PRÓLOGO

Si bien el cristianismo está hoy al borde de la bancarrota espiritual, aquél sigue impregnando aún decisivamente nuestra moral sexual y las limitaciones formales de nuestra vida erótica siguen siendo básicamente las mismas que en los siglos XV o V, en época de Lutero o San Agustín.

Y eso nos afecta a todos en el mundo occidental, incluso a los no cristianos o a los anticristianos. Pues lo que algunos pastores nómadas de cabras pensaron hace dos mil quinientos años sigue determinando los códigos oficiales desde Europa hasta América; subsiste una conexión tangible entre las ideas sobre la sexualidad de los profetas veterotestamentarios o de Pablo y los procesos penales por conducta deshonesta en Roma, París o Nueva York. Y quizá no sea casualidad que uno de los más elocuentes defensores de las relaciones sexuales libres, el francés Rene Guyon, haya sido un jurista que, hasta el mismo día de su muerte, exigió la abolición de todos los tabúes sexuales así como la radical eliminación de todas las ideas que asociaban la actividad sexual con el concepto de inmoralidad.

En la República Federal Alemana se tiende todavía hoy a la equiparación del derecho y la moral, y especialmente de la decencia y la moral sexual, lo que es una herencia inequívoca de la represión cristiana de los instintos. Con fatigosa monotonía, el legislador recurre a «el sentido de la decencia» «el vigente orden moral» «las concepciones morales fundamentales del pueblo» etcétera —fórmulas tras las cuales no hay nada más que la vieja inquina de los Padres de la Iglesia contra la sexualidad—. De la misma forma, el Tribunal Constitucional puede invocar abiertamente a las «comunidades religiosas públicas, (…) en particular a las dos grandes confesiones cristianas, de cuyas doctrinas extrae gran parte del pueblo las reglas para su comportamiento moral». Por consiguiente, las normas legales sobre el matrimonio, la anticoncepción, el estupro, las relaciones con menores y demás, se ven condicionadas de tal forma que Ernst-WaIter Hanack puede calificar de forma lapidaria al vigente derecho penal sobre asuntos sexuales como «en buena medida improcedente, superfluo o deshonesto».

Ahora bien, en otros países europeos la situación es muy parecida; la prohibición eclesiástica del incesto o el aborto, por ejemplo, influye decisivamente en la justicia; el concepto de indecencia se extiende incluso a los matrimonios y caen las peores execraciones sobre cualquier delito de estas características; los hijos engendrados fuera del matrimonio no pueden ser legitimados ni siquiera con una boda posterior; se persigue la publicidad de los medios anticonceptivos con penas monetarias, encarcelamientos o ambas cosas; se vela por la protección del matrimonio en los hoteles y empresas turísticas; y todo ello, y algunas cosas más, en total sintonía de principios con la moral eclesiástica.

Asimismo, en los EE. UU. la religión determina con extrema fuerza el derecho, sobre todo las decisiones sobre la conducta sexual, y crea ese clima hipócrita y mojigato que todavía caracteriza a los estados puritanos.

Y con total independencia de la forma de justicia o injusticia dominante (que por supuesto es siempre la justicia o injusticia de los dominadores), la moral sexual tradicional sigue siendo efectiva, los tabúes continúan vigentes. Han sido inculcados demasiado profundamente en todas los estratos sociales. La permisividad y la tolerancia siguen estando perseguidas como en el pasado; moral todavía equivale en todas partes a moral sexual, incluso en Suecia.

Aparte de a la teología, a la justicia, e incluso a determinadas especialidades de la medicina y la psicología, la superstición bíblica perjudica a nuestra vida sexual, y por tanto, en resumidas cuentas, a nuestra vida.

No es sensato, por consiguiente, creer que el código clerical de los tabúes ha sucumbido, que la hostilidad hacia el placer ha desaparecido y la mujer se ha emancipado. De la misma manera que hoy nos divierte la camisa del monje medieval (infra), las generaciones venideras se reirán de nosotros y nuestro «amor libre»: una vida sexual que no está permitido mostrar en público, encerrada entre paredes, confinada la mayoría de las veces a la oscuridad de la noche es, como todos los negocios turbios, un clímax de alegría y placer acotado por censores, regulado por leyes, amenazado por castigos, rodeado de cuchicheos, pervertido, una particular trastienda oculta durante toda la vida.

De San Pablo a San Agustín, de los escolásticos a los dos desacreditados papas de la época fascista, los mayores espíritus del catolicismo han cultivado un permanente miedo a la sexualidad, un síndrome sexual sin precedentes, una singular atmósfera de mojigatería y fariseísmo, de represión, agresiones y complejos de culpa, han envuelto con tabúes morales y exorcismos la totalidad de la vida humana, su alegría de sentir y existiré los mecanismos biológicos del placer y los arrebatos de la pasión, han generado sistemáticamente vergüenza y miedo, un íntimo estado de sitio y sistemáticamente lo han explotado; por puro afán de poder, o porque ellos mismos fueron víctimas y represores de aquellos instintos, porque ellos mismos, habiendo sido atormentados, han atormentado a otros, en el sentido figurado o literal.

Corroídos por la envidia y a la vez con premeditación calculada corrompieron en sus fieles lo más inofensivo, lo más alegre: la experiencia del placer, la vivencia del amor. La Iglesia ha pervertido casi todos los valores de la vida sexual, ha llamado al Bien mal y al Mal bien, ha sellado lo honesto como deshonesto, lo positivo como negativo. Ha impedido o dificultado la satisfacción de los deseos naturales y en cambio ha convertido en deber el cumplimiento de mandatos antinaturales, mediante la sanción de la vida eterna y las penitencias más terrenales o más extremadamente bárbaras.

Ciertamente, uno puede preguntarse si todas las otras fechorías del cristianismo —la erradicación del paganismo, la matanza de judíos, la quema de herejes y brujas, las Cruzadas, las guerras de religión, el asesinato de indios y negros, así como todas las otras atrocidades (incluyendo los millones y millones de víctimas de la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la larga guerra de Vietnam)—, uno tiene derecho a preguntarse, digo, si verdaderamente esta extraordinaria historia de crímenes no fue menos devastadora que la enorme mutilación moral y la viciosa educación por parte de esa iglesia cultivadora de las abstinencias, las coacciones, el odio a la sexualidad, y sobre todo si la irradiación de la opresión clerical de la sexualidad no se extiende desde la neurosis privada y la vida infeliz del individuo a las masacres de pueblos enteros, e incluso si muchas de las mayores carnicerías del cristianismo no han sido, directa o indirectamente, consecuencia de la moral.

Una sociedad enferma de su propia moral sólo puede sanar, en todo caso, prescindiendo de esa moral, esto es, de su religión. Lo cual no significa que un mundo sin cristianismo tenga que estar sano, per se. Pero con el cristianismo, con la Iglesia, tiene que estar enfermo. Dos mil años son prueba más que suficiente de ello. También aquí, en fin, es válida la frase de Lichtenberg: «Desde luego yo no puedo decir si mejorará cambiando, pero al menos puedo decir que tiene que cambiar para mejorar».

KARLHEINZ DESCHNER