tienen más personas trabajando para ellas que el Servicio Postal Federal. Como ambas confesiones disfrutan bravamente de su situación de monopolio en todo lo referente a la caritas las personas sin cosmovisión eclesiástica no tienen muchas oportunidades para desplegar actividades sociales frente a esas dos empresas ideológicas. Aunque sea el estado quien corre con el 90% de los gastos de esas instituciones éste permite a las iglesias que actúen en ese campo como empresarios absolutamente autónomos, que, remitiéndose a la supuesta voluntad antidemocrática de Dios en lo tocante a los asuntos eclesiásticos, crean espacios ajenos a toda influencia democrática. El derecho laboral eclesiástico —proclaman algunas voces del clero— no es ni derecho laboral ni derecho público. Es simplemente derecho canónico y por consiguiente a plena disposición del clero. Ergo éste quiere mandar y disponer en ese ámbito como le venga en gana, ampliando en lo posible su esfera de influencia. A tenor de la conciencia que tienen de su propia misión, no sólo la totalidad de los hospitales confesionales sino también los jardines de la infancia, las estaciones sociales y los asilos eclesiástico podrían, en cuanto lugares donde se ejerce una «práctica religiosa», caer bajo la protección especial de los derechos básicos de entidades particulares, prevista por la constitución. Los clérigos intentan determinar qué espacios de la vida estatal recaen en el ámbito de la libertad especial de la iglesia (libertad de creencias y de religión). Frente a esa interpretación expansiva, los «límites impuestos por la ley válida para todos» quedan en la práctica vacíos de significado. La religión se ejerce así en espacios que quedan cerrados a toda influencia del estado.
En la RFA hay un gran número de puestos de trabajo de carácter confesional. La Asociación Alemana de Caritas estimó, eso en 1979, que el valor de la inversión promedia por puesto de trabajo se elevaba a unos 300.000 marcos. Eso supone una inversión total de más de 50.000 millones de marcos. ¿Pero qué sucede con y en esos lugares de trabajo? No les falta razón a los sindicatos, especialmente al sindicato del servicio público, el transporte y el tráfico, cuando critican, una y otra vez la situación que se da en las instituciones sociales de la iglesia, situación que juzgan como insostenible desde el punto de vista democrático. Los clérigos, ciertamente, están prontamente dispuestos a asumir tareas sociales que les permitan hacen valer sus pretensiones frente al estado, los titulares de la seguridad social o las cajas de enfermedad. Por otro lado, sin embargo, se niegan estrictamente a fijar y asegurar las condiciones de trabajo de sus empleados y empleadas según los acuerdos tarifarios propios del estado democrático, del estado social y de derecho. ¿Caritas? O simplemente, ¡«Asociación de Caritas»!
Es increíble, pero es verdad: la iglesia católica, una de las empresas que más empleos da y muy especialmente en el sector caritativo, restringe a sus empleados derechos que están consagrados por la ley y por la constitución. Pretexta para ello razones «dogmáticas». Aquí se hace evidente un principio de la estrategia eclesiástica respecto al mercado laboral: por una parte, los clérigos no son de este mundo. Por la otra reivindican todos los privilegios de este mundo. De ese modo arropan todo lo tocante a sus instituciones, patronatos sociales y propiedades (incluidas sus cervecerías) con el manto protector que les permite su estatus como «entidad titular de derecho público». Además de ello exigen de continuo un trato de excepción respecto a las leyes de validez general y para ello alegan una razón de imponderable importancia: la de su «finalidad superior». En ambos casos, la conducta de la doble moral les reporta considerables ventajas económicas. La Magistratura Federal del Trabajo ha sentenciado muy recientemente que la ley constitucional relativa a la gerencia de las empresas no tiene aplicación en las entidades de derecho público y, por consiguiente, tampoco en las eclesiásticas. Dio pie a esta sentencia la demanda de los trabajadores de la cervecería monacal de Andechs, deseosos de constituir un comité de empresa. En primera instancia, el tribunal administrativo de Múnich había dictaminado que las empresas de tipo industrial en manos de la iglesia —como es el caso de las cervecerías— no podían acogerse a la ley de protección de las creencias y que debían dar cabida, como ocurre con los centros donde trabajan funcionarios, a un consejo de personal. Los demandados, empresarios de la orden benedictina, presentaron recurso contra ello.
Los ciudadanos y ciudadanas que vivan en el ámbito protegido por nuestra constitución, pero que trabajen en instituciones eclesiásticas deben procurar, en su propio interés, ceñirse también en su vida personal a «los principios básicos de la iglesia católica». Divorcios, matrimonios en segundas nupcias, abortos, alumbramientos de hijos ilegítimos e incluso las tomas de posición contrarias a las concepciones eclesiásticas (en lo tocante, verbigracia, al Art. 218) son cosas reputadas como incompatibles con aquellos principios en cuestión y que conducen a la pérdida del puesto de trabajo. Eso pese a que éste sea financiado en un 90% a través del presupuesto general del estado. Los distintos procesos entablados ante los tribunales laborales mostraron inequívocamente a los afectados qué significa vivir en un país que permite ámbitos especiales de dominio clerical, es decir, antidemocrático. El hecho de que las comunidades religiosas «regulen de manera autónoma sus actividades», como se dice en la constitución, equivale a conceder una carta blanca para crear situaciones laborales escandalosas. Los empleados y empleadas de la iglesia siguen siendo asalariados de segunda categoría.
El médico de un hospital de Bochum dependiente de la fundación «Santa Isabel», una entidad eclesiástica aunque financiado en gran medida por el estado, no cometió más delito que el de firmar en un pliego a raíz de una acción de la revista Stern que recogía firmas contra el Art. 218 del Código Penal. El resultado fue el de su despido inmediato. Otro ejemplo católico que ilustra muy bien las situaciones caritativas intereclesiásticas. Una contable que llevaba 16 años trabajando para Caritas fue inmediatamente despedida al convertirse al protestantismo. Por añadidura, Caritas había puesto a la Obra Asistencial de Malta, entidad que depende de ella, en conocimiento de la «transgresión» de su nueva empleada. El tribunal laboral de Múnich declaró que el despido inmediato era contrario a derecho y conminó la aplicación de los plazos legales. Caritas por su parte se comprometió a no ejercer nuevas presiones sobre la nueva entidad empleadora.
Tampoco faltan ejemplos similares en el ámbito evangélico: La Obra Diacónica de Neuendettelsau despidió a un profesor de instituto de 39 años por «escaso rendimiento» después de que éste hubiera enfermado de cáncer. Como quiera que el jefe de personal de esa institución eclesiástica había argumentado en público que «con heridos no se pueden ganar batallas», el tribunal laboral no dio por válido ese modo de presentar los hechos. No aceptó lo del «escaso rendimiento» sino que condenó a esa obra tan caritativa al pago retroactivo de los sueldos y de una indemnización adecuada. ¿Un caso aislado? Las mujeres de los párrocos protestantes que trabajen en la comunidad a cuyo frente está su marido se exponen a un desamparo legal casi total si se divorcian. Como quiera que los divorcios no son nada infrecuentes en estos círculos (en las zonas urbanas de gran densidad demográfica el número de matrimonios sacerdotales divorciados se sitúa en torno a un 50%) el asunto no es ya puramente marginal. La iglesia trata de que el problema de los divorcios no se agrave aún más. De ahí que no tenga excesivos escrúpulos por el hecho de que a las divorciadas se les dispense un trato tan poco caritativo. ¿Pero es loable esa actitud eclesiástica? ¿Y qué decir también del estatuto de la iglesia evangélica que prohíbe a sus sacerdotes casarse con una judía, pero sí les permite convivir con ella? ¿No es indigno de seres humanos? ¿Han olvidado estos pastores que aquel de donde ellos derivan su nombre era ciertamente judío y no, desde luego, cristiano?
Las educadoras de los jardines de infancia evangélicos se quejaron en unas jornadas estatales de su asociación, celebradas en 1988, de las insufribles condiciones de trabajo a que estaban sometidas. Los responsables jurídicos, representados a menudo por párrocos evangélicos, no estiman en gran cosa la competencia educativa de las afectadas y apenas les dejan márgenes de codecisión en cuestiones educacionales o laborales. Algunos responsables eclesiásticos se aprovechan de la situación en el mercado laboral y sólo dan empleo en los jardines de la infancia a condición de que el contrato incluya también la realización adicional de otros trabajos intraeclesiásticos, verbigracia, tocar el órgano los domingos. En 1989 la comisión evangélica para el derecho laboral, dependiente de la iglesia luterana de Baviera, decidió no computar el tiempo de camino hasta el trabajo a efectos del pago de salarios a las personas que trabajen al servicio de la iglesia. ¿Un ejemplo vanguardista de lo que ha de ser la solicitud diacónica?
En opinión del sindicato del servicio público de transportes y del tráfico la proyectada «Regulación Básica de los Contrato de Trabajo» de la iglesia separa el derecho laboral competente para los trabajadores al servicio de las iglesias del derecho tarifario válido para el servicio público. ¿La iglesia como allanadora de los caminos hacia el nuevo orden antisocial? Las desventajas sociales son palmarias y afectan tanto a los beneficiarios de la asistencia social como a quienes la prestan laboralmente. La necesidad de acogerse a una asistencia social regentada por la iglesia no es menos peligrosa para los derechos humanos que el verse obligado a prestarla como trabajador empleado en Caritas. Quien acepte hoy voluntariamente un trabajo al servicio de la iglesia, que cargue después con su propia culpa.
Mencionar el nombre de Jesús asociado al de cualquier iglesia de las que se remiten a él como su «fundador» resulta bien difícil por más que las actuales hagan todo lo posible por presentarse a los hombres como «iglesias de Jesús». ¿Tal vez como «iglesias de Cristo»? No hay plena unanimidad entre las iglesias «fundadas». Se puede probar en todo caso que Jesús —si es que ha existido— no fundó ni sugirió la fundación de ninguna iglesia. Esto es algo que pone en trance difícil a aquellos creyentes que, para poder sobrevivir, necesitan de un fundamento infaliblemente seguro de su creencia en la iglesia. Ellos cuentan incesantemente con la «fuerza» y la «firmeza» de su iglesia y fundamentan esos endebles conceptos en el «Señor Jesucristo». Pero apenas se intenta contemplar a éste como eventual «fundador» de una iglesia, las existentes no podrían acogerse a su amparo. Incluso si se pudiera probar la existencia de tal fundación, ésta sólo quedaría justificada por una determinada conciencia clerical autoritaria, empeñada en concederle gran valor. La continuidad entre Jesús y la iglesia no se puede probar mediante un documento fundacional sino mediante la autorrealización, en sentido jesuánico, de una comunidad y justamente en este punto las deficiencias de las iglesias son abismales. Su «autoconciencia» se basa en la obediencia, en la heteronomía, en la división en clases, en la jerarquización, en la necesidad de crearse seguridades. Su obediente clientela necesita una iglesia que, asuma la garantía de una vida feliz, que administre el cielo y el infierno con tal de que cada persona individual se confíe en cuerpo y alma a ella, le obedezca irrestrictamente, «crea» en ella y la «ame». Con esa cosificación extrema del hombre no prestan en absoluto ningún servicio a Jesús de Nazaret. Salvo, claro está, que la propia vida de aquél se reescriba, se reinvente y se readapte.
Añadamos que aquel «Cristo», dogmáticamente definido y tan del gusto de las iglesias, no resulta ya tan atractivo como pretende la propaganda que de él se hace. No es cosa de todos el entregarse a un «hijo de Dios» que reúne formalmente en su persona títulos de soberanía celeste, amén de su preexistencia, omnisciencia etc y que nada tendría que ver con el Jesús de la historia. Los «cristianos» se hallan en un dilema y los «jesuánicos», que no pudiendo luchar, se limitan a esperar, tres cuartos de lo mismo.
Es más fácil decir quién o qué no fue «Jesús» que decir lo que fue. Si vivió o no vivió es algo que no se puede probar fuera de toda duda. Hay razones para suponer ambas cosas. Es posible que Jesús viviera realmente. Más aún, esa afirmación es, tal vez, más probable que la contraria. En cualquier caso, esta última no se puede descartar del todo. Quien la desecha a priori y da por convincentemente demostrada la realidad histórica de Jesús tiene al respecto ideas preconcebidas. Una prueba definitiva falta y apenas es posible esperar que se pueda aportar ninguna de ese género, salvo que se hallen nuevas fuentes. La historiografía contemporánea nada dice al respecto. Todo el ámbito no cristiano del siglo I lo ignora. Ningún historiador aporta la menor noticia sobre él: ni en Roma, ni en Grecia, ni en Palestina.
No hay por otra parte ninguna fórmula doctrinal cristiana que no fuera sostenida previamente por otros grupos, verbigracia, por los «esenios». Los escritos de la «secta esenia» descubiertos en 1947 en Qumran, junto al Mar Muerto, escritos surgidos por la época de Cristo y redactados en la proximidad de su propia actividad, no mencionan para nada a un Jesús de Nazaret. El hecho de que los historiadores del siglo I de la época cristiana guarden silencio es tanto más sorprendente cuanto que toda una serie de ellos describieron profusamente la situación de Palestina en aquellos años. Al revés de lo que pasa con Cristo, Juan Bautista es una personalidad cuya historicidad está perfectamente documentada. Incluso Filón de Alejandría (del 20 a. d. C. al 50 d. d. C, aproximadamente), que censura las ejecuciones injustificadas ordenadas por Herodes no menciona para nada a un Jesús de Nazaret y no todo «Jesús» que aparece en los escritos contemporáneos se refiere para nada al nazareno. «Jesús» era en aquellos tiempos un nombre tan corriente como lo serían en tiempos posteriores los de Oto o Guillermo.
Supuesta, sin embargo, su existencia, aquel Jesús no era cristiano sino judío. Los miembros de su comunidad se llamaban hebreos (la investigación más moderna los denomina «judeocristianos»). Jesús propagaba su misión únicamente entre judíos y estaba fuertemente influido por la apocalíptica judía pues creía que el Reino de Dios estaba al llegar. Que ese reino fuera el que nos presentan los evangelios —que fueron entretanto depurados— eso ya es otra cuestión. El Jesús histórico, ¿será en absoluto aquel Hijo de Dios superdócil, rebosante de obediencia hacia el Padre, que nos presentan los evangelios? Puede que las cosas fueran muy distintas. Puede que Jesús fuera un hijo levantisco que tenía en tan poca cosa al «Padre» y el «amor al padre» que los fundadores axiológicos de su época tuvieron que acabar con él. Puede que los evangelios se impusieran justamente porque transformaron aquel hijo rebelde en un corroborador de las sociedades patriarcales así en la tierra como en el cielo. Quién sabe. Jesús no respondía en todo caso a esa imagen archiconocida de sumiso asentidor, siempre dispuesto a decir «amén, Padre amado» a todo cuanto se le venía encima. Esa obediencia filial se compaginaba, en cambio, de manera muy llamativa con la constelación de intereses propugnada por los evangelios. Jesús predicó la inminente llegada del fin del mundo y se engañó totalmente en cuanto a esa su predicación central. Ésa es la conclusión más segura a que ha llegado la moderna teología de tendencia histórico-crítica. Cristo no se convirtió en el punto de arranque de una nueva religión en virtud de las verdades por él predicadas, sino a causa de una predicción errada. En el caso de que el fin del mundo hubiera sobrevenido tan tempranamente como él lo predijo, la iglesia hubiera sido algo superfluo. Fue justamente su error lo que dio pie a una iglesia. Fue justamente su autoengaño lo que posibilitó que otros círculos, fundamentalmente interesados en el poder, se apoderaran de su persona y escenificaran un fraude de gran calibre: no es el reino predicado por Jesús lo que vino a la tierra sino la iglesia. Entre ambas cosas media un abismo y cualquier intento de tender puentes entre Jesús y Cristo, entre el «reino» y la «iglesia», está condenado a un lastimoso fracaso. Quien ha construido esos socorridos puentes se llama ciertamente «máximo constructor de puentes» (pontifex maximus) como el papa de Roma, pero no consiguió nunca realizar una obra de solidez consistente. Por lo demás, la misma figura de Pedro, quien en calidad de príncipe de los apóstoles y «primer papa» habría fundado en Roma una comunidad y padecido la ejecución en esa misma ciudad, pertenece a una leyenda ahistórica. En realidad nada se sabe sobre la suerte corrida por el pescador Simón («Petrus») y menos aún sobre el momento y las circunstancias de su muerte. «Jesús de Nazaret» tuvo que ser remodelado para adaptarlo a lo que hoy se llama «su iglesia». Lo que surgió no era ya un ser vivo sino una figura de arte adaptada a una fe interesada en determinadas aserciones. De ahí que también carezcan de historicidad los episodios de su legendaria existencia y la mayor parte de cuanto se expone en los evangelios o se declara en el dogma clerical.
—Día, año y lugar de su nacimiento, tal como lo cuentan los evangelios y la piedad tradicional, son históricamente falsos. Jesús no nació en Belén. El 25 de diciembre tiene una prehistoria pagana: la de la festividad en honor del «Dios sol», incluida en el calendario del Imperio Romano en el siglo III.
—No puede ser resultado del azar ciego el que Mitra, el salvador y dios del sol de los romanos naciera el 25 de diciembre en un pesebre; que los pastores exaltasen su gloria; que prometiera la paz al mundo; que fuera crucificado y que resucitara en la Pascua y subiera a los cielos. Eso por mencionar tan sólo algunas de las similitudes más llamativas entre su leyenda y la de Cristo.
—Jesús no es hijo de una virgen. Procede del matrimonio de una mujer llamada María con un hombre llamado José. Ni una sola vez contó él algo distinto de ello. El culto a María, que pronto emergió en la iglesia, tenía que inventar y exhibir leyendas: la nueva diosa no era presentable como viuda de un carpintero judío.
—La historia de la matanza de los niños inocentes por orden de Herodes está tan falta de toda historicidad como la leyenda de la huida de la familia del carpintero con el niño Jesús hacia el Egipto.
—Que Jesús no estuviera casado es también un hecho más que improbable. Que su figura fuese estilizada al respecto hasta convertirla en una especie de «virgen masculina» respondía a un cálculo bien meditado. Asociar su figura o la de cualquiera de sus seguidores con la sexualidad era algo inconveniente en una iglesia dirigida por célibes.
—Que las narraciones milagrosas que se le atribuyen no son sino ornamentaciones de su imagen heroica es algo que está hoy fuera de duda. No hay ninguna doctrina especial que tenga su origen especial en Jesús de Nazaret. Apenas si hay una expresión pronunciada por Jesús que no se pudiera leer ya en la literatura judía anterior, aunque fuera parcialmente modificada por él.
—Jesús no escogió ningún grupo de 12 discípulos o apóstoles. «Los doce», prescindiendo de su valor simbólico, son una construcción posterior.
—El mandamiento del amor al enemigo, al que entretanto se presenta como la exigencia más noble del cristianismo, no se halla en los textos más antiguos y sí que se halla, en sentido aún más riguroso, en Platón.
—Jesús no reivindicó nunca para sí la pretensión de ser el mesías de los judíos. Nunca asumió ninguno de los muchos títulos mesiánicos que la tradición le atribuye. Nunca se le habría ocurrido llamarse o hacer que le llamaran el «Cristo». Las exaltaciones mesiánicas legadas por los evangelios no contienen, desde el punto de vista histórico, una sola palabra verdadera.
—La historia de la pasión está engalanada con leyendas y no tuvo el decurso que describen los evangelios. La pasión de Jesús tenía que «cumplir» hasta el último detalle las profecías del A. T. y fue debidamente aderezada en ese sentido.
—Los evangelistas apenas disponían al respecto de material biográfico y Pablo pasa en silencio por todo ello. Faltaban testigos oculares y también auriculares.
—Contra la común suposición de que cierto Judas traicionó a Cristo resalta la tendenciosidad de la narración en ese punto. Todavía en el año 1967 una encuesta mostraba que el 91% de los encuestados (que por lo demás creían muy pocas cosas) creían en esa traición. A despecho de ello hay que subrayar la falta de historicidad de la figura del discípulo traidor.
—En el caso de Jesús no se celebró ningún proceso sensacional, como tampoco en el caso de los cientos, tal vez miles, de personas ejecutadas por Pilatos. El prefecto romano —en contra de lo que afirman los evangelios— no era propenso a la clemencia. Era más bien un juez duro, dado a juicios sumarísimos. Pocos años después de la muerte de Jesús, Poncio Pilatos fue depuesto ante las muchas protestas de los judíos.
—Que hubiera un proceso independiente ante el Sanhedrín judío es cosa harto improbable. Fue Poncio Pilatos quien dictó la pena de muerte, pena ejecutada después por sus legionarios. Sirios, probablemente.
—Sobre la fecha exacta de la muerte de Jesús no hay sino conjeturas. En la actualidad se considera que el 7 de abril del año 30 es la más probable. Jesús de Nazaret, que nació siete años antes de su fecha de nacimiento oficial, tendría por lo tanto 37 años al morir.
—No ha sido posible averiguar el lugar exacto de la ejecución. Es más que probable que no fuera el sitio donde hoy se alza la iglesia del Santo Sepulcro. Es mentira que 300 años después fuera encontrada la cruz (¡por parte de la madre de Constantino!). Las astillas de la «Vera Crux» dispersas por todo el mundo son falsificaciones.
—La afirmación de que Cristo aceptó voluntariamente su muerte en la cruz es absurda. El anhelo de muerte es completamente ajeno al modo de sentir judío.
—Jesús no instituyó por sí mismo ningún «sacramento». No bautizó a nadie. Se limitó a tomar «la última cena», pero no instituyó con ello el sacramento de una iglesia, acerca de la cual no tenía el más mínimo barrunto.
Hubo un hombre fuertemente interesado en reinterpretar al Jesús de Nazaret histórico hasta convertirlo —en beneficio de las comunidades paulinas— en el Cristo del mundo. Él fue quien se lleva la palma como fundador del cristianismo. El primer «cristiano» de la larga serie de cientos de millones no fue Jesús de Nazaret sino Pablo de Damasco, ciudad donde habría tenido lugar su «conversión». Es también el primer escritor cristiano. En más de un sentido, lo que él enseña es completamente distinto a lo que enseñaba el Jesús de la Biblia («destilado» por la teología histórico-crítica). Pablo, que no conoció personalmente a Jesús, abandonó la creencia de este último en la inminencia del fin de los tiempos. Con ello demostró tener un gran olfato —y no sólo en este punto— para garantizar un futuro al cristianismo. La orden de bautizar y de misionar son algo íntegra y exclusivamente paulino. Puestas en la boca de Cristo, esos mandatos servían para legitimar los viajes del «apóstol de las gentes» (y han servido asimismo para causar el sufrimiento de millones de personas). Fue Pablo quien introdujo la doctrina del pecado original y la de la redención. Él, el apóstol póstumo del Señor, era un solitario hostil al matrimonio y al cuerpo, cuyo odio no sólo se dirigía contra las mujeres (él permaneció en su soltería), sino también contra aquellos cuyo trato no debía cultivar, los auténticos apóstoles originarios, o, por «razones de fe», no quería cultivar: los judíos y los «herejes».
A partir de ese odio del excluido instituyó una nueva comunidad, su religión, su iglesia. Todavía hoy son millones los que han de soportar sobre sí esa herencia. El célebre teólogo y médico, A. Schweitzer, juzga que Pablo «no parece, ni de lejos, tener la más mínima conciencia de… estar comunicando sus vivencias propias como algo únicamente aprehensible para quien repite vivencias parecidas», sino que las propaga «como si se tratara de un sistema inmediata y objetivamente derivado de los hechos». El autor judío J. Klausner opina así por su parte: «Pertenecía a aquella clase de “tiranos espirituales” en los que se funden persona y obra, y que en nombre de esa obra se permiten inconscientemente hacer todo cuanto su egoísmo les inspira…».
Que Jesús, según una expresión usada por el teólogo F. Overbeck, «debía permanecer incomprensible para alguien como Pablo» es algo que puede, a su vez, hacerse comprensible. La realidad judía de Jesús era para Pablo algo puramente tangencial. En vez de ello, el apóstol trasmite la impresión de que Cristo se hallaba en permanente debate con el judaísmo, especialmente con los fariseos. Como no podía remitirse en apoyo de ello a los auténticos testigos, Pablo hizo lo imposible por devaluarlos y por reducir a la insignificancia su influencia en la configuración de «su imagen de Cristo». Jesús de Nazaret no debía ya ser juzgado por lo que había pretendido o lo que había hecho. Su importancia había de verse «desde la perspectiva de la Pascua». Lo que Pablo nos cuenta acerca del Nazareno es bien exiguo: Jesús era un judío leal (Gal 3, 16), que no nació de una virgen sino de una mujer (Gal 4, 4). Que tuvo varios hermanos y hermanas (Rom 8, 29). Que siempre fue obediente a Dios (Fil 2, 8). Sobre la historia de la pasión, de importancia central en los evangelios, no da Pablo ni un solo detalle.
Los primeros apóstoles de Jerusalén, acerca de los cuales faltan testigos directos, se enfrentaron una y otra vez con Pablo, un advenedizo que no había conocido a Jesús como ellos y que pretendía, sin embargo, saberlo todo acerca del Cristo. Los cristianos judíos, que acabaron por denegarle a Pablo el apostolado ante los gentiles, afirman que éste se limita a hablar acomodándose al gusto de sus oyentes. Que es una persona fatua e hipócrita. Que hace demasiado fácil el acceso a Jesús y que en realidad no predica a éste sino a sí mismo. Le acusan de fraude económico y de cobardía. Lo tienen por loco e irrumpen en sus comunidades para robarle sus ovejas. La lucha por la recta doctrina se convierte ya —algo típico en la historia del dogma— en una lucha por la influencia y el poder. Pablo no sería Pablo si se hubiera conformado con ello, de forma que no se limitó a encajar golpes sino a devolverlos con creces. Su hostilidad se hizo implacable y duró hasta su muerte. Sólo quienes piensan sin sentido histórico se creen el bello cuento de la «pareja ideal de los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo», surgido tardíamente, entre las muchas leyendas de Roma, como base de la fiesta nacional del Vaticano (el 29 de junio) y celebración póstuma de la supuesta reconciliación de ambos. Nunca, ni en sus mismos principios, hubo una «ortodoxia» en el cristianismo. Lo que sí hubo es lucha por la misma con sus correspondientes e inevitables consecuencias, asesinatos y homicidios incluidos.
Finalmente, el Pablo tardío se alzó con la victoria y de sus adversarios protocristianos se perdió hasta la misma huella histórica. Pablo supo, en cambio, sacar adelante sus ideas religiosas. Él abrió las puertas de par en par al espíritu de la época y así, mientras que los cristianos jesuánicos no pudieron sostenerse social ni políticamente (la misma iglesia y también el estado los reprimieron), el paulinismo anegó todo el mundo occidental. Pablo fue el sobrio organizador que conocía a fondo uno de los elementos de toda buena política, la creación de organismos destinados a perdurar. Fue el hombre que organizó su iglesia como si el fin del mundo no fuera nada inminente. El hombre que, consciente del rígido control a que lo sometía todo el aparato de poder romano, eliminó totalmente el aspecto político de la «idea mesiánica». El hombre que ni siquiera quiere cuestionar en principio la legitimidad del poder realmente existente, sino que alienta con su doctrina la sumisión y el acomodamiento a la «autoridad» ejercida por los poderosos. El hombre que sabe también sacar el máximo provecho del sistema administrativo romano, marco previo e ineludible, y que sabe vincular a su persona las distintas comunidades usando la más terrenal de las cosas terrenales, el dinero. El hombre que alienta decisivamente el desarrollo que transforma a Jesús en el Cristo, en el Dios invocado como redentor y salvador de todos los atribulados. Pablo fue quien propició la peripecia ideológica que transformó la espera inmediata de la parusía en el esperanza de la «vida eterna» y quien afianzó esa nueva doctrina. Mientras que la comunidad primitiva creía aún en la realización del reino de Dios sobre la tierra mediante el retorno del Señor, Pablo enseñaba la tesis contraria y más provechosa: ese reino ya ha irrumpido entre nosotros gracia a la «muerte sacrificial» de Jesús y a su «resurrección». Ya no habrá un Jesús retornado a la tierra. Al menos no lo habrá en un futuro previsible. Es el cristiano individual el que retorna a él en los cielos… salvo que haya defraudado a su Dios en esta tierra y se haya mostrado impenitente.
Pablo sabe bien lo que se dice. En sus escritos, el nombre de Jesús sólo aparece 15 veces. El título de «Cristo», en cambio, aparece 378 veces. Pablo, que reinterpreta en sus escritos los hechos históricos y se adereza su propia religión, toma prestados de la atmósfera cultural contemporánea todos aquellos elementos que cuadran con sus propósitos. Pinta la beatitud del cristiano con giros griegos y helenísticos y sus cartas están plagadas de expresiones lingüísticas tomadas del acervo espiritual del paganismo. Sus contenidos son a veces exacta y chocantemente paralelos a los de las religiones mistéricas contemporáneas y a los de la filosofía griega. Un ejemplo relacionado con la «redención»: en este punto la doctrina del «apóstol de las gentes» ha hechos suyos elementos de la cultura antigua y los ha proyectado sobre la figura artificial de su «Cristo». Jesús de Nazaret queda reducido a la función de una percha de la que se cuelga la vestimenta dogmática adecuada («de moda») en cada momento. Según lo que sabemos procedente del propio Jesús (¡que es, por cierto, bien poco!) la doctrina paulina de la redención era algo totalmente ajeno a su pensamiento. Que ese Jesús se hubiera visto a sí mismo como «redentor y salvador del mundo» es impensable a la vista de los datos históricos de que se dispone. El profeta judío no quería ser el Hijo de Dios de las iglesias cristianas y la secta judía que lo seguía no quería por nada del mundo convertirse en iglesia cristiana. Para los judíos, la salvación nunca vino de Roma. Ahora bien, quien no reconocía al Cristo paulino se exponía al anatema de Pablo y al de una iglesia que, sin razón alguna, remitía a Jesús y no a Pablo su propia fundación.
En su calidad de «religión del libro», el cristianismo promovió entre los suyos el respeto ante cierto número de textos sagrados. Ahora bien tanto los textos como su santidad y su número siguen siendo objeto de controversia. ¿Constituyen una buena nueva o una nueva amenazadora? Entre otras muchas cosas tampoco se ha podido esclarecer aún por cuál de las dos soluciones se decidieron los evangelios, cuyos textos llegaron a nosotros con centenares de miles de variantes. La imagen de su Dios abona el punto de vista de que se trata de un Dios severo con quien no conviene bromear salvo que uno se atenga a las consecuencias. Un Dios que más temprano o más tarde se vengará de quien no se arrepiente. Esa «imagen de Dios» no es, desde luego, privativa de los escritos fundamentales del cristianismo. El Dios que predican al mundo no aventaja en nada al de sus competidores patriarcales. Tampoco la existencia de «sagradas escrituras» (o mejor dicho de «escrituras declaradas sagradas por la iglesia») como los evangelios son nada que sorprenda especialmente en la historia de las religiones. Son, incluso, algo habitual. El interés histórico es algo ajeno a todas ellas. Son escritos destinados a la misión. Se dirigen a los creyentes para apoyarlos en su fe y a los no creyentes para inducirlos a la conversión. Los evangelios tienen poco que ver con Jesús. Ni una sola de sus palabras fue anotada directamente. Lo que él pudo haber dicho circulaba de boca en boca y después de su muerte sólo se trasmitían textos fragmentarios: pequeñas historias, parábolas, sentencias o colecciones de dichos. Imposible determinar en esa fase cuándo dijo Jesús tal cosa o tal otra y qué es lo que pensaba realmente al decirlas. Puesto que no era ya posible constatar el cuándo, el dónde y el cómo, los evangelistas se sentían autorizados a pulir, reagrupar y completar frase tras frase, palabra tras palabra. De ahí que se inventaran milagros adicionales y también pasajes que dieran algún sentido o incluso «palabras del señor». De ahí que no concuerden ni los datos geográficos ni los cronológicos. La «Sagrada Escritura» es un producto literario surgido de la exaltación religiosa que creció hasta desbordar considerablemente las dimensiones históricas de Jesús. Una colección de escritos edificantes, destinados a la misión y configurados según le parecía conveniente a la «comunidad» de entonces.
Ninguno de los evangelios fue compuesto por testigos oculares. Los autores son personajes históricamente oscuros. Ninguno de ellos es idéntico al apóstol o discípulo de Jesús al que alude su nombre. Tampoco el autor de la «Carta de Pedro» tiene nada que ver con el Pedro del que habla el evangelio. Aquí y en otros casos, los autores se adornan con plumas ajenas. Ninguno de los discípulos de Jesús —aun en el supuesto de que supiera escribir— estaba en situación de redactar escritos teológicos. La discrepancia entre la autoría nominal y la real es especialmente grande por lo que respecta al evangelio atribuido a Juan. Este escrito fue influido desde fuera por la gnosis cristiana primitiva, un «tremebundo mixtum compositum de ideas iránicas, babilónicas y egipcias». Por lo que respecta a este evangelio tardío se puede descartar en absoluto que se componga de auténticos textos de Jesús o que contenga un mensaje auténtico del nazareno. Las «bellas palabras» usadas por el autor Juan (que no fue discípulo de Jesús) tienen importantes resonancias para los oídos teológicos, pero no provienen del propio Jesús. El nazareno, verbigracia, no dijo nunca de sí mismo que él era «el pan de la vida, descendido del cielo». Él no exigió de nadie que en aras de su salvación comiera de «su carne» o bebiera de su «sangre».
Pese a todo ello el enfoque dado por Juan se impuso. Unos cuantos (¿los mejores o los más afortunados en la lucha?) de entre los cientos de maestros que aseguraban sin excepción conocer y defender la verdadera doctrina de Jesús —y que acusaban a los demás de fraude doctrinal— se abrieron paso hacia el futuro. Es comprensible, dadas las circunstancias bajo las cuales se escribieron los evangelios, que no solamente se deslizaran errores de copia sino también contradicciones e incluso falsedades. Comenzamos ya por el hecho de que más de la mitad de los escritos neotestamentarios son espúreos, es decir que son completamente falsos o se atribuyen falsamente a un autor determinado: algo que, sin embargo, no parece ir en detrimento de su carácter de «palabra de Dios». La iglesia oficial sabe, como siempre, zafarse también de ese problema: lo que ella, aunque sea siglos después, haya declarado como texto original es, irrestrictamente, auténtico e inspirado por el «Espíritu Santo», sin falta ni defecto. El principio básico de la Catholica se acredita aquí una vez más: qué textos son auténticos y cuáles son falsificaciones; qué es el error y qué la verdad no son cosas que haya de decidir la ciencia o el hombre que indaga. Eso lo deciden los clérigos… y el Espíritu Santo. La consecuencia práctica de ese punto de vista fue que el papa Dámaso (más tarde hablaremos de este santo peculiar) encargó el año 383 a Jerónimo (un calumniador y falsificador elevado a los altares) redactar un texto unitario. El encargado dio lo mejor de sí: en más de 3.500 pasajes alteró el texto literal de los originales. Esta traducción de Jerónimo, la denominada «Vulgata» —denominación debida a que estaba destinada a una amplia generalidad— mereció a lo largo de los siglos numerosas objeciones por parte de la misma iglesia, pero el Concilio de Trento la declaró «auténtica» en el siglo XVI. El Primer Concilio Vaticano del año 1870 confirmó de nuevo, por lo que respecta a los católicos, la divina «inspiración» de los textos bíblicos. Acerca de ese punto no se ha permitido hasta ahora, para asombro de las iglesias no católicas, la menor discusión.
Los evangelios canónicos, es decir, los evangelios reconocidos oficialmente por la autoridad de la iglesia después de largas controversias, surgieron decenios después de la presunta muerte de Cristo en la cruz. Ni un solo escrito del N. T. —ni de la Biblia en su totalidad— ha llegado a nuestras manos en su texto original. En un manuscrito descubierto en el año 1966 en Estambul, que nos informa acerca de los primeros siglos cristianos, se informa de 80 diversas versiones de los evangelios. El Nuevo Testamento de que hoy disponemos corresponde al estado textual en que circulaba, hacia el año 380, por la cristiandad oriental. En un principio nadie pensaba en la posibilidad de una «iglesia», ni en su historia o futuro. Las anotaciones tempranas se tornaron interesantes cuando el fin del mundo se demoraba una y otra vez y el Señor no daba la menor muestra de querer retornar. Cuantos más rastros desaparecían del Señor, más necesario se hacía el divinizarlo por parte de evangelistas, discípulos y creyentes. Ése fue el inicio de un gigantesco proceso de reinterpretación y de readaptación escrita. La esperanza en el retorno inminente se transformó en esperanza de un retorno más lejano y más tarde se la trucó en «vida eterna». Los milagros de Cristo sufrieron un considerable incremento de número y cualidad y el propio Señor fue promocionado a «Mesías» de los judíos y a «Cristo» de los cristianos. Más aún: a «Hijo de Dios» para los hombres de todo el orbe y de todos los tiempos. Con ello, la idea obsesiva del «dogma» venció definitivamente al pobre hombre de Nazaret y la «Iglesia de Cristo» se elevó al rango de una institución con cuya ayuda fue posible someter a los hombres a la explotación dirigida por grupos de élite.
¿Explotación? Los términos indulgencia, infierno, purgatorio, penitencia, donativo y donación testamentaria son emblemáticos y expresivos de importantes detalles de este negocio que permite estrujar a los hombres valiéndose del miedo. Cada uno de estos mecanismos del estrujamiento religioso tiene su propia y nefasta tradición y todos perduran hasta el día de hoy. Sirva este ejemplo: todavía a mediados de nuestro siglo hallamos a un teólogo que ensalza la indulgencia como «uno de los factores más importantes de la historia económica» pues posibilitó la construcción de «espléndidas catedrales y bellas colegiatas»; diseminó «en nuestros paisajes capillas que hoy nos son familiares, rústicas estatuas de santos… y permitió ornamentar sacristías y cámaras de tesoros eclesiásticos». En el año 1971 un libro publicado con el imprimatur eclesiástico escribe exultante que «La doctrina de las indulgencias, combatida a veces por ignorancia, pertenece a las cosas más bellas de nuestra fe. La mejor comparación para entender la indulgencia es la acción bursátil. Cuantas más acciones posee uno, tanto mayor es la parte de capital y de ganancia obtenidas en un negocio. El “negocio” al que nosotros pertenecemos es la iglesia y quien gana una indulgencia se convierte en accionista de la iglesia».
¿Y la confesión, a la que hoy se suele denominar «sacramento de la penitencia»? El jesuita A. von Voss escribe al respecto: «¡Da limosnas; cuida a los enfermos; entierra a los muertos; ayuna; vigila; ora; atorméntate; mortifícate; llora hasta cegarte los ojos: nada de ello puede sustituir a la confesión!». Los clérigos necesitan los pecados y también a los pecadores arrepentidos. De ello viven y no viven mal, nada mal. «Sé pecador y peca con denuedo», nos anima Lutero, «pero confía y alégrate en Cristo».