Los cristianos adolecen de dos defectos: el de exceso de ignorancia y el de falta de honestidad. Los cristianos obstinado, duros de corazón y de mollera, apenas saben algo de su propia confesión. Son también en su mayoría «legos». Algunos de entre ellos saben, sin duda, lo suyo, pero no son lo bastante honestos como para sacar las debidas consecuencias y abandonar su religión.
Este libro puede salir al encuentro del vicio enunciado en primer lugar, la ignorancia, aportando datos para la reflexión. Para el segundo vicio, en cambio, no dispone de ningún remedio. A quien quiere pensar y actuar sin honradez, a quien incluso se gana el pan jugando con la ignorancia de los otros, es decir, a quien ejerce de clérigo, a éste se le puede desenmascarar, pero no se le puede ayudar.
Un texto muy pertinente del Nuevo Testamento (Lu 10,30-37) describe un hecho ilustrativo de lo que suele ser el amor cristiano al prójimo: el del clérigo que pasa de largo frente a un herido sin ayudarle. Quien sí ayudó «al que cayó en manos de los salteadores» fue el buen samaritano, execrado por los justos como extranjero. Ésta es una historia de valor intemporal. Mirar, siempre mirar, pero no querer saber nada, ni hacer tampoco nada. Son millones las víctimas que el cristianismo tiene sobre su conciencia, pero lo suyo es digerirlas sin que ello perturbe su digestión. Nada, pues, de arrepentirse. Un mirar que no sirve para nada; un saber inoperante. Una «comunidad de salteadores y transeúntes» que miran indiferentes: ésta es la actualidad cristiana.
El clero puede seguir creyendo en su «catecismo». El Vaticano maquina justamente una edición nueva del mismo. Obviamente, sus «verdades eternas» dependen, en la mayoría de los casos, del espíritu de cada época. Son más de 24.000 enmiendas al borrador de la curia propuestas y enviadas hasta el momento. A los cristianos de Roma, ilusionistas de la verdad, les aguarda un trabajo infernal. Pero de seguro que el Catecismo 1992 no aportará nada nuevo. Sólo lo que todos ya conocen aunque provisto de un nuevo envoltorio. Persistan, pues, los clérigos en su inveterada fe. Hay, sin embargo, una sola cosa que no debieran ya conseguir con tanto éxito como hasta ahora: engañar y arruinar económicamente a quienes, ciertamente, conocen menos que ellos la ignominia y la vergüenza de las iglesias pero piensan y obran, en cambio, con más honestidad. Todos los intentos de fundamentar la fe y la obediencia en función de los intereses, tienen que acabar.
Si nuestro libro va dirigido «contra» algo, ello sólo puede ser contra esa gente de iglesia y sus verdades de pacotilla. Si se esfuerza por mostrar toda la verdad de las iglesias; si muestra sus facetas más oscuras e incluso demuestra que éstas son las que predominan, entonces no será, desde luego, un libro «ponderado» en el sentido que a la clerigalla pensante le agradaría. Será, sí, un libro partidista. Tan partidista como los miles y decenas de miles de tratadillos de clérigos que sólo presentan la imagen luminosa de una institución impoluta y que al mismo tiempo se queja vocingleramente al sentir que su montaña de publicaciones mentirosas, plagadas de verdades de pacotilla, se ve peligrosamente amenazada por causa de un sólo libro que cuenta la verdad histórica. Un «Anticatecismo» seguirá siendo necesario en tanto las razones aducidas por él contra la iglesia y a favor del mundo no hallen cabida en el propio catecismo oficial, ni la hallen tampoco los hechos del pasado y el presente del cristianismo real. Las ponderaciones que se realizan en este anticatecismo no provienen, ciertamente, de la sola estimación propia. Se ajustan a las valoraciones indicativas de la propia iglesia.
Cosas para ella tan primordiales como el dinero, el poder y la guerra, son objeto en nuestro libro de un análisis y de una crítica más detalladas que otros temas de segundo rango en la cotidiana vida clerical, verbigracia, el espíritu, el amor al prójimo y el amor a Dios.
Ojalá que nadie se deje intimidar por quienes, siglo tras siglo y manipulando falsedades, han sabido apalear oro del bueno. Ojalá que la valentía de los que no quieren seguir tragando patrañas sea lo bastante grande. Ojalá que se volatilice el incienso y que llegue el día en que el aire se vuelva tan limpio que se haga respirable para los hombres. ¿Que para qué se halla el hombre en este mundo? De seguro que no para arrodillarse y pagar además a aquellos ante los que se arrodilla: sus embaucadores y opresores.
Los únicos hombres que realmente sacan provecho de la religión son justamente los mismos que vienen predicando época tras época que «el ser humano» es por naturaleza religioso, que no puede existir sin religión y que privado de ella se degrada hasta descender nuevamente al nivel del animal que ya fue en los tiempos prerreligiosos. En esas frases con ecos de ímpetu ancestral se pone al descubierto el núcleo de la argumentación: la arrogancia de los exégetas religiosos que saben marcar distancias frente a los animales (criatura de insuperable inocencia) y tratan de poner a sus semejantes bajo el yugo de la propia ideología como si se tratara de la verdad.
Dondequiera que esté la verdad se hallará acompañada de la humildad. Ya el mero conocimiento de unos cuantos hechos de la historia humana tendría que hacer más humildes a los intérpretes del fenómeno religioso (eso si no es que vienen reprimiendo ese conocimiento desde mucho tiempo atrás al objeto de no perder sus prebendas). Por una parte, sabemos muy poco sobre la temprana historia del hombre, de duración desproporcionadamente larga si se la compara con las épocas conocidas. Vista desde la totalidad de nuestra historia, la religión actual queda reducida a pura nimiedad. Si la historia del hombre viene estimada en torno a unos 150.000 años, («nosotros mismos somos aún neandertales») esos 2000 del cristianismo como sedicente «religión superior» resultan más que minimizados. Sólo se pueden expresar en milésimas. ¡Y cómo se ha degradado esa pretendida «religión superior» en tan sólo 20 siglos de «fructífera actividad en favor del género humano»! Que esos 2000 años hayan estado plagados de asesinatos y homicidios, de engaños y fraudes debería hacer menos pretenciosos a los defensores de la causa religiosa. Nada habla en favor de aquella elevada posición si no es su propia arrogancia y el desprecio hacia los hombres. ¿El cristianismo la mejor de todas las religiones? Su propia historia sanguinaria testimonia en contra de ello. Allá donde la «disposición natural» inherente a la naturaleza humana, es decir, la «necesidad originaria de religión», no era suficiente el cristianismo se sentía obligado a prestar su cooperación y a «enmendar» aquella naturaleza y es obvio que así tuvo que proceder en la mayoría de los casos: no había más remedio que comenzar «activando» aquella disposición. Así ocurrió, verbigracia, con los germanos, o con los millones de indios que necesitaron probar primero la espada de los cristianos antes de rendirse a la «religión superior». Hablar por ello y con tan torpe argumentación de una «predisposición religiosa innata» en el hombre resulta un sarcasmo. Otro tanto cabe decir de la afirmación según la cual esa «predisposición innata» «culmina» plenamente en las sedicentes «religiones superiores» y a fortiori en el cristianismo, cuya modalidad más acabada sería la romanocatólica. El simple llanto de uno solo de los muchos niños indios acuchillados en el seno de su madre por los mensajeros de la «buena nueva» se convierte en argumento contrario a la pretenciosa afirmación. Han sido muy pocos los mortales que tuvieron la posibilidad de alegrarse de esa «predisposición religiosa innata» durante esos dos milenios de la historia criminal del cristianismo. Una aplastante mayoría de los mismos, en cambio, padecieron los rigores de su violenta misión o fueron bautizados por la fuerza. Las prácticas más recientes en este sentido tienen lugar, todavía hoy, en aquellos lugares en los que la geografía indica casualmente «cristianismo» en lugar de «budismo» o «hinduismo».
Al hacerse conscientes de la propia muerte y creerse por ello diferentes de los animales los humanos se elevaron, casi automáticamente, a la categoría de pensadores que podían mirar «más allá de la muerte». De la mano de esa mirada emergieron paulatinamente las preguntas acerca del sentido de la propia existencia («el alma»), acerca de una vida ultraterrena («inmortalidad») y acerca de una instancia que pudiera garantizar ambas, («Dios»). Estos interrogantes hallaron respuestas diversas a lo largo de los milenios. El universo de los interrogadores estuvo durante mucho tiempo poblado de espíritus y dioses tribales hasta que, finalmente, aquéllos fueron relevados por la idea de una «deidad verdadera en exclusiva». Generación tras generación, los más afectados por el problema fueron aportando sus pinceladas a ese cuadro que actualmente se nos presenta ya como perfectamente acabado. En la mayoría de los casos esos forjadores de divinidades no sólo mostraron su decidida voluntad de proporcionar a los mentalmente menos dotados las respuestas correctas a las preguntas ya formuladas, sino que además exigieron una retribución por avivar esa esperanza de redención. El Dios verdadero no estaba ahí, sin más, para asumirlo gratuitamente. El objeto con el que se negociaba no admitía rebajas. El miedo a la pérdida de la propia existencia —una pérdida perdurable— no estaba sin embargo tan generalizado como le agradaría pensar a algún que otro filósofo de la religión. Incluso puede que fuera, en gran medida, resultado de una insistente persuasión verbal. La escabrosa cuestión del «sentido de la existencia», cuya «correcta» respuesta sirve también en nuestros días, y mejor que cualquier otra cosa, para seguir ganando dinero, no es para muchos tan esencial como se piensa en los círculos clericales. Como quiera, no obstante, que el miedo a la naturaleza del hombre, y asimismo a lo «sobrenatural», viene siendo predicado siglo tras siglo por parte de los sacerdotes de cualquier proveniencia, no es de extrañar que muchos acaben también comprando a los predicadores la medicina que ofrecen: su moral y sus dogmas, cuyo seguimiento abre la esperanza al más allá.
Basta pensar en las gigantescas construcciones de la cristiandad para comprender mejor y de un solo golpe tanto el miedo como la esperanza. El deber y el placer de erigir catedrales provienen, por partes iguales, del miedo al infierno y de la esperanza del cielo. De ahí que no le faltara razón al Papa Nicolás V, cuando en 1455 exhortaba a los cardenales a proseguir con la renovación de la ciudad de Roma: «Para meter en las cabezas de la masa ignorante convicciones verdaderas tiene que haber algo que les hable a los ojos. Una fe apoyada meramente en doctrinas será siempre débil y vacilante. Pero si la autoridad de la Santa Sede se hace visible a través de majestuosas construcciones… que parecen realizadas por Dios, entonces crecerá la fe…».
Otros logros culturales del Cristianismo como las cruzadas y la persecución de los herejes, también contribuyeron indudablemente al fortalecimiento de esa fe. Es en esas proezas históricas donde se hace palpable la religión superior que impera en nuestras latitudes. Cuando en sus discusiones políticas los partidos aluden al occidente y al «plus ideal» que caracteriza al cristianismo, sus alusiones se basan, probablemente, en tales triunfos culturales o en otros semejantes. Ahí tenemos, p. ej., la cuestión del hombre occidental y su relación con los animales: ¿A qué nivel sublime se ha elevado ese hombre respecto al resto de la creación para asumir la responsabilidad del asesinato atroz, eón tras eón, de un sinnúmero de animales? ¿A qué nivel se halla el mismo «Creador» sobre su propia creación, toda vez que permite que millones de animales sean asesinados en aras de la «corona de la creación?». He aquí algunas cifras procedentes de los laboratorios experimentales alemanes: tan sólo en el año 1990 más de 2,5 millones de animales fueron «utilizados» en ellos. «Utilizados», es decir, aprovechados o matados en contra de su destino natural. En 1971 los laboratorios de los EEUU «utilizaron» 15 millones de ranas, 45 millones de ratas y ratones, 850.000 primates, 46.000 cerdos, 190.000 tortugas, 222.000 gatos, 500.000 perros y 700.000 conejos. ¿No podría ser que la mirada de terror ante la muerte de uno solo de esos conejillos de Indias constituyera de por sí un decisivo argumento contra ese hombre occidental y su «Creador»? Vosotros, creyentes asesinos, ¿habéis de someter la tierra a vuestra servidumbre? ¿Por cuánto tiempo todavía? ¿Quién autoriza a los miembros de la iglesia a acusar a los no pertenecientes a ella de robo y asesinato y a difamarlos como «personas subdesarrolladas»? ¿Quién puede alegar, sin sonrojo, que «únicamente la fe en Dios» es la garantía para impedir que los asesinatos y los homicidios se extiendan por doquier? En todo caso, la predicación y la práctica que han imperado durante los 2000 años de historia del cristianismo padecidos hasta ahora enseñan lo contrario.
Que se den, como se dan incuestionablemente, mentiras eternas no presupone que también haya una verdad eterna. La «cuestión del sentido» no resuelve por sí misma ninguno de los problemas históricos. Esa cuestión sólo tiene pleno «sentido» para quienes, en virtud de su misma profesión, sacan buen provecho de ella. Para ellos todo ha de responder a un propósito. Y una vez caen en la cuenta de lo bien que se puede hacer dinero dando respuestas oportunamente adecuadas a su tiempo a esa cuestión intemporal, no ven ya ningún «sentido» en desentenderse de algo tan rentable. Es ya de por sí dudoso que al pensamiento reflexivo se le plantee de manera espontánea esa cuestión del sentido. La existencia no necesita en absoluto tener un sentido. El ser humano puede y debe darse a sí mismo un sentido. Una fe que se entiende a sí misma como posesión quiere ser dueña de la verdad (y del sentido) para juzgar y objetivar desde esa perspectiva todo lo real. Así concebida, la fe es, en palabras de Erich Fromm, una muleta para aquellos que ansían seguridad, que quieren encontrar un sentido a la vida sin tener el coraje de buscarlo por sí mismos. ¿La búsqueda del sentido? Que sean tan pocos los cristianos capaces o dispuestos a tomar en sus manos y a solucionar de manera autónoma este deber humano dice poco en su favor pero mucho en favor de la eficacia de las buenas tradiciones cristianas. Los cristianos han podido acostumbrarse, desde tiempos inmemoriales, a poner sobre el tapete sus propios pseudoproblemas como si fueran «cuestiones del hombre en general» y a trasmitir a los demás las consiguientes pseudorespuestas a los mismos. En tiempos de mutaciones generalizadas y profundas como los actuales debieran reconocer que habían construido sobre fundamentos chapuceros y que no pueden por ello aspirar al papel de arquitectos del futuro. El modelo esquematizado por el binomio «miedo-esperanza» pertenece ya al pasado. Los hombres no están, a buen seguro, en este mundo para escuchar sermones angustiosos. Hombres y mujeres no precisan de congéneres que, imbuidos de una sabiduría aparentemente superior a toda razón humana, les vendan su mostaza en forma de esperanza y redención. Y lo que menos necesitan los hombres de este mundo es que otros se cuiden de su conversión mediante bautizo de agua o de fuego. Las experiencias, buenas o amargas, que unas personas puedan hacer con las otras serán los nuevos determinantes de su relación con el medio ambiente y consigo mismos. ¿Qué es la verdad? No hay autoridad alguna en el mundo que pueda definirla con legitimidad absoluta ni imponerla de modo infalible. Ninguna autoridad puede impedir o bloquear el examen de las condiciones previas requeridas para el conocimiento. En las cuestiones relativas a la verdad rige este principio: «Puesto que es verdadero ha de ser y hubo de ser dicho por los hombres». Su contrario se convierte en un error: «Es verdadero puesto que lo ha dicho una autoridad (Jesús o el Papa)».
En principio, cada persona tiene la creencia en Dios que otros le han inculcado. Sólo paulatinamente adquirirá la que se merece. La opinión de Nietzsche, según la cual nadie nace cristiano y sólo puede hacerse tal cuando esté bastante enfermo, se relativiza bajo determinadas circunstancias históricas. No todos los cristianos de la historia incubaron en sí mismos la correspondiente enfermedad. La mayoría fueron atacados por ese virus mortal y tuvieron que soportarlo, como el animal huésped soporta a su parásito, o bien exponerse a ser liquidados por aquellos que sí eran sus portadores voluntarios. La religión del amor se abatió sobre los hombres a sangre y fuego y les enseñó lo que tenían que creer, esperar y amar… y también lo que no debía ser creído, amado ni esperado. La propagación histórica de dichas creencias nunca fue ajena a la violencia. La biblia y los azotes son cosas indisociables y tanto la letra como la bofetada de la «fe» consiguen ablandar y doblegar a los hombres y conquistar su mundo. ¿Acaso han nacido para eso los hombres? ¿Acaso permanecen voluntariamente en sus respectivas iglesias?
Que una religión, que se jacta de ser la verdadera entre las religiones superiores, haya arrasado literalmente tantas culturas tendría que hacer pensar a los hombres de buena voluntad. Si el cristianismo sólo germina sobre las cenizas de sus enemigos, entonces es algo inhumano: una ideología asesina, una incitación al crimen. Apenas aparece en el escenario de la historia y ya se lanza a insultar, calumniar y atacar a sus adversarios. Las primeras cartas del Nuevo Testamento y los Evangelios que les siguen son auténticas obras maestras. Y lo son, sobre todo, bajo un aspecto: glorifican primero sus propias «verdades» y sobre ese dorado telón de fondo, tiran a degüello contra todos los que disienten de ellos, ya se llamen «escribas y fariseos», judíos, romanos o «herejes».
Que en su caso se trata de una nueva fe propagada por la violencia, eso es algo que se evidencia lo más tardar cuando los cristianos llevan la voz cantante en el estado y la sociedad. He aquí un ejemplo de la furia que la nueva religión despliega frente a la antigua: Cirilo, el santo doctor de la iglesia y tan devoto de María que pagó cuantiosas sumas en sobornos hasta imponer la maternidad divina de aquélla, mandó asaltar en el año 415 a la filósofa Hipatía, conocida y celebrada en todo el mundo de entonces. Por orden suya fue arrastrada a una iglesia, desnudada y hecha literalmente trizas con trozos de vidrio. Mientras los cristianos fueron una minoría insignificante, se mantuvieron discretos y tan sólo polemizaban contra sus iguales acerca de sus santos escritos. Pero apenas se sienten fuertes salen a la palestra y difaman todo el legado cultural, toda la filosofía y la religión antiguas. Pues ellos están en posesión de algo mejor, la religión del amor, y deben imponerla a sangre y fuego contra los retrógrados «paganos». Su primera ideología de martirios y persecuciones desapareció como por ensalmo cuando los dominadores cristianos pudieron ellos mismos hacer mártires y perseguidos entre los demás. A partir de ese momento expolian, arruinan y destruyen los templos. Levantan la cruz sobre cadáveres y ruinas. Rapiñan las posesiones de los perseguidos. Se enriquecen del modo más legal heredando el patrimonio de los «infieles» ejecutados. Masas enardecidas en pos de los nuevos predicadores masacran a los «paganos» y los monjes asaltan las casas y oratorios de aquellos que no quieren dejarse bautizar. Destrozan las imágenes de sus dioses y destruyen obras artísticas irreemplazables. Organizan procesiones de escarnio, matan a los servidores del culto pagano e implantan la cruz de Jesús en signo de victoria.
En el siglo XX afirma el teólogo Daniélou: «La iglesia ha acentuado siempre su respeto por los valores religiosos del mundo pagano». En la realidad nunca se alzó una voz que tuviera cierto peso dentro de la iglesia contra las viejas expediciones de exterminio. Abundan en cambio hasta la saciedad los sermones que proclaman la rapiña y el asesinato. «Apropiaos, apropiaos sin vacilar, ¡oh tú, el más santo de los Césares!, de las joyas del templo» así azuza, en torno al 347, el teólogo Firmicus Maternus, «… aprovechad para vuestro uso todas las ofrendas sagradas y hacedlas propiedad vuestra. La destrucción de los templos os capacitará para acometer empresas más elevadas. Contad con el divino poder de Dios». Todo esto debe suceder «para que no permanezca ni un ápice de la impía semilla… ni un vestigio de la generación pagana». No nos cause, pues, asombro que los pogroms desencadenados por el clero sean incomparablemente más sanguinarios y despiadados que lo fueran nunca las persecuciones padecidas por los cristianos. Todavía en 1954 enseña el Papa Pío XII que todo lo que no sea conforme a la (su) verdad y a las normas éticas «no tiene derecho a la existencia».
El Papa León X condenó como opuesta a la «verdadera» doctrina católica esta afirmación de Lutero: «Es contrario a la voluntad del Espíritu Santo el que los herejes sean quemados». El papa puso a Lutero un plazo de 60 días para que se retractase. Desde entonces ha llovido mucho. Entretanto el papa Juan Pablo II, sucesor de aquel papa León, ha estado ya dos veces en Alemania, la patria de Lutero, pero si bien es cierto que los papas han tenido más de 470 años para revocar aquella sentencia condenatoria o, cuando menos, para reflexionar sobre la justeza de la frase luterana, nada se ha movido a ese respecto. El Papa Wojtyla, no cabe duda, no quiere seguir el ejemplo de Lutero y quemar la bula de León. Apuesta claramente por otros medios.
El exterminio del error por parte de la sedicente «verdad» tiene su propia lógica. El exterminio de los descarriados es tan consecuente como la conversión forzosa a la «verdad» cristiana. Tras sus victorias militares los cristianos suelen recibir la felicitación del Papa por haber conseguido, una vez más, «ampliar el Reino de Dios». La gran cacería contra los godos acaba en el siglo VI con jubileos cristianos, servicios divinos y… ¡con ejecuciones! La guerra de 20 años contra los godos dejó a Italia sumida en ruinas humeantes y causó al país más daños que la Guerra de los 30 Años a Alemania. Roma, la floreciente ciudad de un millón de habitantes de antaño, cuenta, tras ser conquistada cinco veces y otras tantas devastada, con tan sólo 40.000. Lo cual no obsta para que el obispo de Roma fuera el primero entre los depredadores de botín. Al exterminio de los godos se sumó paralelamente el de la «herejía» y como colofón de todo ello la sede obispal se vio bendecida con dinero y otros bienes.
Este ejemplo arrastró tras de sí otros muchos en la historia de la iglesia. Una y otra vez se misionaba, convencía y convertía. Todo ello regado con sangre.
Empezando por el exterminio de los samaritanos, hasta la conversión de los frisones en los siglos VII y VIII, pasando después por la cristianización de los sajones bajo Carlomagno, la cruzada contra los Vendos (1147) y la guerra contra los albigenses en el siglo XIII hasta llegar a la «catolización» de la Rusia Blanca, Ucrania y Polonia entre las dos Guerras Mundiales y por fin las espeluznantes atrocidades croatas en los años 1941 a 1943: una y otra vez la verdad ha sido impuesta contra el supuesto error de una manera atroz para conseguir «conversiones». Cabía multiplicar una y otra vez el número de los católicos… y también el dinero que su acrecentamiento numérico generaba y sigue generando.
El ejemplo más reciente: Al igual que la conversión de Rusia, la catolización de los Balcanes es un antiguo objetivo del Vaticano que éste ha venido persiguiendo política y militarmente con creciente insistencia. Primero con el apoyo de la dinastía de los Habsburgo, luego con la ayuda del emperador prusiano, por último con la de Mussolini y Hitler. Así surgió, en 1941, un «Estado Independiente de Croacia», bendecido por el papa Pío XII. Con «sus mejores deseos para los trabajos ulteriores», así despidió el papa al dictador croata Pavelic ya camino de la toma del poder y estos buenos deseos fructificaron de inmediato: empezó la catolización del país. Las iglesias ortodoxas fueron reconvertidas en católicas o bien transformadas en almacenes comerciales, mataderos, establos o retretes públicos. O simplemente destruidas.
Todavía en 1941 los serbios nativos (ortodoxos) eran equiparados a los judíos. A unos y a otros les estaba prohibido ir por la acera. En los servicios públicos de transporte pendían letreros como éste: «¡Prohibida la entrada para serbios, judíos, vagabundos y perros!».
Muchos obispos ortodoxos fueron asesinados así como 300 presbíteros. Mientras tanto el arzobispo católico de Sarajevo ensalzaba los nuevos métodos del caudillo croata como «servicio a la verdad, a la justicia y al honor». Las atrocidades cometidas en la «Croacia independiente» entre los años 1941 y 1943 al objeto de propagar el catolicismo no van a la zaga de los horrores de la Inquisición. Por doquiera el clero apostólico-romano invitaba a la conversión y amenazaba con castigar a los no conversos. Ya en las primeras seis semanas de régimen católico se masacraron 180.000 serbios y judíos. A lo largo del mes siguiente se añadieron otros 100.000 muertos, entre ellos muchas mujeres y niños. Las ejecuciones masivas estaban a la orden del día y las torturas más horribles, comparables con las de los campos de concentración, se convirtieron en algo habitual. Pero Pío XII, hecho a opinar sobre todo lo divino y lo humano, viniese o no viniese al caso, no desperdició ni una sola palabra sobre las atrocidades de sus «fidelísimos hijos». Bien al contrario, concedió audiencias a los croatas confirmándoles su «gran satisfacción», sus «sentimientos paternales» y ensalzando al criminal supremo, Pavelic como «católico practicante».
De los dos millones de serbios, 240.000 fueron entonces convertidos al catolicismo por la violencia y unos 750.000 asesinados tras padecer, a menudo, las más sádicas torturas. Ningún «Santo Padre» lo ha deplorado hasta el día de hoy. El papa Pío XII sólo lanzó su primer lamento en 1945, al producirse «asesinatos en la persona de ciudadanos privados de proceso o a impulsos de la mera venganza privada», es decir, cuando los comunistas yugoeslavos se vengaban de los católicos. Así pues, este papa, cuyo proceso de santificación aguarda su momento, está probablemente más cargado de culpa que cualquiera de sus antecesores desde hace siglos por cuanto ha ofrecido al mundo un ejemplo casi incomparable de moral criminal.
Finalmente, las fechorías de aquellos clerofascistas resultaron excesivas incluso para el gobierno fascista italiano. Italia intervino y salvó así alrededor de 600.000 personas de las garras de los católicos. Lo que los soldados italianos y alemanes pudieron contemplar supera cualquier descripción: un croata con un collar de lenguas y ojos humanos. Sobre la mesa de trabajo del «Führer» croata había una «cesta de regalo»: «cuarenta libras de ojos humanos». Así lo habría asegurado el mismo Pavelic todo ufano, un hombre que disponía en su casa de capilla y confesor privados y que, tras el hundimiento de su Croacia, «Reino de Dios y de María», huyó vestido de cura y con un cargamento de varios quintales de oro robado. Un hombre que, ya en su lecho de muerte, fue bendecido por el papa en 1959.
¿La religión una disposición natural? ¿La misión como bautismo forzoso? ¿El asesinato y el homicidio como instrumentos de la misión? Nada nuevo bajo el sol. Sería de esperar, no obstante, que esta tradición religiosa no continúe. Que cada vez sean más numerosas las personas que se alcen y arranquen las herramientas ideológicas y operativas de las cabezas y las manos de quienes se hacen criminales en nombre de la religión. El modelo conflictivo basado en una verdad que debía ser defendida —bajo todas las circunstancias, incluidas las más criminales— contra la heterodoxia y los heterodoxos, ha sido superado. Ha aportado a aquellos que lo defendían gigantescos beneficios, pero no ha resuelto conflicto alguno. Al contrario: más bien ha servido casi siempre de germen de otros nuevos. Partiendo de la idea de que entre los buenos debía dominar la unidad y la armonía como en una ciudadela a fin de que los soldados de la verdad mantuvieran su «potencia disuasiva» contra los de fuera de ella, ese modelo de pensamiento y de acción no ha generado otra cosa, hasta nuestros días, que luchas internas y externas.
Las conversiones forzosas de personas no siempre comportan la necesidad de derramar sangre. En la mayoría de los casos sirve también el agua. Pero entiéndase bien, no cualquier agua. En esta cuestión los pastores son hasta quisquillosos. Muestran muchos más escrúpulos cuando se trata de «la justa materia» del bautismo que cuando se trata de misionar con la espada. En el primer caso adoptan ademanes ampulosos y ponderan lo imponderable. Una publicación que se reedita siempre con el nihil obstat eclesiástico, considerada como manual clásico de la «teología moral» vigente, enseña: «Materia válida es la auténtica agua natural. Pero bajo tal denominación se entiende el agua pura y simple, ya sea agua de mar, río, manantial, pozo, cisterna, pantano, agua de lluvia, de hielo, agua fundida de nieve o granizo, agua mineral, agua sulfurosa, agua recogida del rocío o del vapor. Agua tal como cae en tiempo de lluvia y escurre muro abajo. Ese agua puede, incluso, llevar algo mezclado con tal que sea ella la que predomine. Cualquier agua en absoluto, si de agua realmente se trata. También agua destilada en tanto en cuanto la destilación la haya simplemente depurado de materias extrañas. Por el contrario son materia no válida todas las secreciones orgánicas como leche, sangre, saliva, lágrimas, sudor, jugo prensado de flores y plantas, así como el vino y, en absoluto, todos los líquidos que según el juicio común de los hombres sean diferentes del agua, verbigracia la cerveza y la tinta».
El bautismo está destinado sólo a la «persona humana». Por esta causa los teólogos de la moral se devanan los sesos para determinar cuándo un feto es persona. «En el caso de un feto abortado y envuelto aún en su retícula membranosa, hay que romper ésta cuidadosamente, sumergir en agua tibia todo su contenido y mantenerlo en alto mientras se pronuncia la fórmula del bautismo». Y «sólo cuando una masa informe de carne o algo semejante, totalmente degenerada, se desprenda del seno materno puede afirmarse la inexistencia de ser humano y renunciar, por consiguiente, a administrar el bautismo. Esa masa informe debe, no obstante, ser examinada pues a veces contienen un núcleo vivo». Un engendro abortado, compuesto únicamente de piernas y vientre, no cuenta seguramente como individuo humano, pero también éste puede ser bautizado, por si acaso, «sub conditio». El Papa que más a menudo y más inquisitivamente se manifestó sobre este tema e instruyó debidamente a todas las comadronas del mundo fue —no podía ser menos— el «gran callado», el Papa Pío XII.
Jesús de Nazaret, a quien teólogos semejantes invocan, no predicó el bautismo ni bautizó él mismo. Claro que tampoco llevó a cabo una sola conversión sangrienta. Hubo que esperar a la religión impuesta, propia de nuestras culturas, para ver practicar lo uno y lo otro a costa del asesinato de millones; para ver cómo todavía hoy ésta bautiza a millones a fin de asegurarse sus propios herederos juntamente con su supervivencia ideológica y financiera. Que los bautizados sean menores de edad y no se puedan valer contra su «suerte» es tan poco sorprendente, bajo estas condiciones, como el hecho de que todavía hoy se busquen motivos supuestamente metafísicos o psicológicos en apoyo de esta práctica y también de la ideología del dinero y la superioridad numérica que subyace a aquélla. Sin embargo todas esas razones no valen nada frente a los derechos del niño.
Que esa forma impuesta de bautismo represente, en la República Federal Alemana, una vulneración del «derecho fundamental del niño» a la libertad religiosa (Art. 4, Aptdo. 1 de la Constitución) y que, sin embargo, ello no le importe a nadie un bledo no es cosa que deba causarnos asombro. Siguiendo la costumbre, en caso de duda los privilegios del clero se anteponen a los derechos fundamentales de la generalidad. Bebés que en Alemania poseen (por herencia) bienes propios se convierten, al ser bautizados, en contribuyentes obligados a subvencionar la iglesia como los demás, mediante el pago de impuestos. Pero el Nuevo Testamento no habla para nada del bautismo de niños. Y en los siglos que siguieron, los cristianos retrasaban al máximo la administración del bautismo, pues el clero enseñaba que con él se redimían los pecados de toda una vida. Y es evidente que los niños de pecho no tenían nada que condonar aunque sí los ancianos. El prodigioso baño santo debía permitir llevar una vida disoluta, pero morir reconciliado.
Muy pocos hombres tendrían un Dios si la iglesia no se lo hubiese dado. En las discusiones, que deben ayudar a mantener el status privilegiado de las grandes iglesias, se alude gustosamente al argumento del «gran número» de sus fieles. Ese número arroja en Alemania la cifra de 28 millones de protestantes y de 27 millones de católicos, o sea que respecto a los 78 millones de habitantes eso constituye una mayoría que rebasa los dos tercios. De hecho los datos sobre el número de miembros de ambas iglesias resultan, a primera vista, impresionantes. Pero esa impresión palidece repentinamente si se piensa, primero, que el 90% de los miembros nominales son cristianos poco activos y que, en el campo católico, los «seglares» comunes están sin más obligados al silencio cuando se trata de decisiones importantes de su iglesia. Estas dos realidades relativizan claramente el peso de ese «gran número» aunque ambos apenas se tomen en serio en la vida política de la República. A ello se añade el que el número de los que abandonan su iglesia (los aconfesionales) no sólo aumenta poderosamente de año en año, sino que ha alcanzado ya la decena de millones. Los salidos de la iglesia constituyen ya, cuando menos, una minoría apta para interponer su veto.
Sus perspectivas de llegar a ser, más pronto o más tarde, una mayoría, son buenas. En Berlín el número de los liberados de la iglesia supera ya, con un 47%, al de los católicos, (9%), y protestantes, (37%).
El desinterés de muchos demócratas hacia estos hechos, desinterés que llega hasta grados inimaginables en otros países más ilustrados, favorece por supuesto la argumentación del «lobby celeste» del país. Éste presenta ilusoriamente una posición de fuerza clerical cuya realidad, si uno se atiene a datos concretos, tiene un fundamento más que débil. Ya hace treinta años C. Pallenberg, un profundo conocedor del Vaticano, escribió que «Es simplemente impensable que los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Italia y los EEUU ni tan siquiera el de la ultracatólica España se atreviesen a imponer a sus ciudadanos tales cargas impositivas “por mor de la fe”. Los alemanes las soportan porque se han habituado a ellas».
Y porque es uno de los pueblos más laboriosos, pero también uno de los más necios políticamente hablando. No hay nada más pernicioso que esa mezcla de energía y docilidad: las dos guerras mundiales lo prueban. Por lo demás, tanto España como Italia se han liberado entretanto del concordato firmado con Franco y Mussolini respectivamente. En la República Federal, en cambio, sigue teniendo vigencia el concordato firmado con Hitler en 1933 que, entre otras cosas, garantiza todavía la vigencia de los impuestos eclesiásticos. Para el cambio de milenio se anuncia en Alemania una situación grotesca: la población aconfesional, ya mayoritaria, vivirá en un estado dominado por las dos grandes iglesias.
¿Acaso los alemanes son especialmente piadosos? ¿O necesitan para ser personas de un servicio eclesiástico especial? ¿Siguen necesitando como antaño uno u otro de los múltiples cristianismos para poder sobrevivir? ¿Quizás a un dios especialmente amoroso? El político demócrata-cristiano bávaro, Wolfgang Bótsch, urge en esa dirección cuando pide «una palabra benefactora y clarificadora» contra el «ateísmo agresivo» que ha llegado como una herencia aneja a la reincorporación de los nuevos territorios de la ex RDA. El político se presenta como un «cristiano interesado» en que se impulse «la recristianización de la conciencia» de los habitantes de esos territorios centroalemanes, convirtiéndolos en nueva «tierra de misiones». Los altos prelados lo escuchan complacidos. En la Alemania reunificada, según el Presidente de la Conferencia de los Obispos, Karl Lehmann, la iglesia romana quiere, «dedicar toda su energía y de forma mucho más resuelta que hasta ahora, a esa empresa misionera».
La principal de entre todas las religiones de las zonas templadas, el cristianismo, se ha asegurado no pocos privilegios basados en el reconocimiento general de un hecho altamente dudoso. El cristianismo pretende no sólo ser patrocinado económicamente sino gozar de la protección especial del estado: porque representa (para sus fieles) la única verdad y porque (algo que han de creer también los menos piadosos) ha aportado y sigue aportando servicios culturales de primer orden. Ni una ni otra justificación se tienen en pie. Por una parte, el asunto de la «verdad única» no es nada que los creyentes contemplen ya como algo fuera de toda sospecha como les gustaría a Roma o a Wittenberg. Y es que entretanto florecen tantos cristianismos en nuestro entorno que a cualquiera, y no sólo al más lerdo, le resulta más difícil que nunca distinguir entre el más y el menos auténtico. En lo tocante a la segunda justificación hace ya tiempo que entre nosotros no se da una respuesta tan general y tan unánime a la cuestión de las especiales aportaciones culturales de los cristianos como lo hace el núcleo duro de la cristiandad.
¿Fueron acaso las personas más necias las que protestaban, hacían mofa o casi vomitaban de asco y de rabia? Se han escrito cosas como éstas: el catolicismo es «un puro fraude», la «religión de los indecentes» y el papa «el mejor actor» de Roma. También podemos leer que «el catolicismo defendió continuamente el latrocinio, la rapiña, la acción violenta y el crimen». Otros textos afirman que «por regla general» «cada sacerdote católico» se convierte «en un monstruo» y que «toda persona decente» tiene que «considerar como una ofensa… el que se le llame católico», Al cristianismo se le atribuye haber cargado sobre sí «diecisiete siglos de infamias y desatinos»; haber sido una «locura» que «sedujo al mundo entero»; un «baldón indeleble», la «viruela de la humanidad». Quienes así se expresaron no fueron cabezas de poco calibre en la cultura occidental ni pobres de espíritu como los cristianos desearían. Fueron hombres de gran renombre: Pierre Bayle, Voltaire, Helvecio, Goethe, Schiller, Heine, Hebbel, Nietzsche, Freud.
Gente sin influencia, expresiones marginales de nuestra cultura, dirán tal vez algunos clérigos. Pero con tal juicio, ¿no se desautorizarían esos jueces a sí mismos? Los representantes de una iglesia incapaz hoy de dar el más mínimo paso hacia adelante, convertida en algo casi insignificante en el plano cultural y a la que, en los últimos años, han acabado por abandonar hasta los escritores más modosos, ¿puede permitirse la presunción de presentarse como exponentes de la cultura occidental? ¿Lo fueron siquiera alguna vez? ¿Se les atribuyó alguna vez un papel esencial en la vida espiritual o tan sólo el papel principal en la tragedia de la propia «verdad»?
¡Voto a Dios! ¿Habla en favor de Dios el que éste necesite que lo prediquen tantas cabezas hueras? El cristianismo ha sido siempre una religión de personas de pequeño formato, no, como se pretende, de las gentes sencillas a las que muy raras veces llegó a convencer. A éstas las bautizó sin más, cuando no las asesinó, cubriendo con un barniz sus verdaderas vidas, sus viejos dioses populares. Esa «eminente religión» de los prelados nunca fue una religión de la gente sencilla. Fue una ideología para espíritus estrechos cuya marcada ansia de poder no soportaba tenerse que limitar a servir a los poderosos. Así pues, éstos tuvieron que morder el polvo de modo que el cristiano de mente estrecha pudiera dominarlos. A partir de ahí, las concepciones de todos los pensadores inconformistas, por más que su altura espiritual se elevase a veces a lo sublime, tenían que ser vistas como una «peste», como una «enfermedad», como «poses henchidas de ateísmo», como «alaridos o ladridos salvajes», como «vómitos y esputos», como «pestilente basura», como «excrementos», como «hediondo estercolero». Desde entonces, todos los no cristianos —y también los cristianos de confesión distinta a la propia— equivalen a «apestados», a «inválidos», a «precursores del Anticristo», a «animales en figura humana», a «hijos del demonio». Toda esta terminología cultural proviene de bocas episcopales y papales y va toda ella dirigida contra los «herejes», es decir contra «bestias de la peor ralea», contra «carne de matadero para el infierno».
¿Qué pasaría por estos pagos si algún personaje de gran formato tildase hoy al papa de «animal», de, «engendro y dragón infernal», de «bestia del Apocalipsis»? Si de repente Juan Pablo II se viera caracterizado como «larva de carnaval», como «rey de las ratas» o «engendro archipestilente»? ¿Si uno le gritara en la cara «hediondo saco de gusanos», «poseso del diablo», «obispo del demonio» o «demonio» a secas o, peor aún, como «heces depuestas por el diablo sobre la Iglesia»? Tales supuestos se considerarían injurias contra el jefe de estado de un país soberano y contra todos los verdaderos creyentes. Se consideraría perturbada la «paz pública» y los abogados del estado pondrían en marcha las pertinentes diligencias aplicando el artículo 166 del código penal de forma que la Iglesia de Cristo y un Estado confesionalmente neutral habrían hecho apresar a ese hombre por lanzar las mismas andanadas que un pastor de cristianos, el doctor M. Lutero, lanzó en su día contra otro pastor de cristianos sin más consecuencias que la de ganarse entretanto el aura de la respetabilidad en los países germánicos. ¿Que cómo ha sido ello posible? Porque hasta la Iglesia verdadera entre las verdaderas ha tenido que resignarse a la idea de que la verdad que ella enseña no ha prevalecido como verdad única sino como una entre tantas. ¿Tempi passati? ¿Épocas pasadas de una historia borrascosa? ¿Encarpetadas bajo la rúbrica «muerte del espíritu»? ¡Qué más les gustaría a sus actuales sucesores! Por ello no quieren que se hable más de lo ya acontecido y dado por zanjado. Por ello gritan ¡al ladrón!, cuando alguno osa abrir los archivos y reexaminar los documentos. Por ello, escamoteando para sí mismos y para sus predecesores la culpabilidad, la repercuten incluso sobre aquellos que la ponen al descubierto. Bien lo sabe el que ha hecho sus experiencias con el clero: los culpables son siempre los críticos; las circunstancias criticadas se asumen sin más. Quien pone al descubierto algo más de lo que se oculta bajo el borde de la alfombra que tapa lo barrido, es que está «tirando a degüello». Sin embargo, el que la Iglesia haya conocido a lo largo de su historia «degüellos» de otras dimensiones y mucho más cruentos, eso es algo que esos clérigos no estiman ni siquiera digno de mención. Que su producción literaria no haga otra cosa que tirar a degüello, eso es algo que no se les debe tomar en cuenta. Pero ¿acaso los mortales no tienen otra cosa que hacer que atiborrarse de cantos en loor de la iglesia o dejar que les tiren a degüello los sedicentes buenos?
¿Aporta este libro viejos argumentos? ¿Se limita a arañar la superficie sin acceder a la «esencia de la iglesia»? ¡Eso es muy superficial!, grita la clerigalla en pleno cuando se ponen al descubierto sus auténticos motivos, su debilidad mental. Y es el caso que son siempre los que menos saben, aquellos a quienes no se les permite siquiera ilustrarse más, chismorreros de la religión, compadres de tertulia, mojigatos de frente estrecha, necios y engreídos, quienes pretenden saber más.
¿Pueden esas personas, que se alimentan puramente de trataditos clericales, erigirse en jueces de aquellos que han investigado toda una vida? El asunto en cuestión parece realmente admitirlo. La religión puede ser defendida por no importa quién. Cualquiera puede opinar como el que más sobre Dios, mientras que una cuestión científica elemental desborda ya las capacidades del «lego» en la materia. No es este «Anticatecismo» el que constituye un panfleto, ni tampoco un simple escrito polémico. Ese tipo de escritos es típico de otros ambientes: son los productos normales del pensamiento clerical aunque entretanto lleven nombres pacíficos como «encíclica», «pastoral» o «catecismo». Pero en el fondo se sigue tratando de lo mismo: de proseguir el combate. Sus tratados están ahí para perpetuar la lucha y el espíritu que alienta en ellos es el de personas pugnaces, no aptas para la paz. Opuestas a ella. En aquellos escritos dividen a los seres humanos, individual y colectivamente, en buenos y malos y de ello extraen consecuencias demoledoras para el espíritu y la libertad. No soportan la firmeza de los que piensan de manera diferente frente a su propia inseguridad, frente a sus crisis de identidad y sus beatificantes armonías de cabezas hueras. Reaccionan indignados, con odio: el recurso que mejor domina la religión del amor. Responden poniendo restricciones al pensar, al leer. Con el índice y la censura; con calumnias, veneno, bilis, pez y azufre. Y tras haberse visto forzados a apagar sus hogueras inquisitoriales, ponen caras largas y esperan tiempos mejores. Reaccionan, ¡qué diplomacia de altos vuelos!, no reaccionando ante nada; no respondiendo a nada; tratando a los críticos como si no fueran personas; ahogando en el silencio tanto los argumentos como a los argumentadores. ¿Argumentos? Nadie con buena información y buena voluntad podrá afirmar que «únicamente» los primeros 1.900 años transcurridos en la historia del cristianismo hayan sido dañinos y sanguinarios, pero que la Iglesia se habría transformado y mejorado radicalmente durante las últimas décadas. Es más bien cierto lo contrario: desde un punto de vista puramente cuantitativo la Iglesia del siglo XX ha cargado sobre sus espaldas tantos crímenes, si no más, que en cualquiera de las épocas anteriores. Hay que añadir a ellos el estigma oprobioso de una nueva acción sangrienta del pasado reciente y que, por su monstruosidad, no queda a la zaga de las fechorías perpetradas en la católica Edad Media. El más horroroso de los escándalos del Cristianismo en el siglo XX, las atrocidades croatas ya mencionadas y perpetradas entre 1941 y 1943, constituye, y no sin motivo, el hecho histórico menos conocido y mejor reprimido del mundo cristiano. Sólo ellos, siempre al tanto de todo, están también perfectamente informados respecto al hecho de que el Vaticano posee, con toda probabilidad, 8.000 fotografías que ilustran las masacres y conversiones en masa llevadas a cabo por los católicos croatas.
Algunos cristianos aparentemente perspicaces sugieren hoy en día que cuanto de malo había en la iglesia pertenece ya y definitivamente al pasado. Esta sugestiva idea culpabiliza únicamente a los muertos y absuelve a los vivos. Pero no nos alegremos antes de tiempo: quien considera como nociva más del 98% del total de la propia historia eclesiástica y como aceptable el exiguo resto de menos de un 2% no sólo vulnera —por cierto contra la voluntad de los papas de todas las épocas— la tradición de la «santa» institución sino que además no es honesto consigo mismo. No se ve como lo que realmente es y debe ser según la doctrina católica: como el heredero de un pasado que pertenece inevitablemente al presente de la iglesia concreta y del que sólo puede librarse abandonándola. Abandonar la iglesia querría decir en este caso, romper con la tradición, renunciar a la vida «eterna» para ser, al menos una vez en su vida, persona y no meramente cristiano.
Los fiscales generales de la RFA se ven año tras año obligados a proceder contra «manifestaciones de desprecio especialmente ofensivas y rudas» (según un texto oficial de 1985), cada vez que un cristiano practicante se siente ofendido cuando alguien le enumera las infamias de su iglesia basándose en hechos incontrovertibles. Las octavillas que aludan a tales verdades y a su trasfondo son objeto de requisa oficial porque «propician el despertar de sentimientos de odio y perturban con ello la paz pública». Quien, por el contrario, a través de pastorales y otros escritos «piadosos» incitó a la guerra y la aversión; quien arruinó la paz pública de forma estridente y durante siglos; quien expone hasta el día de hoy al desprecio público las opiniones de los que piensan de forma diferente, ése queda libre de castigo: he ahí un buen ejemplo, imposible de pasar por alto, de lo que se entiende por sana percepción de la justicia cuando ésta se pone al servicio de la «verdadera» cultura occidental, es decir, de la imbuida de prejuicios clericales. Pero por estas tierras no parece que nadie tenga que sonrojarse por los responsables. Al contrario: los culpables históricos y actuales se hallan —a despecho del efecto devastador que sus dogmas y su moral causan en la razón— bajo la protección especial de un estado sedicentemente neutral frente a las distintas cosmovisiones. Se benefician de un apoyo económico incomparablemente superior al concedido a otros grupos sociales. Tienen acceso asegurado a todas las instituciones de importancia políticosocial. Su derecho de codecisión o al menos su influencia en el ámbito de guarderías, escuelas, universidades, centros de radiodifusión y órganos de prensa está institucionalmente asegurado. ¿Que tienen una sangrienta tradición? ¡Pelillos a la mar! Ya pueden vivir despreocupadamente en un futuro previsible.
¿Pero no habrá también algunas razones de las que las iglesias puedan sentirse orgullosas? Su pasado, ¿constará únicamente de crímenes? ¿Ha de ser de antemano malo todo cuanto haga referencia a la Iglesia? El clero destaca que los ideales del evangelio son muy elevados. Y de ello derivan que nadie puede condenar a cada iglesia en concreto, ni tampoco al cristiano particular por el hecho de que no realicen ese ideal evangélico en su plenitud y sólo lo hagan en parte o incluso no lo realicen en absoluto. Humano es equivocarse y también lo es, cabalmente, en el reino de Dios. Pero es que en su caso nunca se trataba de pequeños desaciertos, de bagatelas. Nada de eso: es que no hay en realidad ninguna otra organización de dimensiones mundiales que se haya cargado su conciencia de crímenes de una forma tan duradera, tan persistente y tan atroz como lo ha hecho la Iglesia cristiana.
Tal es la opinión, fundamentada en un material sólido y abundante, de la historiografía crítica con la Iglesia, opinión que seguirá en pie mientras no se presente otro material de la misma solidez y abundancia que demuestre cómo otra u otras organizaciones mundiales llevan sobre su conciencia crímenes tan duraderos y atroces como los aquí criticados.
La afirmación recién expuesta indica ya por sí misma en qué sentido el cristianismo es y seguirá siendo original. Sin embargo, vale la pena seguir preguntándose: ¿hay razones que expliquen la forma de proceder del cristianismo contra otras creencias? Sí, pues los cristianos que combaten «al otro», lo combaten en sí mismos. Intuyen, con seguro instinto para el poder, que ellos han aportado bien pocas cosas nuevas al mundo y que, quienes son sabedores de ello, les pueden resultar peligrosos. Toda religión que alardea haciendo piruetas con verdades eternas, teme que se desvele el hecho de que su verdad no ha sido revelada por algún dios, sino plagiada o robada de genios vivientes y coetáneos. El clero considera que la verdad de la doctrina cristiana quedó probada por medio de profecías y milagros, pero nada, empezando por el dogma central y siguiendo hasta los ritos periféricos, es realmente innovador u original en el cristianismo. Milagros y profecías las tomaron de otros. «Hombres divinos» que padecen, mueren y resucitan, eran bien conocidos en la mitología y en la historia antes de que los cristianos los hicieran algo suyo. Doctrinas trinitarias no las hay, por cierto, en Jesús, pero abundan en épocas precristianas. ¿Maternidad divina?, ¿concepción virginal?, nada de eso es nuevo. Peregrinaciones, santuarios dispensadores de gracia y reliquias: todo eso se conocía ya mucho antes. ¿Y el mandamiento del amor al prójimo y al enemigo? Algo que ya resultaba familiar a los denominados «paganos». ¿El bautismo?, ¿la confesión?, ¿la eucaristía? Todo cuanto en el Cristianismo pasaba por sublime sacramento, existía en el mundo mucho antes de que apareciesen los cristianos.
El mayor de los doctores de la iglesia, San Agustín, lo reconoció categóricamente, por activa y por pasiva, y lo adobó además con su peculiar cinismo: «Lo que ahora se designa como religión cristiana existía ya desde antiguo y nunca estuvo ausente desde el mismo comienzo de la especie humana hasta el momento en que Cristo apareció en carne mortal. A partir de ese momento la religión verdadera, que ya existía anteriormente, empezó a llamarse cristiana». Los gentiles, los judíos o ambos paralelamente fueron quienes crearon la concepción del mundo de la que los cristianos se sirvieron abundantemente. Quien quería ser cristiano no podía abandonarse a pensamientos propios y menos aún innovadores. Tenía que aceptar lo que ya había: la predicación del inminente Reino de Dios; la doctrina de la filiación divina; la idea del mesías y salvador; las profecías que anunciaban un redentor; su venida a la tierra; su nacimiento de una virgen; su adoración por los pastores; su persecución desde la misma cuna; su tentación por Satanás; su magisterio, pasión, muerte (crucificado además); su resurrección (incluida la imagen del «tercer día», como ocurría con el dios egipcio Osiris); su aparición corporal ante testigos; su descenso a los infiernos; su ascensión a los cielos; la doctrina del pecado original; La existencia de justamente siete sacramentos y justamente doce apóstoles; la institución de los obispos, sacerdotes, diáconos; los acontecimientos milagrosos como el caminar sobre las aguas, el apaciguamiento de la tempestad, la multiplicación de los panes y los peces, la resurrección de muertos… ¿para qué seguir contando? Nada de todo esto es nuevo.
Los historiadores de la religión han demostrado ya hace tiempo que en la literatura antigua había abundantes y prodigiosos ejemplos de los que las historias milagrosas de los evangelios parecen meros trasuntos, pues éstas coinciden ampliamente con aquéllos en estilo y contenido. De ahí que se considere más que probable el origen pagano de las leyendas milagrosas del Nuevo Testamento. Incluso el milagro de los milagros, la propia resurrección, era una proeza que los «hombres divinos», tanto los mitológicos como los históricos, superaron repetidamente con éxito. Tan repetidamente, sí, que el autor eclesiástico Orígenes puede afirmar en el siglo III que el milagro de la resurrección no aporta nada nuevo a los gentiles y no puede, por ello, resultarles escandaloso. Bastante antes de la vida de Jesús de Nazaret escenificada en los evangelios había ya incluso dioses crucificados: Dionisos, Licurgo, Prometeo. La muerte de Jesús narrada por los evangelistas se rodea, incluso, de no pocos detalles menores coincidentes con los acaecidos durante la muerte de las deidades paganas tal como nos fueron legadas por la tradición. El babilonio Marduc, p. ej., celebrado como buen pastor, fue hecho prisionero, interrogado, convertido en objeto de escarnio y ejecutado junto a un delincuente, mientras que otro era puesto en libertad. A la muerte de César, según noticias legendarias, se nubló el sol, se produjo un eclipse, se abrió la tierra y los muertos volvieron al mundo de los vivos. Mercurio, a quien 500 años antes de nuestra era se veneraba ya como intercesor de los hombres y que en tiempos de Jesús era honrado como salvador del mundo, encomendó su espíritu a su padre expresándose además casi en los mismos términos que, si creemos al evangelio de Lucas, se habría pronunciado Jesús. El profesor de teología, Joseph Ratzinger, tuvo que reconocer este hecho cuando todavía no era cardenal de la curia ni supremo guardián de la fe en Roma. En 1968 escribió: «El mito del nacimiento milagroso del infante salvador, está, de hecho, difundido por todo el mundo». El supone que en el Nuevo Testamento fueron recogidas las confusas esperanzas de la humanidad relativas a una «Madre-Virgen». ¿Recogidas y vueltas del revés para fines propios? Que los antiguos autores cristianos acudan tan a menudo como muchos de sus coetáneos al instrumento estilístico de la pia fraus (la invención piadosa) no es ya nada que merezca ser destacado. Ni un sólo evangelio, ni tan siquiera un solo escrito bíblico, existe en versión original. Sólo contamos con copias. Copias copiadas de otras copias que fueron copiadas a su vez. El número de versiones textuales se estima entre tanto en unas 250.000. Se añade a ello el que los evangelios más recientes (y sus copistas) han corregido sistemáticamente a los más antiguos adecuándolos a un sentido propio y más nuevo. Pablo, auténtico creador de lo que hoy llamamos cristianismo, ignoró ampliamente la persona de Cristo y modificó a fondo su doctrina. Inspirándose en la atmósfera cultural de su entorno echó los fundamentos de diversas doctrinas que siguen impregnando en la actualidad el pensar y hacer cristiano: la ascética (rechazo del cuerpo); el desprecio, preñado de serias consecuencias, de la mujer, y la difamación del matrimonio. Además de ello acuñó fórmulas dogmáticas estrictamente contrarias al espíritu jesuánico: la doctrina de la redención, la de la predestinación (conocimiento y actuación providentes de Dios) y las relativas a toda la «cristología». No es de extrañar que Pablo y los primeros apóstoles se enzarzaran en serias disputas. Ni lo es el que los combates librados por los «maestros de la verdad» en contra de los «maestros del error» estallasen con estruendo a lo largo de toda la historia de la iglesia. Todavía el Papa Pío XII nos adoctrina así: «Todo cuanto no se ajuste a la verdad y a las buenas costumbres no tiene objetivamente ningún derecho a existir, a ser propagado o a ser llevado a la práctica». Pero tampoco hemos de admirarnos de que el cristianismo se haya aprovechado a fondo de cuanto crearon aquellos a quienes designa despectivamente como «paganos». Cuando una religión elimina oficialmente toda relación con las doctrinas y usos de su antecesora, lo que hace es dar nueva vida a los esquemas de pensamiento y a las costumbres desterradas aunque las presente, eso sí, bajo formas distintas y superficialmente readaptadas.
El catolicismo se ha servido a placer de todos cuantos «errores» estaban a su alcance. El monoteísmo definitivo (la creencia en un dios único) partió de los seguidores egipcios del culto al sol y desembocó en el cristianismo a través de la religión de Moisés. La fiesta cristiana de San Juan se remonta en su estructura esencial a ciertos rituales precélticos. Las navidades son una fiesta de origen romano y la fiesta de Todos los Santos vino a ocupar el lugar de la Noche Samain de los celtas. La costumbre de encender fuego el 1 de noviembre, como símbolo del renacer, la tomaron los cristianos de los cultos druidas y la trasladaron a la pascua de resurrección. La fiesta céltica de Imbolc, símbolo del día central del invierno, en que se veneraban simultáneamente el fuego y el agua, fue transformada en fiesta de la Purificación de María. Son innumerables las iglesias y capillas cristianas que todavía hoy se alzan en los mismos lugares que ocuparon otrora santuarios paganos. Los sacerdotes, monjes, abades y obispos cristianos vinieron a desempeñar en el entramado social de los «países conquistados» el mismo papel que jugaron en su día los antiguos magos sacerdotales. El apóstol de Irlanda, San Patricio, elevó a toda la casta sacerdotal preexistente y supuestamente convertida al cristianismo al rango de élite intelectual de la nueva religión. Los antiguos textos escritos del cristianismo no merecen mayor credibilidad que los del hinduismo, los de las religiones griegas o los de los druidas. Con todo, tanto San Agustín como otros padres de la iglesia no han tenido reparo alguno en burlarse de los mitos paganos, presentándolos como historias desatinadas o como inventos del diablo, deseoso de apartar a la pobre humanidad del recto camino cristiano.
Una cosa sí que es cierta: al contrario de lo que ocurriría en el cristianismo, las «descarriadas religiones paganas» no contenían ninguna verdad absoluta y revelada que hubiera de defenderse forzosamente a sangre y fuego. ¿No será que los «errores» de quienes fueron reducidos por la violencia estaban muy por encima de la nueva «verdad»?
La palabra «dogma» viene del griego. Designa aquello que parece cierto. En su significación básica no designa la doctrina verdadera sino la opinión doctrinal. Esa palabra, sin embargo, perdió su inocencia original desde el momento en que cayó en manos de los clérigos. A partir de ahí las declaraciones dogmáticas se suceden alegre y briosamente y además, desde el año 1870, provistas de infalibilidad. La primera definición de una fórmula dogmática y doctrinal tuvo lugar ya en el año 325, en Nicea, y la última, por el momento, en 1950, en Roma (la «Asunción de María»). Todos los dogmas se insertan, según la doctrina católico-romana, en un cuerpo doctrinal que ha de ser profesado como «credo». También están provistos de normas jurídicas de carácter obligatorio (que acarrean sanciones en caso de su transgresión). Cada uno de ellos representa un artículo de fe y como conjunto constituyen un edificio doctrinal, el llamado «tesoro de la fe». Dejemos aparte la cuestión de si los dogmas sirven para fomentar la vida espiritual o el adoctrinamiento clerical. Dudoso es que tales doctrinas de la verdad sean útiles para nadie. ¿Quiénes, salvo los mismos clérigos, obtienen por ejemplo provecho de la doctrina acerca de la única forma legítima de concebir hijos? Que las doctrinas de Roma sean dañosas para los mortales no es, por el contrario, nada difícil de constatar. El estudioso de las religiones, Friedrich Heiler, lo resume así: «Sí, al cristianismo se le deshonró con la comisión de crímenes inexpiables, algo que no se da, al menos con tal gravedad y tales dimensiones en ninguna de las otras religiones superiores. Ni el islam, ni el budismo, ni tampoco el hinduismo han asesinado, ni de lejos, a tantas personas por causa de su fe como lo han hecho las iglesias cristianas». Cuanta más luz se aporta a la historia de la Iglesia y de los dogmas, tanto más tenebrosa se nos vuelve ésta.
El catolicismo no se impuso por ser especialmente ortodoxo o porque sus «verdades» fueran las únicas. Sucede más bien que «es» ortodoxo porque él supo imponerse e imponer sus «verdades», al menos, de momento. La deseada unidad de creencias no se dio ni por un solo momento en el cristianismo. Sí que se dieron, en cambio, decenas de «confesiones» y eso ya en el s. III. En el s. IV eran ya centenares de ellas las que se disputaban enconadamente la posesión de la verdad de las verdades. De entre todas ellas resultaría vencedora la del «catolicismo romano» y no porque hubiera predicado la más verdadera de las verdades sino porque supo hacer suyo todo cuanto se ajustaba a su concepción política global, aunque tuviera que tomarlo de las otras grandes «herejías» o de los mismos filósofos del contexto cultural, y evitar hábilmente todos los extremos. Supo, pues, adaptarse, también en el aspecto organizativo, al promedio social: actitud sumamente ventajosa en la lucha por la supervivencia que posibilitó en último término la imposición de la «doctrina católica». Era ella la que podía hacer gala de una asimilación más sagaz de importantes elementos de la filosofía pagana y de la jurisprudencia romana. Esos préstamos culturales contribuyeron a enriquecerla y a convertirla rápidamente en directriz de la conducta personal «cristiana» y —una consecuencia de alcance todavía mayor— en puente que condujo a la plena aceptación de las instituciones que se alzaban ante ella (el emperador, el imperio y la existencia de un estrato señorial privilegiado). En la época de Constantino I, muerto en el año 337, el catolicismo se convirtió en doctrina triunfal salvífica que hacía muy difícil a quienes sostenían concepciones discrepantes perturbar su imagen grandiosa de total solidez ideológica y militar.
George Orwell traza en su famosa novela «1984» la imagen de esa actitud anímica habitual en los sistemas totalitarios: «crimestop» significa la capacidad, casi instintiva, de contenerse en el umbral mismo de cualquier pensamiento peligroso. Incluye el don de no entender las analogías, de mostrarse incapaz de reconocer errores lógicos, de malentender los argumentos más elementales… y también de aburrirse o sentir repugnancia ante cualquier ilación de pensamientos que pudiera deslizarse en dirección herética. Crimestop significa, en una palabra, «estupidez protectora».
A despecho de todo ello, las dudas seguía vivas en las mentes cristianas. Alejarlas de la propia fe victoriosa o encauzarlas, al menos, en una fórmula triunfal constituía una de las tareas más apremiantes de los clericales (y de sus cómplices políticos). Así se inventó el «dogma», la cumbre suprema de fiabilidad y garantía ideológicas. Esa «muleta del pensamiento», vinculante para todos los creyentes y puesta al servicio de todo intelecto hipócrita y lacayuno, estaba, ella misma, crudamente expuesta a desviaciones, errores y dudas. Pero también en este punto supo el clero hallar pronto remedio: surgió una instancia suprema, la de un papa que regía infalible en las cuestiones tocantes a la fe y legitimaba la idea obsesiva del «dogma». Confiarse a él, edificar sobre la roca (de Pedro) que era su solio parecía ser en el futuro la única posibilidad de prevalecer frente a las «puertas del infierno». El precio de todo ello, el sacrificio de millones de intelectos, a lo largo de la historia del dogma, en aras de la necesidad de seguridad de unos pocos, eso es algo que las declaraciones públicas del papado no se dignan mencionar ni siquiera mediante una alusión tangencial.
Roma tiene cosas más importantes que hacer. El I Concilio Vaticano de 1870, verbigracia, proclamó como doctrina de fe que algunos dogmas, cuando menos, no pueden ser comprendidos ni demostrados a partir de principios naturales y que, de surgir una contradicción entre la doctrina de la fe y la ciencia, el error sería imputable a la ciencia humana. Hasta qué punto, y de manera bien probada, la misma Roma se ha equivocado a lo largo de la historia de la iglesia, eso es harina de otro costal. Sólo el recurso a una permanente reinterpretación de declaraciones anteriores («no era dogmática», «se trata de una mala interpretación») permite al Vaticano salvar a papas, concilios y obispos de quedar desenmascarados como personas y grupos que yerran de medio a medio.
Quien considera la fe como una posesión bien cercada y su teología como ciencia de argumentaciones pagadas con buen dinero; quien convierte el hallazgo de la verdad en la formulación de respuestas simples; quien pretende absorber enteramente a la persona individual; quien intenta arrojar sobre ella la red de una disciplina autoritaria, ése se asegura su monopolio y obtiene de ese modo su mayor beneficio personal. De ese modo, la salvación se «expende» en forma de monopolio y queda indisolublemente unida a una élite, la única que siempre sabe cuál es el camino correcto para enseñárselo al ignorante o, para usar la jerga clerical, al «creyente».
Los fundamentos de la fe de la iglesia son precarios. A la vista de ese hecho incuestionable la cuestión, hoy tan debatida, acerca de la reforma de la iglesia, se resuelve propiamente por sí misma. Pues si la iglesia quisiera —y eso sería una condición insoslayable de cualquier reforma— retornar a su mismo «fundador», a Jesús de Nazaret, ello significaría hoy aproximarse a aquel hombre cuya figura han reconstruido dos siglos de investigación evangélica y de crítica bíblica separándolo de todas las adherencias legendarias. En tal caso los pastores preeminentes tendrían que renunciar y dar por perdido todo aquello que hace tan agradable su vida y que constituye el fundamento de su iglesia: dogmas, sacramentos, dignidades episcopales, papado, financiación y concesión de privilegios de parte del estado, rito y costumbrismo, en una palabra, el grueso y los detalles de todo lo que hoy configura esa gran empresa de servicios. Erasmo de Rotterdam escribía sobre ello ya hace casi 500 años: «¡Cuántas ventajas y prebendas perderían los papas desde el momento en que se contagiaran de sabiduría!… desaparecerían la riqueza dinerada, la posición de honor en la iglesia, el derecho a hacer oír su voz en la concesión de cargos importantes, las victorias militares, el gran número de privilegios, de dispensas, de tributos y de indulgencias…». En lugar de ello vendrían las prédicas, las vigilias nocturnas, los rezos, los estudios «y mil sacrificios similares». Copistas, notarios, abogados, secretarios, arrieros, mozos de muías, cambistas y celestinas perderían su empleo. Ahora bien, Roma no permite que las cosas vayan tan lejos y Erasmo lo resume así: «Ya veo que la monarquía del papa de Roma, en su figura actual, es la peste del cristianismo».
Una reforma genuinamente jesuánica no solamente barrería de la superficie esa gran empresa llamada iglesia sino que también daría al traste con la actual situación humana: antes que nada con el patriarcado y con la explotación del hombre por el hombre. Tan sólo el mandamiento del amor a los enemigos, si también los cristianos lo aceptasen por fin de corazón, haría que el mundo presentara otro aspecto y actuara de forma muy distinta. Pero no cabe esperar que tal reforma, que equivaldría a una revolución hacia adentro y hacia afuera, sea nunca obra de la gente de iglesia. Hablar de una iglesia «perpetuamente inmersa en la reforma» (ecclesia semper reformando) es echar arena a los ojos de las personas, justo lo que hacen los sedicentes teólogos progresistas. Teresa de Ávila y Francisco de Asís, dos excepciones respecto a lo que es norma en la iglesia, lo sabían mejor que toda una legión de obispos actuales: toda reforma auténtica de la iglesia ha de comenzar no por la liturgia o por la organización sino por las finanzas.
Hay pocas personas que sean tan incapaces y tan reacias a una reforma como los «verdaderos cristianos». ¿O acaso se han reformado alguna vez los cristianos? ¡Y tanto! Desde siempre y casi de continuo. Ya la segunda generación de cristianos lo reformó todo de raíz por respecto a la primera: creando una imagen totalmente nueva de Jesús, de la comunidad y de la fe. La iglesia postconstantiniana también efectuó reformas de fondo por respecto a la preconstantiniana: de pacifistas que eran se convirtieron entonces en logreros de guerra; de simples cristianos, en clérigos privilegiados. Posteriormente las reformas menudearon a lo largo de la E. M., en Roma y en otros lugares, verbigracia, en Hirsau, en Cluny y en los propios concilios. ¿A estas alturas nuevos reformadores para la humanidad? ¿Reformadores cristianos venidos ahora a ofrecer a los hombres su reformado mensaje salvífico con 2.000 años de reforma a sus espaldas y otros tantos de crímenes y asesinatos? ¿Cristianos que habrían descubierto ahora «el diálogo» después de tantos combates contra el «error»? ¿Cristianos dispuestos a anunciar el evangelio a los ateos, a quienes hace pocos siglos quemaban en sus hogueras? ¿Reformadores aperturistas —tanto hacia la izquierda como hacia la derecha— que nos convocan al grito de «también nosotros pertenecemos al presente» y con la expresión propia de los teólogos del establecimiento en su rostro, la expresión de «bueno, no todo fue tan malo»? ¿Puede uno confiar en quienes se limitan a prolongar su desgracia y se convierten en cómplices al permitir que la jerarquía los instrumentalice abusivamente? ¡Penosa, muy penosa situación la de estos progresistas intraeclesiásticos! Sí, allá donde todo es humano y demasiado humano tal vez ayude un dios. Pero ¿cuál?
¿Que por qué enumeramos públicamente tantísimos crímenes cristianos? ¿Acaso los grandes números estremecieron alguna vez a los «creyentes» o hicieron vacilar su imagen del mundo? ¿Acaso no se habituaron a la energía criminal de los suyos? ¿Acaso no hablan, duchos abogados de sus pastores supremos, de lo «esencial» en el cristianismo, de la fe y del dogma, incluso de Dios, esa última instancia de firme pero inasible textura contra la que se estrellan como contra un rompeolas las fechorías de los cristianos? Ya sabrá ese Dios enderezarlo todo. Sí, ese Dios sabrá juzgar en el sentido literal de la palabra. Ya les pasará las cuentas, dicen los Padres de la Iglesia, a los críticos del cristianismo. Llegado el momento tomará consigo a los buenos creyentes y los sentará en su trono para que juzguen con él, tal como dice la Biblia. Y una vez arregladas las cuentas podrán alabar a Dios en compañía de sus santos por toda la eternidad.
La fatua presunción de los elegidos no suele gustar de la humildad, de la modestia. Pues la «élite» se ha colocado de una vez para siempre del lado justo, del lado de la «verdad cristiana». El resto, el mundo entero, del lado falso. Ese rasgo de distanciamiento y exclusión es por necesidad inherente al carácter de todo buen cristiano. Los creyentes tienen siempre en mayor estima a los correligionarios que a los disidentes. La persecución de todos los disidentes deriva del amor a los iguales, a los más valiosos. El fanatismo del perseguidor es la única fuerza de voluntad de la que también los débiles son capaces. Hasta la vida más aburrida se vuelve interesante con alguna que otra carnicería festiva. Como quiera que el éxito necesita sus espectadores y comentadores, la teología se ve obligada a extraer un sentido del puro sinsentido y a producir, incluso, la impresión de un sentido profundo. Hay personas a las que la religión les sienta tan bien como un traje o un vestido. Hacen bien en llevar esa indumentaria. Eso les hace aparecer todavía mejor de lo que son.
Lo que para los creyentes está en juego no son problemas históricos, filosóficos o éticos, ni tampoco la verdad o, para ser más modestos, la verosimilitud. Lo que está en juego son sus propios problemas. «Creen» porque, supuestamente, no podrían vivir sin ese asidero. Eso pese a que, si fuesen, p. ej., chinos poseerían una verdad muy distinta. La cuestión de la procedencia de su verdad es algo que apenas les interesa: la cuestión es que su Dios, sea el que sea, les garantice la vida aquí y arriba. La obstinación del único problema que pueden permitirse es algo que habla por sí solo. Tienen tal fijación por el mismo que su vida tiene que degenerar convertida en un status centrado en el culto y la confesión de su fe y opuesta a transigir con quienes viven de otro modo. La ausencia de toda compasión frente a los discrepantes que puedan convertirse en una amenaza para su propio sistema (Besitzsystem) es una característica más que significativa de los clérigos. La autoridad de la fe va indisolublemente adherida a «soluciones de validez intemporal». Éstas son susceptibles de confesión, de interpretación autoritativa, de explicaciones manejables, de reconversión moral y pedagógica. En esa visión del mundo, los «herejes» sólo pueden existir como factor perturbador, objeto de una percepción marginal. Un problema de herejía, signum de una razón que despierta, no le merece a los creyentes una seria reflexión. Y es que todos ellos reposan sobre la común convicción de que sólo ellos viven correctamente. Han sabido desarrollar una sana «desconfianza contra la desconfianza». Se les antoja que ellos viven arropados por una confianza sustentadora, transracional, en una existencia plena de sentido palpable juntamente con sus (en realidad «bajo sus») pastores. Algo exclusivo. Algo que resulta exclusivamente criminal para los disidentes.
¿La sedicente vida del creyente? ¿La vida entre otros creyentes?, ¿el «ser en la Iglesia», el «ser en la secta»? La ciencia moderna se refiere a ello como a una neurosis obsesiva y colectiva que prospera admirablemente en el humus de la indefensión infantil. Pues cuando a los niños se les mantiene privados de libertad siempre necesitan a los padres: personas que les digan una y otra vez cómo deben vivir «correctamente»; que les digan cómo en su caso deberían morir también correctamente. Necesitan en último término un «superpadre» que diga a todos los «wertevatern» sobre la tierra qué es lo que cabe esperar de él, su Dios. Así se organiza la religión. Ahí se incuban las cosmovisiones totales y totalitarias. Ésa es la verdadera patria de todos los sistemas psíquicos de salvación. Aquí se funden en uno la vivencia y la fe: sólo el que se siente sobrecogido capta a su vez la fe. ¿Y qué decir del «servicio divino», concepto nada inofensivo que sugiere obediencia? También él tiene su lugar en el sistema: los padres celebran fiestas por sus hijos y se hacen festejar por ellos.
Los buenos creyentes no lo saben muy bien ellos mismos. La mayoría de ellos se asombran un tanto al oír que su religión es propiamente una «religión del Padre». Y es que según todas las apariencias sus predicadores les informan acerca de todo lo posible (y lo imposible), sobre todas las cuestiones colaterales de la fe «verdadera», incluida la del «óbolo de San Pedro», pero no, justamente, sobre la cuestión central: sobre Dios, el padre, y sobre su amor. Es evidente que en el seno de la fe se ha producido un desplazamiento del centro de gravedad: desde el centro hasta la periferia. Ya hablaremos en su momento de todo aquello que hace que las iglesias perduren.
La teología se ocupa relativamente poco del Dios-Padre. Prefiere, al menos en la actualidad, otros temas: las cuestiones jesuánicas y cristológicas, los problemas del papado (la infalibilidad, los concilios), la liberación de las dictaduras (aunque no de la propia). La actitud conciliadora y la disposición al compromiso están fuera de lugar frente a semejante ciencia. El psicoanálisis, en cambio, sí que se ha ocupado tempranamente del tema de la «religión del padre». Aquellos aspectos del cristianismo mantenidos en la oscuridad durante tanto tiempo deberían hacérsele transparentes y más controlable para él mismo. Aquellos rasgos, testimonio de un autoritarismo infantil, no deberían ya seguir siendo predominantes como en el caso de las neurosis de repetición. El psicoanálisis, una especie de arte obstetricia, quería ayudar a la persona individual y a los diversos grupos a sacar a la luz desde su propia interioridad aquellos problemas que, siendo en puridad algo propio, nadie puede resolver en el lugar de los propios afectados.
La «creencia en el padre» se nutre de deseos pulsionales y de su satisfacción. S. Freud interpretó esos deseos como ilusorios que perpetúan y consolidan la previa mentalidad inmadura (unmündig) del carácter infantil. La vinculación del creyente a un Dios-Padre se nos aparece como producto de una debilidad vital que intenta hurtarse a los desafíos y oportunidades del mundo refugiándose en una actitud de obediencia, que le proporciona seguridad, frente al padre superdominante. Se crea así un padre superdominante que garantice clasificaciones típicamente patriarcales: la esperanza de recompensa, de distinción y finalmente —en clave social y nacionalista— de victoria sobre quienes disienten de él, sobre los «pueblos extraños», de poderío universal. Así y no de otro modo es la conditio hominis, no la conditio humana.
Sólo un Dios como el bíblico resulta permisible bajo una atmósfera tan belicista.
Los antigua dogmática Padre-Hijo del cristianismo (sobre la que hoy se predica poco aunque deba ser vehementemente creída) es —según Th. Reik— expresión de una lucha perpetua en la que toman parte tanto las emociones pulsionales reprimidas, provenientes de la rebeldía filial, como las tendencias revolucionarias y el amor al padre. Las dudas respecto al padre, dudas que germinan en el corazón del hijo y que nunca pueden ser acalladas del todo, han de ser atenuadas mediante el dogma. Pero como quiera que ese intento nunca triunfa del todo la mente, desplegando auténticas estrategias de inmunización, va creando sucesivamente ideas obsesivas cada vez «más poderosas», «más precisas» (los dogmas), intentando en lo posible darles una apariencia mínima de racionalidad. El clero no puede encomendar este trabajo, más que arduo, a un creyente cualquiera. La Iglesia necesita para ello —la cosa comienza ya con Juan Evangelista y Pablo— de teólogos de pura cepa que entiendan algo de su Dios y que sepan ofrecer ese saber suplementario de baratillo y adaptado al gusto de los correligionarios más simplones. Hay que recurrir a los padres wertevater(*). Y si es cierto que no hay ningún texto bíblico que documente la instauración de un estamento sacerdotal por parte del hijo de Dios sí que los hay que documentan la instauración de un Dios por determinada parte de ese estamento sacerdotal. Poco a poco, a ese Padre —el Dios-Padre— se le van sumando más y más padres capaces de decir cómo «es» y cómo «obra» aquél. Ya en los evangelios y en las mismas cartas paulinas se detectan intereses bien palpables. Intereses que guían la búsqueda cognoscitiva: son los que conducen la mano de quien escribe, los que guían el espíritu de copistas e intérpretes. Se hace evidente ya desde un principio cómo ha de ser y obrar el Dios-Padre.
Y también se evidencia el valor paradigmático de las relaciones entre el Dios-Padre y su hijo: Jesús ha de servir de modelo intemporal de cómo han de comportarse con sus padres los hijos sumisos. Los padres del Dios-Padre, obligados a defender no pocos intereses, saben muy bien cómo redactar sus Sagradas Escrituras. «En el nombre del Padre y del Hijo» sigue repitiendo la gente maquinalmente: como les está mandado.
Los creyentes no deben abrigar dudas: la sedicente ortodoxia se compone de pensadores y actores victoriosos. Ha conseguido hacer pasar por verdades sus propios errores. Es más: para que todo ello se engalane con una verdad última y definitiva, los padres Werte de la Iglesia verdadera entre las verdaderas han inventado una última instancia de sus errores: es Dios mismo quien se los «revelado» y el padre supremo en este mundo, el «papa» custodia con autoridad infalible la revelación. En el transcurso de su historia (es decir, pasando por encima de incontables cadáveres) el papado se desarrolló en sentido ascendente desde su papel de abogado del dogma relativo a las relaciones entre el Padre y el Hijo hasta asumir el papel de una paternidad autónoma. El buen Dios necesita a todas luces muchas versiones en miniatura de la paternidad (los antiguos «Padres de la Iglesia») y una figura central de la paternidad, el papa de Roma. Y no sólo el Dios-Padre necesita todo ello. Lo necesitan también los dilectos, los creyentes, que debieran llamarse mejor los sumisos. Semejante sistema no puede permitirse fisuras que pudieran permitir una deuda residual o hicieran superflua la prestación de obediencia total. Los padres han de estar siempre presentes y poder ofrecer siempre y en cualesquiera circunstancias una solución; una que redima. Ése es el modo más tenaz y eficaz de combatir contra la emancipación del hombre: primero se les inoculan necesidades que perpetúen para siempre las formas, ya periclitadas, de lucha por la existencia.
Toda religión ha de contar con un sistema de referencias absolutas: una deidad o varias deidades cuya esencia, función y conducta han de tener significación paradigmática. En toda tradición, doctrina o institución religiosas hay alusiones explícitas al «tiempo original», a «aquel tiempo» en que la deidad habría comenzado a intervenir en la vida de los hombres. En el cristianismo ocurre otro tanto. Ahora bien, en él se da, en cierto sentido, cierta cohibición: «¡No on haréis ninguna imagen de vuestro Dios!» (Ex 20, 4). En puridad, las palabras del Dios son muy claras. Pero si se tomaran sus palabras en su literalidad, todas las iglesias estarían tan vacías, recubiertas de una blancura tan adusta como lo están los oratorios en los que tan bien se sienten las confesiones más estrictas. Hasta los funcionarios-teólogos tendrían también sus dificultades: a los mitos de la humanidad les va muy bien ser plasmados en una cierta imagen: «en aquel tiempo», por los días del paraíso, la tierra estaba unida al cielo por un puente y el hombre podía cruzarlo de un extremo al otro porque no existía la muerte. Claro que esa cómoda posibilidad se esfumó ya hace mucho tiempo. Entre tanto ese trasbordo se ha hecho más difícil y no es cosa de todos. Por lo que respecta a los ateos, el puente se les convierte en el cortante filo de una navaja barbera y sólo los buenos padecen un miedo relativamente sufrible al pisar la senda que conduce a la «vida eterna». Es de agradecer por eso que en su caso haya «pontoneros» especiales que les echan una mano: esos pastores supremos, obispos o papas, acomodados gustosamente en ese papel de guías.
Pero ¿qué otra cosa hacen sino construir imágenes de Dios? Hagamos aquí un pequeño retoque que mejore el efecto del retrato anterior. Pongamos allí una mano de color gruesa que lo recubra todo. Ahora bien, ni la existencia, ni la inexistencia de Dios son demostrables. Lo que sí se puede probar es el hecho de que las iglesias cristianas presentan como vinculante cierta imagen de Dios y que ese Dios no es quien ha hecho al hombre «a su imagen y semejanza» sino que son los hombres quienes lo han hecho a él a su imagen y semejanza. Ese enfoque de las cosas nos es ya conocido como mínimo desde Feuerbach. Con todo, quien se limite a decir que el hombre se ha creado un Dios no piensa ni argumenta de manera consecuente. Algo más precisa es, p. ej., la teología feminista (de la que muchos hasta ahora ni siquiera habrán oído hablar): no es el «hombre» sino el «varón» quien dio forma a un Dios apropiado para una sociedad dominada por los varones. Pero incluso esa tesis es puramente provisional pues parte de una mala traducción de «patriarcado» que, propiamente, no significa «poder de los hombres varones» sino «poder de los padres». Quienes acuñaron ese término albergaban en su mente una determinada concepción. (51-52**) Un concepto de tal relevancia social, el más importante de toda una época cultural, no se acuña así como así, en bagatelle. La tradición religiosa tomó el término «patriarca» con la máxima seriedad. Mientras que sus filósofos y metafísicos fatigaban su mente con disquisiciones en torno al concepto de «Dios», las iglesias han permanecido en este punto estrictamente fieles a sus sagradas escrituras. Los autores bíblicos (no hay ni una sola autora) sólo escriben del Padre. Ese enfoque influyó como ningún otro a lo largo de esos pocos milenios de tradición judeocristiana. Ha sido determinante para vertebrar opiniones, convicciones y dogmas. De ahí que el intercambio de influencias, la acción recíproca, incluso el entrelazamiento entre representaciones religiosas y experiencias sociales aparezca como una constante. Los expertos en materia de fe acabaron finalmente por fijar significados vinculantes para todo ese complejo de representaciones. No tiene nada de casual que el máximo custodio de la fe de la Iglesia Romana se siga llamando hasta nuestros días el «Santo Padre». Quien se detenga únicamente en el concepto «sociedad de hombres varones» no podrá explicar, p. ej., por qué el Dios de los cristianos es presentado no sólo como Dios, sino también como Padre, como el buen Padre. Esa diferencia, que nos puede parecer nimia a simple vista, es en realidad imponente. Si se consigue explicar de modo tan concluyente, como la teoría de Feuerbach lo hizo en su momento, la entidad de ese «Ser Padre» y de ese «Ser Amor» de Dios, el intelecto habrá dado el paso definitivo. Un paso que produce hondo temor a los afectados.
Los cristianos saben muy bien de qué dan testimonio. Cuando la socialización religiosa habla de un Padre, del Padre bueno sin más, ello no es pura retórica sin consecuencias para los afectados. El más mínimo intento de atenuar esa fijación hacia el padre resulta especialmente dolorosa. No es ahora el momento de aducir la venalidad de toda exégesis bíblica en contra de sus beneficiarios arguyendo que la exégesis de cada momento constituye una falsificación adecuada a los intereses de ese momento. (52-53**) Y es que detrás de todas las interpretaciones exegéticas descubrimos, con todo, algo común: que Dios es el Padre y que es amor, eso es algo que ninguna de ellas ha puesto en duda. Pero ¿por qué Dios ha de ser siempre, lleve los adobos que lleve, el «buen Padre»? La imagen de Dios como padre corresponde, hasta en el último de sus detalles, a la realidad de la sociedad vigente. Donde dominan los padres y todos los no padres, es decir, mujeres y niños, les están subordinados no sería comprensible que la instancia suprema no fuera también, justamente ella, un padre.
¿Dios como Madre? ¿Dios como Niño? No faltan intentos para desentrañar en ese sentido el concepto tradicional de Dios, pero todos ellos pierden el contacto con la base.
Rezar una «Madre nuestra» en lugar de un «Padre nuestro» significa ignorar el humus social en el que la oración principal de los cristianos tuvo sus raíces. Frases del «Padre nuestro» como las de «venga a nos tu reino» o «hágase tu voluntad» (Mt. 6, 10) son, según todo lo que hoy podemos saber, expresiones típicamente expresivas de la dominación paterna. Presuponen la obediencia del hombre —adoptado como hijo (1 Jn 3, 1)— al que se trae con el señuelo del Reino como gratificación, la Tierra Prometida (Gen 5, 17; Sal 36, 6), el paraíso en el que él/ella también podrá hacer de «juez». Eso en el caso de que él/ella no se muestre desobediente hasta el final. Pues el Dios retratado en la Biblia es un Padre celoso. Un Padre que espera que el hijo perdido vuelva a él. Quien se niegue hasta el final a ese retorno no puede hallar compasión. Así es y por más que los teólogos más recientes hagan alardes exegéticos para extraer otro sentido a ese mensaje bíblico tratando de salvar lo que sea salvable en el cristianismo, ese mensaje sigue en pie: el hijo desobediente ya no es un hijo a los ojos del padre. Queda desheredado… y arrojado al infierno; hasta la eternidad. «¡No tengáis miedo de quienes sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma! ¡Temed más bien a vuestro Dios, que puede enviar alma y cuerpo a la perdición eterna!» (Mt 10, 28). ¿Acaso esta advertencia pertenece también entretanto a los pasajes segregados de la Biblia? No: todo el que se considere cristiano o cristiana haría bien en no tomarse a la ligera tal amenaza. Hace exactamente 100 años que el Vaticano volvió a declarar oficialmente que el «fuego del infierno» es real y no mera metáfora y hasta hoy no se ha apartado de esa opinión. Los obispos siguen nombrando hasta hoy «exorcistas» oficiales y la existencia del «purgatorio» ha sido definido como dogma. Otro tanto ocurre con la afirmación de que «las almas retenidas en él se benefician de un alivio gracias a las misas y oraciones» y que en esa situación «expían mediante su castigo los pecados terrenales». No crea nadie que esta «geografía del más allá» carece de propósito. El «infierno» es la última consecuencia del miedo a la culpa, al pecado, a la desobediencia, algo que ha atormentado y atormentará a millones de personas anteriores, coetáneas y posteriores a nosotros. La redención, contrapunto del pecado y también un síntoma más de esa misma y única enfermedad es algo que se ofrece en exclusiva a quienes quieran ser hijos obedientes a su padre. Ésta no es una opinión privada sino un dogma predicado en millares de ocasiones, apto para pintar la imagen oficial de Dios con colores flamígeros. Todos los autores bíblicos amenazan —también en el Nuevo Testamento, la «Buena Nueva» al decir de la opinión dominante— a quienes son reacios a la penitencia con una sanción del Padre calculada para la eternidad mientras que a los obedientes se les promete una gratificación no menos eterna por parte de ese mismo Padre.
¿El infierno? Muchas generaciones de cristianos lo han venido describiendo con vivos colores. La arquitectura de esas representaciones quiméricas es imponente. Bastante a menudo a ese infierno se le representa, hasta en sus últimos detalles, como una cámara de torturas de la inquisición española. Y ellos sienten un suave calor en su corazón pudiendo dejar a los otros el trance del achicharramiento. Las primicias de la dicha, la satisfacción por el mal ajeno producen un calorcillo reconfortante. Para ellos eso constituye la dicha perfecta. Es la hora del triunfo de la almas bellas y buenas; la hora en que el Marqués de Sade se torna cristiano. Pues ellos, los buenos, escapan siempre de rositas. Ellos están salvados y coadyuvan, al lado de su Dios, juzgando a los malvados. Participan del amor paternal de aquél condenando también hasta la eternidad. ¡El tormento eterno de los unos equivale a la eterna exultación (Entzücken**) de los otros! Esa primicia de la dicha eterna se las trae: el «infierno» podría ser cualquier lugar en el que hoy mismo esté imperando sin límites la iglesia cristiana, sobre todo la romana, una especie de continuación de la guerra contra la humanidad aplicando otros medios. El «purgatorio» que aparece aquí y allá espectralmente y que debe preparar a los redimidos para su vida en el cielo es una invención posterior, desconocida aún para el Nuevo Testamento. Pero también es, no obstante, dogma de la Iglesia.
¿Pero Dios es realmente amor? Y tanto. Es más: ha de serlo por fuerza. El amor es inmanente al sistema patriarcal. Es algo manifiesto que en todos los sistemas sociales de cuño patriarcal, el amor del padre es el correlato del poder del padre. El amor ejerce una función semejante a la de un manto: recubre el poder y lo disimula. El amor asegura y protege al poder encubriendo su ejercicio. Los torturadores sólo quieren lo mejor para sus víctimas. El ministro de la antigua «Stasi» (policía secreta de la ex RDA) Plárrt lloriqueaba* en la Cámara del Pueblo: «Yo os amo a todos vosotros». Allá donde el amor lo encubre todo la violencia no tiene por qué aparecer en crudo. La violencia sólo puede perdurar a la luz del amor, mejor dicho, a la sombre del amor, sin el que no podría sobrevivir. «Así como un padre ama a sus hijos, así ama el Señor a quienes le temen» (Sal 103, 13) y también «Un padre castiga a quien ama» (Pr 3, 12). También el amor paternal de Dios va siempre indisolublemente unido a su exigencia de veneración. La obediencia del hijo provoca, estimula el amor paterno: la legitimación hacia afuera y hacia adentro, protección contra pueblos extranjeros; legalización del pillaje de tierras y mujeres camuflada como toma de posesión en la «tierra prometida». Etc. etc. El buen Dios-padre de quien aquí hablamos en nada se distingue de aquellos muchos que se han constituido en sus padres. En el plano religioso, también ellos han tomado posesión de su tierra prometida: han definido, han forjado un Dios propicio que satisface todas las pretensiones de aquellos que lo han creado. Un Dios que ya en aquel pretendido paraíso ayudaba a contener el miedo ante la mujer y la madre: Eva, creada a imagen del hombre, tomada de su costilla y rebajada a mera ayuda del hombre en calidad de «varona». Sólo en un esquema patriarcal puede encajar algo así. En ninguno más. Y ese estilo se perpetúa a través de los siglos de la fe: todas las fantasías falocráticas de los «padres de Dios» se proyectan sobre aquel omnipotente «Dios-Padre» de quien derivará después la última y más cierta de las seguridades contra el miedo (miedo a la mujer y al hijo que podrían, en acción conjunta, matar al padre).
Allá donde se habla de grandeza y de poder, donde un hombre se crea un renombre y a un pueblo se le paga rescate para tomarlo como propiedad exclusiva (II Sam 7, 23), allí actúa siempre el mismo principio: la voluntad de poder absoluto que se crea a sí misma un Dios a su medida. Un Dios así ha de ser por fuerza un Dios guerrero. El hecho de que apenas existan investigaciones acerca de la variante religiosa de los azuzadores de la guerra y logreros de la misma es significativo respecto a las estrategias encubridoras de los patriarcas. También el sedicente Nuevo Testamento redescubre las viejas estructuras de dominación y el Dios-Padre descrito por sus autores no parece haber aprendido nada nuevo desde los días de Jahveh(**). El esquema de poder y amor, característico de los sistemas, vuelve a repetirse en él: «Soportad el castigo corrector», dice un autor del N. T., «pues como con hijos se porta Dios con vosotros, pues ¿qué hijo hay a quien su padre no castigue para corregirlo? Pero si no os alcanzase la corrección de la cual todos han participado, sería ello una prueba de que sois bastardos y no hijos legítimos. Por otra parte hemos tenido a nuestros padres carnales que nos corregían duramente y nosotros los respetábamos; ¿no hemos de someternos mucho más al padre de nuestros espíritus para asegurarnos la vida eterna?» (Heb 12, 7-9).
Dime qué Dios tienes y te diré quién eres. Este Dios-Padre es completamente autónomo, absoluto. Tiene toda su dicha en sí mismo. Es esencialmente distinto del mundo. Así se le describe en los distintos catecismos (56-57) y es así como constituye la máxima objetivación de la deidad tal y como la podían concebir los Werteváter. De ahí que esté totalmente encerrado en sí mismo, inmanente al mundo tan solo en su calidad de fin y fundamento. Así estabiliza él, del modo más conveniente el estado de cosas vigente. Así configurado en nada perjudica al patriarcado. Pero justamente así se le puede ya dar por muerto **.
¿Qué pensar de la «imagen de Dios»? El Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento a cuyas distintas plasmaciones (?) nos hemos referido aquí someramente no tiene más en común con un Dios posible o real que lo que podía tener el Zeus griego, el Júpiter romano o Wotan el germano. Todos y cada uno de ellos son dioses despóticos, padres violentos. Que la filosofía de la religión al uso o la teología cristiana se hayan ocupado con la intensidad requerida de las antedichas concepciones, de su fundamentación y de las consecuencias que de ellas derivan para la vida de los hombres es algo de lo que se puede dudar. ¿El pecado? Una ofensa al amor paterno. ¿El perdón? Algo que se promete al penitente arrepentido. Sólo a él. Las interacciones de este tipo, persistente y regularmente repetidas, son factores que acaban provocando un tipo de religión maquinal. Los enfermos que se entregan a las formas de semejante religión pueden permitirse el experimentar poder en sí mismos. La maquinaria religiosa se asemeja a una conserva de fuerza ideológica y su rendimiento efectivo, en aras del cual se han sacrificado miles de años y millones de personas, se pueden reducir a los principios de una producción maquinal. La poderosa palabra de los Wertevater analiza las realidades del mundo y las reconstruye según un sistema axiológico que arroje buenos réditos. Como contrapartida a ese análisis y a esa reconstrucción, los Werteváter de la Iglesia exigen una obediencia reproductiva de aquellos a los que se define como «incapaces de definir»: los «creyentes». Con todo, allá donde esta teoría del sistema haya dejado lagunas los Werteváter eclesiásticos recurren a la máquina de su Dios —la «providencia»—. Función de ésta es la de impulsar futuras mejoras del sistema y garantizar sempiternamente la organización religiosa.
En los creyentes expuestos a ese influjo, semejantes mecanismos se convierten en estructuras psíquicas solidificadas. Las interacciones entre el Dios-Padre y el Hijo del Hombre se han petrificado ya de tal manera, convertidas en esquemas organizativos abstractos («patterns») que los actos de prestación amorosa como la oración, el arrepentimiento y la obediencia provocan de manera automática las contrapartidas correspondientes del amor paternal de Dios. ¿Cómo? ¿Un Dios que ama a su gente a condición de que ellos crean en él y obren según su voluntad? ¿Un Dios que amenaza con el infierno si no se cree en su amor? ¿Un padre? Por supuesto. Nada más que un padre. La (tüchtigkeit**) diligencia de un padre que ama a sus hijos perdidos cuando éstos retornan a él (Le 15, 11-32) es tan poco capaz de un gesto magnánimo frente a los no arrepentidos como lo son los padres pequeño-burgueses frente a sus hijos.
Todavía hace algunos decenios los obispos, «a quienes Dios ha constituido como maestros de la verdad celeste», instruían a los escolares, a través de los catecismos oficiales, acerca de no pocos detalles sobre la naturaleza y las operaciones del Dios verdadero. Escribían por ejemplo que «lo que Dios nos ha revelado es lo que la Iglesia Católica nos enseña». ¿Significa eso que Dios sólo se revela a los suyos de manera indirecta? ¿Que los creyentes sólo obtienen verdades de segunda mano? ¿Que ninguna iglesia salvo la Católica está bien informada? El catecismo católico nos sigue adoctrinando: «Dios permite el sufrimiento para que hagamos penitencia por nuestros pecados y obtengamos una recompensa eterna». Así pues, millones de sufrientes, de asesinados (también y muy especialmente asesinados por el clero) ¿sólo padecieron el dolor y la muerte para obtener esa recompensa celestial? ¿Han de ser justamente ellos y no los autores culpables de su muerte quienes deberían «hacer penitencia por sus pecados?» El catecismo, como si se tratara de una Scheckliste(*) para los humanos sigue aleccionándonos sobre Dios. «Los condenados al infierno sufren más de lo que un hombre es capaz de expresar. Padecen los tormentos del fuego… y habitan en compañía del diablo». Estos absurdos eran todavía en los años cincuenta materia de fe en las escuelas alemanas. ¿Acaso la Iglesia se lo ha pensado mejor entretanto? ¿Tal vez se equivocó entonces, es decir, tan sólo unos años atrás? ¿Acaso ya no vale lo que hace 30 años había que creer firmemente?
¿Quién se atreverá a exigir de su Dios gestos de amor que puedan eventualmente diferir de la norma burguesa? Nadie de entre los creyentes en el Dios cristiano tiene ostensiblemente compasión con un Dios que, como todo padre auténtico a los ojos de sus hijos —lo sabe y lo puede todo—. Al que el futuro nada nuevo le puede deparar. Que es al mismo tiempo su propio pasado y su propio futuro. Ni la menor comprensión por el tremendo aburrimiento del ente perfecto.
Ni la menor misericordia con un Dios que ha expulsado triunfalmente de la palestra a todos los competidores y competidoras que le disputaban el amor de los hombres. Ni la menor piedad hacia un Dios cuya providencia puede ser hecha responsable de todo. A cuyo amor de padre se le puede imputar todo. El Dios-Padre condimentado a su gusto por los Werteváter constituye, por causa precisamente del añadido de la perfección, una creación imperfecta. Su moral carece de la distancia debida frente a la de sus padres. Este padre recompensa siempre y cabalmente la virtud creativa de quienes lo han forjado, la capacidad activa de los definidos como buenos. Pero quien es reacio a hacer ninguna prestación; quien quiera abolir, suprimir de nuevo ese Dios, ése merece su castigo. Pobre Dios.
El que ese Dios pueda estar muerto es algo que no espanta a quienes defienden los intereses del patriarcado. Su sistema es muy anterior al de la religión del padre. Las estructuras, mucho más ancestrales, del patriarcado se afianzan incluso contra esa religión posterior que, llegado el día, puede irse tal como vino. El patriarcado, en cambio, perdura. Él se sirve de las religiones como si fuesen intérpretes y vigorizantes de su voluntad de poder. De vez en cuando, su profundo afán de perduración le hace sentir como necesario un «superpadre» determinado. En los últimos tiempos puede, incluso, denominarse el «gran hermano», pero el patriarcado tiene raíces más hondas que las de su religión eventual. Caso de que el cristianismo se mostrase irremediablemente inútil para los intereses del patriarcado, sellaría con ello su propia muerte. Sería sustituido sin más por otra cosmovisión más rentable.
Lo que mantiene en vida la teología y el discurso oficial de la Iglesia es, ya en nuestros día, su cambio adaptativo frente a los datos que la sociología, la psicología y la antropología ponen a su alcance, datos que aquella institución «complementa», es decir, tergiversa con descaro y siempre en provecho de sus intereses. Y no es poca la expectación con que cabe esperar el momento en que hasta los mismos teólogos que hoy defienden la antigua fe hagan el oportuno viraje. Sí, esos mismos teólogos que persisten aún en encabezar polémicas intraeclesiásticas; que atizan querellas internas en el seno de ese ghetto del pensamiento; que intercambian sutilidades propias de quienes están idiotizados por exceso de especialización; que abrigan todavía una mentalidad de secta… y viven, desde hace mucho tiempo, al margen de la realidad y de las condiciones del pensar y el obrar humanos.